Europa estaba en  llamas.  Nací en 1943, lejos del frente, en las  orillas de un río de cartas: “Querido, querida... padre, madre, hijo mío, hija de mi alma, amada... ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Nos permitirá la vida volver a encontrarnos?”... En los pueblos de Europa, se oían las sirenas de alarma, rápidas y entrecortadas.  Cada fábrica tenía la suya. Se escuchaba el ruido de los aviones y se apagaban las luces. Luego, cartas, siempre el río de las cartas: “querido, querida, padre, madre, amada, hijo mío, hija de mi alma.”... y alguna que nunca llegaba.

Soy biznieto de un músico, nieto de un editor e impresor, hijo de un catedrático, descendiente de generaciones de viejos europeos que –en una época de fanatismo y violencia- vieron reducidos a escombros el esfuerzo material y moral de sus vidas. Vine al mundo en un siglo terrible –el novecento- que industrializó el asesinato en serie, creando incluso cadenas de montaje de la muerte. Nací  en medio de un bombardeo, cuando “las luces se apagan”.

Sé que, una noche, mis padres -a la hora en que escuchaban las noticias de la  BBC-  se levantaron emocionados, mirándose a los ojos, apagaron la radio, pusieron un disco en el gramófono, me cogieron en brazos y comenzaron a bailar un vals... Todavía ese momento tiene en mi memoria una luz de vísperas y, cuando pienso en él, me invade una emoción profunda. Hasta, que ya de mayor, comprendí que aquel recuerdo alegre de mi niñez tenía un significado muy concreto en el calendario de los adultos: era la fecha en que había acabado la Segunda Guerra Mundial.

Evoqué este momento en El Esnobismo de las golondrinas: “Barcelona me dio la vida, porque soy un superviviente de las viejas familias de Europa. Por una casualidad pude nacer en este rincón del Mediterráneo donde me dejaron vivir y mi infancia tiene esa luz de patio”...

Una familia de músicos

Mi bisabuelo, Gustav Wiesenthal, nació en Alsleben, a orillas del Saale, el 14 de febrero de 1835. Esta comarca había sido feudo de los príncipes de Anhalt.

El padre de Gustav era cirujano, pero también había estudiado música, por seguir una tradición que, en mi familia paterna, se remontaba a varias generaciones. Inventó un mecanismo para el pedal de los órganos que estaba inspirado en una prótesis que colocaba a sus pacientes, cuando tenían problemas en las articulaciones. Vivió en la corte de Anhalt, como sus antepasados y, aunque no fue nunca banquero ni acaudalado, podría considerarse un Hofjude; es decir, uno de aquellos judíos alemanes que habían hecho carrera al servicio de los príncipes europeos, como consejeros o ministros.

Alsleben era, entonces, una pequeña población protestante de algunos miles de habitantes que vivían, principalmente, de la construcción de barcos y del comercio de azúcar y malta. Además del comercio fluvial, algunos molinos de agua daban trabajo a la población.

Hoy, este pueblo de Sajonia, es un lugar melancólico, empobrecido por los años de comunismo que siguieron a la última guerra mundial. Alguna vez me he detenido a beber vino en una taberna y entro a rezar en la iglesia o paseo por las orillas del río, donde los árboles centenarios, las barcazas dormidas y los astilleros en ruina son lo único que queda de tiempos antiguos. Pero siento todavía emoción al pisar sus callejas empedradas, al contemplar la fachada del Rathaus o cuando me cruzo con algún campesino que viene al mercado con su carro lleno de manzanas, tirado por un pesado caballo.

En el siglo XVII se construyeron en los alrededores de Alsleben, monumentales castillos como el Bernburg Schloss, residencia de los príncipes de Anhalt y donde mis antepasados fueron maestros de capilla.

Las cortes de Anhalt no eran  muy poderosas, pero tuvieron mucha historia, porque vivían en una encrucijada estratégica del corazón de Europa. Una hija de un duque de Zerbst, llamada Sophie-Friederike-Augusta, fue emperatriz de Rusia con el nombre de Catalina la Grande; aunque no se caracterizó nunca por su amor a la música. Pero otros duques, como Leopold de Anhalt-Cöthen, se habían distinguido por su espíritu ilustrado, defendiendo el bienestar de sus súbditos y la libertad de conciencia. Y el cargo de maestro de capilla era una labor honrosa para un músico, porque  el propio Juan Sebastian Bach había desempeñado este cargo en uno de estos castillos.

