Esa noche, todos los televisores transmitieron la misma señal: en primer plano aparecía la cara de quien muchos habíamos alentado, solo que ya no sonreía con suficiencia. Mostraba cierta forma de perplejidad, como si de pronto se hubiera despertado en una tierra remota, algo hostil. Más aún cuando en la pantalla apareció Alberto Fujimori, el triunfador de las elecciones. Entre los gritos del público y los flashes, Fujimori y Vargas Llosa declararon ante la prensa nacional y extranjera, se tomaron las manos y las alzaron en señal de victoria. Pocas horas después el escritor subiría al avión que, por fin, lo llevaría de regreso a Europa, y abandonaba así a los peruanos en ese sueño que, sin que nadie lo advirtiera, ya comenzaba a convertirse en delirio. Uno de esos delirios donde todo sería posible, y que nadie sabría cómo contrarrestar, ni tan siquiera contar. Porque, según afirman, las palabras resultarían demasiado justas.

Recuerdo que subimos a la azotea con mi padre. El cielo estaba cubierto y sin estrellas, pero pudimos ver el avión haciéndose cada vez más chiquito hasta desaparecer en el horizonte. Quisimos creer que era el avión que se llevaba al escritor; sin embargo, de inmediato otro avión surcó el cielo. Y luego otro. De hecho, nos acostumbraríamos a ver aviones sobrevolar la superficie de ladrillos, montículos de arena y piedras. Parecían ballenas repletas de náufragos dispuestos a comenzar desde cero, más allá de esa humedad que oxidaba y carcomía sin descanso. Cuando bajamos de la azotea, todos dormían, no se oía ruido alguno a no ser por las voces que salían de la pantalla. El comentarista vaticinaba un gran futuro para nuestro país; por fin, habíamos elegido un presidente que, con honradez, tecnología y trabajo, nos sacaría del abismo.

Pese a las admoniciones de mi madre —había que abrir los ojos, debíamos irnos mientras fuera posible—, mi padre decidió que nos quedaríamos a dar batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No entendí muy bien a quién se refería. Tampoco busqué comprenderlo. Me preocupaba más lo que ocurría en el barrio. Finalmente, habíamos llegado a la final del campeonato interbarrial. Estábamos ansiosos por levantar la copa, que hablaran de nosotros por todas partes; eso sí, sabíamos que iba a estar tranquísima. Los de San José, nuestros rivales, habían encontrado un refuerzo inesperado. Se llamaba Perico y jugaba en los calichines de Cantolao. Lo habíamos visto jugar en la semifinal: técnico, veloz y quimboso, él solito podía ganarle a todo aquel que se le cruzara en el camino.

Si mal no recuerdo, poco después, mi padre se lanzó a la construcción del segundo y tercer piso. Sin que él se diera cuenta mi madre se acostumbró a mirarlo desde el marco de la puerta. Otra vez estaba perdido en las nubes, como ella siempre decía, algún día por fin se estrellaría. Mi padre apenas advertía sus comentarios o admoniciones. Frente a él tenía extendidos los planos de la casa, aquí estaría el cuarto de los chicos; al lado, el de ambos; acá tendríamos un jardincito, hasta una terraza en la que podríamos hacer parrilladas. En este mismo lugar, señalaba con el índice, acondicionaría su consultorio particular. ¿Se imaginaba? Por fin, podría recibir a los pacientes del barrio, del distrito, de la ciudad entera. En lugar de responderle, mi madre se daba media vuelta y regresaba a sus ocupaciones.

Conforme pasaron los días, las semanas y los meses, cedimos a esa expresión demasiado prolongada de lo provisorio: los colchones por el suelo; el bidón de agua para cocinar, lavarse las manos, evacuar el baño; los hierros desnudos y doblados que ya empezaban a enmohecerse. En el fondo sabíamos que los obreros habían dejado de venir, no tanto porque el sindicato estuviera en huelga, como por falta de pago. Nadie decía nada, dejábamos a mi padre partir cada mañana rumbo a la clínica donde trabajaba. Bajo la excusa de falta de liquidez ya no le remuneraban una parte del sueldo. Lo poco que ganaba apenas nos daba para comer y cancelar las mensualidades de los colegios. Una vez que mi padre se iba mi madre guardaba los planos en el ropero. Una película de polvo recubría la mesa. Ella se apuraba en pasarle una esponja húmeda para que pudiéramos posar nuestras tazas y cuadernos. Siempre hacíamos las tareas a última hora.

