Internarse en la obra de Luis Landero es ingresar en un universo genuino inmediatamente reconocible por lo que se podría llamar un “estilo” inimitable, dotado de una agradable fluidez pero también de gran densidad, sutil y profundo aunque de aparente sencillez y hasta de ingravidez a veces, que va involucrando al lector en su trama de manera ineludible.  Es una obra que se resiste a las categorizaciones o a los encasillamientos porque tiene voz propia en el panorama de la narrativa española actual, una obra que ha creado un “lenguaje”, un “idioma”, fenómeno que observaba Proust en las grandes novelas: “Los bellos libros están escritos en una suerte de idioma extranjero”. Esa originalidad es fruto de una escritura pulida, cincelada, de absoluta precisión, de una diversidad y de una amplitud léxicas impresionantes; en ese  aspecto  la escritura de Landero se asemeja a la de Flaubert por la exigencia de perfección y de exactitud: “Una buena oración en prosa ha de ser como un verso, inmutable, igual de cadenciosa, de sonora”.

 

       Las novelas de Landero, al contrario de lo que se podría suponer en el marco de una primera lectura, gozan de una estructuración narrativa sumamente rigurosa que va conduciendo con extremada pericia hacia el desenlace. El narrador entreteje los hilos de las diversas historias narradas gracias a una arquitectura narrativa cuya riqueza y variedad de una novela a otra se hacen patentes en una lectura analítica en la que se pueden desvelar sus significaciones:  un tratamiento especial de la voz o las voces narrativas que son muy variables de una novela a otra; un manejo particular de la representación del tiempo, con sus elipsis, sus vueltas al pasado, sus anuncios del futuro, lo cual genera una serie de suspenses y permite la maduración de las acciones y la evolución de los personajes ; un juego con los espacios que suelen tomar la forma de la tradicional oposición entre campo y ciudad completamente renovada y actualizada; una inserción acertada de los diálogos o de las conversaciones en el relato, diálogos y conversaciones fundamentales en las novelas del escritor, todos ellos impregnados de reminiscencias socráticas y cervantinas; un sabio ordenamiento de los encuentros y de los desencuentros entre los personajes ; la ubicación textual adecuada de lances imprevistos que además sorprenden por su inventiva, por lo que se ha podido hablar de la teatralidad de las novelas de Landero.

 

       Las historias narradas son aventuras vivenciales e interiores de unos personajes “mediocres” en el sentido etimológico de la palabra o sea en su sentido de “medianía”, pero también en su sentido despectivo, antihéroes que sin embargo se enfrentan a un mundo laberíntico y a una realidad aplastante, movidos por “el afán “, por la fuerza del deseo, y que intentan metamorfosearlos para que se acoplen a sus anhelos, arriesgando sus haberes, su posición social, su vida, con lo cual, sin saberlo, se convierten en “ héroes de la cotidianeidad “ (según el feliz hallazgo del escritor Raúl Nieto de la Torre). 

 

        Los textos están traspasados por referencias más o menos veladas a una cultura literaria clásica y popular, lo cual acarrea el que la prosa de Landero cobre una textura tornasolada, «espejeante», o  sea que lance destellos conforme se la va recorriendo pues remite a la memoria y a la cultura del lector jugando con esa intertextualidad de múltiples maneras, mediante la simple referencia, la cita, la alusión, la parodia, el pastiche, la “desvirtuación” burlesca, a la vez que cuestiona de manera general la noción misma de cultura y los fines de ésta. El amplio abanico intertextual convocado por los textos de Landero produce efectos de gran comicidad gracias a diversos procedimientos: el desfase entre los conocimientos de algunos personajes (en general sumamente elementales  y utilizados en forma ostentosa) y los del lector, quien con la ayuda de un narrador benevolente y, él sí de una extraordinaria erudición, experimenta una grata sensación de superioridad frente a éstos, cuyos recuerdos escolares son fragmentarios, aproximativos y a veces convertidos en jocoso batiburrillo;  la ignorancia de otros, cuyo saber se limita a un poema, a unas cuantas frases famosas o a un libro incansablemente leído durante toda una vida, lo que les vuelve monomaniáticos; los personajes de letrados, que anhelan escribir algún libro decisivo y disponen de unos conocimientos muy extensos, pero que,  en general, los supeditan a la vanidad social, o se pierden en consideraciones secundarias.  

