“La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras” (“Elogio de la lectura y la ficción”, Discurso del Nobel, 7 de Diciembre de 2010)

La noticia de la concesión del Nobel le llegó a Mario Vargas Llosa mientras leía a primera hora de la mañana, según confesó el propio autor, como hace durante cualquiera de sus setenta años, alimentando una pasión que no ha menguado lo más mínimo con el paso del tiempo, y que lo ha convertido en un lector no sólo voraz, sino de una agudeza implacable, tal y como ha dado noticia en numerosas ocasiones. Ni siquiera en los meses durísimos de su candidatura presidencial, el novelista metido a político dejó de leer con ese ansia que lo ha caracterizado siempre, dedicándole los primeros ratos del amanecer a algunas obras predilectas, como La condición humana de Malraux, Moby Dick de Melville o Luz de agosto de Faulkner, a las que vuelve una y otra vez, teniendo como referente último de su creación el mundo perfecto y sin fisuras creado por don Luis de Góngora. No deja de sorprender que quien trillara cada uno de los rincones del Perú, tropezándose con la miseria a cada rato, soportando la ponzoña política y el encanallamiento de los discursos de sus rivales, esquivando a cada momento las conspiraciones y las conjuras de los poderes fácticos de la sociedad andina, al quedarse a solas, en medio de ese borboteo incansable de sensaciones y recuerdos de las primeras luces de la mañana, el lector Vargas Llosa se encerrara con la perfección inacabada de Las soledades y la tensión dialéctica de la Fábula de Polifemo y Galatea. Es evidente que la lectura ha sido para el escritor peruano más que una afición, ha sido un bálsamo para corregir y subsanar las imperfecciones del mundo real, repitiendo en cada momento aquello que le permitió sobrevivir en la dura y lejana infancia.

Lo que leyó Varguitas

La pasión por los libros es uno de los enigmas que todo lector guarda en su memoria infantil como si fuera un cofre lleno de tesoros insondables. Ni siquiera sabemos por qué surge esta pasión en ciertos individuos, frente a la indiferencia del resto, mientras que en las casas y en los colegios se comparte la lectura de los clásicos infantiles, para fascinación de algunos y fastidio de muchos. Es evidente que en el caso de Vargas Llosa, la afición lectora, el gusto por los libros y las bibliotecas, el valor de la cultura en su sentido más amplio le viene por la familia materna, los Llosa, propensos a la poesía, al teatro, al melodrama, a las telenovelas y a los novelones decimonónicos. Sin embargo, en el caso del autor peruano, su afición pasó a ser muy pronto vocación y más tarde pasión lectora, una devoción casi religiosa por el libro como objeto, creado o leído, que parece ser una respuesta casi freudiana a las intransigencias paternas y a la insensibilidad demostrada por ese padre surgido ex nihilo en su infancia, extrañamente resucitado desde el limbo del olvido familiar, para recordarle que la vida puede ser un camino lleno de piedras filosas, como las descritas por Rulfo en su relato “No oyes ladrar a los perros”.

Antes de que Ernesto J. Vargas apareciera redivivo para poner orden y disciplina en la vida del joven Marito, éste había leído con verdadera fruición “las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del capitán Nemo-, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa”[1]. La lectura aparece casi al mismo tiempo que su necesidad de garabatear unos versitos almibarados que la familia celebra con entusiasmo, porque el joven Mario parece seguir los pasos de la familia, con el antecedente notable del bisabuelo Belisario Llosa, quien había sido poeta y había publicado una novela, o el estímulo del abuelo materno, quien le enseñaba versos de Campoamor y de Rubén Darío o de su propia madre, a la que recuerda con un ejemplar semiclandestino y cuasi furtivo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda encima de la mesita de noche. El joven aprendiz pasa las horas de su infancia fascinado ante las colecciones familiares de sellos, estampitas y otras reliquias exóticas y extravagantes, pero lo que le provoca verdadero entusiasmo es el Libro de las Óperas, una obra en la que relee una y otra vez los principales argumentos operísticos de Italia, familiarizándose con sus héroes y villanos, sus romances tormentosos, las contrariedades provocadas por los pellizcos del amor y los contratiempos del destino.

Todo podría haber quedado en un coqueteo más o menos intenso con la literatua y el arte de no haber sido por las pésimas relaciones mantenidas con un padre duro como el pedregal, misántropo, violento y autoritario, ajeno a cualquier forma de compasión y ternura que obligó al joven Vargas Llosa a recluirse en un mundo de fantasía que funcionó en todo momento como una válvula de escape para sortear las represiones de la vida familiar. En su casa de Lima, lejos de la familia amada que se había quedado en Piura, el joven lector compra revistas y libros en una librería semiclandestina que se encontraba en el interior de un garaje en la avenida Salaverry. Allí consigue ejemplares de Emilio Salgari, Karl May y de Julio Verne, especialmente La vuelta al mundo en ochenta días, que espolea su imaginación lanzándole de un trallazo literario hacia países exóticos, alejados de la dura realidad familiar. Como recuerda el autor en El pez en el agua “En esos primeros meses largos y siniestros de Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de pronto (…) En esos meses me habitué a fantasear y soñar, a buscar en la imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron, y, si no las había, allí debieron brotar” (pág. 60).

