La cartera vertiginosa

También había habido un inglés. El idilio no duró mucho, apenas diez días, y la ruptura volvió a ser una decisión dolorosa, que la hizo sentir una vez más el carácter efímero de sus afectos, la imposibilidad de cumplir algún día esos vagos ensueños de estabilidad sentimental que de hecho no dejaban de acompañarla. “He nacido para ser amante”, le decía, como dándole a entender que su vida amorosa sólo podía consistir en esa entrega fulminante y ciega, en ese aturdimiento del corazón, y en esa tristeza no menos reiterada y feraz. Que todos sus amores estaban sujetos al capricho, al albur de los encuentros y de los días, que era como si viviera en un mundo móvil, donde todo -como sucedía en los viajes en barco, en los cambios de turno de las fábricas, en las páginas de los periódicos y en las competiciones olímpicas- se sometía a esa mudanza inmisericorde de los seres y de las cosas.

 

Con el inglesito había pasado eso mismo. Le había acosado desde el primer momento, durante semanas, fascinada por su desamparo, por esa presencia dubitativa, esa confusa expectación, tan propia de los hombres en tierras extrañas, y finalmente, al lograr su propósito, todo se había revelado un fracaso más. Tal vez por eso le había quedado una terrible propensión a meterse con él. A adoptar posturas de desafío, de estricta venganza, como si aún le estuviera reprochando el que ese amor hubiera venido a coincidir con los otros, la sinrazón a que se habían visto reducidos de nuevo todos sus sueños.

 

Un día le conoció en un bar. Estaban juntos y ella se levantó de la mesa para saludarle. La miró largamente mientras lo hacía. Le gustaba preguntarse por ese misterio de su presencia tan real. El misterio de su adaptabilidad, de esa capacidad tan suya para moverse por aquellos lugares, como si fueran su medio natural, y a la vez el de su extrañeza, el sentimiento de que sólo estaba allí de paso, preparándose para otra cosa, de que no podía saberse quién era de verdad, lo que hacía allí, cuáles eran sus verdaderos deseos.

 

Al volver a su lado ella se lo dijo. “Es el inglesito”. Le observó atentamente y no le gustó. Le pareció afectado, levemente histérico, con ese calculado desarreglo que siempre le había parecido un signo de mediocridad. Naturalmente, celoso como estaba de su presencia, no se calló lo que pensaba. Ella se limitó a encogerse de hombros, levemente ofendida, como poniendo en duda que él pudiera opinar en una materia en la que indudablemente le faltaba experiencia. De pronto, y señalándole el grupo de chicas que le acompañaba, cuatro o cinco, que efectivamente le miraban y seguían embelesadas sus bromas, como un pequeño gallinero portátil, sentenció displicente. “Pues arrasa”.

 

Luego empezó a verle. No vivía muy lejos de su casa, y se le encontraba con frecuencia, llevando una larga gabardina y una cartera de cuero. Se desplazaba a una velocidad prodigiosa, dando pequeños saltitos, adelgazándose en sus movimientos, como si de un momento a otro, y a través de una de esas fisuras en el continuo espacio-tiempo a que eran tan proclives los escritores de ciencia ficción, fuera a abandonar esa calle, la ciudad en que estaban, ante sus ojos alucinados. Entonces empezó a inquietarle. Su delgadez, su disposición al salto, su cara afilada y sus movimientos veloces y suaves como los galgos, le parecieron dueños de un inequívoco encanto, de su hermosura fatal, algo cómica, que le obligaba a dejarlo todo en suspenso para mejor contemplarla. ¿Por qué iba siempre a aquella velocidad, qué llevaba en aquella sempiterna cartera? ¿Tal vez algo relacionado con sus amantes, con ella también, puesto que había formado parte de esa secreta congregación?. Perturbado por estos encuentros llegó a tener hasta una fantasía homicida. Le esperaba en uno de los portales de la calle armado con una escopeta, y tan pronto le veía aparecer disparaba sus dos cartuchos con la ciega determinación con que lo hacían los cazadores ante las apariciones súbitas de las liebres, de las codornices, de las gallinitas de agua.

