Literatura peruana y nada más

Hablar de literatura peruana actual supone asumir demasiados riesgos. No me refiero solamente a las susceptibilidades que están en juego, ni siquiera a la inevitable omisión de nombres y títulos, sino a la cercanía con el objeto. Estamos obligados a observar cada detalle, por mínimo que sea, con la esperanza de que sea más general que el resto, la ilusión de que se trata de una característica antes que un accidente. Ajeno al pensamiento doctrinario, no puedo más que proponer una reflexión que aborde aspectos valiosos a la hora de pensar en lo que denominamos literatura peruana. Esa reflexión, antes un ensayo errático que un estudio erudito, un ensayo que plantea a la vez que especula, se encuentra determinada por mis intereses y mi situación: por un lado, mis lecturas y afinidades, los libros que cayeron en mis manos, incluso los que busqué desesperadamente en distintas librerías sin encontrarlos jamás; por otro, el hecho de que tengo publicadas unas novelas, algún libro de relatos, unos ensayos que me incorporan a ese horizonte que pretendo observar. Cuando hablo de literatura peruana, entonces, lo hago como lector y también como alguien que conoce algunos de sus entresijos por ser parte de ella. Como es evidente, la conciencia de esta dualidad no me impedirá deslizarme en lo veleidoso, incluso el capricho. Quizá debería hacer como Bartleby, el personaje de Melville y sentenciar, antes de seguir con estas líneas, que “preferiría no hacerlo”.

Descreo en la posibilidad de definir una literatura en función de un carácter nacional. Antes que ser un conjunto susceptible de ser ordenado y definido, la literatura es la caprichosa alineación de azares, arbitrariedades y contingencias. Quien considere lo contrario no ha entendido su naturaleza íntima. Alguien debería escribir la historia literaria desde otro ángulo, prestando atención a la forma en que los silencios, las omisiones, junto con los olvidos, van delineándola. Por ejemplo, la manera en que el incendio de la Biblioteca de Alejandría —estrella que se apaga para siempre contra el firmamento— determinó, por negación, la historia literaria. ¿Cuántos libros geniales que nunca leímos ardieron para siempre, dejándonos en la imposibilidad de comprender cabalmente aquellos libros que sobrevivieron, esos que cimentaron gran parte de la tradición? En otras palabras, me mortifica que una delimitación geográfica, aliada con un corte temporal, imponga una unidad y coherencia, cuando todo no es más que una acumulación de accidentes. Quien mira el cielo está observándose a sí mismo, las constelaciones no existen más que en la cabeza de quien pretende descifrar.

¿Por qué, pues, me entusiasmó tanto la idea de presentar la ficción nacional? Dedico a la literatura peruana una gran parte de mi tiempo como lector. Quizá, junto con la literatura francesa, sea la que me interpele más, puesto que hay una parte de mí mismo en ella, la parte que debo a mi infancia y adolescencia, esos periodos en los que se descubre la ficción con una mezcla de fervor y alegría. Mis primeras lecturas escolares, las que detesté con la convicción de lo impuesto, me enseñaron lo que nunca debía buscar en la lectura y también la escritura. Años después ocurrió lo opuesto cuando descubrí a José María Arguedas, Mario Vargas Vargas Llosa y Gamaliel Churata, junto con poetas como Blanca Varela, José María Eguren y Emilio Adolfo Westphalen, entre otros. Desde que los leí, me siento indisociablemente vinculado con la literatura peruana, siempre estoy dispuesto a seguir descubriéndola, pese a que mi vocación inicial, cada vez más recalcitrante, me lleve a leer literatura sin etiquetas (sea lo que esto signifique). Vivo en el exilio europeo, casi dos décadas ya, cada vez más lejos de mis recuerdos peruanos, pero con los años he logrado reunir una biblioteca, a la que acudo cada día para hojear una novela, leer un verso o cualquier cuento de la tradición peruana. Si nunca más regresaré a mi país para vivir en él, lo hago cada vez que abro un libro del Inca Garcilaso de la Vega, recorro los versos de Javier Heraud o vuelvo a leer un relato de Luis Loayza.

 El verdadero regreso al país, a la ciudad de origen, no es el de la experiencia, sino el de la memoria, y con la memoria, el de la fantasía. 

