A veces las palabras no alcanzan. Son salvavidas en la torrentera de la existencia, pero, en ocasiones, no pueden mantenernos a flote. Ningún ser humano conoce su fuerza. Y el poeta menos que nadie, pues su trabajo es expresar, ya sea el dolor, los golpes que recibe de la fortuna, el silencio y también, aunque raramente, la alegría. Pero no será una historia alegre la que quiero contar. Se trata de un poeta, pues de poesía hablamos, hoy prácticamente desconocido, a excepción de unos pocos que le trataron o le leyeron en vida o en las escasas, escasísimas publicaciones, que se permitió realizar. Huía de los editores, pero se autoproclamaba poeta. Y el lenguaje le acompañaba como una vestidura hasta que la vida, en uno de esos vendavales que nos dejan desnudos, le arrojó en medio de la tormenta con unas palabras que apenas le servían ya, que eran sólo harapos de voces, jirones balbucientes.

El poeta tuvo un nombre. Se llamaba Luis Fernando Heppe. Nació y murió en Bilbao. Vivió casi 58 años. Era un extraño en el mundo, un estrafalario, exagerado en sus opiniones, apasionado -se casó cinco veces-, que se bebía la vida a grandes tragos, pero todo esto, que forma parte de su historia, no puede extrañarnos, pues se trataba de un poeta. Sin embargo, hubo algo para lo que no estaba preparado. Podía entretenerse con las pasiones, siempre que fueran suyas, pero no con algo imprevisto, que el destino le arrojó a la cara como un juguete roto. En noviembre de 2003, su hijo, Héctor Egieder, de 21 meses, murió al caerse de la terraza de su casa. Había sido un giro no previsto, maléfico, de la fortuna. La vida había vuelto su rostro enmascarado, la risotada maligna del destino resonó en las recónditas cavernas de su mente. Y las voces, las palabras, ya no le valieron para mitigar el dolor, ni las lágrimas, y el silencio se condensó como una costra, como insecto voraz que no abandona a su presa y arremete una y otra vez en la misma herida hasta envenenarla.

Para el poeta, este niño fue ya para siempre el Ángel Pasajero, “aquel que colma su perfección tras la fugaz estancia en la tierra.” Y la desolación de su partida no se pudo comparar a ninguna otra, su ausencia fue más poderosa que cualquier posible compañía. Recuerdo que, poco después de este hecho atroz, que pesaba en su conciencia como un silencio de piedra, se puso en contacto conmigo. Hacía muchos años que no nos hablábamos. Nos habíamos conocido en la Universidad, pero nuestros pasos nos habían separado. Me dijo que había escrito un Réquiem a su hijo y me describió los detalles del accidente con tal minuciosidad que me aterró. Luego su vida se precipitó y le perdí nuevamente de vista. Me impresionó aquella irrupción del pasado con su carga de desgracia, con el desconsuelo de una voz que no pude, entonces, acompañar, pues las palabras no sirven para aliviar semejante sufrimiento, tal absurdo, tan tremendo desajuste con la biología y en la naturaleza. El niño había muerto. Era una jugarreta del destino, un escupitajo arrojado a su rostro. Mala, funesta suerte. Nada más se podría decir. Sin embargo, hay que seguir viviendo. Sí, pero ¿cómo? ¿Cómo? Ya nada era posible.

Escribo este texto para presentar al lector una selección de este “Réquiem para Héctor Egieder”, el Ángel Pasajero, “iniciado en el camino de la vida el 8 de Febrero de 2002. Regresado a la esencia primordial el 13 de Noviembre de 2003.”

Hoy sólo quedan cenizas: las del poeta y las de su hijo. Las palabras, que no pudieron mitigar el dolor, son apenas las únicas que dan testimonio de los hechos. He elegido unos poemas de aquel libro, que no fue publicado ni su autor quiso escribir, que nunca debió existir. La verdad del poema se dirige, muchas veces, a una realidad imposible de aceptar. Dejemos hablar a las palabras: bajo una forma aparentemente serena, están empapadas de sufrimiento, de un dolor que las trasciende.

 

Poemas

 

 

 

Patio de vecindad con niño al fondo

 

 

En el patio de atrás, el de la muerte,

se ha dormido mi niño de oro y trigo.

 

Ya no le lloren más buenas mujeres

en el nombre del padre ya perdido.

 

Pero el nombre del hijo es el espíritu

que, literal, huyó por la ventana,

 

mas procede del padre y éste anuda

sus entrañas al negro y vasto día.

 

 

 

Te llamo

 

Carne sin sombra, luna de mis huesos,

nave del tiempo donde al fin navega

por terribles incendios mi desdén por las cosas

que de tu lado huyeron rendidas por la espera.

 

A tu presencia llego nutrido por el cielo

que me conforta y lava; rosa insondable, eterna,

que llenaste de pasos el desierto camino

donde como fantasma ondeaba mi estela.