El aprendizaje de la literatura pasa, inevitablemente, por el colegio La Salle, en cuyos pupitres se encontraba otro ilustre alumno peruano, José Miguel Oviedo. Ambos aprenderán la poesía del Siglo de Oro, recitando a los clásicos, como fray Luis de León, todo ello para disgusto de un padre excesivamente severo y celoso de los hiatos de la masculinidad, que ve en la afección poética de su hijo una forma de amaneramiento y de desviación sexual, una forma de “mariconería” [pater dixit], y una forma insoportable de perder el tiempo. No es de extrañar que en la casa limeña no hubiese libros, ni lecturas, ni nada que pudiese contribuir a convertir al muchacho en un ser fantasioso. Sin embargo, todos estos cepos estéticos e ideológicos funcionan en sentido inverso, espoleando la necesidad de acercarse a la poesía como una forma de subvertir el orden familiar, de ahí que el joven Vargas Llosa lea con verdadero entusiasmo la poesía de Bécquer, de Santos Chocano, de Amado Nervo, de Juan de Dios Peza o de Zorrilla, sintiendo la poesía como una forma de conocimiento a mitad de camino entre lo sagrado y lo peligroso. Peligroso por la persecución implacable del padre, sagrado por la consideración que los Llosa daban al ejercicio poético, desde el bisabuelo hasta el último de sus tíos.

Es evidente, y así lo ha dejado escrito en numerosas ocasiones, que su vocación literaria fue un desafío, una forma de sortear la autoridad paterna, una forma de autoafirmación frente a la virulencia del cabeza de la familia: “Y es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor” (pág. 113). En cualquier caso, su acercamiento a la lectura es siempre fruto de la necesidad interior, del instinto de la ficción, lejos de las formas anquilosadas con que se explican a los clásicos tanto en la escuela como en el colegio militar Leoncio Prado, a partir de su ingreso en 1950. La literatura en esta institución no está pensada para su lectura, sino como ejemplos de la lengua castellana, de su gramática y de su sintaxis. Los alumnos se ven obligados a soportar sesiones tediosas en las que tienen que memorizar poemas enteros o fragmentos de obras clásicas.

La experiencia vivida en el Leoncio Prado resulta, a todas luces, decisiva, no sólo porque de ahí saca los materiales necesarios para construir esa primera gran novela, La ciudad y los perros, sino también por las relaciones que establece con el escritor César Moro, profesor de francés y una de las voces más importantes del surrealismo peruano. Vargas Llosa se gana incluso cierto crédito entre los cadetes escribiendo cartas de amor y alguna que otra novelita erótica que es recibida entre la muchachada con un estruendo de vítores y obscenidades. Ese bienio de 1950 y 1951 es el periodo en el que se forma el gran lector que ha sido el arequipeño, un lector a tiempo completo que le roba horas al sueño, que lee con pasión y disimulo en las clases tediosas de matemáticas o de instrucción militar, lee en los recreos, en los turnos de imaginaria, como un antídoto frente a las limitaciones de la vida castrense:

“Sumergirse en la ficción, escapar de la humedad blancuzca y mohosa del encierro del colegio y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Hassan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir al desierto del Sáhara, o compartir con D’Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, o enfrentarse a los elementos con Han de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, o espiar a la gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo, o, con Gavroche, ser un pilluelo chistoso y temerario en las calles de París en medio de la insurrección, era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado” (págs. 128-129).

El colegio militar Leoncio Prado está ligado a la épica de Alejandro Dumas. Robándole tiempo al tiempo, Vargas Llosa lee en las ediciones maltrechas de Tor o de Sopena, novelas como El conde de Montecristo, Memorias de un médico, El collar de la reina, Angel Pitou y toda la serie de los mosqueteros que terminaba con la trilogía de El vizconde de Bragelonne. Una literatura llena de aventuras que parece no tener fin, porque cada historia tiene su secuela, cada obra tiene su continuación, cada novela tiene su propia parentela argumental. El genio inagotable de Dumas enciende la imaginación del cadete que sueña con una Francia culta e ilustrada, exquisita y galante, una Francia democrática y justa, lejos del provincianismo ramplón que se vivía en la Lima de mediados de siglo. En cierto sentido, todas éstas son lecturas de juventud, sin embargo, la relectura de Los miserables años más tarde llevó al escritor a la certeza de que era posible concebir un proyecto de “novela total”, como habían hecho los grandes narradores en la Francia decimonónica. Esa pasión por la literatura de Victor Hugo, alimentada durante años, acabó culminando en una obra de gran calado interpretativo: La tentación de lo imposible (2004).           