 

Pero aun en esa fantasía el rumano le seguía venciendo. Le veía caer al suelo tras el disparo, desarmarse como los cestitos de mimbre mal trenzados, como las varillas de los paraguas, pero sólo para seguir corriendo en todas las direcciones al conjuro de su velocidad. Era como esos esqueletos que en las barracas de feria se dispersan ante un redoble de tambor, pero cuyos huesos sigue viviendo y agitándose por su cuenta sin que parezca afectarles para nada la disgregación del conjunto. Se agrupaba metros más adelante, como esos mismos esqueletos fosforescentes, lleno de júbilo, obstinado en su loco existir, recuperando con su unidad aquella cartera no menos vertiginosa en la que guardaba el secreto -tal vez- de ese corazón que a él siempre le negaría sus más decisivas dulzuras.

 

La viajera

¡ Cuántos viajes!. En sólo dos meses había ido a Biarritz (con el portuguesito), a Burgo de Osma, a París (donde se había hecho amiga de un japonés, y de un negrito africano), y lo tenía todo dispuesto para pasar ese fin de semana en Oviedo, en compañía del Hombre del Gato. Por si esto fuera poco ya tenía preparado un viaje a Praga durante las Navidades, y no dejaba de hablar de un largo recorrido que al menos duraría dos de los meses del verano, y en que pensaba conocer México. Esa pasión por el viaje era sin duda una de las grandes inclinaciones de su vida, y uno de los temas recurrentes de su conversación, en la que una y otra vez volvía a referirse a los itinerarios que había hecho, o a los que no dejaba de proyectar, como si nada existiera más importante para ella que ese continuo exponerse, esa búsqueda impostergable que le llevaba de un lugar a otro como arrastrada por corrientes impetuosas, por súbitos huracanes de desasosiego. “Eres la mujer bala”, le decía él, que no podía dejar de sentir un inequívoco pavor cuando ella se disponía para una nueva salida.

 

Un día le acompañó en los instantes que precedían a una de esas salidas. El tren partía a las doce de la noche, y fueron a su casa para terminar de preparar el equipaje. Un pequeño bolso de playa en el que metió un pantalón vaquero y dos libros, y que ella se colgó al hombro con la naturalidad no del que se dispone a recorrer cientos de kilómetros, sino a cruzar simplemente el pasillo que le separa del cuarto de aseo. Antes de salir puso un disco. La música llenaba el espacio de una dolorosa melancolía, y se abrazaron durante unos minutos. ¡Cómo le habría gustado retenerla contra su pecho, decirle que se quedara con él, que el porvenir del amor dependía de la quietud y el silencio de los amantes, y que estando juntos ninguno de aquellos viajes era ya imprescindible!. Las calles brillaban con la lluvia, que acababa de caer, y en su paseo hasta la estación fueron pasando bajo las farolas como por una explanada llena de delicadas hogueras. “La ciudad a la que vas, le dijo, no puede ser más hermosa que esta”. Pero ella se limitó a sonreírle desatenta, mirando nerviosa su reloj de pulsera, como temiendo que la hora de salida del tren pudiera precipitarse bruscamente e ir a perder por un descuido la ocasión del viaje.

 

“Yo sólo soy del aire, le decía ella a menudo. Cualquiera puede llevarme consigo”. Y él la miraba con ojos agrandados por el espanto, temiendo que uno de esos viajes fuera a ser el definitivo y que ya no volviera nunca, o que lo hiciera dueña de una vida secreta, aficionada a otras palabras, u otras costumbres (tal vez llenas de ferocidad, o de dulzuras incomprensibles que él no supiera satisfacer), como decían que los antiguos comerciantes lo hacían a las remotas especias, las sedas o los animales de las ciudades que dejaban atrás.

 

Vivía con ese temor, el de perderla para siempre. No sólo cuando viajaba, sino allí mismo en la ciudad detenida, donde ella seguía conservando esas actitudes veloces, ese ímpetu que le acometía antes de viajar. Sus encuentros se daban por eso con ese sobresalto, con esos quiebros inesperados, como si siempre estuviera corriendo hacia el próximo tren, como si la esperara el sueño de una nueva aventura, y no pudiera postergar por más tiempo el momento de su inicio. Aparecía como las bandadas de pájaros, como los bancos de peces, y al momento ya se había ido de su lado dejando diseminadas a su alrededor las provincias dispersas de su alma, como el mapa ya gastado de uno de sus viajes. Era -pensaba él- como esos niños que se ven llegar a toda carrera, que se detienen ante el escaparate encendido y que al instante, burlando el cerco de la memoria, la invisibilidad vibrante de los pensamientos, el tam-tam monótono del corazón en celo, vuelven a alejarse veloces y resplandecientes, dejando apenas en la deslumbrada retina la forma dolorosa de su fuga.