 

Por ese dios que, apenas, se cierne sobre el mundo,

por esa incierta música, inerte ya, incompleta

sinfonía que el viento va escribiendo despacio

con ringleras de árboles hincados en la tierra,

yo te conjuro y llamo, más allá de los sueños

que la vida ha fingido de la esperanza muerta.       

 

Hijo, yo te convoco, sabedor de que un alma

que ya se fue no puede regresar a su esencia

y aún así te recojo, dormido en la ceniza,

desplazando en mi cuerpo sangre desnuda y vísceras

para que te acomodes en el cristal temprano

que un soplador constante, yo mismo, –forma terca

de la razón- expando procurando que crezcas

sin mesura ni límites.

 

                                          Hijo, por esa luna

de mis huesos menguantes, exentos de futuro,

he aireado y dispuesto la casa de mi cuerpo

y amueblo su oquedad con la luz que despierta. 

 

 

 

 

Pensarte como eras

 

Ya se cerró la noche. Escucho el giro

rotundo de las llaves en el ojo

sangriento de la tarde.

                                     Un ronco vértigo

de pájaros izados por la luna

se despierta en mi llanto.

                                         Y sólo quiero

pensar en ti, pensarte como eras

antes del mundo por aquél sendero

de los antepasados que brotaban

de tu mirada como un mar de flores

interiores, desnudas y fragantes.

 

Propios y extraños se me aparecían,

de pronto, innumerables, como niños

que ascienden por laderas escarpadas

hacia la eternidad de la promesa.

 

¿Oyes mi canto ahora, los acordes

de la carne estallando contra el suelo?

¿y sus arpegios, sangre rezagada,

más lenta y noble que las densas lágrimas?

 

No, tú no escuchas estas tristes cosas;

sólo mi voz arranca del pasado

y cruza el ronco espacio, el tiempo negro

donde ahora te meces y fulguras.

 

Pero es que esto es la noche y no sé bien

cómo empujarla hacia el abismo abriendo

las valvas crueles de la madrugada.         

                             

 

 

Risa que despierta

 

Me despierta tu risa que suena en la distancia

como el tañer sin torre de una inmensa campana

que rueda por desmontes hasta quedar exhausta

a los pies de mi vida.

                                        Tu risa era una suelta

de pájaros cantores que volaban despacio,

sin miedo, siempre abiertos, a la caricia lenta

de las manos del alma, sarmentosas, deshechas

en pequeñas astillas, a estas horas del alba

en que el cíclope alegre del día abre su párpado

único para verme llorar de cuerpo entero.

 

Tu risa, que no puedo contener en la esfera

diminuta y redonda de mis desnudas lágrimas,

me dice que aún esperas mi caricia, lejana

como ese porvenir minucioso, distante,

en que construyo escalas de venas ateridas,

de huesos bien despiertos, sólidos como rocas

basálticas y extremas en su inicial dureza,

para llegar a ti, a tu lado, y tenerte

cercado por mis besos, diluido en mis labios.

 

Quema tu risa, abrasa su emoción en las amplias

estancias del recuerdo, tu motivada risa,

tras un vuelo de mosca, la nariz de patata

de un enano de fieltro, gruñón, cuando yo hacía

de apayasado monstruo de feria, cojitranco, ondeando

mi melena en el aire segado de la casa.

 

No es tu risa, es su falta, lo que en mí ha desatado

las sibilinas fieras, arpías de los sueños,

que han arañado toda mi sustancia interior

reduciendo a un harapo mi traje de ternura

y lana que vestía las vísceras gastadas

donde yo te guardaba sereno frente al viento.

 

Ahora que estoy despierto quisiera oír de nuevo

la risa de mi amarga ensoñación, tu risa

tras la que hipabas luego, agotado quizá

por el tremendo esfuerzo de la felicidad.

 

Discúlpame, amor mío, yo cruzo a cada instante

rubicones de sombra cuando eres tan real

que te sales del mapa de las lamentaciones.

 

Mañana, hoy, cuando puedas, quiero que comparezcas

y llames a la puerta de tu casa: mi cuerpo;

o entres con leve pie en alcobas y salas

de un corazón que en diástole perpetua te recibe,

Ángel de la alegría final de la tormenta

que amaina cuando el barco de mi cuerpo se escora

y queda a punto de encallar en hoscos

arrecifes de pena; no te asuste

mi compunción de ahora; yo también reiré

cuando te sienta a salvo definitivamente,

y risa, llanto y sueño se confundan en uno        

por saber que aún entero vives entre nosotros.

 

 

 

Los allegados

 

Vinieron los parientes, faros negros

que oscurecen la túnica del día

donde el absurdo teje sus cuidados,

con su acción excesiva, sus banales

comentarios surgidos de la mesa.

Allá entre vianda y vinos maliciosos

se reían, recientes todavía

el calor de tus huesos, el trámite de exequias.

Con su glacial entendimiento hablaban

ponderando los platos que servía

cierta alegre muchacha.

                                            (Una excepción:

mi concuñado desplegó su llanto

pues era de otra sangre y de otra tierra

y del mar de las lágrimas que alberga

el plancton de la vida). 