La pasión por la literatura corre pareja a su tentación por el periodismo. Las relaciones entre Ernesto J. Vargas y su hijo entran en un momento más templado, gracias a que el joven cadete, durante el verano, colabora con la International News Service en donde trabajaba su padre, llevando boletines informativos desde ese edificio hasta el emplazamiento del diario La Crónica, situado en la calle de enfrente. El joven Varguitas vislumbra la posibilidad de ser periodista, como una forma de bordear el mundo literario y socavar de manera progresiva la autoridad paterna. Su colaboración en La Crónica fue decisiva, no sólo porque inició su trayectoria como periodista, que ha mantenido con los diarios más importantes del mundo de manera ininterrumpida durante los últimos sesenta años, sino también porque en torno al periódico descubre todo un mundo literario, asociado a la libertad, la noche y la bohemia. De la mano de su director literario, Carlos Ney Barrionuevo, Vargas Llosa lee por primera vez a César Vallejo, y junto a él buena parte de la poesía moderna, en la que tiene un lugar destacado el poeta Martín Adán, visionario y extravagante, que decidió vivir los últimos años entre la clínica psiquiátrica y las tabernas limeñas. Carlos Ney le abrió un mundo literario insospechado hasta entonces, con “libros y autores que marcarían con fuego” al futuro escritor, descubriendo nombres y títulos que desconocía por completo y que venían a puntear el complejo mapa de la literatura moderna dentro y fuera del Perú. Junto a su amigo descubre al Malraux de La condición humana y La esperanza, se acerca a los poetas surrealistas, a Eguren, a la complejidad formal de Joyce y, sobre todo, debe a esas rondas nocturas su predilección por la Generación Perdida norteamericana, capitaneada siempre por William Faulkner y su fascinación de juventud por Jean-Paul Sartre, de quien leyó en aquel verano los cuentos de El muro, publicados en Losada con prólogo de Guillermo de Torre.

La vida bohemia y nocturna trajo nuevos problemas familiares, nuevas incomprensiones y nuevos estallidos de violencia por parte de un padre convertido en carcelero de su propia familia. Su viaje a Piura con sus tíos Lucho y Olga, en 1952, para seguir allí sus estudios le abrirá nuevas puertas y nuevos ámbitos para su condición de verdadero depredador de la literatura. La habitación-biblioteca que ocupa está llena de libros, los “viejos volúmenes de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo, y, sobre todo, la colección completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a fin, en ese año de voraces lecturas” (pág. 207). Aunque de toda esa literatura la que más le impresionó fue la autobiografía de Jan Valtin, La noche quedó atrás, que en cierto sentido pone en funcionamiento todos los mecanismos del compromiso social y político que debe asumir el aspirante a escritor, que ve en esta figura política una especie de santo laico. La literatura ya no es sólo acción, aventura, emociones y grandes pasiones amorosas, sino también una forma de acercarse al hombre como sujeto conflictivo, cercado por todo tipo de problemas económicos, históricos y sociales, de ahí la necesidad que plantea la sociedad moderna de generar cambios drásticos a través de la revolución y el socialismo.

En el colegio de San Miguel de Piura descubre la prosa preciosista de Azorín, con obras como Al margen de los clásicos y La ruta de Don Quijote, autor al que dedicará su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1996. Pero Piura es más que Azorín, es también la casa destartalada y pintada de verde que sirve para desbravar las pulsiones sexuales de los jóvenes (y no tan jóvenes) piuranos que tienen en el prostíbulo un lugar feliz para el vicio, el bullicio y el fornicio, como se diría en el argot clásico. Esa casa verde, novelada años más tarde, lleva al joven periodista a descubrir otros prostíbulos míticos, como la Maison Tellier de Maupassant, y el barrio en el que se encuentra a relacionarlo con la Corte de los Milagros que aparece en las novelas de Alejandro Dumas, como una forma de completar y alimentar la realidad real con la realidad literaria. Los meses piuranos son también el momento en el que descubre su tentación política, su compromiso con las injusticias sociales, el conocimiento y la reflexión sobre los sistemas políticos que se han impuesto en las sociedades occidentales desde el siglo XIX. No obstante, el gran descubrimiento literario de este periodo es Los hermanos Karamazov de Dostoievsky, libro que lee mientras prepara los exámenes para entrar en la universidad y que le provoca una agitación vital e intelectual, próxima a las alucinaciones características de la socorrida contracultura.

Su ingreso en la Universidad Nacional de San Marcos supone una especie de clímax intelectual y literario, no tanto por la aportación de la institución sanmarquina a la que considera plana, anémica y llena de profesores lastrados por la apatía y el servilismo oficial, como por el hecho de entrar en contacto con mundos culturales nuevos, nuevos personajes, nuevos escritores, sin olvidar en ningún momento su fascinación por la lengua y la cultura francesa con lecturas obsesivas de las obras de Gide, Camus o Saint-Exupéry que le hacen sentirse dueño de la lengua de Montaigne. Las relaciones de Vargas Llosa con la universidad son tormentosas y están llenas de tropezones y malquerencias. “San Marcos, escribe el Nobel en sus memorias, no había caído aún en la decadencia que, en los sesenta y setenta, la iría convirtiendo en una caricatura de universidad, más tarde en ciudadela del maoísmo y hasta del terrorismo” (pág. 260). En la época que le tocó vivir, la vida cultural universitaria gira en torno a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, que la mayoría de los jóvenes universitarios abrazan, en su querencia marxista, como si se tratara de un nuevo catecismo político. Al joven escritor le interesa esta visión de la realidad peruana, sin embargo, no cede su talento a lo inmediato, como prueba su seguimiento de la cultura francesa y europea a través de las suscripciones a las revistas Les Temps Modernes, de Sartre y Les Lettres Nouvelles, de Maurice Nadeau.