 

      De hecho, la obra de Landero recorre toda la escala de la comicidad, desde la farsa más trivial hasta el humor más ligero y se asienta precisamente en esos desajustes entre las ambiciones de los personajes y la ruin realidad y en una filosofía de lo absurdo heredada de Kafka pero también de Camus, que no está desprovista de patetismo a veces pero que en regla general el narrador prefiere tratar con elegancia mediante el humor y el distanciamiento. Y es que las novelas de Luis Landero nutren toda una meditación filosófica desprovista de pedantería, y sin recurrir a exposiciones teóricas que paralizarían el relato de la acción. Los textos de Landero están amasados, cosidos con una dimensión filosófica, ontológica, que cuestiona con tesón la relación del hombre con un mundo despiadado: búsqueda de la verdad interior de uno, vínculos entre los individuos,  relaciones de poder, oposición y dialéctica entre el ser y el parecer, papel del azar, de la fortuna, de la fatalidad  en la existencia del hombre, lucha por conquistar esa verdad y el lugar exacto y adecuado  de uno en el mundo hasta pactar un compromiso entre la realidad y los ensueños.

 

       Añadiré a estas características una temática esencial que tal vez no haya sido suficientemente tomada en cuenta por la crítica: la omnipresencia del acto de narrar que extiende sus mallas por todos y por cada uno de los libros del autor. Esta “obsesión”  del autor se manifiesta a través de las múltiples narraciones de unos personajes a otros, de los comentarios y glosas de éstos en cuanto a esas narraciones, de los muchos personajes de poetas o de escritores fallidos o de amantes de la literatura y de las palabras o de “sabios” que surgen  en ellas, todo lo cual favorece una reflexión de tipo metatextual acerca de los relatos, ya sean orales ya sean escritos, de la poesía y de las potencialidades líricas de las palabras, y de la ficción en general, de sus virtudes y de su poderío, de sus peligros también.

 

      Tras esta visión panorámica y sintética del conjunto, conviene ahora considerar con atención cómo se manifiestan estas constantes en la obra de Landero a lo largo del transcurso del tiempo gracias a una perspectiva más precisa y pormenorizada. Así intentaré sacar a la luz las redes de significaciones que la recorren, lo cual también permitirá destacar las evoluciones y las bifurcaciones de una escritura cuyos innovadores recursos no dejan de deslumbrar a sus lectores.

 

Las dos primeras novelas: Juegos de la edad tardía (1989) y Caballeros de fortuna (1994)

La fundación de un universo novelesco: Juegos de la edad tardía

    La publicación de  Juegos de la edad tardía en 1989 constituyó un acontecimiento literario de gran magnitud. Celebrada por los críticos más exigentes, la novela gozó y sigue gozando de un éxito inmenso entre el público lector y fue galardonada con premios tan prestigiosos como el Ícaro, el de la Crítica, el Nacional de Literatura. Primera novela de un escritor desconocido hasta ese momento, sorprendió y maravilló por su madurez, su genialidad, su originalidad.

 

