En los viajes, ella y yo hacíamos nuestras maletas por separado. Quiero decir que, aunque estábamos casados, cada uno preparaba su equipaje por su cuenta, de manera independiente y sin consultarnos. Por un acuerdo tácito, habíamos establecido la norma de no inmiscuirnos en las manías del otro a la hora de viajar. Era una norma razonable, creo, y durante un tiempo los dos la cumplimos.

Yo llenaba mi maleta de forma descuidada, poco científica, aleatoria, guiado por el único afán de terminar cuanto antes, pues nunca me ha gustado hacer maletas ni deshacer maletas y los preparativos de un viaje me resultan engorrosos. Para Carlota, en cambio, hacer la maleta suponía un gran esfuerzo mental, exigía un alto nivel de concentración y vigilancia, por lo que dedicaba muchas horas, incluso días enteros, a preparar de manera concienzuda su equipaje sin olvidarse de nada: ropa perfectamente planchada, zapatos con su bola de papel dentro, medicinas clasificadas por tamaños, maquillaje en su correspondiente departamento, cosméticos (que trasvasaba de sus envases originales a otros más pequeños, que eran iguales a los que tenía en casa pero miniaturizados, comprados para la ocasión) y hasta comida: alimentos especiales, difíciles de conseguir en según qué sitios.

De un cuarto a otro había un ir y venir constante de prendas, de cajas, de perchas, un trasiego de termos, en el apartamento tenía lugar un desplazamiento ritual, con cajones volcados y recetas de farmacia, que recordaba el escenario de un robo, un terremoto o un ensayo de actores en un plató de televisión, justo antes del estreno.

Carlota se movía con cautela por el piso, apartando bultos del suelo con el costado del pie. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego rompía y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No se quedaba tranquila. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo.

Sobra decir que su maleta era mucho más voluminosa que la mía, el doble o más, pese a lo cual parecía siempre a punto de reventar por sobrepeso, hinchada de tejidos, de tarros de cremas, de diccionarios, de botines, de desayunos, un rizador de pestañas, una plancha por si acaso, y su peso monstruoso –aún lo recuerdan mis magullados dedos– hacía gemir los somieres de las camas de los hoteles donde nos hospedábamos, al apoyarla, con su contundencia de armario horizontal.

Cargar con semejante mole era imprudente. Daba miedo mirarla, y no parecía imposible que una noche estallara, anegándonos en una explosión de barras de labios, jarabes para la tos y gorras de visera.

Se diría que aquella maleta tan grande tenía vida propia. Se expandía y metamorfoseaba, tosía y se adormecía, cambiaba de postura y se alegraba o se deprimía siguiendo el ritmo de las mañanas. Era tremenda, era un universo en sí mismo, con sus crisis, su microclima y sus accidentes orográficos. Era el mejor autorretrato de su dueña, la más fiel autobiografía, su diario íntimo. Podríamos estudiar la historia de un relación sentimental siguiendo la historia de sus maletas, la evolución de sus bultos, unir la línea de puntos que arranca de un presupuesto de mochilero y conduce hasta un conjunto de marca, o viceversa.

Arrastré aquella maleta infernal que no era mía por vestíbulos y pasillos, la empujé a lo largo de escaleras de aeropuertos, me debatí en ascensores y trenes, luché para encajarla y luego recuperarla de maleteros de taxis, frente a la cara de espanto de conductores y conserjes que de repente retrocedían al vernos, recordando alguna tarea urgente que exigía su presencia inmediata en otra parte, allá lejos, y me abandonaban a mi suerte en la acera con aquel trasto imposible. De modo que facturé, consigné, recogí, pesé, entregué, devolví, blasfemé, firmé, tropecé, extravié, restauré, bauticé, ordeñé y demás verbos relacionados que en definitiva me educaron para convivir en una pareja de tres miembros: ella, yo y su maleta.

Se empezaba a hablar de tener hijos.

Carlota tenía, claro está, sus días raros, sus días mohínos, como todo el mundo, sus «franjas horarias», como ella las llamaba, y eran días difíciles en que no estaba para nadie, no contestaba el teléfono, se aislaba en su burbuja, pasaba horas metida en la bañera cepillándose el largo cabello rubio o hacía ejercicios de estiramiento tumbada en el suelo o se ponía las gafas de leer y cocinaba tartas espectaculares o, si estaba nerviosa, se dedicaba a cambiar muebles de sitio: era su forma de manifestar su descontento o su pena, como si en lugar de llorar con los ojos llorase con las manos.