De la mano de quien fue su gran maestro, el sabio y, en cierto sentido, ágrafo, Raúl Porras Barrenechea, el sartrecillo valiente, como se le comienza a llamar en los foros universitarios, descubre el mundo de los cronistas de Indias, con sus ristras de mitos y leyendas bombeando hacia el interior de los textos un mundo lleno de fantasía y pulsiones literarias, que le llevan a uno de sus grandes descubrimientos de aquel 1953: La rama dorada de James Frazer. La literatura y la política, los dos grandes amores vargasllosianos, se estrechan con la militancia del universitario en una de las células de la recién fundada Cahuide, nombre con el que se trataba de mantener vivo al Partido Comunista, que permanecía en la clandestinidad. En ese grupo de jóvenes aspirantes a revolucionarios lee las Lecciones elementales de filosofía de Georges Politzer, el Manifiesto comunista y La lucha de clases en Francia de Marx, El Anti-Düring de Engels y el Qué hacer de Lenin, textos que ofrecían una visión granítica de la Historia y que más tarde, ya en Europa, fueron matizados con las lecturas de los heterodoxos o disidentes Lukács, Gramsci, Goldmann y Althusser.

Sin embargo, más allá de estos zarandeos políticos, su vocación literaria se atornilla a su condición de escritor embrionario con la amistad y el asesoramiento de Carlos Zavaleta, que había traducido el Chamber Music de Joyce y era el gran conocedor de la literatura norteamericana. Fue Zavaleta quien le habló del condado mítico de Yoknapatawpha y le dio a conocer Las palmeras salvajes de Faulkner, en la traducción exquisita realizada por Borges:

“Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a sus historias. Aunque en esos años leí mucho a los novelistas norteamericanos –Erskin Caldwell, John Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, Waldo Frank-, fue leyendo Santuario, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Intruso en el polvo, Estos 13, Gambito de caballo, etcétera, que descubrí lo dúctil de la forma narrativa y las maravillas que podía conseguir en una ficción cuando se la usaba con la destreza del novelista norteamericano. Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos” (págs. 313-314).

Su descubrimiento de la literatura norteamericana tiene su propio correlato con un nuevo y sorprendente hallazgo, el de la literatura hispanoamericana, más allá de los productos regionalistas y costumbristas de los que siempre ha huido, como el pájaro de la plaga, por utilizar una imagen de Álvaro Mutis, con esa manía de convertir lo telúrico en el centro de la creación, como ocurre en los títulos clásicos de la época como Raza de bronce de Alcides Arguedas, Huasipungo de Jorge Icaza, La vorágine de José Eustasio Rivera, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos o Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Quien hace de Virgilio en esta nueva travesía por los laberintos de la creación latinoamericana es, de nuevo, un compañero de estudios, en esta ocasión de la Universidad Católica, llamado Luis Loayza, un entusiasta de Camus, de Henry James, Paul Bowles y Truman Capote, que se burla de Sartre, que reverencia a Borges en una época en que el gran escritor argentino era todavía bastante desconocido, y gracias a Loayza, Vargas Llosa tiene acceso a figuras como Alfonso Reyes, Adolfo Bioy Casares, Juan José Arreola, Octavio Paz o Juan Rulfo, quien para esas fechas ya había publicado todo lo que nos ha dejado, sin olvidar tampoco la labor ímproba realizada por la argentina Victoria Ocampo desde su revista Sur, autora por la que siente una devoción muy especial.

En medio del trasiego académico sanmarquino, el periodista Varguitas, como se le conoce, asiste a los seminarios sobre literatura hispanoamericana que imparte el gran polígrafo peruano Luis Alberto Sánchez, que había vuelto del exilio en 1956. Con él conoce a Rubén Darío y sigue la impronta estética del vate nicaragüense en los poetas españoles Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, así como en Vallejo y el propio Neruda. Vargas Llosa decide entonces realizar su tesis doctoral sobre la poética de Darío y para ello consigue una de las mejores becas del momento, la Javier Prado, que le permitiría una estancia larga en Madrid, y los saltos oportunos más allá de los Pirineos, para vivir esas ciudades engrandecidas en el imaginario latinoamericano, como París y Londres, fundamentales para que el escritor dé un giro internacional a su literatura.

De los lápices afilados al lector total

Es un hecho demostrable, como recuerda Jordi Gracia en una de las notas aparecidas a raíz de la concesión del Nobel, que no siempre detrás de un gran escritor se encuentra un gran lector: “Ni suele ser así ni hay ninguna obligación para que suceda así. Lo excepcional es más bien lo contrario. Cuando hay un buen lector perspicaz, imaginativo, lúcido y además concurre el don de desentrañar el corazón que bombea en los libros de los otros, entonces el número de candidatos se reduce ya drásticamente. Vargas Llosa vive en ese reducidísimo grupo que lo tiene todo: es un deslumbrante ensayista literario sin reservas, quizá porque luchó desde muy temprano con la ansiedad por comprender los mecanismos de la novela, el modo en el que funcionan artefactos virtualmente invisibles y sin embargo terriblemente eficaces”[2]. En cierto sentido, su labor como crítico y ensayista ha sido, hasta cierto punto, un espléndido reverso a su universo creativo, dando variedad y juego a sus “demonios personales” que le han llevado a una doble dirección: el lector voraz que descubre de forma incesante autores, temas y escuelas y aquel que ha aprendido de los maestros del género narrativo toda una constelación de técnicas que ha utilizado para enriquecer y engrandecer su propia obra. En todo este proceso ha resultado fundamental su tenacidad, su rigor, su disciplina “vargasllosiana”, contribuyendo de forma decisiva sus estancias europeas para alcanzar un registro literario verdaderamente internacional y cosmopolita. Muchos de estos ensayos[3], como recuerda Joaquín Marco[4], han sufrido su particular peregrinaje intergenérico, desde la conferencia, el curso magistral dictado en alguna universidad importante, el artículo periodístico o el prólogo a sus obras favoritas, hasta convertirse en un libro de referencia dentro de su bibliografía, como así ha pasado con La verdad de las mentiras y con los estudios dedicados a José María Arguedas, Victor Hugo o Juan Carlos Onetti.