 

                                                Yo, creyendo

que iba a desvanecerme, reprendía

su deslumbrada liviandad, o acaso

la clamorosa huida del quebranto

de esa inmisericorde parentela.

 

“Están muy bien estos jibiones, –dijo

la matriarca- yo como de todo.”

 

Tú, mi niño, dormido allá en la morgue,

sin hacer comentarios, sonreías

desnudo sobre el frío corredor de la sangre,

sobre el metal bullente de la muerte

que a sí misma se ignora, los ojitos

cerrados por un sueño de imposibles

beldades. 

 

                    Mientras ellos masticaban

tu delicado espíritu,

transustanciado en plato y tenedores.

Cerré un complejo nudo en mi garganta

para que en las obscenas cavidades

del apetito no cupiera el viento

siquiera de mi cólera silente.

 

Y ya no pude digerir la luz,

ni el tiempo que crujía como un pan

recién salido de la misma hornada

que el polvo de tu cuerpo.

                                 

                                          Hijo, perdónalos

porque no saben lo que harán mañana

ni ayer ni nunca,

                               amor de mi alma atenta.

 

Perdona tú, inmortal, a aquellos muertos

bien cebados que son los ataúdes

del amor y caminan a deshora

por la tierra doliente de tu cuerpo.

 

 

 

 

El Ángel Pasajero

 

Esta noche me hablaban dos mujeres

sabias en el dolor, vivas de pena,

de ti, me hablaban escuchando el río

de la desolación que más consuela.

Aura María, sí, y Cuarto-creciente,

trenzas urdidas en la cabellera

brillante de la noche; iban del frío

a la cálida luz con firme paso,

sumando verdes ramas a mi árbol

de la renunciación; al tronco seco

le nacían entonces unos bulbos

y en ellos hojas, flores, frutos, días

donde el vivir merece ser contado

en rosario de perlas ensartadas.

 

Aura María dijo que tú eras

el Ángel Pasajero, aquél que colma

su perfección tras la fugaz estancia

en la madrastra tierra;

                           se erizaban

por esto mis cabellos y, aun pensando

que ello pudiera ser verdad, negaba

la piedad de quien no ordenó a otro Arcángel

mas experto guardarte entre nosotros.

 

No es por hacer desprecio ni es acaso

por extraña avaricia lo que ansiaba:

guardar a mi Ángel vivo y el pasaje

hacerlo yo seguido y sin regreso

hacia el remoto corazón del tiempo

no mensurable, darme y no perderte.

 

Y las sabias mujeres denegaban

con la seguridad de lo intuido

hondamente –intuición de la experiencia-.

 

¿Es cierto que tu tránsito ya estaba

prevenido, que sólo precisabas

de unos celestes días para luego

disolverte en la dicha de estar muerto,

salvado, completando un largo ciclo

de perfección creciente? ¿En dónde queda,

mi amor, el desconsuelo? ¿Soy tan pobre

y ciego que no tengo y que no veo

tu realidad tan necesaria? Sólo

sé que ya nunca estrecharé tu cuerpo

contra el mío; la atroz metempsicosis

apenas me persuade, pero roba

alguna solidez a mi quebranto.

 

Si te digo, hijo mío ¿qué es lo mío?,

¿debo dejarte libre o retenerte

con mi dolor de ahora?

                                  Siempre libre

quise que fueras, pues, mi confianza.

En ti era más que una promesa, un acto.

 

Pero tú, Ángel remoto y venidero,

nos diste señas de frugal presencia,

tan leves, tan difusas y felices

que no las comprendimos, porque éramos

sombras de lodo en el pantano antiguo,

donde moran los hombres que no saben,

que no quieren ver la despiadada esfera

de fuego que los limpia de excrecencias.

 

Tú refulgías, hijo, eras la estrella

desvelada, una lúcida alegría

entre tanto sufrir por nimiedades;

y ahora nos centras tras la conmoción

de tu partida, mi Ángel transitorio,

uña de eternidad que rasga el paño

mal tejido por manos inexpertas,

guiadas por la furia, el descontento

y la niebla feroz de las respuestas

insolentes; no seas la verdad

porque debemos alcanzarla a tientas,

quizá, pero en caminos solitarios

que no sé si escogemos o se imponen

como necesidad; y no hay regreso

a la conciencia que ostentamos, tosca,

ruda, nerviosa, bronca y afligida.

 

Tal vez tengan razón quienes aducen

que no es preciso recordar

                                   o, acaso,

los que todo recuerdan; pero observo

que unos y otros tropiezan con las lindes.

Y su sendero va como las sierpes,

ondulando en deslices pedregosos.

 

Hijo, yo actúo de amanuense, acudo

a tu lado pues templas el invierno

de mi quebrada voluntad; escucho

voces, voces de cálidas mujeres

que te pronuncian con rigor benévolo;

y sé que entre tus muchas propiedades

una es esta: ser Ángel Pasajero

que descansa en la pálida estación

de la vida un momento y cuando partes

se levantan las torres del esfuerzo,

donde posaste el pie que yo persigo

por la estela de amor que fue dejando.