El trabajo de los músicos de la corte era bastante rutinario. Una legión de damas de honor, gentilhombres, chambelanes, monteros mayores, intendentes de capilla, músicos, preceptores, maestros de danza, lacayos y gobernantas rodeaban a los príncipes. Y la música no era una actividad muy lucrativa, pero estaba bien considerada porque los músicos de Sajonia se habían agrupado ya desde 1653 en un “Colegio de Instrumentistas”, lo que les diferenciaba de muchos pobres ministriles (Kunstpfeifer) que llevaban una vida casi vagabunda, tocando la cornamusa y la lira en las fiestas. Por eso mis antepasados pudieron fundar una familia estable, educar a sus hijos y convertirlos en honestos maestros de música, enseñándoles además la técnica de la construcción de violines y órganos.

Cuando me asomo a las ventanas del castillo de Bernburg y contemplo las aguas plateadas del Saale, me emociono todavía pensando cuántos sueños dejaron en este castillo los músicos de mi familia.

De generación en generación, mis antepasados mantuvieron su tradición musical, hasta los años del siglo XIX en que nació mi bisabuelo Gustav. Naturalmente su padre decidió que se dedicaría a la música, actividad en la que también se habían distinguido los Mendelssohn, emparentados con  la familia.

¡Salve!, por algo se empieza

Aunque llegué cuando se apagaban las luces, la suerte no me hizo nacer entre ruinas. Nací en Barcelona, en una bella casa modernista de la Gran Vía 658.  Mi padre la había elegido porque estaba muy cerca de la Escuela de Comercio, institución de la que era entonces Director. Verdadero coleccionista de títulos académicos, había ganado su primera cátedra en 1916, ejerciendo luego el profesorado en la Escuela de Comercio de Las Palmas, en el Instituto Columela de Cádiz, en Berlín (donde vivió becado por la Institución Libre de Ensañanza), en Barcelona, en la Facultad de Medicina de Cádiz y en la Escuela Diplomática de Madrid.

Mi padre era madrileño, ya que fue en la capital de España donde se instaló mi abuelo cuando vino de Hamburgo en 1886. Pero sentía una devoción especial por Barcelona, donde encontraba un ambiente cultural de su agrado, muy abierto entonces a las influencias europeas y, también, independiente e industrioso como el de las viejas ciudades hanseáticas del Norte de Alemania donde habían vivido nuestros antepasados. Por eso, en 1942, recién casado con mi madre, se trasladó a Barcelona.

La casa donde nací tiene una alegre fachada con azulejos y barrocas labores de forja, que me recuerda el estilo de algunos palacetes sevillanos, quizás porque las dos ciudades compartieron los elementos decorativos mediterráneos que estaban de moda en los años de la Exposición Universal de 1929. Todavía conserva en el zaguán algunos muebles originales, además de los vidrios emplomados de las ventanas y de una bella escalera en la que destaca un trovador que sostiene en la mano una bandera con la inscripción Salve.

Cuando visité por primera vez la casa de Goethe en Weimar y vi escrita, en el umbral de la puerta, la palabra Salve, me sentí un elegido; vecino de los dioses del Olimpo. Más o menos, como aquel advenedizo que presumía de sus relaciones con el Rey.

- Tenemos el mismo peluquero -explicó a unos amigos.

J´aime Wiesenthal… Et mois aussi, Madame

Me bautizaron en la Colegiata de Santa Anna, en el corazón de la Barcelona antigua. Y me dieron los nombres de Mauricio, por mi abuelo paterno, Daniel, por mi abuelo materno, y Jaime, porque alguno de los invitados pensó que  haría honor a este nombre medieval: Jaume de Valldeprat (esto significa Wiesenthal), trobador reial, mestre de fin´amor, cavaller de la Sainte Chandelle... Si uno pudiese escribir su biografía en una lápida, esta sería mi lauda. 

He utilizado alguna vez este nombre, Jaime, porque me parece romántico; sobre todo, desde que un día me hicieron una entrevista en Francia y la locutora, cometiendo  un delicioso despiste, me llamó “J´aime Wiesenthal”... (Et moi, je vous aime aussi, Madame, respondí  para ser cortés)

El primitivo Monasterio de Santa Ana fue edificado en la Edad Media por los caballeros de la Orden del Santo Sepulcro. Es una lástima que, en los incendios de la guerra civil, perdiese muchos de sus retablos y altares, aunque conserva todavía su bellísimo claustro, con dos pisos de arcadas.

Voy a menudo a esta romántica iglesia donde nací al milagro de la esperanza y del amor. No sé si los misterios de fe admiten una explicación racional; pero, cuando me acerco a la vieja pila bautismal, experimento todavía una sensación de salud y de frescor. Me gusta pasear por el claustro, contemplando sus fustes elegantes que reciben una luz mística a través de la fronda de naranjos y palmeras. A finales de primavera, las magnolias de hojas verdes y brillantes, abren sus grandes flores blancas. Es la época ideal para escuchar el canto de la fuente que deja caer sus lágrimas cansinas sobre el viejo pozo medieval de piedra. Alguna vez me contaron que mi romántica y piadosa bisabuela Amalia von Halle era capaz de identificar el sonido del órgano en cada iglesia de Hamburgo. Me gusta tanto el sonido de las fuentes que, con los años, me fui acostumbrando a distinguir las que tienen la lágrima sentimental y romántica, de los surtidores rientes y alegres; al igual que hay fuentes piadosas que murmuran rosarios lentos, o algunas que zumban como abejas en el calor de la siesta y otras que cantan en el silencio de la madrugada, como las esclavas de Las mil y una noches.