Su viaje a Madrid en 1959 para realizar su tesis doctoral en la Universidad Complutense, resulta fundamental, porque aquí se topa de bruces con el clima rancio del franquismo exaltado, frente al aluvión cultural vivido en París, con el auge del existencialismo con dos figuras de relumbrón, como Sartre y Camus, y toda una pléyade de revistas literarias que estaban fomentando y divulgando la literatura y la cultura latinoamericanas. Esta es una de las razones, quizás la principal, por la que a finales de ese año se muda a la capital francesa, lo que le posibilita entrar en contacto con los escritores del “novueau roman”, como Michel Butor o Alain Robbe-Grillet, que compaginaron creación y ensayo. Son los años fuertes de los teóricos de la literatura como Derrida, Foucault, Habermas, Kristeva o Fukuyama, a los que nunca cita, aunque los conozca al dedillo, entre otras razones porque Vargas Llosa ha creado su propio sistema analítico.

Es evidente que sus lecturas están acordes con su propia inflexión o maduración ideológica, tal y como puede rastrearse en los textos que a lo largo de los años dedicó a Sartre y a Camus, recogidos más tarde en su obra Contra viento y marea. Frente al intelectual desdeñoso y remilgado en asuntos sociales y políticos, Sartre propone al escritor comprometido con su tiempo, que toma partido ante las coyunturas económicas difíciles, que se convierte en vocero frente a los ataques dirigidos contra la libertad y la dignidad de los pueblos. Esta visión ética del escritor encuentra su propio antídoto en algunas posturas un tanto disparatadas y extremas del filósofo francés que chocan con la mentalidad abierta e inquieta del joven Vargas Llosa. Sartre llega a proponer que la escritura se produzca como producto cultural en las sociedades avanzadas, mientras que en los países pobres o en vías de desarrollo el escritor debía cancelar su vocación literaria para dedicarse a otros menesteres más útiles para la sociedad[5]. En cierto sentido, la tesis sartreana venía a cuestionar aspectos fundamentales del quehacer literario vargasllosiano, como es el compromiso del escritor con su mundo, con su obra, con su lenguaje, de ahí que el peruano se distanciara de este esquema maniqueo poniendo los puntos sobre las íes: “la literatura cambia la vida, pero de una manera gradual, no inmediatamente, y nunca directamente, sino a través de ciertas conciencias individuales que ayuda a formar”[6].

Su distanciamiento de Sartre coincide con un acercamiento generoso a la literatura y a la dimensión humana de Albert Camus. Estamos a comienzos de la década de los años setenta y el comunismo ortodoxo ha presentado su cara menos amable con la invasión soviética de la antigua Checoslovaquia y el famoso “caso Padilla” en Cuba, que dividió de forma irreconciliable a la intelectualidad a ambos lados del océano común[7]. El descrédito de las utopías revolucionarias lleva a Vargas Llosa a canjear a los teóricos del marxismo por otros autores que pueden ser considerados disidentes de la llamada idolatría de la Historia, reemplazando el compromiso socialista por el compromiso ético con el hombre moderno. De Camus le interesa su sentido del hombre integrado en la sociedad y en el mundo natural, enriquecido con los valores que vienen del mundo clásico y que se concretan en la amistad, el valor, el honor o la solidaridad, sin olvidar la importancia que tiene en las relaciones humanas la moderación, la razón, la tolerancia, la prudencia y, por encima de todo, la libertad individual para alcanzar la libertad de los pueblos, tal y como dejó reflejado en su libro Entre Sartre y Camus de 1981. Es más, esa visión del hombre total camusiana tiene efectos estimulantes para un Vargas Llosa obsesionado en la búsqueda de una novela total.

Si hay un autor que parece ser el alter ego del arequipeño ese es, sin duda alguna, Gustav Flaubert, cuya producción novelesca constituye el inicio de la modernidad narrativa. Desde que la leyó por primera vez, allá por 1959, Madame Bovary pasó a ser el paradigma de la estructura narrativa perfecta, cuya simetría era capaz de crear un mundo autónomo y autosuficiente, como una síntesis perfecta de la vida, donde los sentimientos y la subjetividad de los personajes se hacían tangibles y objetivables. Vargas Llosa queda atrapado no sólo en la lectura de esta obra mayor de las letras francesas, sino también en su proceso de creación, minucioso y lleno de tensiones creativas, que dio como resultado la impersonalidad y, a veces, la invisibilidad del narrador flaubertiano, que por momentos parece un suplantador de Dios. Flaubert ofrece al lector un cóctel extraordinario donde se mezclan la violencia, el sexo, lo sublime y lo vulgar, como formas poliédricas de representar la complejidad de la realidad que tiene todo tipo de anclajes en el mundo objetivo. A Flaubert le dedicará uno de sus ensayos más logrados y vigorosos, La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975).