No, Carlota no era una mujer sencilla. A fuerza de observarla día tras día, yo iba aprendiendo a descifrar sus estados de ánimo, sus códigos, su simbolismo, su fobia a los insectos o su manía de dormir hecha un ovillo al borde de la cama y sin almohada. Sabía, por ejemplo, que cuando una emoción –buena o mala– estaba a punto de desbordarla, ella se mordía siempre el pelo. Era un hábito suyo. Las grandes confesiones, las preguntas difíciles, los llantos, los comentarios hirientes que anunciaban peleas y portazos (pero también las películas verdaderamente hermosas, la música secreta en el piano o en un cuarteto de cuerda, la ebriedad del mar, el temblor de una góndola veneciana, ese pañuelo de luz que a veces flota suspendido en lo alto de las catedrales góticas), venían precedidos unos segundos antes por aquel pequeño gesto suyo apenas perceptible. Era como el anuncio de un relámpago en la piel. Una mínima radiación, una descarga de electricidad estática que encendía –clic– un piloto de luz blanca. Carlota se mordía el pelo, un momento, y yo sabía que a continuación, bueno o malo, nos sucedería algo a los dos.

Un verano viajamos a Estados Unidos. Visitamos Nueva York y Boston. Recorrimos en Chevrolet los caminos de Nueva Inglaterra. Comimos langosta en Newport y paseamos descalzos por las desoladas playas de Cape Cod, con los zapatos en una mano y los calcetines enrollados dentro, cegados por la arena en suspensión, custodiados por familias de gaviotas despeluchadas por el viento, parecidas a plumeros, más grandes que flamencos. Allí todo era gigantesco: las distancias, la comida, los bosques, las limusinas, los periódicos, las aves marinas. Todo era exagerado como el tamaño del cielo.

Las calles de Boston eran ordenadas y sensatas, delineadas sin dramatismo para ir del punto A al punto B de la manera más eficiente, y sólo se permitían de vez en cuando la sorpresa manejable de un carrito de helados aparcado en la acera o un pequeño cementerio de veteranos de guerra, con las cruces blancas alineadas en posición de firmes, que irrumpía de repente en medio de un plaza, en un cruce, en cualquier parte.

Al atardecer, nos sentábamos a beber vino en el tranquilo barrio residencial de Somerville, en las afueras de Boston, rodeados de casitas de madera con jardín, envueltos en los efluvios viriles y un poco sucios procedentes del fertilizante químico de las plantas trepadoras y las cocinas de los vecinos. De lejos llegaban los gritos casuales de los niños en sus penúltimos juegos antes de irse a la cama, la plegaría líquida del riego por aspersión encharcando el césped, a lo mejor un timbre de bicicleta. Carlota y yo permanecíamos en la galería una hora o dos disfrutando de aquella felicidad suburbana de finales del verano, una felicidad pasajera y sin palabras con nubes aplastadas y mariposas sonámbulas, de aterciopeladas alas sombrías, hasta que caía la noche y había que encender velas. 

Nosotros bebíamos vino. Degustábamos los zumos de la tierra. Paladeábamos el sabor a nogal de las lluvias, la lentitud de las vendimias, la carne roja del sol. Prolongábamos el instante el máximo tiempo posible, pues no queríamos que concluyese. Nos balanceábamos en las mecedoras de mimbre de nuestras anfitrionas, con un perro cada uno en las rodillas, mientras ella sacaba fotos de sombras y yo pasaba a limpio las experiencias del día en mi cuaderno de viaje o añadía algo –un párrafo descriptivo o una línea de diálogo– a la novela corta que por aquel entonces estaba empeñado en escribir. Tenía prisa por terminar aquella novela cuanto antes, necesitaba terminarla, me quemaba –casi literalmente– en las manos. Parte de esa novela la escribí así: en Somerville, Massachussets, con un perro ajeno en las rodillas, sintiendo en todo momento que es imposible escribir y que también es imposible dejar de escribir.

En el centro de la mesa sudaba una jarra de agua.

Era una casa con techos altos, mucha madera, dolor de vigas, cocina grande y rota. La casa, nos dijeron, antes había sido un granero, el jardín, nos dijeron, antes había sido una ciénaga, la propietaria, nos dijeron, antes había sido hombre y ahora era mujer, después de someterse a una cirugía de cambio de sexo. Todo era inestable, de alma reversible, y poseía la vacilación o el arrepentimiento de haber sido una cosa en el pasado y ser otra cosa distinta en el presente.

De noche, nos despertaban los ruidos. Bisbiseos, toses, pisadas, bostezos reprimidos, pasos en la escalera, arriba y abajo, arriba y abajo, zumbidos y golpes, toda la noche, con arrastrar de zapatos, mover de sillas, ulular de almas en pena, clop clop clop, ¿qué era?, así no había quién durmiese. Carlota y yo nos asomábamos al descansillo y no había nadie, calma total, no era más que un poco de viento que giraba graciosamente sobre sí mismo, haciendo remolino, y antes de retornar a la cama con sueño comprendíamos que no era nada, tan sólo el secreto rumor de la vida que pasaba.