El tango celos

En la galería de mi  casa, en el Ensanche de Barcelona, se oía el tango Celos. No sé por qué ese tango tiene una presencia recurrente y misteriosa en mi vida. Me acompaña desde mi infancia, como una de las canciones que recuerdo de la cuna. Mis amigos no saben tampoco cómo explicar este fenómeno. Pero basta que yo entre en el salón de un barco o que me acerque al piano de un hotel para que comience a sonar el tango Celos. Me ha acompañado mil veces en mis travesías del Atlántico, en el Queen Elizabeth, en el Galileo Galilei, en el Costa Classica, en el Brilliance of the Seas... Me trae el recuerdo del Hotel Bristol de Salzburg, donde lo interpretaba Bobby, el pianista. Lo he oído mientras escribía -melancólico y solitario- en el Café Tortoni de Buenos Aires. Y me ha seguido en el Park Oteli de Estambul, en el Quisisana de Capri, en los cafés de Venecia, en las pensiones de mi época de estudiante o en los garitos del puerto de Argel. Sonaba en los años cuarenta en los patios abiertos, en mi casa de la Gran Vía de Barcelona. Quizá lo bailaban mis padres cuando se abrazaban en casa y se dejaban llevar por la alegría y la pasión de los primeros años de casados. Se oía en las radios de la posguerra, en los viejos gramófonos de la Voz de su Amo, en los bailes de las verbenas y en las habitaciones de las criadas, que olían a manzanas de pueblo y a carmín de labios.

Más tarde en Cádiz, donde pasé mi adolescencia, se vivía mucho al ritmo de América. Delante de mi casa gaditana había muerto en 1845 el primer presidente argentino,  Bernardino Ribadavia. Unas calles más allá había nacido, en 1732, José Celestino Mutis, el gran botánico que descubrió la quina.  No se podía vivir en Cádiz sin sentirse en América.

El tango Celos sonaba también en los cafés del puerto, donde los jóvenes que emigraban a  Argentina, en busca de fortuna, se despedían de sus madres o de sus novias. Y el tango Celos  se oía en las ventanas abiertas, en las noches cálidas, en el último adiós de las orquestas de los barcos que se llevaban a tantos europeos –españoles, judíos alemanes, italianos- hacia la incógnita del futuro en el Nuevo Mundo.

Mi  madre, un bazar  y una perla gris

En el barrio barcelonés donde nací había muchos almacenes de tela, algunos tan espectaculares como el magnífico taller de la familia Calvet, diseñado por Gaudí, que luego se convirtió en restaurante. Esta inmensa nave, recubierta de azulejos, conserva sus oficinas, compartimentadas por mamparas modernistas de madera y cristal. Y todavía sobreviven en los alrededores de mi casa algunos depósitos de venta al por mayor, donde se apilan piezas de tela de mil calidades y colores.

Quizás este entorno explica mi gusto por las telas, ya que siento un placer casi morboso al desplegarlas, al observar la caída natural de una corbata, al pasar mis dedos por las texturas de los diferentes tejidos y al contemplar sus colores. Más tarde fui reprimiendo este gusto, porque nací en una época triste en la que los muchachos no podíamos mostrar afición por las telas y las fruslerías sin levantar sospechas de ambigüedad. Lamento que entonces me importase. Ahora ya he aprendido que es mejor contarse entre los perseguidos que formar parte de los perseguidores.

Mi madre tenía la costumbre de llevarme de compras con ella. Recuerdo un establecimiento que se llamaba Santa Eulalia, donde nos atendía un dependiente que manejaba las piezas de tela con una habilidad extraordinaria, desplegándolas y plegándolas para resaltar las texturas, mostrando los colores a la luz del sol para observar mejor los reflejos y matices, acariciando el tejido para sentir su cuerpo, su volumen y su calidad. Era un poco amanerado en sus gestos y, a veces, lanzaba al aire las telas, como los toreros cuando manejan su capote. Pero mi madre, cómodamente sentada -porque entonces los dependientes ofrecían asiento a sus clientes- se hacía mostrar diferentes tejidos: estampados, sedas, tafetanes, rasos, terciopelos... hasta elegir el que le parecía más adecuado. Y yo disfrutaba contemplando aquel espectáculo, mucho más que si me hubiesen llevado a un museo.