Si hay un autor omnipresente a lo largo y ancho del continente americano en la década del sesenta ése es, sin duda alguna, William Faulkner, visible y presente, de una u otra manera, en las creaciones de Onetti, de Carlos Fuentes, de Otero Silva, de García Márquez o del propio Vargas Llosa, que parece haberlo leído y desmontado con la paciencia de un relojero desde su época de estudiante universitario. La narrativa faulkneriana no sólo forma parte del bagaje cultural del Nobel peruano, también lo es de su mundo narrativo, especialmente el que aparece en La casa verde, tal y como reconoció algunos años más tarde en la Historia secreta de una novela (1971). El sonido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto, Las palmeras salvajes son algunos de los títulos a los que vuelve una y otra vez, porque en estas novelas del ciclo de Yoknapatawpha, descubre una escritura sublime, a mitad de camino entre lo religioso, lo mítico y lo épico, donde los matices, las evocaciones, las resonancias, las simbologías y las anfibologías se multiplican hasta lo indecible. Faulkner le da el modelo de un mundo mítico, como el que aparecerá en La casa verde, en el que echa a andar un enjambre de personajes en perfecta tensión con el entorno que les ha tocado vivir. Vargas Llosa supera las formas decimonónicas de la narración, para construir un relato que fluye gracias al monólogo interior múltiple, que supone, una nueva forma de perspectivismo, siguiendo, aunque sea de lejos, la estela cervantina. Faulkner legitima, en cierto sentido, la sustitución de un narrador omnisciente por un verdadero mosaico de narradores-pensantes que se mueven a saltos por entre una maraña de trampas espacio-temporales que convierten la narrativa vargasllosiana en una obra llena de indicios y matices, donde la complejidad argumental ha devorado literalmente cualquier forma de narración lineal.

Uno de los grandes aciertos lectores y críticos de Vargas Llosa consiste en haberse convertido en el rescatador más ilustre de la novela de Joanot Martorell, Tirant lo Blanc, publicada en 1490 y por la que el propio Cervantes, en boca de don Quijote, sentía una admiración completa y sin fisuras. De ella dice en su “Carta de batalla por Tirant lo Blanc” que es “fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos” (pág. 49). La pone como ejemplo de lo que siglos más tarde sería el antecedente del “realismo total” y a su creador como un suplantador de Dios. Martorell creó su obra maestra a partir de los materiales de su época, sin hacer discriminaciones, mezclando niveles que podían resultar incómodos para la cultura oficial del momento. Su actitud es abiertamente deicida, de fagocitación de la realidad, mostrando las costuras de su entorno, al tiempo que trasciende su época para erigirse en una novela total y totalizadora.

Un rasgo sobresaliente que la crítica vargasllosiana ha señalado de forma unánime es la generosidad con que el arequipeño se ha acercado a otros autores, muchos de ellos contemporáneos y coetáneos, rivales incluso en el mercado del libro, en las listas de los más vendidos, en los más utilizados e investigados en el ranking venenoso de los circuitos universitarios. Así nació García Márquez: historia de un deicidio en 1971. Primero fue tesis doctoral, bajo la dirección del gran dialectólogo Alonso Zamora Vicente y más tarde libro de coleccionistas obsesivos porque la edición fue pulverizada de las librerías tras los encontronazos personales entre los antiguos compinches literarios. Hasta hace unos años, en el 2006, que fue publicado en sus Obras Completas por el Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, el ensayo más completo y rompedor sobre el Nobel cataquero sólo podía ser consultado en bibliotecas, circulando alegremente entre varias generaciones de estudiantes como texto fotocopiado para regocijo de los multicopistas. Un intento totalizador parecido puede observarse en su obra La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, de 1996, texto tan aplaudido como criticado en el momento de su publicación, porque si bien en él hay un homenaje sentido a la figura de Arguedas como creador, como escritor-bisagra que conecta dos mundos, dos culturas, dos lenguas, al tiempo que el más brillante y mejor formado de los Vargas Llosa pulveriza con infinidad de argumentos cada uno de los entresijos del pensamiento arguediano, cuestionando desde cualquier médula literaria y filosófica viable la posibilidad de mantener un mundo indígena y arcádico, alejado del progreso, la ciencia, la tecnología, los grandes pasos dados por la humanidad para la mejora de las sociedades. Mucho más liviano, pero igualmente sentido y afilado resulta su estudio sobre la narrativa onettiana, publicado en el 2008 para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor uruguayo, bajo el título El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti.

