Como suele ocurrir con los autores que te han impresionado, recuerdo la primera vez que leí a Christopher Hitchens e incluso el momento preciso en que sentí que su escritura me golpeaba. El libro era Cartas a un joven disidente (Anagrama, 2003), me lo había recomendado Félix Romeo y yo lo leía en un autobús que cubría el trayecto de Zaragoza a Garrapinillos. Este volumen breve y modesto no es de las obras más conocidas de Hitchens, pero es una buena puerta de entrada. Contiene algunas de sus ideas esenciales: por ejemplo, que es más importante cómo se piensa que lo que se piensa; la oposición a la mentalidad colectiva o tribal, siempre dispuesta a blandir la acusación de “elitismo”; la idea de que defender una causa puede enemistarte con tu grupo natural, adjudicarte aliados incómodos y, aunque resulte bastante menos romántico, puede también convertirte en un pesado. Me impresionaron la energía de su prosa, la amplitud de sus conocimientos, la capacidad de elegir citas y anécdotas, de inventar fórmulas, y la sensación estimulante de que había mucho que aprender y que leer. Y, sobre todo, la defensa entusiasta de la libertad. En ese momento no podía imaginar que acabaría esperando con impaciencia sus textos en Slate (los lunes), en Vanity Fair o The Atlantic (una vez al mes) y en otras publicaciones, que rastrearía sus entrevistas y conferencias en internet, o que traduciría varias decenas de sus artículos y algunos de sus libros, como Amor, pobreza y guerra (Debate, 2010), Hitch-22 (Debate, 2011), El enemigo (Endebate, 2011) y Mortalidad (Debate, 2012).

Durante buena parte de su carrera, Christopher Hitchens (Portsmouth, 1949 – Houston, 2011) fue menos conocido que algunos de sus amigos, miembros de una brillante generación de escritores, como Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes, James Fenton o Salman Rushdie. Sin embargo, fue ganando adeptos a menudo apasionados. Él y sus compañeros supieron fabricar una leyenda: el amante de la polémica, la ironía y de la discusión, opositor vocacional, enemigo feroz de la religión y la intolerancia, consumidor de cantidades industriales de alcohol y tabaco, productor de cientos de artículos sobre temas muy variados, aficionado a los juegos de palabras y los viajes, y gran conocedor de la poesía inglesa. Se han publicado textos y libros contra él después de su muerte. En vida, había blogs dedicados única y exclusivamente a atacarle. Demuestran, aunque sea por la vía negativa, la importancia de Hitchens, por no hablar de eso que del gran número de tributos que circulan por la red o de la casi inverosímil cantidad de gente que piensa que Hitchens fue importante en su vida. En buena parte, a causa de sus pasiones y de su manera de transmitirlas.

Hitchens era hijo de un oficial de la marina británica, el comandante Eric Hitchens, que le explicó que la Segunda Guerra Mundial fue la única época en la que sabía lo que estaba haciendo. Se crió en bases navales inglesas. Admiraba a su padre –pensaba que hundir un navío nazi, como hizo su progenitor, era un trabajo más útil que ninguno que él hubiera hecho nunca–, pero no había mucha complicidad entre ellos. En muchas cosas, Hitchens (cuyo hermano menor, Peter, es escritor y columnista conservador) se sentía más cerca de su madre, a quien dedicó algunas de sus páginas más hermosas. En su libro de memorias, Hitch-22, explica que desde muy joven conoció el valor de “tener una mujer apasionada de tu parte”. Yvonne, que insistió en que sus hijos tuvieran una buena educación, era una mujer idealista, romántica y llena de secretos. Se separó de su marido y se suicidó junto a su amante en la habitación de un hotel de Atenas a comienzos de los años setenta. Mucho más tarde, Hitchens –que tuvo que realizar las gestiones posteriores al suicidio– descubrió otro dato escondido: su madre era judía.