Cuando comenzó la guerra con el vecino Ecuador hacía varios días que los planos ya no salían del armario. Cada noche, frente al televisor, mi padre maldecía, qué carajos, por un miserable pedazo de tierra morirían cientos. ¿Por qué no regalábamos de una vez ese terreno a los ecuatorianos? En la pantalla, aparecía el presidente Fujimori: hablaba de valor y sacrificio. En medio de la selva más inhóspita, señalaba un mapa, indicando que se encontraban en territorio liberado de manos enemigas. Allí mismo la historia levantaría el edificio de su orgullo nacional. En el cielo oscuro los aviones Mirage sobrevolaban nuestras cabezas, haciendo sonar las alarmas de los carros, y rajaban una que otra ventana. Pero a nadie, salvo a mi padre, parecía importarle. Los comentaristas destacaban la potencia de nuestras Fuerzas Armadas, el final de la guerra era inminente, decían, el país entero celebraría una gran victoria. Mi padre estuvo de un humor de perros durante esos días, pero ya había empezado a calmarse con unos sorbos de cerveza o ron o pisco, lo que fuera. Le debían no sé cuántos meses en la clínica y cuando se le ocurrió reclamar le respondieron que no tenía más que renunciar. Y sanseacabó.

Tiempo después, perdimos otro campeonato, una vez más frente a los de San José. Diez minutos antes del final el árbitro nos anuló un gol. Después, el maldito de Perico nos metió dos. El segundo fue anotado con una clarísima mano que, como era de esperarse, el árbitro nunca vio. Ni siquiera después de que pitara ese gol nos descompusimos. Al contrario, batallamos con todo hasta que, un par de minutos antes de que terminara el partido, el árbitro se negó a cobrar un penal que me hicieron en el área chica. “Árbitro vendido, pito regalado”, saltó todo el barrio en las tribunas. Terminamos en pelea con el árbitro, el equipo contrario, el barrio de San José enterito. “¿Ya te viste la rodilla?”, dijo mi padre en el carro, con cara que no anunciaba nada bueno. No le respondí, la radio hablaba del éxito nacional en el conflicto contra el Ecuador, ahora seríamos un país no solo pacificado, sino que, también, unido. Al rato llegamos a la clínica, detrás del Palacio de Justicia. Mientras íbamos a que me hicieran la radiografía, nos dejábamos saludar por las enfermeras, administrativos y colegas de mi padre con una mezcla de estupor y distancia. No sé por qué razón mi padre me pareció uno de esos comediantes que pierden la careta en medio de la escena y frente a todos los espectadores. Quizá en ese momento, sin ser consciente, empecé a comprender muchas cosas acerca de él.

Mientras esperábamos a que me dieran de alta —fractura de rótula—, me animé a pasear por la clínica. Tendría que utilizar muletas, así que lo mejor era aprender de una vez a caminar con ellas. El médico me había prescrito varias semanas de reposo y después rehabilitación, si es que quería seguir jugando al fútbol. La verdad, nunca más volvería a jugar. Y me pregunto hasta qué punto fue determinante ese paseo que di en la clínica, aprovechando que mi padre se atareaba en cancelar la cirugía y terapias posoperatorias. Había escuchado decir que allí estaba internado Teodoro “Lolo” Fernández, el mítico cañonero, quien campeonó con Universitario, triunfó en los Bolivarianos y nos llevó a la victoria en las Olimpiadas de Berlín. Mi padre me había contado que metía unos pelotazos tan fuertes que desgarraban las redes de los arcos. Con algo de suerte encontraría su habitación al cabo de transitar por tantos pasillos y patios.

Avancé con mis muletas entre monjas y sacerdotes, enfermeros y convalecientes, por pasadizos cada vez más sombríos y olvidados. Conforme me perdía por los corredores se desvanecía la esperanza de encontrar al mítico cañonero. No obstante, por una razón que no entendía, no dejaba de seguir adelante hasta que llegué a una especie de patio detrás de otro patio, un patio vacío y húmedo, donde apenas entraba la luz y se amontonaban varios objetos que la desidia y el desdén parecían haber olvidado, sin resolverse por fin a arrojarlos. Estaba viendo las revistas y los periódicos cuando, de pronto, escuché una radio encendida. La música provenía de una habitación con la puerta entreabierta. Apenas la empujé un ruido de bisagras desvencijadas agitó lo que hubiera en la cama. Tardé unos instantes en acostumbrarme a esa penumbra. Desde lo más hondo de la cama, detrás de un plato donde reposaba una papa rellena, un señor viejísimo me clavó la mirada. No respondió a mi saludo, parecía absorto, como si estuviera en otra dimensión, un lugar sin lugar, una región sin fronteras, y no en esa habitación estrecha, con olor a sudor, remedios y naftalina. “¿Qué te pasó en la pierna?”, escuché de pronto, y vi que con un dedo, que parecía un lápiz mordido, señalaba mi rodilla.