      Juegos de la edad tardía plantea y diseña en tono jocoso y burlesco la obsesión  mayor que, lo descubrimos a posteriori,  recorre toda la obra de Landero: la porosidad de las lindes que unen y separan la realidad y el “afán”, la realidad y las apariencias, la realidad y la ficción. Rasgo constitutivo de la novelística del autor, la exposición de tal dilema es fruto de la existencia de personajes productores de ensueños, en este caso, Gregorio Olías, insignificante oficinista, quien aspira a ser un gran escritor, dotado de todos los atributos del poeta maldito:  hermosura, juventud, talento, y hasta varias obras publicadas, así como una vida azarosa, llena de viajes y de aventuras. Va elaborando tan aparatosa figura para un interlocutor único, un tal Gil Gil Gil, compañero de trabajo en la empresa, representante de ésta en provincias, con el cual sólo mantiene relaciones telefónicas. Este es el dato providencial que autoriza el desarrollo suntuoso de la “farsa”, del “engaño”, de la “superchería”. El narrador, invisible, omnisciente e impersonal, expone al lector todas las etapas de la creación progresiva de un ente fabuloso, alter ego magnificado de Gregorio Olías, quien lo nombra Faroni. El contraste entre la mediocridad del personaje y la extraordinaria figura del grandioso Faroni, poeta maldito perseguido por los esbirros del “General” y condenado por ello a la clandestinidad, genera situaciones de gran comicidad pues el narrador pone en escena gracias a “focalizaciones sobre el personaje” (o sea adoptando el punto de vista de éste) todas las tretas, artimañas y trapisondas de Gregorio para convencer y deslumbrar a su ingenuo interlocutor. Todo se complica cuando éste, el “bobo” en su sentido clásico, nombrado “Gil” como los bobos del teatro medieval y de las Comedias (tres veces “Gil” incluso), fascinado por “el ángel  rebelde” (pues Gregorio le ha mandado una foto supuestamente suya en que aparece bajo los rasgos de un “desconocido” que el lector, guiado por el narrador, identifica como Lord Byron), toma la decisión de ir a la ciudad  sin nombre de la novela a conocerlo personalmente. Acorralado por esa temible confrontación entre la realidad y su ficción, Gregorio trama entonces una serie de estratagemas para evitar el encuentro, para que la farsa, de importancia vital para él, perdure, lo cual propicia mil aventuras descabelladas que embelesan y mueven a risa al lector por su inventiva y su loca audacia y que recuerdan irresistiblemente la gesta de don Quijote por convertirse en caballero andante. Gregorio lucha por mantener en vida su creación y esas batallas para amoldar la realidad a sus anhelos cobran un carácter épico en su imaginación (nada menos que  la “lucha entre moros y cristianos” y otros “episodios patrios”) que choca burlescamente con las taimadas manipulaciones, los triviales tejemanejes (expuestos a toda luz y con fruición por el narrador) del “heroico caballero”  aquejado por una invencible ramplonería. 

 

        Las estructuras novelescas parecen dar cuenta de la evolución de la trama argumental. La primera parte de la novela está “clásicamente” (entre comillas pues el narrador parodia precisamente ese recurso algo trasnochado de la novela decimonónica) dedicada a la niñez y a la juventud del protagonista, Gregorio Olías, y se acaba cuando llega a su madurez. Ese periodo está  marcado por “el afán” que, como le enseñaron su padre y su abuelo, “es el deseo de ser un gran hombre y la pena y la gloria que todo eso produce” (p. 50); por los conocimientos que le transmite el tío Félix gracias a “las tres Enciclopedias”,  los “tres libros mágicos”  que contienen un saber universal y que son literalmente la representación  exacta del mundo; por su paso por las academias nocturnas donde una juventud muerta de sueño, como narcotizada (y este es tema recurrente en la obra de Landero), asiste a unas clases incomprensibles, juventud inmersa en una sociedad aletargada y fosilizada,  y en fin por el noviazgo y el matrimonio, tediosos, con Angelines.  

 

          Esta primera parte consta de cinco capítulos. En cuanto a la segunda parte, se compone de diez. Esa multiplicación por dos de la materia narrativa parece expresar miméticamente el encuentro con Gil, víctima  y cómplice a la vez, y la edificación fecunda y feliz de la farsa por la pareja creadora. La tercera parte, en cambio, sólo está constituida por nueve capítulos: ahí es donde la farsa empieza a peligrar y donde Gregorio lo pone todo en juego para que sobreviva a toda costa. Frente a la simetría perfecta de la primera y de la segunda parte, esta composición de la última parte parece traducir la imperfección, “la cojera” de la invención frente a una realidad que va acosando en crescendo a Gregorio. Sin embargo, y éste es otro motivo repetitivo en la obra de Landero, el narrador halla una suerte de compromiso, “un pacto”, entre realidad y embuste mediante un sacrificio heroico de Gregorio: ha de “matar” a Faroni para que éste siga viviendo en la mente y en la memoria de Gil y entonces es cuando el embuste deja de serlo y se metamorfosea en leyenda y ficción. Este sacrificio hará posible la redención del protagonista y propiciará el milagroso encuentro final entre Gil, el devoto receptor de la farsa, y un Gregorio despojado ya de los magníficos atavíos de Faroni y humildemente convertido en biógrafo del gran poeta supuestamente muerto en “la India”, lugar mágico e indefinido en el que se plasmaron tantas  ilusiones antaño.