Hitchens estuvo interno desde los ocho años y estudió Filosofía, Política y Economía en Oxford. Cuando empezó la universidad ya había decidido que su vocación sería la escritura. Ha escrito de algunos libros que le impresionaron de joven: las novelas de Arthur Conan Doyle o P. G. Wodehouse, Qué verde era mi valle, la poesía de Wilfred Owen. Buena parte de su sensibilidad parte de cierta tradición literaria inglesa: la de los poetas de la Primera Guerra Mundial, de narradores como Evelyn Waugh, Rudyard Kipling, Graham Greene y Anthony Powell, de poemas de W. H. Auden y Philip Larkin, de los libros de viajes de Rebecca West. Arranca con los dos grandes monumentos de la Biblia del Rey James y la obra de Shakespeare, y tiene su ración de figuras rebeldes, románticas e irlandesas, como Tom Paine, Lord Byron y James Joyce, respectivamente, u Oscar Wilde, que era las tres cosas a la vez. Hay muchos autores canónicos, pero también un gusto por los “buenos libros malos” y una admiración por rebeldes con causa como Bertrand Russell. A lo largo de los años, Hitchens incorporó a muchos otros autores de épocas y lugares distintos. Pero esa literatura y el imaginario al que está vinculada, que incluye el imperio británico (por ejemplo, Kim o Días birmanos) y su descomposición (contada por escritores como Paul Scott, Salman Rushdie o los hermanos V. S. y Shiva Naipaul), así como cierta apreciación de la excentricidad que se combina con la admiración por el estoicismo y el coraje, siempre fueron uno sus instrumentos básicos para interpretar el mundo.

En esos años también desarrolló otras aficiones. En sus memorias cuenta que se acostó con dos estudiantes que más tarde ocuparon altos cargos en el equipo de Margaret Thatcher. Pero sobre todo fue la época de una iniciación política. En Hitch-22 habla de una doble faceta: el hombre que quería ir a las fiestas y el estudiante comprometido, miembro de un grupúsculo trotskista, arrestado por la policía en protestas y formado en la oposición a la guerra de Vietnam y en el 68. Creía que era bueno viajar de vez en cuando a países con demasiada ley o demasiado poca. En los años setenta estuvo en España, donde asistió a una manifestación a favor de Salvador Puig Antic; en Portugal, en Chile y Argentina, donde visitó a Borges; en Cuba, donde un cineasta le dijo que la censura no era tan grave, porque se podía bromear sobre todo, salvo sobre Fidel Castro, a lo que Hitchens contestó que esa restricción hacía que la libertad en otros aspectos fuera decorativa; fue detenido en Checoslovaquia y conoció a disidentes polacos como Adam Michnik. Dedicó hermosas páginas a la obra de Marx y Trotski, y pensaba que leerlos le había dado una manera de argumentar y de pensar. Al final, dejó de definirse como socialista: no creía que una ideología tuviera la solución a los problemas. Pero, aunque tuvo muchas polémicas con la izquierda, Hitchens siempre perteneció a la izquierda antitotalitaria. Muchos de sus argumentos (incluso los que le enfrentaban a sus antiguos compañeros) partían de un impulso internacionalista, laico y humanista. Hay tres autores que lo marcaron desde muy pronto: Victor Serge, Arthur Koestler y George Orwell. En cierto sentido, sus nombres encierran otros muchos, como su mentor (y traductor de Serge) Peter Sedgwick o C.L.R. James, pero esos tres críticos de la izquierda desde la izquierda son una pista importante. Con sus diferencias, son representantes de otra tradición que a Hitchens le resultaba particularmente querida: la tradición del apóstata.

Decidió pronto que no tenía talento para la creación. Lo suyo sería el ensayo y el periodismo. Definía algunos de sus libros como panfletos y entre sus héroes había muchos autores del xviii y del xix. Pero también tenía una visión romántica del mundo del periodismo de Fleet Street, y describió con afecto un universo de reporteros y gacetilleros (hack era la palabra que le gustaba) que mezclaban la vocación cívica y el cinismo, donde unos pocos metros albergaban bares oscuros y redacciones que construían el relato del mundo. Esa atmósfera, a menudo despiadada (Hitchens cita la pregunta atribuida a un corresponsal en el Congo: “¿Hay alguien que haya sido violada y hable inglés?”), es un tema literario sobre el que escribió más de una vez, al comentar novelas como Noticia bomba de Evelyn Waugh, Towards de End of the Morning de Michael Frayn y Everyone’s Gone to the Moon de Philip Norman. Hitchens inició su carrera en medios como el New Statesman, el Daily Express o el Times de Harold Evans. El periodismo estadounidense tiene una vitalidad extraordinaria, está libre de las constricciones de la Ley del Libelo, goza, gracias a la Primera Enmienda, de una mayor libertad y fue el ambiente en el que Hitchens desarrolló buena parte de su carrera tras su traslado a Norteamérica en los años ochenta. Tiene su tradición y su mitología. Y Hitchens, en cierto modo, también se miraba en el espejo de Mark Twain, H. L. Mencken y el periodismo muckraker, pero no solo en eso: Estados Unidos le fascinaba y dedicó artículos y libros a sus intelectuales, sus políticos y su cultura popular, desde la Ruta 66 a las recreaciones de la Guerra de Secesión, pasando por la pena de muerte y la importancia del sexo oral en la cultura norteamericana. Hitchens, como otros inmigrantes, supo ver y contar su lugar de acogida de una forma particularmente atractiva.