Cuando me di cuenta, mi padre me empujaba fuera de la habitación, mientras se deshacía en disculpas.

“¿Papá, quién era ese señor?”, atiné a decir en el carro.

“Es un poeta, hijo. Se llama Emilio Adolfo Westphalen”.

El verano siguiente, mientras los del barrio partían de vacaciones a Cerro Azul, San Bartolo, o cualquier otra playa, nosotros nos quedamos en casa. Apenas recuerdo un fin de semana en Huaral, donde fuimos con la excusa de ver a la abuelita. Estaba chocha, apenas nos reconocía, pero ni así había olvidado su antipatía hacia mi padre. Esa vez fue peor que nunca, pues lo acusaba de haber malogrado la vida de su hija y sus nietos, era un bueno para nada, tenía la cabeza en otra parte. Mamá se terminaría quedando con ella los tres meses que duraban las vacaciones. Pobre abuelita, vivía sola con sus gatos, necesitaba que alguien se ocupara de ella, al menos por un tiempo. En el camino de regreso mi padre no paró de maldecir su mala suerte, jurar que pronto se desquitaría de todos, ya verían, ya verían. Apenas le hicimos caso. Detrás de la ventana, bajo un sol insoportable, desfilaba lo que quedaba de la ciudad, unos perros flacos, los vendedores ambulantes, unos niños que corrían detrás de una llanta.

De hecho casi ni vimos a mi padre durante esas semanas. Partía temprano por la mañana, dejando el olor de su colonia, y regresaba a las quinientas, cuando yo ya me había acostado. Mis hermanos apenas se dieron cuenta: aprovecharon de la inesperada libertad para jugar Súper Nintendo, alquilar motocicletas, salir en mancha a otros barrios. Según cuentan, ese fue el verano en el que aprendieron a fumar, tuvieron sus primeras borracheras, se mandaron a sus flacas. Cuando los amigos regresaron de la playa encontraron demasiados cambios, como si todos hubiesen alcanzado algo similar a la vida adulta. Todos menos yo. Al menos no de la misma manera. Esas fueron mis primeras vacaciones después de terminar la secundaria. Debía sacarles el jugo si quería pasar el examen de ingreso en la universidad. Fue entonces cuando, sin que nadie lo hubiese anticipado, otro drama detonó en la casa tras el regreso de mi madre.

Al cabo de tantos años, ya de vuelta en el Perú, me digo que muchas familias vivieron lo mismo. Lo único diferente era el desenlace. Casi siempre el joven irreflexivo termina sometido, estudia Derecho, Ingeniería, Arquitectura, cualquiera de esas carreras para un futuro promisorio. Pese a la oposición de mi mamá —desde su regreso, algo había cambiado en ella para siempre—, en mi caso no ocurrió de esa manera. Nunca podré decir que entendí la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, pero sí que tras leerla busqué la de César Vallejo, César Moro, Blanca Varela y la de muchos otros. En Lima todos sabemos que otros van a morirse/mucho antes que nosotros,/y que sus ojos en los nuestros nos dirán:/“Hasta nunca”. Inesperadamente, mi padre me apoyó en mi decisión de estudiar Literatura. Replicó a mi madre que me dejara tranquilo, esa era la carrera que él siempre había querido estudiar; al menos, uno de sus hijos la seguiría. Por lo demás, ¿alguien no debía contar, sin temor alguno, lo que habíamos sido en este país? Mi mamá le respondió que por qué demonios siempre se había empeñado en hacer lo opuesto a lo que hacían los demás. Había tenido la vida que quiso y la había arruinado, pero no tenía derecho a hacer lo mismo conmigo. Así, mi padre ganó en la penúltima pelea que tuvieron, la que selló mi destino. Tiempo después, cuando le recordé el episodio con el poeta de la clínica, mi padre se alzó de hombros, no recordaba nada de eso.