 

     Este resumen analítico del asunto de Juegos de la edad tardía no agota las riquezas de una novela excepcional que tiene múltiples niveles de lectura y que como otra obra maestra del siglo XX, aunque muy diferente en sus temáticas y en su escritura, me refiero a Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (1967), puede ser leída y apreciada por un muy amplio espectro de lectores, del más sencillo al más culto, pues  goza de varios estratos de comprensión y de significación: no son tantas las novelas que se pueden preciar de tal hazaña.

 

Continuidad y nuevos rumbos: Caballeros de fortuna

En 1994 se publicó  Caballeros de fortuna y esta segunda novela confirma las excelsas cualidades de novelista de Luis Landero: la renovación estilística y temática operada por el escritor entre la primera y la segunda novela es notable a la vez que desarrolla y confirma ciertos rasgos distintivos, como “el afán” y el tono humorístico de su escritura.

 

      El ejercicio de la narración está ahora en manos, no de un narrador impersonal, sino de un narrador colectivo, un coro, un “nosotros” indefinido y variable, constituido, como lo precisa de inmediato el autor narrador, por un  grupo de ancianos, individuos anónimos, personajes de la historia narrada pero “espectadores” más que actores (“un grupo de observadores imparciales”; “los cronistas de la actualidad”), que observaron y ahora comentan desde el banco donde están sentados en 1993, en la Plaza de España de un pueblo sin nombre pero situado por “los Baldíos de Gévora”, una serie de acontecimientos que se produjeron unos quince años atrás, en 1977, y que desembocaron en un crimen imprevisible. Informados por diferentes interlocutores, testigos o actores del drama, cuyos testimonios están engarzados a retazos con delicada adecuación en tal o cual punto del avance de su relato (“todavía ahora, quince años después, Belmiro recuerda que […]”, p. 226; “cuenta Leonor que […]”, p. 271; “y dice Esteban que entonces […]”, p. 315), llevan a cabo una verdadera pesquisa policial que reconstituye en qué forma los hilos del destino, de la Fortuna, se entreveraron hasta  culminar en un trágico desenlace. El  “nosotros” del narrador coral tiene además la virtud de atraer en su seno al que lee, y de darle la ilusión de participar en la elaboración de su reconstitución.

 

        El autor narrador (que solo se manifiesta aquí en tanto instancia organizadora del texto) va trenzando con maestría varias historias: la de Belmiro Ventura, el erudito recién jubilado que vuelve al pueblo a gozar de sus libros y de la soledad y se ve de repente atrapado en las redes del amor; el joven Luciano Obispo, casi un niño, destinado a ser “cura y santo”, quien descubre el amor y se entrega a él con toda ingenuidad y frenesí; Amalia Guzmán, la maestra, que desata la pasión de estos dos hombres y duda entre el otoño sereno del uno, la primavera transgresora del otro, o la soledad consigo misma; las ambiciones de don Julio Martín Aguado, admirador de Ortega y Gasset y de Alejandro Magno, convencido de sus dotes para convertirse en figura política; Esteban Tejero, el inocente, descendiente él también, como Belmiro  Ventura, del gran Quintín de Vargas y Ventura, “héroe de la Conquista de Chile”, quien aspira a reparar “los cuatro siglos de expolio” sufridos por esta rama pobre de la ilustre familia.

 

        Los puntos de convergencia entre estos destinos dispares están minuciosamente calibrados dentro de una progresión sumamente estudiada hasta confluir de forma magistral en un desenlace trágico e impensado.  En el último capítulo de la novela, por fin, “el destino mostró las cartas de su última jugada magistral” (p. 286). Con un montaje tan riguroso como el de una obra del teatro clásico francés dotada de unidad de tiempo, de lugar, de acción, confluyen todos los personajes del drama a un mismo lugar, a una misma hora, convocados por la fatalidad en el acto final de su representación: el 23 de junio de 1977 a las 10.40 de la noche en la Plaza del pueblo.  Los afanes humanos se estrellan frente a los caprichos de la Fortuna: Amalia nunca tendrá “los ojos azules” a pesar de tanto haber tocado la canción Mirando al mar, Estaban no se convertirá nunca en un caballero, Belmiro no escribirá nunca su libro tan ansiado. El único que alcanza sus metas es el bufonesco don Julio, caricatura del poder político.

