Mediodía. Pleno agosto. Estábamos jugando en la calle del pueblo cuando un niño bajó la cuesta en bicicleta con una noticia perturbadora: la niña de los Rius había muerto electrocutada. Sugirió que fuésemos todos a verla. No sé si por no dejarme sola o por no perdérselo, mi hermano me arrastró con el grupo rambla arriba. La casa de los Rius era la última, y estaba abierta. Ningún adulto nos prohibió la entrada. Al contrario, nos ofrecieron limonada y rosquillas y nos acompañaron hasta el centro del salón, donde estaba la niña muerta en su ataúd blanco, con su vestidito blanco, sus patucos blancos, su gorrito blanco de perlé, atado con un lazo bajo la barbilla. Sólo sus regordetes dedos ennegrecidos, chamuscados… Este debería ser mi primer recuerdo terrorífico, pero no lo es. ¿Por qué? ¿Por qué un suceso tan terrible no dejó en mi memoria un recuerdo terrible? Porque sólo tenía cinco años. Porque sólo veía un bebé rollizo con nariz de botón y hoyuelos por todas partes, como la mayoría de mis muñecas. Porque sólo pensaba en sacarla de aquella caja y ponerla en vertical para que abriera los ojos, en regañarla por mancharse los dedos para poder consolarla inmediatamente; aunque algo en la trágica atmósfera me decía estate quieta, y calladita, no es el momento adecuado.

     En cuestiones relacionadas con los misterios de la vida y de la muerte, la edad marca la diferencia. Y la misma inocencia que acepta con naturalidad lo más terrible, más adelante rechaza lo más natural con auténtico pavor; como sucedió unos años después de que el instinto, y quizá también la timidez, impidieran que le pusiera las manos encima a la niña electrocutada de los Rius, afortunadamente. En el mismo pueblo, a la misma hora del día y durante la misma estación del año. Mi primer recuerdo –ahora sí- realmente terrorífico.

 

     Mediodía. Pleno agosto. Estoy en la calle esperando a dos amigas para jugar a las casitas. Son gitanas. Y son hermanas, la mayor se llama Dolores y la menor Antonia. Dolores es muy flaca, tiene una trenza larga y negra y pelusilla en la comisura de los labios. Dice que será monja o azafata, pero a mí me cuesta imaginarla de cualquiera de las dos maneras. No soy capaz de imaginarme monjas ni azafatas con bigote y tan mal carácter. Tengo once años; aún creo que las monjitas son todas unas santas piadosas y todas las azafatas rubias y alegres. Dolores es muy creyente y muy seria, y no suele decir palabrotas pero, a veces, de repente, aprieta los labios y se le pone cara de malvada. Y entonces se santigua con la izquierda porque, además de tímida y mal pensada, Dolores es zurda. Antonia es vivaracha, de risa fácil, dice a todo que vale y no se enfada aunque vaya siempre en tercer lugar, como dice ella, o sea perdiendo. Será profesora, o se casará con un gitano y tendrá hijos. Nunca dice las dos cosas a la vez. Otras veces dice que no sabe lo que quiere. A mí me parece que lo que Antonia quiere, básicamente, es pasarlo bien. También tiene una trenza larga y negra, pero su bigote de pelusa no destaca tanto porque su piel es más aceitunada, y sus mejillas están más llenas. Parece más sana y fornida que su hermana mayor. Nadie diría que se llevan casi dos años.

     Estoy en la puerta de casa, esperando verlas bajar corriendo por la cuesta, tan parecidas y tan diferentes como las dos caras de una misma moneda -la cruz bruñida y sombría de Dolores, la cara amable y sonriente de Antonia. Me cuesta pensar en jugar con ellas por separado. Las horas se nos harían lentas y aburridas. Pero siempre vienen juntas y a todo correr, sujetándose las faldas con la mano. Y el tiempo se nos va volando.