Es necesario confesar que ya nadie seguía creyendo en la casa de tres pisos. Vivíamos en algo parecido a una ruina doméstica en la que los años, el ingenio y algo parecido a la versatilidad, acumularon comodidades como un tanque de agua donde tuvo que ir la parrilla, un tendedero en lo que debió haber sido el jardín, un cuarto de estar en lo que pudo haber sido un comedor. Desde hacía mucho tiempo, habíamos armado nuestras camas, apropiándonos cada uno de un espacio que seguía siendo provisorio, pero que necesitábamos, y que, por fin, habíamos hecho nuestro. Un día, buscando lugar para mis libros universitarios abrí un viejo armario. Adentro, encontré los planos de la casa. Estaban amarillos en ciertas partes; en otras, la tinta había desaparecido. Lo que quedaba hacía pensar más en uno de esos mapas de ciudades siniestradas, enterradas por el olvido. Me llamó la atención reconocer lo que tuvo que haber sido el consultorio de mi padre, rayado con algo más que ensañamiento. También reconocer, con otra tinta, su caligrafía en una esquina: “Proyecto aplazado, aunque de inminente concretización”. ¿Todavía seguía creyendo que terminaría la casa? Al cabo de los años, mi mamá terminó por instalarse en esa habitación, sin importarle que estuviera del lado de la calle ni que fuera la más húmeda. Mis libros quedaron bien en ese armario, pese a que ahora, tras mi regreso, los haya encontrado, junto con los planos, convertidos en polvo de polillas.

Mis padres habían dejado de hablarse para lo que no fuera indispensable. Cualquiera que los hubiese visto habría creído que tantos años de matrimonio habían cristalizado en un idioma secreto, de solo dos locutores, en el que los gruñidos, los sobreentendidos, las indirectas eran más elocuentes que cualquier frase. Sin embargo era algo peor que eso. Recuerdo muy bien una tarde. Tuvo que haber sido después de que ingresara a la universidad, pues en mi recuerdo me veo leyendo un libro de Julio Ramón Ribeyro. O uno de Luis Loayza. En fin, poco importa. En mi recuerdo el teléfono suena y mi mamá responde. Se queda callada, deja entrar la voz del otro lado, en su oído, en su intimidad, allí donde nadie más tuvo que haber penetrado. Después, mi madre cuelga y la escucho sollozar, maldecir a mi padre, no tenía derecho para hacerla sufrir de esa manera, gracias a ella había sacado adelante su profesión. Cuando mi padre regresó, le reprochó sin dejarlo responder, como si de repente hubiera liberado un torrente durante mucho tiempo reprimido. Esa fue la última vez que pelearon.

Arriba, uno tras otro, seguían pasando los aviones, cargados de otros escritores, ingenieros, psicólogos, informáticos, muchos arquitectos. También familias, padres y madres que llevaban con ellos a sus hijos, en ocasiones sus padres, sin esperanza de regresar a la ciudad. De haber sido posible los peruanos se habrían ido hasta caminando; allá lejos, donde el trabajo los esperaba, las casas eran relucientes, los jardines siempre daban frutos. Podría decir que lo único que nunca cambió, a lo largo de todos esos años, fueron los aviones. En nuestro barrio, por ejemplo, los primeros en volar fueron los vecinos, los Allende. Vendieron todo antes de partir, la tienda, el carro, la casa, cada una de sus pertenencias. Primero, se había ido una de sus hijas, la Graciela, para cuidar niños y ancianos. Después, se fue la otra con el marido. Al final, quedaron los dos viejecitos esperando que alguien los recogiera. Cuando por fin ocurrió, ambos se despidieron de nosotros entre lágrimas. Tiempo después, nos llegó el parte de fallecimiento de don Gustavo. Lo enterraron no sé dónde, en España.