 

      En el “Final”, un apartado que hace las veces de epílogo, en simetría perfecta con el principio de la novela, el nosotros coral hace el balance de este relato mediante el cual ha ido armando y volviendo a armar, a lo largo de los quince años transcurridos, el puzle de los afanes de todos los protagonistas, lo cual confiere de hecho  a la novela la estructura circular del “cuento de nunca acabar”. Este andamiaje novelesco se combina con lo que Mario Vargas Llosa nombra “el dato escondido”. La canción Mirando al mar tocada al piano por Amalia, y silbada por los dos hombres que la aman, detalle nimio en apariencia, es la melodía secreta que recorre la novela entera y que desempeñará un papel esencial en el desenlace dramático. La canción Mirando al mar, que solo cobra su resplandor particular tras un apretado análisis textual, abre nuevos corredores de significación: aporta un toque de lirismo a estas historias de amor, añade una dimensión mitológica y filosófica a la novela al convertirse en el instrumento de Fortuna que vence a Amalia/Afrodita, la diosa del amor, aúna con mayor intensidad todos los hilos de la trama, y por fin otorga un tono burlesco a tantos desvelos, pues la única que al final verá el mar será Leonor, la madre de Esteban, ¡quien nunca ha experimentado la llama abrasadora del afán!

      El autor ha remozado y actualizado la muy antigua disyuntiva del poderío de la diosa Fortuna que se burla de la vanidad de los deseos de los hombres cortando los hilos de su vida a su antojo.  Pero los hombres tienen un poder secreto que es el relato: son dueños de la palabra, y ese es su tesoro más preciado e inalienable. Es lo que celebra aquí  el autor, pues el acto de contar tal vez sea el rasgo más constitutivo de nuestra “humanidad”: 

“Nadie sabe por qué, pero nos produce placer narrar, recrear con palabras lo que hemos vivido. […] El placer de añadir un cuerno al caballo y de que nos salga un unicornio. De ese modo vivimos dos veces el mismo hecho: cuando lo vivimos y cuando lo contamos”. (Entre líneas, 1996, p. 83)

Los narradores y el “yo” autobiográfico

El mágico aprendiz y el “motivo” del balcón

       En la tercera novela del escritor, El mágico aprendiz (1999), la narración está asumida de nuevo, como en la primera, por un narrador omnisciente, invisible, impersonal, que logra exponer las dudas, raciocinios y temores del protagonista, Matías Moro, mediante ese procedimiento de “la focalización sobre el personaje”. Procedimiento que permite adoptar su perspectiva  de tal modo que ingresamos en sus pensamientos pero en tercera persona o sea con una distancia mucho mayor que si el narrador recurriese al “yo” que involucra al lector por una suerte de identificación y de inmersión en la ficción de las que uno no siempre es consciente y a la que no escapan los lectores más avezados.  Matías Moro tal vez sea uno de los pocos protagonistas de las novelas de Landero desprovisto de afán aunque se encandila transitoriamente con la ilusión del amor, de la riqueza, del poder y de una supuesta generosidad, hasta dejarse convencer por sus compañeros, entre los cuales Pacheco, él sí dotado de un prodigioso afán, verdadero poeta del marketing, de montar una empresa fabulosa. El narrador aprovecha esta incursión en el mundo de la empresa para levantar una caricatura mordaz y burlesca del capitalismo liberal, poniendo al desnudo su vacuidad, su afán de lucro, sus estrategias de embaucamiento.