     Antonia y Dolores tienen su propia manera de empezar el juego de las casitas. Hacen tareas que a mí no se me ocurrirían, como llenar un cubo y salpicar agua con la mano en la puerta de casa, o escupir sobre las cosas -ya sea un cacharro, un espejo o la cara de una muñeca-, y luego frotarlas enérgicamente. Para asombro mío, ambas parecen disfrutar quejándose, suspirando, poniendo los ojos en blanco, abusando de expresiones raras pero divertidas, como ¡Qué fatiga tengo! o ¡Que me da un parraque!, y de palabras tremendas como sacrificio, amargura, condena. Seguramente Antonia y Dolores reproducen en nuestra casita lo que llevan haciendo toda la mañana en su propia casa, de la que se ocupan, igual de hacendosas, mientras los padres y el hermano mayor están en el mercadillo. Después del zafarrancho de rigor, empieza la parte más creativa del juego. Cuando Dolores hace de padre despliega todas sus dotes de mando, normalmente ocultas en su discreta reserva; avisos de que, si lo de estudiar para azafata se le complica demasiado, será una gran monja. Antonia borda el papel de madre y el de profesora, aunque ella no se vea ejerciendo de ambas en el futuro, no sé por qué. En cuanto a mí, soy el comodín que hace las veces de hija mayor, de alumna o de vecina. Y así jugamos hasta la hora de comer. Entonces ellas dejan las cosas como las han encontrado, se despiden educadamente de mis padres y se recogen.

 

     Como Antonia y Dolores no llegan decido acercarme al mercadillo para ver si están ayudando a sus padres. Me llevo a la Nancy despeluchada en el cochecito, por si encontramos un rato para jugar.

     Pero tampoco están allí. 

     - Están en la casa y no pueden salir- me dice la madre.- Tienen la visita.

     - Ah- digo yo.

     - Y tú deberías irte también. Se está nublando y va a llover de un momento a otro.

     Me señala los nubarrones grises que vienen del cementerio. Parecen pintados a lápiz, recortados y enganchados sobre los cipreses. No los vi cuando elegí las sandalias de esparto y el cochecito sin toldo. Pero no importa, son preciosos. Me quedo un rato mirando y escuchando a la familia de mis amigas gitanas. Su tenderete exhibe toda clase de ropa interior y para la casa. Batas, mandiles, pijamas, medias, sostenes, toallas, sábanas, manteles. El padre maneja un palo muy largo en cuyo extremo hay unas bragas extendidas que agita al sorprendente grito de: ¡Las robamos de noche, las vendemos de día, más baratas que en la mercería! Es lo único que hace, llamar la atención, con la voz áspera y una colilla entre los labios. El hermano no hace nada, por lo menos aparentemente. Aunque tiene casi veinte años dicen que aún habla como un niño pequeño y a menudo tiene ataques epilépticos. Pero como es guapo y pacífico lo sientan ahí, y cuando las señoras se detienen a mirarlo, conmovidas por su belleza trágica, el padre agita las bragas en sus caras y la madre les vende la mercancía, piropeándolas y llamando a cada una por su nombre. Es tan bonita la madre como el hijo. Las mismas cejas salvajes juntándose en lo alto de la nariz, los mismos ojos negros y profundos. Siempre que la veo me viene a la mente la impresión que me causó la primera vez que la vi, sentada en la orilla del río, con la bata puesta y manguitos de niña ciñendo sus brazos morenos. Hasta las hijas se reían de ella con cariño. ¡Mira la gitana gorda y ridícula sentada con manguitos en un palmo de agua! Gorda sí, y gitana también. Pero de ridícula nada. Estaba magnífica.

    

     De vuelta a casa, empujando el cochecito, paso frente a la de mis amigas y las veo a las dos en su balcón, ambas muy mustias, con la mirada gacha y un turbante en la cabeza. Hay algo desolador en la composición de la imagen, pero no sé qué es. Tampoco sé interpretar los gestos que hacen cuando me ven. Parecen enfadadas la una con la otra, y las dos con el mundo. Subo, más que nada por curiosidad. Ahora sé qué había de extraño en el balcón, normalmente lleno de flores mimadas y felices. Las plantas están en el rellano, todas, las de exterior y las de interior. Mientras esquivo las macetas con el cochecito me reciben las dos en la puerta, paliduchas, descalzas y en camisón. Parecen dos princesas indias cautivas. 