 

Ciudades de papel

Como ocurrió con muchos de mi generación, la literatura y la imagen de Mario Vargas Llosa determinaron gran parte de mi acercamiento a la literatura. Cuando la historia peruana hacía pensar en una noche fúnebre, la lectura de La casa verde, Conversación en la Catedral y La ciudad y los perros me entregó esa exaltación frente a la vida, sus injusticias, cuánto de violencia hay en ella, pero también de redención, de voluntad de seguir adelante. Si hay algo, por sobre todo, que reúne a las tres novelas de Mario Vargas Llosa es la manera en que materializan una identidad literaria para las ciudades. A partir de esas ficciones, las ciudades alcanzaron una cualidad ficcional legítima y susceptible de ser escuchada, discutida, cuando no refutada. Eso explica que las ciudades se convirtieran en el espacio predilecto de autores contemporáneos a Mario Vargas Llosa y, sobre todo, quienes le sucedieron como Alfredo Bryce Echenique, Augusto Higa Oshiro, Alonso Cueto y Pilar Dughi, solo por citar algunos.

 

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Hoy en día, la literatura peruana es antes que nada urbana. Si antes otros espacios, como el andino o el forestal, fueron privilegiados o sirvieron de contrapeso a la emergencia de la ciudad, ahora ésta ha terminado por fagocitarlo todo. Desde los colegios, hasta las prisiones, pasando por las casas de familia, las iglesias, incluso los prostíbulos, todos los espacios parecen convergir en un sentido singular que los trasciende e incluye en una red de significaciones no necesariamente coherentes entre sí. A diferencia de ficciones fundadoras como las de Julio Ramón Ribeyro, Enrique Congrains y Sebastián Salazar Bondy —por mencionar algunos de quienes interrogaron a la urbe de la manera más intensa—, con el pasar de los años, ya no se trata tanto de un espacio de encuentros y desencuentros entre los ciudadanos. Tampoco de un territorio susceptible de ser conocido (y representado) en sus más recónditos pliegues, como si la ficción fuera el sucedáneo natural de la heterogeneidad, lo múltiple, eso que fluye sin cesar. La literatura actual apuesta por mostrar ciudades en crisis, espacios habitados por la fractura, lugares inoculados de prejuicios, resentimientos, infamias y deseos de redención. La ambición de la totalidad ha dejado su lugar a la necesidad de lo múltiple o, incluso, lo descompuesto.

Pareciera que los sueños de las generaciones precedentes se estrellaron contra lo incognoscible de una ciudad donde los jóvenes no tienen más referentes, necesitan sobrevivir a cualquier precio, aunque esto signifique destruir a los demás. Guardando las distancias que las inquietudes y las voluntades estéticas imponen, pienso en el maravilloso libro de relatos La casa del Cerro el Pino (2012) de Oscar Colchado Lucio, también en Hudson el redentor (2001) de Diego Trelles Paz, o incluso en Punto de fuga (2007) de Jeremías Gamboa. En dichos libros los personajes evolucionan en un espacio que no los reconoce, los agrede sin descanso con su racismo, su sociedad de castas o su falta de poesía. La adversidad empuja a recorrer las ciudades —muchas veces a pie, solo o con amigos igual de confundidos—, con el sentimiento de haber extraviado algo que ni siquiera se conoció, una especie de entusiasmo, cierta esperanza. En lugar de lanzarse en búsqueda, o tan si quiera interrogarse como Santiago Zavala en Conversación en la catedral, todos se someten a su suerte y se resignan a la catástrofe que no deja nada en pie, si no es una realidad en ruinas. La posibilidad de ficcionalizar la experiencia urbana desde el cuento permite hacerlo como si ésta fuera un fragmento, una arista de algo que ya no existe o no se puede alcanzar más. Por otro lado, la sumatoria de todos estos textos no constituye un mosaico, con todo coherente a pesar de su multiplicidad, sino un fractal en el que cada punto envía al otro, sin generar regularidad alguna.