Yo era todavía muy pequeño; pero uno aprende a conocer un aspecto diferente de las mujeres cuando las acompaña a comprar. Sólo entonces se vuelven como son: brillantes, intuitivas, caprichosas, imprevisibles. Y si mi madre parecía más bien distante y fría, debo decir que, en el primer sueño de mi infancia, la veo comprándose una perla gris en un bazar oriental.

A orillas del Deva

El bellísimo río Deva fluye entre Asturias y Cantabria, las dos regiones del Norte de España donde vivían mis dos ramas familiares maternas. A veces he recorrido este río, siempre con ánimo romántico, pensando que los ríos unen los pueblos, las tierras e, incluso, las vidas humanas; de la misma forma que este Deva fue, para mis antepasados, una  “avenida nupcial”.

Las familias de cristianos viejos de Asturias y de Santander tienen a gala conocer todos los nombres de su saga. Mis antepasados maternos provenían de estas familias de humildes campesinos y pequeños ganaderos. Por eso nuestra madre y nuestras tías repetían de memoria una retahíla de apellidos (Escandón, Alles, Merodio, Bada, Lamadrid) que me parecieron siempre muy divertidos.

Un día dibujé un caballero cruzado con un escudo de plata en el que aparecía una hormiga en oro. Pero mi abuela me hizo cambiar el animal heráldico por el águila coronada en oro que trae el escudo de los Bada. Y luego me hizo dibujar el de los Merodio, con un león rampante que yo creo que me salió “reptante”, porque me costaba mucho pintarlo. Pero lo peor era cuando me hacía dibujar el escudo de los Conde con sus cabezas de dragones. Le gustaba que me aprendiese los nombres de mis antepasados y disfrutaba mucho cuando le hacíamos preguntas sobre estos temas:

- ¿Quién era aquel marqués que llevaba en el escudo el mote “Mis obras, no mis abuelos, me habrán de  llevar al cielo”?

- Este es el lema de los Cossío. Pero a mí me gusta más el de los Rada “Si más quisiera más subiera”

- O sea, descendientes de don Pedro de Cossio y Mier

- Hijo, no se llamaba don Pedro, sino don Agapito Alejandro (no sé por qué nuestros antepasados tenían siempre nombres griegos, como si hubiesen nacido en Candia) Y era Maestre de Campo de los Reales Ejércitos.

Yo aparentaba estar muy interesado.

- ¿Y por él le pusieron Agapito a tu hermano, abuela? No, hijo, no: tienes que aprenderte mejor la historia de nuestra familia. Mi hermano se llama así, por otro antepasado más antiguo, que fue obispo y se murió de un cólico, diciendo Misa; porque le gustaban mucho los melones y, el pobre, comió demasiados en la sacristía, rociándolos con vino de consagrar.  

Estaban orgullosos de ser descendientes de la dinastía Mier; al parecer, noble y respetable entre las de aquella región de Peñamellera Baja. Y me hizo aprender el lema de la familia, escrito en letras de sable sobre plata: “Adelante el de Mier por más valer”. Aunque uno de mis tíos abuelos, que fue magistrado en México, tuvo que soportar pesadas bromas cuando sus enemigos escribieron en la fachada de su palacio “La gloria que Mier tiene, es la gloria que Mier da.”

Se ve que ésta afrenta motivó tanto a la familia, que uno de sus descendientes se distinguió luchando en favor de la independencia de México, derrotando en Puebla con un puñado de hombres a un numeroso ejército español; o, al menos, así me lo contaron cuando me enseñaron el monumento que tiene en Ciudad de México. Pero me complace pensar que algunos de mis antepasados españoles se adelantaran a Lord Byron o Che Guevara en la lucha contra el colonialismo.

Mi abuela estaba también orgullosa de su origen hidalgo, porque estos naturales de la Liébana, en la antigua Merindad de las Asturias de Santillana,  tienen a gala haber mantenido sus linajes; aunque haya sido a costa de casarse frecuentemente entre ellos. Fueron siempre un feudo de realengo y no tuvieron más señor que el Rey, tradición que nuestra abuela relataba como quien posee un ducado.

- Marqués o duque puede hacer el rey a quien quiera –le oí decir más tarde a un pariente- pero hidalgo se es por nacimiento.

A mí estas cosas me sonaban muy raras, porque me parecían racistas, como si la sangre sirviese para algo más que hacer morcillas. Pero mi abuela estaba orgullosa de ser descendiente de una antigua familia que había dado algunos personajes en la historia de España, como un arquitecto que colaboró en la construcción de las catedrales de Málaga y Granada, además de un administrador de Fernando VII que fue pintado por Goya.

La conocí con el pelo totalmente blanco, recogido en un moño. Tenía unas manos finas y blancas, que a mí me gustaba besarle, y era bastante alta para una mujer de la época, con un aspecto interesante y noble. Era muy guapa -incluso ya en edad bien avanzada-  y yo disfrutaba observándola cuando leía o hacía solitarios, admirando el elegante movimiento de sus dedos al pasar las hojas o al deslizarse sobre sobre los naipes satinados.