Otros amigos del barrio se fueron a Estados Unidos, Chile, Argentina, incluso a Ecuador. Mi padre maldijo cuando escuchó que Alberto Fujimori se presentaría por tercera vez a la presidencia. Había tomado no sé cuántos préstamos en el banco para pagar las pensiones universitarias, le debían varios meses en la clínica, los pacientes pasaban y prometían pagar más tarde, cuando no le pedían que les regalase la consulta. Con generosa resignación, mi padre aceptaba. Una y otra vez. No era culpa de ellos, sino de la barbarie en la que vivíamos y de la que nadie hablaba en la televisión, en los periódicos. Cada vez que lo escuchaba decir eso, me fijaba en las arrugas alrededor de los ojos, las canas en sus sienes, la curva de su espalda cada vez más pronunciada. Entonces, recordé su frase de “hasta que uno de los dos sea derrotado”. Quise creer que se había referido al país en el que nos había tocado vivir, al cual había declarado una guerra sin cuartel, perdida de antemano, pero de todos modos encarnizada. Cuánto me equivocaba era algo que descubriría más tarde.

No era el momento para descubrimientos sino para meterme en el vientre de otra ballena. Después de haber terminado la carrera, contra todo pronóstico, aceptaron mi inscripción en una universidad parisina. Podría continuar mis estudios en un país, una ciudad nuevos, en los cuales incluso podría ser alguien nuevo. “Aprovecha para quedarte a vivir en Europa”, me dijo mi padre esa mañana en el aeropuerto, antes de abrazarme. “Este país no tiene arreglo”, añadió antes de soltarme. “¿Qué tonterías le estás diciendo? Si para cuando regrese la casa ya estará lista”, corrigió mi madre con un tono que excluía la réplica. Sonreí por el extemporáneo intercambio de personalidades, mientras arrastraba la maleta por la zona de vuelos internacionales. Apenas despegó el avión, quise ver el techo de mi casa. No lo encontré entre tantos escombros. Me di cuenta de que Lima entera era un techo de hierros herrumbrosos y estirados al cielo, muebles despanzurrados, un sinfín de objetos que me hicieron pensar en la caligrafía de un idioma secreto. De pronto, la ciudad despareció debajo del manto de nubes, densas y blanquísimas.

Mi vida en París fue como ir a la zaga de una quimera, pero con los ojos bien abiertos. Apenas me di cuenta, ya llevaba varios meses en la capital, había cambiado de apartamento una y otra vez, así como había encontrado varios trabajitos. Uno de ellos fue el de albañil en la empresa de unos libaneses. Conocí a argelinos, turcos, marroquíes y muchos otros que llegaron a Francia por las mismas razones, aunque con distintos medios. Renovábamos apartamentos de familias francesas. Se iban un mes, nos dejaban trabajar tranquilos, en las paredes, gasfiterías y acabados. Cuando regresaban encontraban un apartamento radiante, listo para acoger una vida de hogar, con la torre Eiffel en el horizonte. Estuve un verano en ese trabajo, antes de encontrar una plaza de profesor de español en la academia donde, sin saberlo, trabajaría durante tantos años. Entretanto, defendería una tesis, así como también partiría a vivir a otras ciudades, solo para regresar de nuevo a París. Ah, también vería a Mario Vargas Llosa a lo lejos, un anochecer de verano. Grité su nombre, volteó, sonrió con su dentadura perfecta y alzó la mano tal y como recordaba haberlo visto hacer en la televisión. Luego desapareció.

Mientras tanto, en el lejano Perú ocurrieron muchos sucesos. Poco después de mi partida, Alberto Fujimori se atribuyó la victoria en una nueva elección. No duró mucho en su tercer mandato como presidente. Se descubrió que había inscrito su partido con firmas falsas. También se difundieron videos de su asesor Montesinos comprando votos de los congresistas de oposición. Mi padre me contaba que en el noticiero de la noche pasaban videos del asesor entrevistándose con políticos, futbolistas, periodistas, historiadores, abogados, empresarios, animadores de la televisión; en suma, el país entero. El punto culminante de cada entrevista era cuando entregaba fajos de dólares, entre sonrisas y abrazos. Tras el escándalo el asesor fugó en un velero, mientras que Fujimori presentó su renuncia a la presidencia por medio de un fax enviado desde Japón. Así había terminado la dictadura en mi país. Con unas cuantas letras que pretendían escamotear tantas injusticias, atrocidades y corruptelas. A pesar de las penurias que le había ocasionado, y contra todo pronóstico, mi padre era capaz de tomar las cosas con humor. “La casa estará terminada antes de que la situación en este país mejore”, dijo y ambos reíamos antes de colgar.