Cuando nuestras vacaciones tocaron a su fin y volvimos a casa, con exceso de equipaje, me sorprendió descubrir que Carlota había introducido en mi maleta, a hurtadillas, regalos que yo no recordaba haber comprado, objetos que no eran míos y ropa de mujer, rompiendo nuestro acuerdo de no inmiscuirnos en el equipaje del otro. Y lo más asombroso de todo: envuelto en un kimono, apareció –juro que es cierto– un paquete con un kilo de sal.

–¿Y esto? –le pregunté.

–Es por la etiqueta –me dijo.

Atravesar el océano con un kilo de sal estadounidense de contrabando en la maleta puede ser –o tal vez no– una metáfora visual apropiada de lo que significa vivir en pareja y cruzar sus «franjas horarias».

Era verdad que en esa época a los dos nos fascinaban las etiquetas y que en Norteamérica habíamos recopilado tesoros, gracias a sus inmensos supermercados. Con todo, quizá hubiese sido más sensato haber despegado la etiqueta (la ilustración de una niña que se protegía de la lluvia con un paraguas, sobre un fondo azul oscuro), en lugar de transportar un kilo de Moron Salt por las esquinas del mundo.

Entonces, pretendiendo ayudarla, cometí el error, tonto de mí, de querer averiguar las razones de su obsesión. Le pregunté por qué le hacían sufrir tanto las maletas.

Se quedó un rato callada, pensativa. Luego se mordió el pelo. Hubo una pequeña descarga eléctrica. Al fin dijo:

–Yo hago las maletas igual que tú escribes tus libros.

Me dejó mudo. Nunca antes lo había enfocado de ese modo. Era la primera vez que lo oía. Pero reconozco que Carlota tenía razón. Yo escribía igual que ella hacía las maletas; exactamente igual. Con los mismos nervios, la misma pasión y el mismo estremecimiento íntimo. Yo también, como ella, pasaba días en vilo por culpa de un adjetivo. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego rompía y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No me quedaba tranquilo. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo.

Carlota había acertado. Hacer una maleta era igual de complicado que inventar una ficción, soñar un libro o construir un universo poético. Uno sólo puede realizar algo bien obsesionándose con lo que hace. En ambos casos se trata de seleccionar y decidir –nada menos– qué salvas y qué condenas. Ante esto, cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro. Acertar o no acertar se convierte en una tarea trascendente, casi inalcanzable. Todo era una cuestión de lleno o de vacío.

Ya no recuerdo qué hicimos con aquel paquete de sal norteamericana. Imagino que la utilizamos para sazonar las comidas, pero no me acuerdo y no quiero inventar nada, sino atenerme a los hechos y a su interpretación más palpable. Creo recordar, eso sí, que cierta noche llegué incluso a soñar con aquel montón de sodio, que crecía y crecía sin parar hasta convertirse en una montaña de pesadilla, un verdadero Himalaya que yo intentaba escalar en trineo, arrastrado por una manada de perros, sin llegar nunca a la cima.

–Has roto nuestro pacto, Carlota –la acusé con tristeza.

–¿Y qué? Tampoco hay que ser tan estricto. Qué melodramático eres.

Pero romper un pacto, aunque fuese sólo verbal (o sobre todo si era sólo verbal), me parecía a mí entonces un síntoma enfermizo de traición, algo que implicaba un abuso de confianza y abría un precedente para futuras mentiras, para futuras traiciones; faltar a la propia palabra encontraba yo que era uno de los peores pecados, si no el peor.

–Tú no puedes entenderlo –se enfadaba Carlota– porque eres escritor.

–Porque soy escritor puedo entenderlo.

Esta misma discusión la habíamos mantenido ya en anteriores ocasiones; los dos repetíamos los mismos argumentos, con el agotamiento de actores en su décima toma. Llega un momento en que parece que los golpes no duelen, pero esos son los peores.

Teníamos un problema. Nos miramos frente a frente en la soledad del comedor, con todo aquel viaje en el cuerpo. Llevábamos casados seis años. Lo sabíamos todo uno del otro, todos los trucos, tanto lo bueno como lo malo, incluso aquellos defectos e intimidades que habríamos preferido no conocer. Allí estábamos. Éramos transparentes el uno para el otro, como maletas volcadas. Aunque nos queríamos, entre Carlota y yo se abría un espacio en blanco, un fulgor frío, escaso de amor. En medio de la blancura de sal de aquel témpano silencioso no había nada. Era el desierto desnudo. Sólo había una maleta.

Una maleta vacía.

Nos separamos.