 

La parsimoniosa

Pero no, sus movimientos no tenían siempre esa velocidad súbita, esa urgencia inmisericorde del deseoso. No siempre estaba corriendo hacia esos horizontes que como el Polo Sur, las islas de la Polinesia, la Amazonía, o el Desierto Interminable, habían constituido el objetivo preferente de los viajeros de todos los tiempos. Aun en esos instantes, los de preparación del viaje, y en medio de la loca excitación, había otra en ella. Una otra lenta, parsimoniosa, que podía hacerse presente en un simple gesto, en una palabra dicha al voleo por lo precipitada. Que creaba al surgir un ámbito de silencio, de contenida expectación, dejando en suspenso todos aquellos preparativos, y que parecía contener las promesas de una aventura aún más decisiva que la otra. Un simple gesto, el ir a tomar un libro, un objeto cualquiera, y en el que la mano se demoraba por unos instantes eternos, como olvidada de por qué se había extendido; una simple expresión dicha al azar, bastaban para dejar en suspenso, desnaturalizada, aquella actividad febril de la viajera. Cuando se detenía ante algo que sin embargo no pensaba llevar consigo, cuando se volvía hacia él como arrebatada por una premonición dolorosa, cuando al pasar a su lado tendía la mano para tocarle sólo un instante, como si las yemas de sus dedos segregaran el más poderoso de los venenos y tuviera miedo que de prolongar ese contacto él pudiera morir. Todos sus gestos estaban dictados entonces por la atención más extrema, contenían la cálida y rotunda afirmación de aquello a lo que se dirigían. En la una, la viajera, la actividad parecía preexistir a su objeto, como la sed preexistía al deseo del agua que habría de beberse, o la voluptuosidad al cuerpo ignorante que habría de satisfacerla; en la otra no deberse al deseo mismo, aunque más tarde habrían de surgir de ella todos los deseos que existían, sino el decidido propósito de ocuparse de aquel o aquello que la reclamaba.

 

“La sembradora”, pensaba él. Y era en verdad como si al tiempo que se movía en pos de ese algo o alguien fuera dejando caer pequeñas porciones de sí misma, en una siembre no deliberada pero luminosa y tenaz. Como si lo hiciera sin darse cuenta, en un estado pueril de conciencia que recordaba el de las muchachas hipnotizadas. Pendiente siempre de esa otra voluntad que la ordenaba lo que tenía que hacer, una voluntad que no estaba fuera de los seres o de las cosas sino que surgía de ellos como un fenómeno extremo de la atención que se les debía, que suscitaba el deseo de entregarse y descansar del peso de vivir sobre sí. Una voluntad previa al deseo mismo, que sin embargo nacía lento e irremediable de cada uno de sus actos, como la planta lo hace de la simiente, o el paisaje del sueño del existir diurno.

 

¡Con qué cuidado se movía entonces para que esos estados se prolongaran, duraran infinitamente, para que no se despertara jamás! ¡Cómo sentía sin embargo en el corazón mismo de ese delirio que eso no era posible, que tampoco entonces la pertenecía, y que esas tareas a las que se entregaba no tenían que ver con su amor!. Que también en esos instantes iba sólo a lo suyo, de tránsito, y que, como a las reinas las atenciones de sus sirvientes, podía llegar a fastidiarla una solicitud excesiva que tratara de distraerla de sus verdaderos pensamientos. Que a la postre, y a la pregunta de dónde la gustaría vivir, también ella habría podido responder lo que la viajera, pues que ambas sólo buscaban escuchar y extrañarse. No pensar en el mañana, descubrir el acceso a esas ínsulas extrañas donde nadie había ido desde la creación del mundo, de donde no se podía volver.