La veo rodeada de flores; porque volvía a casa siempre con un ramo y llenaba las habitaciones de azucenas o rosas, claveles o lo que encontraba en el mercado. Pero también hacía muy buenos pasteles y confituras. Se despertaba muy temprano y, cuando siendo muy niño me despertaba con la primera luz, me iba a su dormitorio, entreabría la puerta con cuidado para no hacer ruido, me acercaba a su inmensa cama de caoba y saltaba sobre su blando colchón de plumas, porque me sonreía y me acariciaba, hasta que volvía a quedarme dormido.

Cuando estaba en Cantabria, como tenía algunas tierras y cabezas de ganado, hacía también mantequilla y quesos. La mantequilla que nos enviaba a casa, venía en forma de rulos, envuelta en hojas, y tenía un sabor cremoso y avellanado que nunca he encontrado en las marcas industriales.

Mi niania Lisa

Los rusos llaman niania a la nodriza. Y mi tante Lola –siempre fiel a sus recuerdos de Rusia- me acostumbró a llamar niania a la muchacha que se ocupaba de mí. A Lisa, mi niania, le gustaba mucho enseñarme las costumbres de Cataluña, porque quería convertirme en un buen catalán.  Y en Corpus me llevaba a la Catedral para que viese las ocas del claustro y  l´ou com balla (el huevo que baila).  Me fascinaba ver cómo un huevo, colocado en lo alto de un surtidor, saltaba sobre las aguas.

Un Domingo de Ramos, Lisa me regaló un palmón para que cumpliese otro ritual de todos los niños catalanes. Me compraron caramelos y pequeños juguetes para que lo adornara. Muy ilusionada, Lisa me llevó a la catedral para que golpease el suelo con mi enorme palmón y gritase con los otros niños: Obriu, obriu que volem entrar¡

Otro día de la Semana Santa me llevó a los Oficios de Tinieblas, que era la ceremonia más larga, fúnebre y aburrida que imaginarse pueda. En esos días pascuales, las familias más piadosas evitaban toda manifestación de alegría. Cesaban las representaciones de teatro y de cine, al que igual que otros espectáculos. Ni áun se respetaba la espléndida fuerza expresiva de la imaginería del barroco español, ya que los altares aparecían cubiertos de crespones y velos morados. Desde el Jueves Santo no se oía ya el clamoreo alegre de las campanas; silencio que me producía una sensación de tristeza y de vacío. Es justo decir que,  en algunos templos, se cantaban responsorios y motetes muy bellos. Pero el vivo toque de las campanas se sustituía por el seco sonido de las matracas, que también llaman en Cataluña brajoles o tenebres. Y, durante los oficios, hacían sonar estas carracas de madera que producían un horrible estridor y alboroto en la iglesia. Nunca he comprendido bien esta forma de expresar el dolor y  prefiero las campanillas y los cascabeles dulcísimos de la Misa de Resurrección en la Pascua Rusa. Pero el caso es que Felisa me dio una carraca para que yo participase en el escándalo de las Tinieblas, como hacían todos los niños. A esto lo llamaban matar jueus (matar judíos) utilizando una sádica expresión que, desde la Edad Media, se había mantenido en la tradición inquisitorial más antisemita. La ceremonia se prolongó más de la cuenta y llegamos a casa tarde.

Nuestro padre, que era muy inflexible en cuestiones de puntualidad, nos esperaba en la puerta, inquieto, con el sombrero y los guantes en la mano, dispuesto a salir a buscarnos.

-¿Qué ha ocurrido, Lisa? –preguntó, muy serio, cuando nos vio llegar

- Perdón señor -dijo ella, muy compungida-. Venimos de los Oficios.

Y entonces, intentando disculpar a la pobre mujer,  intervine yo con la mayor ingenuidad  y a destiempo.

- ¡Papá,  la niana me ha llevado a matar jueus!

Un recuerdo de infancia

Mi padre se casó con más de cincuenta años –mi madre era alumna suya- y pertenecía, por lo tanto, a una generación anterior a la que, normalmente, me habría correspondido. Casi todos los padres de mis amigos habían nacido en las dos primeras décadas del siglo XX y vivieron su juventud en los años del fascismo; mientras que mi padre alcanzó todavía a ver el fin del siglo XIX y fue joven en la belle époque. Pero, además, formaba parte de una clase intelectual, difícil de integrar en lo que ahora llaman burguesía. Antes que el dinero apreciaba el buen gusto, hasta el extremo que le he visto marcharse de muchos espectáculos que no consideraba estéticos, lo mismo que rechazaba la habitación del hotel más lujoso si la decoración no era de su gusto. “Soy incapaz de dormir en esta cama de diseño sádico”, me dijo un día en Munich, mientras ordenaba que le bajasen las maletas y nos marchábamos a un hotel más modesto.

