“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”. Así da principio a su relato un novelador de las casualidades de la vida, un escritor del azar poco propenso, sin embargo, a las “alteraciones fantásticas de la realidad”, convencido de que tanto el cinismo como el convencionalismo distorsionan los hechos, sabedor de que uno no puede escribir sobre una persona si no siente un gran afecto por ella. El gran experimentador de formas y lenguajes, atrevido a la hora de combinar las secuencias de la historia y las instancias del narrador, el renovador de la construcción estética, mediante una peculiar simbiosis de realismo y enigmas lingüísticos, sigue utilizando su vieja máquina de escribir portátil, aquella Olympia de segunda mano por la que pagó cuarenta dólares en 1974. Pero ahora, el narrador transfigurado, que continúa reflexionando sobre la escritura desde un ámbito introspectivo, acaba de cumplir sesenta y cinco años y advierte que ha entrado en el invierno de su vida.

Novelista, poeta, ensayista, traductor, editor, guionista, director de cine…, Paul Auster es el autor de veintitantas obras, publicadas en España por la editorial Anagrama. Traducido a más de treinta idiomas, es uno de los máximos exponentes de la literatura norteamericana contemporánea. El joven inquieto de New Jersey, tras adquirir una sólida formación literaria en la Universidad de Columbia, se emplea durante seis meses como marinero en el Golfo de México. Es un momento en el que no sabe qué hacer con su vida. Finales de los sesenta. Tiempos de agitación social, perplejidad y zozobra, y hora de buscar respuestas. En 1970, con el dinero obtenido en el petrolero, se marcha a París donde pasa cuatro años y se gana la vida realizando múltiples actividades: trabaja como traductor, “negro” literario, cuidador de una finca..., y escribe, que es lo que realmente desea hacer. No satisfecho con los resultados de su prosa –ha comenzado dos novelas que llegarán a la imprenta muchos años después–, se dedica a la poesía –un ejercicio que le vendrá muy bien luego para poder esbozar las complejidades de los personajes con las palabras precisas. A mediados de los setenta compone también algunas piezas dramáticas, pero al final de la década, instalado ya en Brooklyn, experimenta una profunda crisis personal y artística que le obliga a detenerse en seco para empezar de nuevo.

Su carrera despega a mediados de los ochenta, con la publicación de la Trilogía de Nueva York, un tríptico que explora el vínculo entre el pasado y el presente, la propiedad esquiva del lenguaje y la disociación de la identidad. Luego, con El palacio de la luna, llega la acreditación internacional: estamos ante el mejor libro editado en Francia en 1990, según la revista Lire, y su autor es conceptuado de “mitad Chandler, mitad Beckett”, aunque tal vez habría que dividir en tercios y permitir que irrumpiera Kafka. Sea el narrador un perro, como en Timbuktu, o un niño que puede volar, como en Mr Vertigo, siempre reflexionará sobre la naturaleza de la creación artística, así como sobre su relación con la vida y su capacidad redentora. Es el territorio familiar que describíamos al reseñar El libro de las ilusiones: relatos dentro del relato; digresiones que complican la acción y suspenden el tiempo de la historia; estilo sincrónico y elíptico; tono de misterio, fantasía y humor, aderezado con elementos de tragedia y romance, de farsa y melodrama, en equilibrio controlado; giros bruscos de la trama, sorpresas e interrupciones repentinas, casualidades, situaciones gemelas y finales con anticlímax o explícitamente ambiguos; textos plurales, alusiones, resonancias extrañas, y personajes conformados por la literatura, el destino y los cambios de identidad. En todo caso, argumentos que resultan apasionantes y que se leen con verdadera fruición, pues poseen “todo el suspense y el tempo de un thriller exitoso”, tal como anunciara el Times.