      - No podemos salir- dice Dolores.

     - Ya lo sé- digo. Dolores me mira fijamente a los ojos, esperando que diga algo más. Antonia se mira los dedos de los pies y no dice nada. - Tenéis visita. Me lo ha dicho vuestra madre.

     - Y no podemos salir- insiste Dolores.

     - Ya-. Me fastidia que me repitan las cosas, aunque no las entienda del todo–. Si queréis, os subo unos helados.

     - Tampoco podemos comer helados.

     - Ah, ya. 

      Cuanto menos lo entiendo, más me fastidia. Antonia y Dolores no pueden salir porque tienen visita, raro pero vale, creo que puedo entenderlo. Pero ¿por qué no pueden comer helados? Como la curiosidad puede más que la reticencia a que me tomen por tonta, les hago finalmente la pregunta. Dolores mira a Antonia con una sonrisa enigmática. Antonia me mira a mí y niega con la cabeza, desaprobándome.

     - Cagona- dice Dolores. Y a mí se me escapa la risa.

     Al final, las dos se hacen a un lado para darnos paso al cochecito y a mí.

     La casa está fresca y todo brilla en la penumbra, los muebles, el suelo, los objetos, hasta la fruta que hay en una bandeja sobre la mesa, junto a los cuadernos escolares cerrados. Las persianas enrollables de madera están echadas. Hay un ventilador de pie que gira ruidosamente y en el aire un aroma desconocido para mí.

     - ¿A qué huele?

     - A lejía- responden las dos.

     - Ah, ya.

    Ah, ya. Reconozco el olor porque mi madre también es fan de la lejía. A falta de otras señales, asocio el olor misterioso a la misteriosa visita. Como ya tengo un poco de miedo, empiezo a contar tonterías. Que mi perro se ha comido una planta rara y está como borracho, con los ojos rojos y medio atontado. Que le he lavado el pelo a la Nancy con vinagre y huevo, como ellas me dijeron, y se lo he estropeado del todo. Se lo cuento de pie, todavía agarrada al cochecito. Pero las hermanas siguen tristes, avergonzadas, mudas. Cuando propongo el parchís para no molestar a la visita, Dolores se encoje de hombros y Antonia dice que vale, pero sin la chispa de costumbre. Está desconocida, y a Dolores se le nota en la cara que sabe por qué.

     Antes de empezar la partida nos comemos un paquete de rosquillas entre las tres. En apenas cuatro minutos y en silencio absoluto. Dolores y yo nos adelantamos enseguida en el tablero, pisándonos los talones la una a la otra, mientras Antonia se desespera porque no le sale el 5 necesario para sacar ficha. Y justo cuando Dolores tiene una a salvo en la casilla de salida de su ansiosa hermana, ¡va y a Antonia le salen dos 5 de golpe! Pero, pobre, es tan grande su ansia que prefiere arrancarse a por mí que zamparse a su hermana y contar 20.

     Intento decírselo con la mirada, pero no lo capta.

     - Esto no te lo esperabas, ¿eh?... ¡Corre, paya, corre!

     Por lo menos le ha vuelto el color a la cara. Y cuando Dolores se cachondea de su error, y de lo mala profesora que será, Antonia no se desanima y sigue adelante. Así pasamos el rato. Yo sigo esperando que la visita despierte y salga en cualquier momento, pero el miedo se ha disipado. Dolores parece impaciente, incómoda, se rasca la cabeza cada dos por tres y se queja constantemente.

     - Cómo pica…

    Las tres oímos las campanas de la iglesia. Yo cuento doce.

     - Las once- dice Antonia.

     - Menuda profesora…- se burla su hermana, rascándose dentro del turbante con un lápiz.

     Y, de repente, se levanta muy decidida.

     - ¿A dónde vas?- se alarma Antonia

     - Esto no hay quien lo aguante .Voy a hacerlo.