Viajar con mi padre era una experiencia inolvidable, mucho mejor que la que puede ofrecer cualquier guía, ya que conocía todos los rincones interesantes de la vieja Europa, pero de una forma directa y viva. Era un hombre de extraordinaria cultura, entendido lo mismo en historia que en arte, en antigüedades y en literatura, en ópera y en ballet. Pero no era un erudito, sino un connaisseur que tenía estas aficiones y disfrutaba con ellas, porque formaban parte de su vida cotidiana; ya que un destino afortunado le había permitido viajar por diferentes países y llevar una vida plena, entre amigos de gran valía, rodeado siempre sus cuadros, sus esculturas, las obras de arte que tanto apreciaba y sus libros. Quiso que mi hermano y yo heredásemos estos gustos humanistas y no escatimaba nada para comunicarnos ese esprit. Yo apenas tenía cuatro o cinco años y ya había visitado con él la tumba de Serge Diághilev en Venecia. He recordado ese momento en otros libros míos (Libro de Réquiems y El esnobismo de las golondrinas)

“En el muelle de las Fondamente Nuove me parece ver todavía a mi padre cuando me llevaba hacia San Michele para dejar unas flores en la tumba de Diághilev. Recuerdo que las postales de amaneceres que comprábamos entonces estaban coloreadas en tonos rosas, igual que los polvos que se aplicaba mi madre, muy discretamente, en sus mejillas pálidas. En mis oídos suena todavía una música lenta que, como el bogar de la góndola,  me hace pensar en Satie. Y veo la laguna convertida en una acuarela de Turner”.

También mi padre y mis tíos hablaban a menudo de Diághilev, dejándome una imagen imborrable de este ruso desordenado y genial, glotón, despilfarrador y fantástico, aparatoso en su forma de vestir -siempre envuelto en su abrigo de pieles- y excéntrico, incluso cuando comía bombones sin quitarse los guantes blancos.

No olvido ni olvidaré jamás esta experiencia de infancia. Me impresionó aquella isla de los muertos, jardín de cipreses en medio de la brumosa laguna, donde las almas rusas deben vagar con melancolía, buscando los lejanos abedules del descanso eterno. No sospechaba yo entonces que, años más tarde, se enterraría allí mismo otro personaje al que conocí, por azar, en mis años de peregrinaje: Igor Stravinsky.

Mi padre vestía a la inglesa, con tejidos de colores; pero sus amigos, vestidos de gris y negro,  eran hombres de gusto serio, difíciles, con una cultura enciclopédica y, no obstante, modestos hasta el exceso. Sus discretas señoras llevaban pocos diamantes y más astracán que visón. Pero hablaban de Venecia y de Viena, mientras ellos contaban cómo habían conocido a Rubén Darío en Madrid, o cómo habían encontrado a Gabriele d´Annunzio y a Eleonora Duse en el Cafe Pedrocchi de Padova. El pintor Francisco Prieto, que presumía de conocer a todos los gitanos que pelaban burros y que le servían de modelos, se habría avergonzado de estrechar la mano a los personajillos que hoy llaman beautiful people. Así fue mi educación, más propia de la belle époque que de los tiempos bárbaros que me tocó vivir y que se abatieron, como una tormenta, sobre la cultura europea. Por eso mi mundo cultural pertenece al pasado. Y, cuando entré en el baile,  se apagaron las luces.

Los cupones de racionamiento

Ni en España –recién salida de la guerra civil- ni en el resto de Europa se vivía entre riquezas, ni siquiera las familias privilegiadas como la mía que podíamos permitirnos viajar porque, además, teníamos familia y amigos en otros lugares de Europa. Recuerdo los carteles de la Amerikahilfe (la ayuda americana) en Austria, en los que se veían hogazas de pan negro. Tampoco olvido las manifestaciones populares en los días helados de invierno porque faltaba el carbón, los mercados en los que una coliflor costaba más que una camelia,  los cupones de racionamiento en Alemania y en Suiza, o la seriedad con que mi padre me hacía ver un periódico con la imagen terrible de los pasajeros judíos del Exodus a los que no dejaban desembarcar. He hecho muchas veces mis primeras tareas colegiales a la luz de una vela, porque había restricciones cada tarde. Me acuerdo también de que, cuando era pequeño, en todos los trenes y en las estaciones de Suiza, había carteles que advertían de los cortes de energía.

“No toques eso que se rompe” es una frase que marcó mi infancia, porque mi madre y las personas que se ocupaban de educarme la repetían a menudo. No había repuesto para casi nada y todo había que conservarlo con cuidado.

Te deshojé como una rosa,
para verte tu alma,
y no la vi.
Mas todo en torno
-horizontes de tierra y de mares-,
todo, hasta el infinito,
se colmó de una esencia
inmensa y viva.