Cuando se trata de las novelas, una gran parte de ellas ha seguido la línea fijada por Al final de la calle (1993) de Oscar Malca. Imperfecta, desmañada, Al final de la calle tiene el doble mérito de haber cristalizado una forma para la ciudad underground de los noventa y de haberlo hecho con una insobornable vitalidad. Quizá el ejemplo más acabado del ascendiente de dicha novela en la literatura actual, por ser un epígono pero uno que abre nuevas puertas, sea el de Generación cochebomba (2007) de Martín Roldán Ruiz. En Generación cochebomba se lleva a su límite esa necesidad de explorar, junto con el malestar político y social, los avatares de toda una generación de jóvenes a punto de ahogarse, sólo sujetos de la música, el alcohol, las drogas. En la misma línea podemos ubicar la literatura de Richard Parra quien, después de haber dado a conocer un libro de cuentos y otro de nouvelles, publicó Los niños muertos (2015), novela en la que afloran potenciados sus demonios, a los que da una expresión literaria más contundente que en sus anteriores entregas. El lenguaje que utiliza lleva al lector a los límites de la experiencia, esas regiones en las que la literatura busca metaforizar la naturaleza humana como estrechamente vinculada al Mal. El espacio de la ciudad es el teatro de las sombras fugitivas de una justicia, un asomo de empatía y solidaridad que no llegan a cuajar porque, al margen de breves momentos, la violencia asoma por todas partes.

Hay autores en búsqueda de una imagen más acorde con lo que es la nueva ciudad de Lima, nunca estática, en movimiento permanente. Si la ciudad ya no es lo que fue es porque los centros han perdido envergadura, los polos se han reforzado, el mismo espacio se ve sometido a un crecimiento que subraya el desorden, la falta de planificación, las diferencias sociales. Al mismo tiempo, emergen nuevos códigos para estar en la ciudad, no sólo individuales, sino sobre todo sociales, que reivindican una especificidad al margen de los circuitos clásicos. Uno de los autores que más intensamente ha interrogado la nueva Lima es Giovanni Anticona. A lo largo de tres años, trabajó en el proyecto novelístico dedicado a los conos limeños: Lima Norte (2009), Lima Sur (2011) y Lima Este (2012). Entre la sociología y la literatura, aunque casi siempre privilegiando esta última, el proyecto de Anticona apunta una sensibilidad emergente frente a la realidad urbana. Si antes se pretendía a la novela de corte urbano con voluntad totalizadora, ahora no podemos más que aspirar a una ficción que delinea un recorrido, el cual es a la vez una ausencia a múltiples niveles. Y tanto mejor así.

 

Más allá de la ciudad

La llegada del nuevo milenio estuvo marcada por la diáspora. De pronto, París, Berlín o Nueva York, pero sobre todo Madrid y Barcelona, acogieron a numerosos autores o aspirantes a escritores que buscaron en esas ciudades lo que su país ya no ofrecía. Nunca podremos saber hasta qué punto el fujimorismo pulverizó la posibilidad de generar una red de librerías, un flujo de editoriales, una comunidad de lectores, una generación de autores. En cualquier caso, por negación, contribuyó a que los escritores exploraran, con renovado interés, con intensa necesidad, lo que había detrás de las fronteras. Escritas desde los bordes, las ficciones que recrean la experiencia del exilio son tanto una constante como una obsesión. La tradición nacional se ha ido enriqueciendo con los viajes de sus autores, viajes que son renuncia, calculada o impuesta, a una pertenencia, una lengua y también cultura, pero también son asimilación de nuevas coordenadas profesionales, familiares y afectivas. Las mismas que interpelan a muchos autores peruanos y que los lleva a pasar por el filtro del lenguaje las lejanas vivencias.

¿Qué es lo que caracterizaría a la literatura peruana actual cuando se trata de vivir en el extranjero? Muchas veces, se trata del testimonio ficcional de un descubrimiento progresivo, ineluctable, junto con lo que significa vivir en otras regiones. Al mismo tiempo, se busca interrogar una esencia profunda, aquello que se dejó detrás. Lo sabemos todos, la historia es vieja: Ulises nunca pensó más en Ítaca que cuando miraba a lo lejos el horizonte e intentaba descifrar la distante isla. Todo esto en un mundo como el del siglo XXI, donde las ciudades son torres de babel modernas, en las que se puede cruzar gente de todas las nacionalidades, otros exiliados con los cuales tejer redes de solidaridad, pero también frente a los cuales reconocer la especificidad de nuestras soledades. Desde luego, no pretendo reunir bajo un solo rótulo propuestas como las de Jorge Cuba Luque, Grecia Cáceres, Gabriela Wiener, Walter Lingán, Santiago Roncagliolo, Gunter Silva, Sergio Galarza y tantos otros que se han detenido en las figuras del migrante, el exiliado y en menor medida el paria. Lo que me importa es mostrar que, desde comienzos del siglo XXI, las ficciones del exilio —donde se mezcla el roman d’aprentissage con cierta vena picaresca, sin olvidar los tonos que van del corrosivo hasta el íntimo, pasando por la parodia— han reivindicado un espacio aparte en nuestras letras.

