Quisiera retener dentro de mí,

en la sangre nupcial, acanalada

que me nutre y refuerza mi destino

la persistente luz que me da fuerzas,

esa luz perseguida sin descanso

durante los inacabables meses

del invierno septentrional, que sólo

para ser nube huidiza se oscurece

como si se enlutara la conciencia,

la luz avecindada en la memoria

con la embriaguez que un cuerpo

acostado en la arena, desvalido

en su pureza, causa en quien lo mira.

 

A lo lejos, la masa forestal

abraza las brillantes dunas. Pájaros

traviesos en el aire cabriolean

mientras olas de un mar

liso como la palma

de la mano dibujan en la mente

la frontera entre quien ahora soy

y aquel que todavía no te amaba.

 

Como un guante de terciopelo el sol

acaricia el fragmento de tu piel

expuesta. Está el día en su más

colmada lumbre y yo me adentro,

olvidado de mí, deshilachándome

como un cirio, en su incandescente llama

mientras bebo esas gotas de sudor

que brotan en un descuidado pliegue

cuya forma obedece al envés de tu sombra.