     - ¡Estás loca! ¡No lo hagas! ¡No puedes, con la visita no!

     Dolores estira la mano hacia el frutero y le lanza un albaricoque a la cabeza.

     - ¡Cagona!

      Y, con una mirada desafiante, nos da la espalda y camina hacia el baño muy segura de sí misma. Una vez allí, se encierra dando un portazo. Entonces Antonia se pone en pie, derriba su silla, cruza el salón melodramáticamente y se lanza boca abajo en el sofá, cubierto con una sábana blanca. Al verla correr desmadejada me doy cuenta del desarrollo desmedido de sus pechos. No me había fijado antes, siempre van vestidas de forma tan recatada.

     - Ay, ay…- se lamenta Antonia, pataleando y retorciéndose como si se estuviera muriendo de dolor de tripa. Cuando oye el estruendo del calentador en funcionamiento, arrecia en los quejídos. - ¡Ay, ay, que mi hermana está loca! ¡Que es una cabezona y se va a morir por cabezona!

     Yo no entiendo nada. ¿Qué va a hacer Dolores, la cabezona? ¿Por qué se va a morir? Ojalá que ahora mismo aparezca la visita y ponga fin a este dramón. Portazos, golpes, carreras, llantos. ¿Acaso no es suficiente para despertarla? Pues parece que no, porque allí sigue sin haber nadie más que dos hermanas gitanas -la mayor encerrada en el baño, en peligro de muerte, la menor lloriqueando de los nervios en el sofá, con sus grandes pechos-, y yo, aún sentada a la mesa y sin mover una pestaña, paralizada por el miedo.

      - ¿Pero qué está pasando aquí? – pregunto al fin, sin estar nada convencida de querer saberlo.

     Antonia se quita el cojín de la cara y me grita aterrorizada, fuera de sí.

     - ¡¡Que se va a lavar el pelo!!

      Yo cada vez entiendo menos, y cada vez tengo más miedo. Como no sé qué hacer, no hago nada. El mismo instinto, o la misma timidez, que me impidió sacar del féretro a la niña electrocutada de los Rius, y jugar con ella para consternación general, me dice que me esté quieta y no diga nada. Miro con compasión a Antonia, que llora a moco tendido. Hasta que Dolores abre la puerta con una expresión grave y serena.

     - Ya basta de alboroto- dice. Se ha quitado el turbante y lleva su trenza de siempre, con raya al medio-. Entrad las dos, por si me da un parraque.

     Antonia obedece. Se levanta y pasa por mi lado como Juana de Arco camino de la hoguera. Temblorosa, lívida, con el turbante torcido. Yo la sigo, fascinada por su dramatismo. En un arrebato inconsciente de protección maternal, he cogido a la Nancy y no tengo intención de soltarla pase lo que pase. En el baño, Dolores espera tranquila a que el débil chorro llene un barreño de agua caliente. Parece resignada a su destino, casi mística.

     - Te castigarán….- balbucea Antonia, muy congestionada.

     - No, si nadie se entera-. Dolores la mira a los ojos. Luego a mí-.Y nadie se entera, si nadie se chiva.

      Olvida un posible chivatazo por parte de la extraña visita. Cuando se lo recuerdo, todo su misticismo se transforma en una carajada siniestra. Empiezo a creer que se ha vuelto loca de verdad. Antonia se tapa los oídos y se deja resbalar por la pared hasta quedar sentada en el suelo.

      - ¿Qué he dicho?- me pregunto.

      - Verás, es que…- Dolores se santigua con la izquierda y baja el tono de voz-…es mejor no hablar mucho de la visita, ¿sabes? Es un tabú.

     - Ah, ya.

     No puedo evitarlo. Y tampoco me atrevo a pedir que me lo expliquen todo. Hasta donde sé, un tabú es algo de lo que no se habla, materia de escándalo. Pero la curiosidad es a veces más fuerte que el miedo y que la vergüenza. Me siento en la taza del váter, por si el parraque y la visita tabú resultan demasiada revelación para mí, y, con la Nancy encajada bajo la axila, admito mi ignorancia.