Me resulta curioso, en ese sentido, advertir el poco lugar que se les da en la crítica limeña. Quizá sea porque se detienen temáticas que divergen con las de los autores locales. También porque acaso no exista la conciencia de que, poco a poco, ha cristalizado una literatura del exilio, con sus propios intereses y exploraciones. Al margen de cualquier tentativa de definición, estoy convencido de que será una de las grandes líneas de la literatura peruana en el futuro. Junto con la globalización emerge la voluntad de llevar hasta sus límites últimos la vocación de ser otro o confundirse, si es que no fusionarse, en las nuevas ciudades; o bien, la necesidad de afirmarse en una identidad que se siente precaria. Los peregrinos en patria ajena se reconocen en una mirada, un intercambio de palabras, pero sobre todo en el recuerdo del país dejado detrás, con tanto rencor como nostalgia. La literatura es ese depósito de recuerdos, pero también ese espacio abierto a la experiencia, ella entrega u horizonte, pero no definido, sino susceptible de ser desplazado, transformado, enriquecido gracias a la palabra que recorre el mundo para ser más cristalina.

 

Las formas de lo político

Entre el adentro y el afuera, hay una forma novelesca que en su temática y sus alcances plantea un nuevo horizonte, más atento al tiempo que al espacio, más sensible a la Historia que a la ciudad, pese a que muchas veces ésta también sea su paisaje en ruinas, su escenario del conflicto. Me refiero a lo que se ha venido a denominar, casi de manera alternativa, pese a que son términos que aluden a aspectos distintos, como “novela de la memoria” o “ficción de la violencia”. En cualquier caso, se trata de un grupo cada vez más creciente en el que, desde la ficción, se aborda el terrible periodo de violencia interna que desgarró a la sociedad peruana entre los años ochenta y noventa. ¿Qué diferenciaría a estas ficciones de otras expresiones letradas como los artículos académicos, los informes promovidos por el Estado, los documentos autobiográficos, incluso las notas periodísticas? Lo propio de la ficción radica en el hecho de que se busque llevar al papel la complejidad inherente al conflicto, sin buscarle una respuesta o una explicación. Esto no excluye, desde luego, una profunda indagación moral en la que se alterna la necesidad de ahondar en las fracturas sociales con la voluntad de mostrar, tanto a nivel social como individual, las secuelas que aún siguen vigentes. Algo más: allí donde el periodismo, la crónica social e incluso el apunte histórico, entre otras producciones letradas, se niegan a mirar el horror a la cara, la novela se encarga de darle una forma, hacerlo salir del silencio. Los muertos no pueden hablar más, pero sus voces todavía pueden ser escuchadas, tal y como ocurre en las novelas Rosa cuchillo (1997), de Oscar Colchado Lucio; El rincón de los muertos (2014), de Alfredo Pita; o, más recientemente, La viajera del viento (2016), de Alonso Cueto, novela que integra la sintomáticamente titulada trilogía “Redención”, junto con La hora azul (2005) y La pasajera (2015).