Escribir no es lo que hago, diría alguna vez, sino lo que soy. Escribir y también hablar. La habilidad retórica de Hitchens era asombrosa y se puede comprobar en Youtube. Richard Dawkins dijo: “Si te invitan a un debate con Christopher Hichens, declina”. Martin Amis escribió que apostaría por él frente a cualquiera. En su prólogo a The Quotable Hitchens, el autor de La información tiene dos observaciones interesantes. Cuenta que alguna vez reprochó a su amigo que criticara con dureza a novelistas que habían escrito otras obras que le habían gustado, como Philip Roth o Saul Bellow. Pero, para Hitchens, el placer que le había producido El legado de Humboldt no significaba que debiera ser indulgente con Ravelstein. No sentía, dice Amis, un respeto automático. (De hecho, dedicó mucho tiempo y energía a mostrarse muy poco respetuoso con autoridades establecidas.) Amis, parafraseando la famosa descripción que Nabokov hizo de sí mismo, dice que Hitchens “piensa como un niño, escribe como un autor distinguido y habla como un genio”. Es una exageración, pero es una buena forma de explicar la vehemencia de Hitchens, su convicción de que había cosas irrenunciables. Hitchens escribió en su autobiografía: “La labor habitual del ‘intelectual’ es defender la complejidad e insistir en que los fenómenos del mundo de las ideas no deberían convertirse en eslóganes ni reducirse a fórmulas fáciles de repetir. Pero existe otra responsabilidad: decir que hay cosas sencillas y que no habría que oscurecerlas”.

Esas palabras explican algunas de sus polémicas con algunos de sus compañeros, que lo llevaron a abandonar su revista, The Nation, tras los atentados del 11-S y que lo distanciaron de Noam Chomsky, Edward Said o Gore Vidal. Podríamos citar quizá tres episodios fundamentales. En la guerra de las Malvinas apoyó la decisión de Margaret Thatcher de combatir a Argentina. Galtieri era un tirano, al frente de un régimen tiránico y criminal, y su derrota podía también acabar con la dictadura. En 1989, cuando el ayatolá y poeta ocasional Jomeini decretó una fetua contra Salman Rushdie, hubo intelectuales de izquierda y derecha que argumentaron que, si bien el autor de Hijos de la medianoche no merecía la muerte, tampoco era correcto herir los sentimientos de los fieles, y que el novelista había, en cierto modo, provocado aquello. En 2001, cuando se produjeron los atentados del 11-S, muchos intelectuales que habían sido compañeros de batallas de Hitchens achacaron los ataques a la política exterior estadounidense y el conflicto de Oriente Medio. Hitchens, siempre extremadamente crítico con la política israelí, consideraba que no había que buscar las causas de los ataques a civiles en los agravios a menudo legítimos de los árabes y los musulmanes, sino en una ideología fanática y asesina, el fundamentalismo islámico. En un artículo publicado en septiembre de 2011, recogido en Amor, pobreza y guerra, comentaba:

Este es un momento tan bueno como cualquier otro para revisar la historia de las Cruzadas, o la triste historia de la partición de Cachemira, o las penas de los chechenos y los kosovares. Pero los terroristas de Manhattan representan el fascismo con un rostro islámico, y no tiene sentido emplear ningún eufemismo sobre eso. Lo que abominan de “Occidente”, por decirlo en una frase, no es aquello que los progresistas occidentales rechazan y no pueden defender de su propio sistema, sino lo que les gusta y deben defender: sus mujeres emancipadas, su investigación científica, la separación de religión y Estado.

En ese momento difícil mostró una determinación moral e intelectual admirables. Otras veces cometió errores. Uno de los más claros fue apoyar la invasión estadounidense de Irak (en 1991, cuando se produjo la guerra del Golfo, se opuso a una invasión más fácilmente justificable). Mantuvo su independencia: criticó la tortura practicada por la administración Bush en un reportaje publicado en Vanity Fair, donde se sometió al ahogamiento simulado, y las restricciones a las libertades civiles en la “guerra contra el terror”, y señaló errores tácticos y estratégicos. Quizá, en su defensa, podría decir que se equivocó por las razones correctas: conocía bien las atrocidades cometidas por el régimen de Saddam Hussein, era partidario desde hacía tiempo (al menos, desde la guerra de Yugoslavia a comienzos de los años noventa) del intervencionismo liberal y creía genuinamente en la posibilidad de liberar a la población iraquí. Según Hitchens, Estados Unidos y Reino Unido no deberían haber recurrido al argumento mendaz de las armas de destrucción masiva para justificar la invasión: las violaciones de los derechos humanos del régimen, el asesinato masivo de los kurdos y la persecución de los opositores habrían sido razones suficientes (el relato de los desenterramientos de las víctimas, el terror del régimen de Sadam Husein y el regreso de los exiliados que aparece en Amor, pobreza y guerra es estremecedor). También se podría reconocer que, aunque compartir algunas de sus explicaciones a posteriori exige bastante complicidad por parte del lector, no negó lo que había dicho. Pero la intervención fue un desastre, promoverla fue un error y probablemente también la cercanía a algunos neoconservadores y al gobierno Bush.