En un ensayo algo discutible en su formato, tildado de simplón en abierto contraste con la profundidad de las teorías expuestas, Cartas a un joven novelista (1997), el escritor peruano reúne toda una serie de conceptos que ha ido espigando a lo largo de su trayectoria literaria, como ejemplo para los futuros novelistas. Ahí encontramos explicados conceptos y marbetes como la “parábola de la solitaria”, el catoblepas, las mudas y el salto cualitativo, la caja china, el dato escondido, los vasos comunicantes, además de los demonios literarios y personales que son una constante en una parte de su obra ensayística, desarrollando su concepción del estilo, el espacio y el tiempo como elementos estructurales de cualquier obra. Son todos ellos conceptos que ha manejado desde sus primeros pinitos literarios con la intención de “escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre”[8]. Y para cada concepto Vargas Llosa ha recurrido a su bagaje lector, presentando ejemplos novelescos o cuentísticos que resultan, la mayor parte de las veces, rutilantes, de gran acierto y con un trasfondo pedagógico innegable que ponen de relieve la calidad docente de quien ha ejercido la enseñanza universitaria por medio mundo en las mejores tribunas académicas.

La metáfora de la solitaria había sido utilizada por el novelista norteamericano Thomas Wolfe, el maestro de Faulkner, autor de dos ambiciosas novelas que recomienda, como Del tiempo y el río y El ángel que nos mira. Si la necesidad imperiosa de escribir y de crear mundos ficticios se apoya en la imagen del parásito, Vargas Llosa recurre a la imagen mitológica del catoblepas, la criatura que se alimenta de sí misma,  cuando hace referencia a la realidad intrínseca que subyace a toda ficción, por muy fantástica que ésta sea. Como ha afirmado en otro lugar: “Yo creo que todas las novelas son autobiográficas y que sólo pueden ser autobiográficas (…) la habilidad del escritor, del novelista, no está en crear propiamente sino en disimular, en enmascarar, en disfrazar lo que hay de personal en lo que escribe”[9]. Esta extraña criatura procedente de los bestiarios medievales ya fue utilizada por Flaubert en La tentación de San Antonio, y más tarde por Borges en su Manual de Zoología Fantástica. La búsqueda de escritores que alimentan la ficción de sus propias entrañas lo lleva a considerar a Marcel Proust como el verdadero escritor-catoblepas, porque gracias a su literatura “transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana” (pág. 1304).

Al hablar del estilo reconoce que hay autores muy correctos desde el punto de vista gramatical, acordes con el canon estilístico imperante en una época –“como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez”, y otros más díscolos desde el punto de vista gramatical y el estilo de la época: “como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima”. Se considera deudor de la poderosa capacidad inventiva de Joyce, genial en la utilización del monólogo interior, al tiempo que se siente atraído por el estilo abrupto y desconcertante de Louis-Ferdinad Céline, sobre todo en lo referido a su novela más emblemática, Viaje al final de la noche, aunque dejando bien claro el rezacho e, incluso, la repugnancia que le producen sus actitudes racistas y fascistoides que convirtieron a Céline en un icono del colaboracionismo nazi. De Carpentier critica su amaneramiento estilístico y académico, su barroquismo lleno de arcaísmos y artificios, que dan, no obstante, un rendimiento extraordinario cuando se trata de una novela como El reino de este mundo, a la que considera como “obra maestra absoluta”. A Borges lo encumbra como uno de los prosistas más originales de la lengua española, “acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX” (pág. 1318), razón por la que ha podido ejercer una influencia nefasta entre los jóvenes narradores, que han tratado de imitarlo hasta la banalización del estilo, algo que también ha sucedido con el otro gran imitado del siglo XX, el Nobel colombiano Gabriel García Márquez.

En sus consideraciones sobre el estilo de los nuevos narradores propone como única estrategia posible la lectura voraz para enriquecer el lenguaje, y seguir paso a paso las trayectorias novelísticas de dos arietes de la narrativa mundial: Faulkner y flaubert. El primero de ellos fundamental por la utilización de un lenguaje único, con resonancias míticas y épicas, y atravesado por todo tipo de referencias religiosas; el segundo, Flaubert, porque es el escritor de la estructura y la simetría perfectas, el genio esculpido palabra a palabra, el artífice de un lenguaje justo y exacto, depurado hasta límites indecibles para representar la idea exacta.

Cada uno de los ejemplos que utiliza para apuntalar sus teorías literarias tienen en común la huella dejada en su formación como escritor, mostrando una pulsión literaria ecléctica, que trasciende épocas, estilos y fronteras, lo que le lleva a citar como textos paradigmáticos Las uvas de la ira de John Steinbeck, El empleo del tiempo de Michel Butor, Aura de Carlos fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Delibes, el Galíndez de Vázquez Montalbán, Moby Dick de Herman Melville o ese monumento a la desolación que es Mientras agonizo de William Faulkner. Considera Los miserables como “una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos)” (pág. 1330). Este ejemplo de obra mayor del siglo XIX, sólo puede ser comparado la “otra catedral del género novelesco”: Madame Bovary.

Al hablar del tratamiento temporal, señala casos verdaderamente notables, como “Regreso a la semilla” de Carpentier, una novela con un arranque prenatal como es el Tristan Shandy de Lawrence Sterne, o El tambor de hojalata de Günter Grass, cuyo protagonista decide no crecer, o el de Rayuela, novela lúdica y experimental que fractura cualquier concepto tradicional de la estructura narrativa o La máquina del tiempo de H. G. Wells (el viajero del futuro que vuelve con la rosa en la mano, lo que fascinó a Borges) o el relato “La trama celeste” de Bioy Casares.