Así habló de la rosa Juan Ramón Jiménez, pero al final, para no romperla, para no deshojarla, para no perderla, dijo en un verso maravilloso: “No lo toques ya más que así es la rosa”.

Aprendí que las cosas hay que conservarlas y que las luces se apagan y las palabras se pierden y no hay que romper las rosas… Siendo un niño, cuando mis padres me llevaban desde Suiza a Alemania, he visto a mi vieja Europa asolada y reducida a escombros.

Tenía yo cinco años y, en una calle en ruinas de un pueblo alemán,  vi una muñeca rota que colgaba de una ventana, en una de las pocas paredes que se mantenían en pie. Aquella Magdalena despeinada era todo cuanto quedaba de la infancia de una niña. Recuerdo bien que era una muñeca azul, porque en Alemania se vestía a las niñas de azul y a los niños de rojo. Yo he sido un niño vestido de rojo. Pero todavía para mí todas las niñas tristes, cuando juegan solas en los patios o se asoman a una ventana, son azules.

Aquel día me prometí a mí mismo que lucharía por reconstruir aquellas vidas, levantando sobre sus ruinas el único mundo que estaba en mis manos recomponer con mis rudimentarias herramientas de artesano: el mundo de la memoria. Porque nuestra cultura europea, desde Vermeer, fue la cultura de los interiores: las habitaciones con una vidriera emplomada por la que se devanan los rayos de luz, la cuna de encajes donde duerme una niña azul en el rincón silencioso donde vuela una mosca, o ese ángulo de la cocina donde una abuela lee una carta. Fue en esa luz de interior donde la memoria del mundo antiguo se transformó en los ideales de la Edad Media y los ideales medievales se transformaron en los deseos del Renacimiento.

Ese es el Camino de Iniciación –podríamos llamarlo Vía de la Memoria- que recorrí, a pie o en bicicleta, cuando seguía el cauce de los ríos y me detenía en las ciudades del Danubio, del Duero o del Ródano para indagar qué era Europa. Creo que nuestros estudiantes deberían conocer, primero que nada, el mapa físico de nuestra cultura. Se aprenden cosas sutiles al ver que nuestros pueblos están unidos por pequeños caminos, por tierras cultivadas, por granjas, por puentes, por iglesias con torres que dan las horas con un carillón para que puedan oírse en todo un valle; o sea que somos un continente civilizado por el trabajo, por la presencia humana, por las enseñanzas del sabio Quirón que nos adiestró para vivir en la Naturaleza sin profanarla –usándola con los respetos de la  Cultura-  y nos hizo comprender con su ejemplo que la sabiduría  es un centauro que necesita  fuerza  de caballo y cabeza de hombre.

Pero las dos guerras, al devastar nuestras ciudades y desahuciarnos de nuestras habitaciones, nos expropiaron también nuestra Weltanschauung: nuestra visión particular del mundo.

Max Weber había advertido ya desde Munich en uno de sus discursos pacifistas de 1918 que la caída de Europa en la brutalidad de la Primera Guerra significaba el fracaso de los saberes europeos y de que corríamos el peligro de convertirnos, a partir de ese momento, en una provincia de los Estados Unidos y de su forma informal,  y práctica de educar a los jóvenes.  Weber adivinaba ya entonces que, en el futuro, iba a ser muy difícil mantener la paideia europea, porque las secuelas de la  guerra nos llevarían a perder la idea de que disponer de una “clase intelectual” es más importante que formar “una clase económica”.

Desgraciadamente, vino luego una Segunda Guerra que acabó con lo que quedaba del saber europeo, arrastrando en un enorme tsunami a Hegel y a Nietzsche, a Kant y a Spinoza, a Voltaire y a Hume. Europa tuvo que reconstruirse con el plan Marshall, bajo la generosidad y la tutela americanas. Y nuestros propios tutores se encargaron de explicarnos que debíamos renunciar a nuestras utopías filosóficas y a nuestra melancolía de la memoria para aceptar las lecciones del mundo práctico, fortaleciendo nuestra economía y nuestra democracia. A nadie le interesaba mantener las peculiaridades de nuestra cultura. Y, desde entonces, Europa comenzó a ser mirada con la simple curiosidad de un enorme museo. Era, además, difícil recuperar a nuestros viejos maestros porque se les acusaba del fracaso europeo, tanto desde el mundo capitalista como desde el comunismo soviético.

No me importa confesarlo. En mi juventud he sido tan cándido que pensé que podía reconstruirlo todo. Pensaría exactamente lo mismo si hubiese nacido en Hiroshima. Pero, en vez de estas memorias, escribiría simplemente un waka: “Muchachas, no os riáis del pájaro que canta en la rama nevada creyendo que la primavera ha florecido en vuestros kimonos”. Y depositaría, mis versos, a los pies del  gingko milenario que sobrevivió a la bomba. 