Con un sentido de la paradoja que probablemente habría divertido a Hitchens, Salman Rushdie ha escrito que Dios acudió en su ayuda. Hitchens era conocido por sus críticas duras y documentadas. Le molestaba que se juzgaran las acciones según la reputación y no la reputación según las acciones, y esa irritación se encuentra detrás de algunos de sus asaltos. En The Missionary Position (Verso, 1994) construyó un sólido argumento contra la madre Teresa de Calcuta, que a su juicio no era “amiga de los pobres, sino de la pobreza”. Desmontó un supuesto milagro de la monja, que se comportaba con una austeridad ostentosa, aceptó donaciones de la familia Duvalier y dijo, al recibir el Premio Nobel de la Paz, que el aborto era “el mayor destructor de la paz”. (El Vaticano lo llamó para que testificara en su contra en el proceso de canonización, una tarea que antes tenía un nombre oficial: “el abogado del diablo”.) En Juicio a Kissinger (Anagrama, 2004) acusó al que fuera secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos de crímenes de guerra por su actuación en Chile, Indonesia, Bangladesh, Timor Oriental y Chipre. En No One Left To Lie To (Verso, 1999) criticó las “triangulaciones” de Clinton, su implacable adherencia al poder, el bombardeo de una fábrica farmacéutica en Sudán y sus predatorias costumbres sexuales (indignó a muchos amigos cuando declaró en el proceso de impeachment, diciendo que un empleado de la Casa Blanca le había pasado información contra Monica Lewinsky). En sus críticas había hechos, pero también eran juicios de carácter. Intentó desmontar algunos cultos, como el de Lady Di o el de los Kennedy. Escribió reseñas devastadoras de películas de Michael Moore y Mel Gibson. Sabía ser duro y brillante. Cuando el reverendo fundamentalista Jerry Falwell murió, le preguntaron si pensaba que estaría en el cielo: “No, y creo que es una pena que no exista un infierno al que pueda ir”. Tras esas escaramuzas, como escribió The Guardian, Hitchens encontró un adversario a su altura: Dios. En su ensayo Dios no es bueno (Debate, 2008) elaboró una crítica erudita, divertida y vibrante de las inconsistencias intelectuales de la religión y de las consecuencias políticas y morales de la superstición organizada. Mostraba plagios, incitaciones al genocidio y fraudes de los textos sagrados. El libro no tiene muchas novedades y Hitchens escribió obras más redondas, pero es una buena síntesis, está bien argumentado y fue un éxito de ventas. Poco después apareció Dios no existe (Debate, 2009), una antología de textos ateos que se puede leer como una historia de la emancipación de la mente humana.

Hitchens se convirtió en uno de los miembros del “Nuevo Ateísmo”, junto a Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris. Participó en decenas de debates sobre la religión y escribió buenos artículos sobre los diez mandamientos, la pedofilia en la Iglesia católica o el mormonismo. Era el que tenía una visión más política de los cuatro. Denunció los esfuerzos constantes de las religiones por silenciar a sus críticos, a menudo con una mezcla de victimismo y amenaza. A su juicio, cuando uno es sacerdote, parece recibir una carta blanca para cometer cualquier atentado contra la moral o la inteligencia. Explicaba que la idea cristiana del Cielo postula una especie de Corea del Norte divina –el Nuevo Testamento es peor que el primero, por el sadismo que supone la idea del infierno, con el edificante añadido de que ver sufrir a los condenados sufrir sea uno de los entretenimientos de los que se han salvado–, y que solo una mentalidad enferma puede definir al hombre como un ser creado enfermo y luego conminarlo a estar sano, como decía Fulke Greville. Según Hitchens, las religiones no solo niegan la razón y constriñen la autonomía personal, sino que también son un factor de subdesarrollo, ya que frenan la única medida económica de cuya eficacia podemos estar seguros: la emancipación femenina, que requiere el control sobre su actividad reproductiva. Argumentaba que no tiene sentido hablar de islamofobia ni acusar de racismo a los que critican el islam, porque una religión es una ideología: a diferencia del color de la piel, es algo que se elige. Aceptar el blindaje de la religión a la crítica es dejar sin amparo a muchas personas oprimidas por la ideología revelada. Hitchens sostenía que “no se puede ser un poco herético” y, cuando defendía a individuos perseguidos por motivos religiosos, como Ayaan Hirsi Ali o Salman Rushdie, recordaba la centralidad de la blasfemia: los juicios a Sócrates, Jesucristo y Galileo, argüía, fueron juicios por blasfemia. La ortodoxia religiosa, explicaba, siempre ha sido enemiga de la libertad. En Hitch-22 escribió:

Es toda una tarea combatir a los absolutistas y a los relativistas al mismo tiempo: sostener que no existe una solución totalitaria e insistir al mismo tiempo en que, sí, los de nuestro lado también tenemos convicciones inalterables y estamos dispuestos a luchar por ellas. Tras varias lealtades pasadas, he llegado a creer que Karl Marx tenía toda la razón cuando recomendaba una duda y autocrítica continuas. Pertenecer a la tendencia o facción escéptica no es, en absoluto, una opción blanda. La defensa de la ciencia y la razón es el gran imperativo de nuestro tiempo. […] Ser no creyente no solo significa poseer “una mente abierta”. Es, más bien, una admisión decisiva de incertidumbre, que está dialécticamente conectada con el repudio del principio totalitario, en la mente y en la política.

Famoso por sus ataques, su obra es también una guía que nos conduce a muchos narradores, poetas y pensadores. Es una suma extraña y única que configura un mundo mental rico, vibrante y aparentemente inagotable. Está diseminado por muchos de sus ensayos; por partes de Unaknowledged Legislation, que trata de las intersecciones de la literatura y la política; en recopilaciones como Blood, Class and Empire (Farrar, Strass & Giroux), Fort he Sake of Argument (Verso, 1993)y Amor, pobreza y guerra y en Hitch-22, un autorretrato intelectual lleno de homenajes a maestros y amigos, aunque reticente a la hora de mostrar los aspectos íntimos. Pero también en tres admirables libros breves. El primero es La victoria de Orwell (Emecé, 2003), que quizá fuera su principal modelo y cuyo acierto según Hitchens consistió en que supo detectar los tres males esenciales de su siglo: el fascismo, el comunismo y el imperialismo. El segundo es Tom Paine’s Rights of Man (Atlantic, 2006), la biografía del autor de panfletos británico y héroe de la independencia estadounidense que fue demasiado progresista en la Revolución Americana y demasiado conservador para la Francesa (fue encarcelado). El tercero es Thomas Jefferson, Author of America (Eminent Lives/Atlas Books/HarperCollins Publishers), una biografía del principal autor de la Declaración de Independencia y del Estatuto de Virginia que garantizaba la libertad religiosa.

Cuando iniciaba la gira para promocionar sus memorias, en el punto más alto de su carrera, a Hitchens le diagnosticaron el cáncer de esófago que lo acabaría matando en diciembre de 2011. Todavía apareció una recopilación de ensayos, Arguably, que en cierto modo sigue la estela de Amor, pobreza y guerra, con bellos textos sobre Saul Bellow, Victor Klemperer, André Malraux, W. G. Sebald, Victor Serge o Jefferson, artículos divertidos como “Why Women Aren’t Funny” y “As American as Apple-Pie”, y piezas más políticas publicadas en el medio digital Slate. Su libro más conmovedor es Mortalidad, la crónica de su enfermedad, que apareció unos meses después de su muerte. Sobrio, rico, inacabado y breve, es el relato de la destrucción física, a base de cáncer y tratamientos agresivos, y una reflexión sobre la enfermedad y la decadencia. “No es divertido apreciar plenamente la verdad de la tesis materialista que postula que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo”, escribe Hitchens. Pero también es un combate: pensar, escribir, reflexionar sobre el dolor, la inminencia de la muerte, atacar el falso consuelo de la religión, disfrutar de un chiste, un poema o la palabra de un amigo son actos de resistencia. En un artículo contra la pena de muerte, Hitchens citaba el poema “Conscientious Objector” de Emma Lazarus: “Moriré, pero eso es todo lo que haré por la muerte”. Mortalidad cuenta un combate perdido de antemano: es triste, pero hermoso. Bill Keller escribió en una necrológica que Hitchens tendía a tomarse el fundamentalismo islámico como algo personal. Quizá fuera una de sus mayores cualidades: una de las cosas que hacen que su obra sea tan adictiva y estimulante es que todo se lo tomaba como algo personal.