Párrafo aparte merece el hecho de que sean novelas en las que se refleje la realidad mediante imágenes tan contundentes como evocadoras. Pienso, por dar un ejemplo emblemático, en Ojos de pez abisal (2011), de Ulises Gutiérrez Llantoy, novela en la que se exploran los límites del perdón frente al asesino terrorista, quien se revela como otra víctima de una espiral violenta, en la que convergen la política con la historia, así como se manifiesta la imposibilidad de ver al otro en su condición humana. La imagen que da título al libro, la del pez abisal, es la que permite al narrador subrayar la posibilidad de guardar una luz de esperanza en medio de la oscuridad más recalcitrante. También simboliza la necesidad de emerger desde los fondos marinos por medio de la memoria, contrapuesta al olvido, pero también el perdón, tal y como se explicita al final cuando Zancudo —narrador y héroe novelesco— regresa a su pueblo: “Al llegar, elevé la mirada al techo y como si de pronto me invadiera una sucesión de fotografías, me llegó a la memoria las punas de Ticlio, la noche frente a la laguna Huacacrocha y el rostro de mi hermano Ariel”. El final de la ficción anuncia una reconciliación, si no nacional, por lo menos con el pasado que persigue a cada uno de los personajes, héroes o villanos, peruanos o ciudadanos del mundo.

 

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Como es evidente, la narrativa que indaga en lo político no se detiene en el periodo de violencia interna, sino que también explora otros momentos más o menos contemporáneos. No podía ser menos pues la caída del muro de Berlín supuso un remezón ideológico y político cuyas consecuencias todavía vivimos, pese a que se nos quiera hacer creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles: brave new world. Entre otras consecuencias, la afirmación de un modelo neoliberal que en la novela Alicia, esto es el capitalismo (2014) de Carlos Villacorta devela una Lima proletarizada, donde la ética es la del sálvese quien pueda, los jóvenes sobreviven al amparo de las grandes transnacionales de alimentos como las de hamburguesas y pizzas. En Nuevos juguetes de la Guerra Fría (2015) de Juan Manuel Robles ocurre otro tanto, pero a partir de una intriga donde la memoria se mezcla con la necesidad del (re)conocimiento en territorios latinoamericanos donde aún se siente la resaca de la revolución. A veces, incluso se llega a explorar otras realidades, como es el caso de la novela El bosque de tu nombre (2013) de Karina Pacheco Medrano, ficción dedicada al conflicto interno guatemalteco. Por otro lado, desde la publicación de La isla de Fushía (2016) de Irma del Águila podemos hablar de una literatura que dialoga con su tradición —a partir de la interacción con La casa verde (1965) de Mario Vargas Llosa—, a la vez que interroga un periodo histórico sangriento, el que corresponde a la expoliación criminal en la selva amazónica durante el auge del caucho, y sus consecuencias, tangibles hasta nuestros días. Me pregunto si gran parte de la literatura de Miguel Ángel Torre Vitolas no puede leerse desde esta perspectiva de quiebre social, pérdida de referentes, caída en la anomia. Lo que es cierto es que, lejos de desentenderse, muchos escritores indagan en las raíces de la crisis, la violencia, las desigualdades. Al hacerlo hacen de la novela, aunque sin llegar al compromiso, un alegato, una diatriba, un mensaje que, sin perder de vista que se trata antes que nada de literatura, también manifiestan el tiempo aciago en el que vivimos.

 

Otras latitudes literarias

Esto no quiere decir que no se indague en otras prácticas literarias, se interrogue lo que significa ficcionalizar desde tristes trópicos como los nuestros. Hay quienes mistifican sin cesar su pertenencia a un país en un juego que busca difuminar las fronteras, así como también subrayar lo arbitrario de criterios como el nacional a la hora de abordar la literatura. Quizá quien lo haya realizado de manera más problemática —por lo tanto, compleja y original— sea Mario Bellatín. Si bien comenzó como escritor peruano, muy pronto dejó esta categoría para definirse a sí mismo como mexicano. La verdad, no me sorprendería, bajo ningún aspecto, que termine revelando, en un gesto de coherencia, su pertenencia a la rica literatura húngara. Se trata de un juego que trasciende lo meramente anecdótico, alcanza hondas repercusiones, pues cuestiona la tradición y su arbitrariedad, así como también pone en tela de juicio el canon, su estatismo y necesidad de exclusión para afirmarse.