En Diario de invierno (Winter Journal, 2012), Auster vuelve la vista sobre sí mismo. No es la primera vez. Hemos de recordar A salto de mata (1997), con todo lo que tenía de autorretrato de un artista joven. Y mucho antes, ya en los albores de su carrera, publicó La invención de la soledad (1982), un libro de memorias, con elementos de diario (en sus dos categorías, íntimo y anecdótico) e ingredientes de literatura confesional –exposición subjetiva de experiencias, ideas, creencias y estados de la mente, del cuerpo y del alma–, pero también, sobre todo, una novela autobiográfica en la que pathos y bathos, pasión e ironía, realismo y sátira, catarsis y liberación, concurren armónicamente en el proceso de autorrevelación de la “primera persona”, así como en la manifestación de su Weltanschauung  o concepción del mundo. Ahora, un narrador autodiegético, en segunda persona, apela a la complicidad del lector y cuenta la historia a un yo desdoblado que procura cierta “distancia estética” a la hora de transmitir sus propios sentimientos. En todo caso, como declara el autor en una reciente entrevista de Alex Vicente para Público.es, se nos ofrecen algunos fragmentos autobiográficos, no un relato preciso sobre toda su vida. Y por lo que respecta al hilo conductor: “Se trata de un libro sobre mi cuerpo, sobre los placeres y los dolores que uno siente viviendo dentro de él”. Si entonces fijó su memoria en la imagen del padre y, más que un diario, aderezó la evocación literaria del mismo por medio de epígrafes, retratos, citas, recortes, pensamientos…, ahora las vivencias y los recuerdos se concentran en la figura de la madre: su heroica lucha tras la ruptura matrimonial, los difíciles años postreros en los que surgen amores tardíos, pero también la ruina, la enfermedad y la muerte, y el subsiguiente ataque de pánico del hijo. De cualquier modo, en esa búsqueda de la identidad en el presente y en el pasado, las ideas tampoco se suceden atendiendo a reglas de causalidad o cronología, sino por motivos de inmediación emocional. En resumen: placeres y dolores físicos, marcas de la vida, acontecimientos contingentes y necesarios, errores de apreciación y de comportamiento que nos atormentan, especialmente ése que predomina sobre los demás y que persiste en las noches de insomnio, ése que constituye una razón definitiva por la que uno dejó de considerarse heroico, supuesto que se falló a sí mismo.

            Entretanto, la fabula nos presenta el viaje de un personaje desde la infancia hasta la edad provecta. Los episodios pueden evocar un accidentado partido de béisbol o la época en que acaban las peleas con los chicos y comienza la sempiterna pasión por las chicas, los años de obsesión fálica, la primera vez en un burdel, los encontronazos con los gérmenes de las relaciones íntimas, los devaneos y los grandes amores… En un sector central de la obra se hace un listado de los veintiún domicilios permanentes del autor: desde los apartamentos de su niñez y adolescencia en New Jersey hasta la actual casa de cuatro plantas en Park Slope, Brooklyn. Las dos viviendas de Manhattan descubren el ambiente generado por la guerra de Vietnam: son los años locos de Columbia, tiempo de manifestaciones, huelgas y disturbios en el campus, una buena ocasión para ser conducido al calabozo en un furgón policial. En los sucesivos habitáculos de París, descubrirá que puede apañárselas con casi nada: lo único que le importa es escribir. De vuelta en Nueva York, se enfrenta a un periodo crítico, de confusión y desaliento, con problemas económicos y conyugales, de inquietud y decadencia creativa, hasta que, tras una serie de cambios repentinos en su vida, experimenta una epifanía que le permite empezar a escribir otra vez. Pero el hombre que no puede dejar sus “adorados puritos y frecuentes copas de vino”, que no se ha sentado al volante de un coche desde el día que casi mató a su familia, aprendió ya a los catorce años que el mundo es caprichoso e inestable, “que nos pueden robar el futuro en cualquier momento, que el firmamento está lleno de rayos que pueden precipitarse y matar tanto a jóvenes como a viejos, y que siempre, siempre, el rayo cae cuando menos se espera”.-

 

 

Paul Auster, Diario de invierno, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Barcelona, Anagrama, 2012.