Como ejemplo de la maestría en los puntos de vista cita la novela de Henry James, Otra vuelta de tuerca. Rescata por su interés técnico la La celosía de Alain Robbe-Grillet, al que prefiere como autor, más que como teórico, tildándolo de pobre y aburrido. Lugar destacado le concede al Orlando de Virginia Woolf, a la que considera “otra de las grandes escritoras de la novela moderna”, al tiempo que destaca como obras mayores de la literatura El castillo y El proceso de Kafka, el Pedro Páramo de Rulfo y a Julio Cortázar como uno de los escritores más sobresalientes en el uso de la muda o el salto cualitativo en la nueva narrativa latinoamericana. La vida breve de Onetti le sirve para ejemplificar su teoría sobre las estructuras ficcionales de inclusión, como “la caja china” y utiliza la Rayuela de Cortázar y Las palmeras salvajes de Faulkner para exponer a ese joven novelista que lee su ensayo sobre las ventajas que tiene la utilización de los vasos comunicantes en la búsqueda de una estructura total y totalizadora de la novela. Sin embargo, es, en lo que él llama “el dato escondido”, donde Vargas Llosa hace coincidir los ejemplos más representativos con sus propias devociones literarias, como ocurre con el cuento “Los asesinos” de Hemingway, con su novela Fiesta o con la monumental Santuario de Faulkner, en el que el enigma que contagia toda la narración tiene que ver con la impotencia de un personaje encanallado y siniestro como Popeye, quien desflora a Temple Drake con una mazorca. Sin embargo, para el peruano es de nuevo el Tirant lo Blanc la novela paradigmática en la utilización del dato escondido, anticipándose en varios siglos a la novela moderna.

Es evidente que sólo hay que echarle un vistazo a vuelapluma a la biblioteca vargasllosiana para certificar que su potencialidad creadora ha corrido pareja a su capacidad para la lectura, la crítica y el ensayo. Puestas juntas y en hilera sus obras de creación y de crítica, el lector contempla con asombro los muchos centímetros de talento que aquel niño que aspiraba a ser un marino, para parecerse a los héroes de las novelas de aventuras que leía, ha conseguido cincelar como un escribidor incansable, con una paciencia y un rigor de picapedreros, acercándose, desde su condición agnóstica, a una especie de santidad laica, aquella que se consigue con la excelencia en el trabajo y la disciplina de hierro con que ha sabido renunciar a casi todo a favor de una obra que le sobrevivirá más allá de las miserias del cuerpo. Leída en su conjunto la impresionante obra vargasllosiana tenemos la certeza de que no sólo ha sido un incansable buscador y ejecutor de la llamada “novela total”, también ha sido, y es, un “escritor total”, cuya sagacidad literaria lo sitúa muy arriba en el parnaso de las letras en español desde mediados del pasado siglo. Quizás sea la necesidad de salvaguardarse de las traiciones de la memoria y de protegerse entre los repliegues de la mejor literatura lo que ha motivado que su discurso de aceptación del Premio Nobel, posiblemente el más importante de su vida, lo haya titulado “Elogio de la lectura y la ficción”, como una forma de exorcizar las miserias con que todo hombre tiene que luchar a brazo partido más allá de la magia de los libros.



[1]              El pez en el agua, Madrid, Alfagura, 2ª edición de 2010, pág. 22. En adelante cito siempre por esta edición en el propio texto.

[2]              Diario Público, viernes 8 de octubre de 2010.

[3]        Carta de batalla por Tirant lo Blanc, prólogo a la novela de Joanot Martorell (1969); García Márquez: historia de un deicidio (1971); Historia secreta de una novela (1971); La orgía perpetua: Flaubert y "Madame Bovary" (1975); Entre Sartre y Camus, ensayos (1981); Contra viento y marea. Volumen I (1962-1982) (1983); La suntuosa abundancia, ensayo sobre Fernando Botero (1984); Contra viento y marea. Volumen II (1972-1983) (1986); Contra viento y marea. Volumen III (1964-1988) (1990); La verdad de las mentiras: ensayos sobre la novela moderna (1990); Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991); Un hombre triste y feroz, ensayo sobre George Grosz (1992); Desafíos a la libertad (1994); La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996); Cartas a un joven novelista (1997); El lenguaje de la pasión (2001); La tentación de lo imposible, ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo (2004); El viaje a la ficción, ensayo sobre Juan Carlos Onetti (2008); Sables y utopías. Visiones de América Latina (2009). 

[4]              Véase su prólogo a los Ensayos Literarios I, con el título “El reverso de la creación”, en Obras Completas IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2006, págs. 9-29.

[5]              “Los otros contra Sartre” de 1964 en Contra viento y marea (1962-1982), Barcelona, Seix Barral, 1983, págs. 38-42.

[6]              Ibídem., págs. 39-40.

[7]              Véase el excelente libro de Pablo Sánchez, La emancipación engañosa. Una crónica transatlántica del boom (1963-1972), Alicante, Cuadernos de América sin nombre, 2009.

[8]              Recogido en Ensayos Literarios I, op. cit., pág. 1293. En adelante cito por esta edición en el propio texto.

[9]              “La novela”, conferencia de 1966, recogida en el volumen Los novelistas como críticos II (edit. Norma Klahn y Wilfrido H.Corral), México, F.C.E., 1991, págs. 344-345.