Quienes vienen después no están tan pendientes de qué tanto se dialoga o no con una tradición como de formular un texto que sea un artefacto autotélico, suficiente en sí mismo; en ocasiones, incluso, intransitivo con la realidad. Muchas de las ficciones de Enrique Prochazka obedecen a esta voluntad, desde Un único desierto (1997) hasta Test de Turing (2005). Si el firmamento literario nacional está plagado de astros bien catalogados, por convencionales cuando no tópicos, no es el caso de Prochazka, especie desconocida que cruza el cielo, incandescente y fugaz, pero sin dejar indiferente a nadie. Sus ficciones, de hondas inquietudes filosóficas, proponen intrigas intelectuales que se resuelven mediante la paradoja de alcance existencial en la que no se excluye el elemento lúdico ni el humor. Algo similar ocurre con autores como Luis Hernán Castañeda y Gustavo Faverón: ambos se interesan en interrogar la literatura desde dentro, creando espacios textuales con sus propias reglas, donde la violencia, la sordidez, incluso el crimen y lo abyecto asoman para recordarnos la verdadera naturaleza humana. Mención aparte merecen Augusto Effio, Claudia Ulloa Donoso y Carlos Yushimito quienes crean espacios urbanos meramente literarios, ciudades de papel que pueden tener un referente —Río de Janeiro, por ejemplo— o no, pero que son el escenario para exploraciones donde se lleva a su límite último la inquietud de la identidad y sus máscaras. El objetivo no es otro que abrir la tradición a otras literaturas —la del Río de la Plata en el caso de Effio, la brasileña en el caso de Yushimito—, pero sobre todo reforzar lo literario como única modalidad de la escritura, con sus constantes alusiones a la tradición, mediante la necesidad de evocarla ya sea para homenajearla o parodiarla.

En varios países latinoamericanos existe esa boutade según la cual si Kafka fuera mexicano, argentino, chileno y, desde luego, peruano; entonces, sería un escritor costumbrista. Quizá podríamos invertirla y afirmar que si Kafka no hubiera nacido en Praga, bien habría podido ser un autor latinoamericano. La literatura latinoamericana ha sondeado diversas vertientes de lo fantástico, en particular países como Argentina y México. En el caso de la literatura peruana no ha sido tan abundante la incursión, lo cual no significa que quienes lo practican no dejen de ser menos notables. Pienso en autores como Harry Belevan, Alexis Iparraguirre, José Donayre o, más recientemente, Paul Baudry. Este último, sin practicar una literatura netamente fantástica, sino valiéndose de guiños, plantea un sutil ejercicio de entrecruzamiento de planos donde la realidad y la ficción mantienen una tensa armonía. Lo imaginado, lo puramente inventado se apoya sobre hechos y personajes reales no tanto para serles fiel como para dar cuerpo a una verdad personal y literaria en el que se resuelven problemas generacionales, se descifran misterios y revelan crímenes con la misma intensa frialdad de la literatura más vertiginosa.

 

 

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Quiero dedicar un párrafo aparte a un agujero negro, adonde convergen diversas tradiciones literarias, en particular sajonas y germánicas; lamentablemente, muy poco usuales en nuestra literatura, más atenta a lo americano, lo francés y lo hispánico. Me refiero a Siete paseos por la niebla (2015), de Yeniva Fernández, un conjunto de relatos donde lo fantástico se introduce lenta, aunque ineluctablemente, en la vida y las relaciones de los personajes, sean estos niños, padres, parejas. Al igual que en muchos clásicos decimonónicos tenemos espacios cerrados —por lo general casas— donde habita lo inusual o se esconde la catástrofe. El estilo con el que están escrito los cuentos es preciso, cuidado, no excluye en ningún momento el lirismo, pero nunca se trata de un lirismo retórico o artificioso sino de uno que crea atmósferas, destila sentimientos, a la vez que confunde perfiles, lo mismo que la niebla limeña. La descripción, por ejemplo, que se hace de la ciudad de Lima al comienzo del cuento “Con Yolanda en el acantilado” es quizá la más lograda, por su capacidad evocadora, riqueza compositiva, en lo que va del siglo XXI. Ella sola vale el libro de cuentos entero. El único detalle es que todo el libro está escrito con esa prosa tan exigente como virtuosa. De hecho, si Kafka hubiera sido peruano, se habría encerrado a escribir en una de las casas rodeadas de niebla, infancias encantadas y Doppelgänger creadas por Yeniva Fernández. Esto seguro de ello.