Al inicio regresaba al Perú cada año o dos. Después me casé. Tuve un par de hijos. Me hubiera gustado escribir que viajaba seguido con ellos para que pasaran momentos con sus abuelos. Sin embargo, ocurrió lo que debía pasar. Conocí a otra mujer, me fui un tiempo con ella, lo que duraba el sueño. A veces nos enamoramos más por prolongar una fantasía, que por la otra persona. También porque necesitamos creer que todavía es posible evadirse de la aspereza, aplazar lo inevitable. Recibí la llamada de uno de mis hermanos, poco después de que se dictara el divorcio. Mi padre se había puesto mal, le había dado un infarto. No quisieron contármelo la última vez, pero desde hacía mucho tiempo había tenido problemas de salud. Recordé que, pese a deberle muchos años de servicios, lo habían despedido de la clínica. Cuando colgué el teléfono, miré alrededor, las maletas abiertas, las botellas desperdigadas, los cuadernos desgarrados. Eso era lo único que había obtenido al cabo de tantos años en Francia.

Había transcurrido demasiado tiempo. Después de Alberto Fujimori, los peruanos habíamos tenido varios presidentes, incluso habíamos reelegido a Alan García. Emilio Adolfo Westphalen, el primer poeta que vi en mi vida, falleció en la misma clínica sin escribir más. Entretanto Mario Vargas Llosa había regresado al Perú con uno, dos, varios libros. Poco a poco los limeños dejarían de cultivar esa antipatía que se había convertido en la única manera de relacionarse con él. Es más, después de que ganara el premio Nobel, lo celebraron con excesivo orgullo. Alan García lo recibió en el aeropuerto, le colgó una medallita en la solapa, entre los flashes de los periodistas y los hurras de sus partidarios. En las fotos, ambos parecían haber olvidado esa enemistad que con minuciosa pasión se habían dedicado a mantener. Sin embargo, eso ya es literatura, forma parte de otra historia, una mitología donde existe una revancha, en la que los individuos ingresan en la historia nacional entre vítores y aplausos. Tantas palabras gastadas y vueltas a gastar sin remedio, arrojadas en un pozo silencioso y sombrío donde, en cualquier momento, estallaría un fulgor. Pero no habría nadie para verlo.

Llegué demasiado tarde. Mi padre había muerto horas antes, acompañado de mis hermanos y, desde luego, mi mamá. Lo que encontré fue un cuerpo despojado de pensamientos, afectos; de repente lleno de cicatrices. Pese al estado de su cadáver, el rostro tenía un semblante apacible. “Parece dormido”, pensé o intenté convencerme. Le tomé la mano y después no pensé en nada más. En cierta forma, había regresado a su lado y estaba seguro de que él lo sabía. Felizmente, pude apoyar a mis hermanos con los innumerables trámites necesarios para asegurar el velorio y el entierro. El día del sepelio, apareció una jovencita a quien nadie conocía. Bastó verla para que la reconociéramos y entendiéramos tantas cosas, tantos silencios, reproches y vacíos. Con voz apagada, nos contó, nos confesó que era hermana nuestra. La primera en abrirle los brazos fue mi mamá. No sería la primera sorpresa que me daría porque, contra toda expectativa, en los días sucesivos no dejaría de manifestar lo buen hombre que había sido mi padre, cuánto la había amado. Para ese entonces, ya no buscaba coherencia alguna. Además, esta no existe en el recuerdo de quienes nos fueron cercanos.

Al terminar la ceremonia les dije que regresaría a pie a casa. Uno de mis hermanos se propuso acompañarme, pero me negué. Pese a que me dolían las rodillas a causa de la humedad, necesitaba estar solo. Fue en ese momento que entendí a quién se había referido mi padre tantos años atrás con eso de que daría batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No se había referido a ninguna persona en especial, sino a algo más, algo que nunca conocimos, pero que desde el inicio sufrimos. ¿Quién ganó esa batalla? No lo sé, pero mi padre no fue derrotado. El viento sopló más fuerte, se llevó la tierra, el polvo, las briznas que se habían asentado sobre su lápida. Podía haber sido golpeado, humillado, incluso podía haber traicionado a los suyos, pero nadie lo había derrotado, eso no. Uno de los niños que merodeaba por el lugar se me acercó, ¿quería que me mantuviera limpiecita la losa? Le di unas monedas, antes de despedirme de mi viejo en su flamante casa. Y aquí dejo su historia, la historia de un héroe muy distinto a los demás, un héroe ordinario que no se encuentra en ninguna enciclopedia ni tratado, un héroe anónimo caído en el mismo combate para el que nos reclutaron a todos.