Pero no escribo en japonés y se me hacen cortas las treinta y una sílabas para contarlo todo. Por eso, en medio de nuestras ciudades destruidas, me prometí que dedicaría mi vida a recomponer la memoria de Europa: encender las luces, quitar los cascotes de los bombardeos, remendar y limpiar las alfombras, reconstruir los tejados y las torres de las iglesias para que volviesen a repicar las campanas, arreglar los muebles, rotular las calles con los nombres de nuestros artistas, nuestros científicos y nuestros pensadores –Camino de Juan de la Cruz, Avenida de Mozart, Plazoleta del Himno de la Alegría, Ribera de los Artesanos, Torre de Garcilaso de la Vega, Callejón de la Lógica-  y levantar, al final –al doblar de una esquina- una capilla con la imagen de Nuestra Señora que fue la madre de nuestra cultura medieval caballeresca y a la que yo llamaría: Nuestra Madre de la Memoria.

Es fácil imaginarse que mi labor estaba condenada, en buena parte, al fracaso. Pero no hay tarea más bella que la del artesano que canta en la jaula de sus labores sin darse cuenta de que se le va la vida. Uno trabaja con fe cuando piensa que la labor de cada día sirve para que las cosas no mueran, para vencer la muerte, para gritarle a mi vieja Europa desfallecida, las palabras mágicas que  Jesús le dijo a la bella durmiente: Talyathá qumi ¡muchacha, levántate!

Prounciad en voz alta el conjuro de Jesús, porque las palabras de las lenguas muertas tienden a esconderse en las ruinas de la polisemia pero recuperan su energía y su valor mágico cuando el filólogo encuentra su pronunciación exacta: Taliatá qumi, taliatá pronunciado al modo dialectal de los galileos que hablaban con acento llano y  no aspiraba las haches… Eso es, Taliatá qumi, no taliathá...

La fantasía, antes que la memoria

A veces, jugaba con mis primas en el Turó Parc, un romántico y pequeño jardín que estaba cerca de su casa. Es un parque umbroso y húmedo, donde las flores espléndidas de la primavera aparecen como pájaros exóticos entre senderos cubiertos de plumón verdoso. Pero, como me criaba solo, me había inventado muchas fantasías de niño solitario. Vivía rodeado de personajes y animales de ficción. Y disfrutaba considerándome un duende que solo tenía apariencia, pero no una vida real. Esto me daba grandes poderes, sobre todo cuando quería aislarme en mi mundo interior. Aunque ya solo conservo una mínima parte de esa fuerza, mi capacidad de aislamiento y de autismo, ha sido siempre la mejor de mis cualidades, como nos ocurre a todos los idiotas.

Tenía la costumbre de ponerle un nombre a todo lo que tocaban mis manos, aunque  fuese un mueble, un trozo de tierra o a cualquier gato o perro que pudiese acariciar. Cuando me llevaban al parque me había hecho mentalmente un mapa a escala ficticia de todos los accidentes de terreno, que yo calificaba como montañas, ríos y lagos; y estos últimos cambiaban según los charcos que formaba el agua de lluvia. Unos nenúfares en un estanque de agua oscura eran, para mi fantasía, un mundo encantado.

Mi padre me contaba que el Zoológico de Hamburgo era mucho más grande que todos los parques que yo conocía, tan grande que allí habitaban las tribus “negras” de Africa y construían sus poblados entre los animales salvajes. Jugando en la Plaza de Cataluña había descubierto una hormiga grande a la que puse enseguida el nombre de  Reina de las Hormigas.

Siempre he tenido esta imaginación inquieta y, desde que era muy pequeño, he vivido rodeado de mis propias fabulaciones, convencido de que los violines son siempre mágicos y suenan mejor cuando tienen leyendas ocultas que contar, o de que las cosas rotas –a condición de que sean obras de arte- pueden recomponerse solas si uno las conserva como obras inacabadas... Me gustan las cosas usadas y no me importa comprar en una subasta un ángel de biscuit si es bello, aunque le falte un dedo; quizás porque creo que no solo hay personas pobres sino también objetos necesitados... Ciertos errores, no todos, me despiertan las ganas de amar; como si Dios me hubiese hecho coleccionista de faltas. Quizás esta es la razón de que, a lo largo de mi vida,  haya amado siempre más a la gente imaginativa y fantasiosa, que a las personas inteligentes; porque la fantasía me parece lo único original e inimitable que queda en el mundo.

 

(Este texto inédito es un extracto, realizado por el propio autor, de su libro de memorias Llegar cuando las luces se apagan.  El autor hizo una  impresión  privada para su familia  y no ha querido darlo nunca a la edición, excepto este fragmento que ahora publicamos).