 

Las formas de la intimidad

Desde hace unos años, apareció una temática narrativa que, si bien ya fue explorada hasta la saciedad en otras tradiciones literarias, resultó una novedad entre nosotros. Me refiero a las ficciones que abordan, de manera más o menos marcada, la intimidad. Resaltando un estatuto inventado, sin que esto signifique que olviden presentarse como “vividas”, dichas ficciones apuntan a entender lo social desde la experiencia de un individuo que aprende a ser adolescente y adulto en entornos familiares ásperos, por no decir violentos. Quizá el ejemplo que destaca, por la polémica desatada y el éxito de ventas que representó, sea La distancia que nos separa (2015) de Renato Cisneros. En dicha novela, Cisneros retrata el vínculo con su padre, el archiconocido militar apodado Gaucho Cisneros. El personaje paterno, figura controvertida en la lucha contra el terrorismo, es esclarecido con una luz distinta, ya no la política, sino la familiar. El hijo que descubre su intimidad es el mismo que ajusta cuentas con él, lo homenajea, defiende de los otros y ataca sin piedad. La mise en scène de una relación visceral con el padre tiene mucho de exorcismo, pero también de redención. Al final de la lectura, el padre sigue muerto, aunque su recuerdo quede menos manchado, algo ha ocurrido: gracias al ejercicio de memoria, su hijo se ha convertido, finalmente, en escritor. 

Desde luego, la denominada autoficción no agota la voluntad por explorar lo íntimo en la ficción. Muchas novelas manifiestan un énfasis más marcado en lo literario que en lo testimonial; en otras palabras, en forjar una forma donde la metáfora y la memoria sean una misma realidad. En lo particular, he disfrutado con la lectura de una nouvelle llena de lirismo: Un golpe de dados (novelita sentimental pequeño-burguesa) (2015). La escritura de Victoria Guerrero es tan narrativa como poética. De la narración posee el contar eventos y situaciones desde la perspectiva tan inocente como desencantada de Nadja, la protagonista, mientras que de la poesía plantea el cuidado en el símbolo, la necesidad vital por la palabra primigenia, vinculada con el cuerpo, la transgresión y la censura. En la intersección de ambos, narración y poesía, se aloja el recuerdo, la errática voz de la narradora que mezcla espacios y tiempos, desde la infancia en la melancólica Magdalena hasta los años universitarios. Hay que reconocer en esta nouvelle el poderoso ascendiente de la visión que, bajo forma de intuición, sueño o, simplemente, imagen, irrumpe para plantear no tanto una disidencia con la realidad (pues esta sería reaccionaria) como la rebelde necesidad de transformarla. Pese a la progresiva caída en el desencanto, paralela a la debacle social y política del país, la palabra conserva su capacidad evocadora para decir, mediante la metáfora, la verdad, la única verdad.  

Otro tanto ocurre con El silencio de la estrella (2009) de Christiane Félip-Vidal. Escrita en primera persona, la novela se desarrolla gracias a las fotografías familiares que Brigitte (la protagonista) observa e interroga sin descanso. De no ser por ellas, Brigitte no podría reconstituir el pasado; en particular, los secretos familiares. La pérdida de la inocencia es a la vez el descubrimiento de los dramas familiares, cada cual más trágico y abyecto que el precedente. El tono íntimo, en ocasiones tierno, también empático, utilizado para contar la atmósfera doméstica, junto con los secretos que la circunscriben, es uno de los grandes logros de Christiane Félip Vidal. En el silencio de la estrella —título evocador donde los haya— las fotografías muestran la mirada sin concesiones, aunque extremadamente comprensiva, de la autora, su entereza para afrontar los dramas humanos, la necesidad de reconciliarse con el pasado, individual y social, pero también con uno mismo.

 