     -Vale, no lo entiendo. ¿Quién es? Decidme quién es.

     - Pareces tonta- dice Dolores, deshaciéndose la larga trenza con los dedos -. La visita es como una especie de enfermedad, y mientras dura es mejor no salir ni hablar con nadie.

     - ¿Por eso te has puesto así?- le pregunto a Antonia, que se suena con papel de váter ruidosamente, con la cara roja y contraída. - ¿Tanto duele?

     - ¡Se ha puesto así porque es una cagona!- se adelanta Dolores.- Doler no duele mucho, pero no te puedes lavar y pica que no veas… – Se me acerca. El olor desconocido está impregnado en su pelo-. También puede marchitar las flores, agriar el vino y la leche, nublar los cielos y empañar los espejos. 

     - Anda ya….

     Simulo incredulidad, pero en realidad estoy muy, muy impresionada. Una vez abierta la caja de los truenos, Antonia se anima:

     - También puede matar las abejas y hacer abortar a los animales- asegura con rotundidad.

     - Si, hombre…

     - Y si te bañas en la playa con la visita te siguen los tiburones, nuestra abuela siempre lo dice.

     - ¡Eso no me lo creo!- salto yo, aferrada a la primera y única evidencia real; no hay tiburones en el Mediterráneo.

     - ¡Que nos quedemos ciegas si no decimos la verdad!

     - No exageres tanto, Antonia – la reprime su hermana.

     Pero la maldición escupida de Antonia me ha dejado estupefacta, y por la boca abierta se me cuela el miedo hasta el fondo.

     - Lo que dice abuela- matiza Dolores- es que si te quedas embarazada cuando tienes la visita te salen bebés pelirrojos, viciosos y hasta leprosos…. 

     - ¡Madre mía!

      Aprieto la Nancy contra mi pecho. Me falta el aire. Atroces desgracias me pasan por la mente -plantas muertas, tiburones hambrientos, abortos deformes, bebés contagiados de epilepsia, de parraques, de lepra…¡Contagiados todos!

     Quisiera salir corriendo, pero las piernas no me responden.

     - No es contagiosa- dice Dolores, leyéndome el pensamiento.- Así que puedes quedarte tranquila. Pero no mucho ¿eh? No creas que te vas a librar. Muy pronto tendrás la visita tú también.

     Y, dicho esto, mete la cabeza en el barreño para espanto de Antonia y mío, que nos abrazamos con los ojos cerrados, ambas muy sugestionadas por lo que pueda pasar a partir de ahora. A los suspiros de alivio de Dolores pronto se suman los truenos de la tormenta que se avecina. Al abrir los ojos nos damos cuenta de que ya la tenemos encima nuestro, oscureciéndolo todo. Dolores, que también ha oído crujir el cielo sobre nuestras cabezas, se incorpora chorreando agua. Y en cuanto ve que el espejo se ha empañado cae redonda y se parte la ceja con el lavamanos. Brota la sangre maldita de Dolores, y un torrente de histerismo se precipita vertiginosamente, tanto que apenas retengo algunos destellos del caos. Aparecen por todas partes vecinos, familiares, adultos irritados que quieren tomar el mando y se dan órdenes los unos a los otros. Del baño al sofá y del sofá a la cama, la pobre Dolores es trasladada en alto mientras recobra y pierde el conocimiento alternativamente. En algún momento aparecen los padres, con sus carritos envueltos en plástico, y el hermano mayor sufre una crisis aguda. Antonia y yo gritamos y lloramos y estorbamos alrededor de las comitivas que vienen y van, vociferantes, pero nadie nos hace ningún caso. El espectáculo aterrador termina para mí cuando alguien se apiada, me pone una bolsa de plástico en la cabeza y me envía a casa bajo una lluvia torrencial. Corro por las calles tanto como puedo, con las pesadas sandalias de esparto y sin soltar a la Nancy. Pero, por mucho que corra, sé que no voy a librarme. Muy pronto recibiré la visita.