El universo en un átomo

Hace unos años, el autor Fernando Ampuero publicó un artículo en el suplemento dominical de un diario peruano. No discutiré su argumento; solo me gustaría subrayar la importancia que le entregaba a las nuevas tecnologías y las redes sociales. Pese a su evidencia, el autor de Caramelo verde (1992) no se detuvo en cómo las redes afianzan géneros marginales hasta hace algunas décadas, por poco practicados o carentes de aura. La inmediatez del posteo, la rapidez con la que es leído alrededor del mundo, la reacción casi instantánea de los lectores-televidentes subrayan y consagran expresiones literarias que, por su recurrencia y diversidad de autores, sin olvidar los críticos y académicos que les dedican atención, terminan convirtiéndose en géneros aparte. Pienso, antes que nada, en el microrrelato cuyo auge no se restringe al área peruana, sino que corresponde a toda Hispanoamérica, donde son organizados encuentros y seminarios, se entrega sin descanso premios y distinciones, son publicados libros, cada cual más experimental que el precedente, así como también cuaja una tradición. Con todo, me digo que Ampuero no deja de ser coherente: es sensible a la omnipresencia de las nuevas tecnologías, pero lo hace con la perspectiva de alguien que no entiende sus alcances últimos. De ahí que resalte el cambio generacional sin que señale de qué manera las transformaciones introducidas por Internet afectan a la literatura. Un poco como quien resalta que, lo mismo que la máquina de escribir, una computadora también tiene teclado, sin darse cuenta de cuánto modifica su uso el acercamiento a la escritura.

Sin temor a exagerar, me parece que el microrrelato es el género que más se ha desarrollado en lo que va del siglo XXI. En casi dos décadas, los autores peruanos han explorado sus posibilidades temáticas, pero sobre todo sus alcances estéticos. Desde el fundamental Ajuar funerario (2004) de Fernando Iwasaki, los autores han trazado una línea que en su desarrollo apunta directo a un objetivo, así como traza arabescos. Los microrrelatos en la literatura peruana pueden dialogar con otras formas literarias como la fábula, el relato infantil e incluso la epopeya —Ars brevis, vita longa (2015) Carlos Amézaga es un ejemplo—; también, pueden estar centrados en una temática a la que interpelarán con exhaustividad —el mismo Ajuar funerario es un caso paradigmático— o bien pueden articular una voluntad lúdica con un afán experimental — pienso en autores como Harry Belevan, José Donayre o Christian Solano—; en cualquier caso, todos y cada uno son conscientes de abrirse un espacio propio y único que asienta sus clásicos casi tan rápido como anuncia sus nuevos rumbos.

Si la novela fue el género que marcó el siglo XX, acaso el microrrelato sea el que plantee la ruta en el siglo XXI. Ningún otro reúne exigencia compositiva, por un lado, con el potencial público lector de redes, por el otro. Basta con hacer click en la computadora para que el microrrelato ingrese en el cosmos de internet. En ese espacio infinito, el puñado de palabras encontrará a sus lectores en todos los rincones posibles. Género plástico por excelencia, en Perú el microrrelato adquiere cada vez más seguidores e interesa a numerosos creadores quienes se detienen de manera puntual en él o deciden consagrarse a cultivarlo exclusivamente, con una pasión que también los convierte en sus mejores divulgadores (la cantidad de revistas dedicadas al microrrelato y dirigidas por autores son el mejor ejemplo). Por eso, no me parece un desatino vaticinar que, conforme se vaya asentando, así como también adquiera más legitimidad entre los estudiosos, una gran parte de la literatura peruana será escrita en dicho género.

 

 

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Casi es de noche en Francia, mis palabras han delineado un objeto que no por ausente, deja de ser visible. De hecho, existe gracias a los contornos esbozados, las ideas elaboradas, la reflexión errática que afirma en su avanzar, y va creando, y también va borrando. Se trata de contornos que los arrebatos y accidentes, junto con las lecturas y recuerdos me han llevado a proyectar, sin mayor armonía que mi trayectoria como lector, mis aficiones de autor. No puedo hacer de otro modo. Tampoco me quejo. Los libros leídos, cada uno de los autores mencionados constituyen —en su diálogo o discusión— diversas formaciones, tan pronto dispuestas de una manera como de otra. Los alineamientos que adquieren en su interacción son los de mi recuerdo, también los de mis expectativas actuales. Por eso, si tuviera que escribir de nuevo este ensayo, estoy seguro de que resaltaría otra silueta distinta e igual a la vez. Porque, mi situación sería del todo disímil, incluso opuesta, pero a la vez, de un modo o de otro, los diferentes alineamientos anunciarían los movimientos y temáticas que asumirá la literatura peruana, una literatura intensa, donde se mezcla la historia con la experiencia personal, dando forma a una exploración radical en múltiples niveles, porque interroga la tradición y también porque busca ir cada vez más adelante en medio de la oscuridad. Asomo un instante a la ventana, curioso de ver ese nuevo y mismo firmamento, de pronto más cercano.