 

       Un detalle de esta novela resulta muy interesante pues cobra retrospectivamente una importancia insospechada cuando se considera el conjunto de la obra de Landero: el espacio del balcón con el cual se abre y se cierra la novela (“Incapaz de hacer nada, salió al balcón, […] y durante largo rato estuvo fumando y mirando a la calle sin ilusión ni voluntad.”, p. 13, y  p. 408:  “[…] finalmente salió al balcón a fumar y a contemplar el espectáculo del mundo”). De manera general, los comienzos de una novela, así como el final, son ubicaciones textuales privilegiadas a las cuales conviene prestar gran atención pues el lector ingresa en el universo de ficción y lo abandona con las imágenes y las ideas ahí depositadas. En este caso, el balcón es el espacio donde acude Matías Moro con una sensación de hastío al principio de la historia y al cual regresa al final considerando ahora el afuera con sosiego y hasta alegría.  Tras una serie de aventuras, de encuentros, de experiencias que no parecen haber cambiado su vida ni sus hábitos pero que le han metamorfoseado interiormente, ha  conquistado una armonía entre él y el mundo, ha  logrado una reconciliación consigo mismo y con las cosas. El espacio del balcón cobra pues especial relevancia en esta novela. Veamos cómo se convierte en  “motivo”,  o sea en tema que se repite como en una pieza musical.

 

El balcón en invierno y el “yo” autobiográfico

El balcón, espacio ambiguo,  nos encamina con un  salto temporal de unos quince años hacia el último libro de Landero titulado precisamente  El balcón en invierno (2014). El capítulo 2 de este libro, titulado “El sonido más triste del mundo”, empieza con estas palabras:

 

“Salí al balcón, a ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie ni a resguardo, y entonces me acordé de un anochecer de verano de 1964”. (p. 31)

 

 

       Esta vez, el narrador es un yo autobiográfico que se confunde con la misma persona del autor Luis Landero. Nutridos indicios, coincidencias absolutas entre lo que se sabe de la biografía del escritor y lo que el “yo” relata en este libro confirman que sí se trata de una autobiografía aunque el escritor  a menudo se refiera a ella utilizando el término “novela”. La madre del narrador-autor, en varias ocasiones, lo tacha cariñosamente de “mentiroso”, por ejemplo p. 77: “Hay que ver qué mentiroso ha salido este niño”. A lo que él responde: “No, esta vez no hay mentiras. Es un libro donde todo lo que se dice es verdad.” (p. 212). Sin embargo,  no cabe duda de que Luis Landero se resiste a dejarse encerrar totalmente en el género autobiográfico y en su pacto de exactitud absoluta en cuanto a los hechos narrados. Nunca en este libro aparece el  nombre del  “yo” narrador, lo cual es revelador de cierta reticencia a aceptar con todo su rigor “el pacto autobiográfico” (que el crítico francés Philippe Lejeune  definió en su libro del mismo nombre en 1975) que separa nítidamente la ficción de la autobiografía, integrando a ésta en los llamados “relatos referenciales” (o sea que han de remitir con toda exactitud a la realidad, como crónicas, libros de historia, artículos de prensa, etc.), como si aspirara a dejarse un margen de libertad. El mismo matiza tales reglas en varios pasajes del libro: “Pero la imaginación, con sus mentiras tan necesarias y sinceras, venía a anudar los hilos de una realidad fragmentaria y caótica.” (p. 77).

 

       En El balcón en invierno, el balcón es un espacio real donde el narrador mantiene una conversación esencial con su madre justo después de la muerte del padre y se supone que muchos otros diálogos se produjeron allí a lo largo de los años, dada la complicidad que siempre les unió. No obstante, aparece sobre todo como un espacio simbólico en el que, en esta etapa de su vida, el autor narrador de El balcón en invierno tal vez desee quedarse afincado ya  para siempre y que finalmente tal vez considere como el lugar que mejor le conviene y le define. En “el invierno” de la vejez cercana, el yo autobiográfico parece designar y elegir “el balcón” como el lugar abierto que da rienda suelta a la memoria personal y colectiva, a la imaginación, que da acceso a una inserción en el mundo exterior más bien en tanto espectador que en tanto actor de la vida social desde luego,  quedándose en los umbrales, con la posibilidad de un regreso casi inmediato al refugio de la intimidad, de la privacidad, del secreto de su vida interior, de sus libros y de sus lecturas, “en el cálido cubil de las palabras” (p. 223).

 

       Esas reticencias, ese pudor tal vez, esa necesidad de un espacio de libertad en el marco de la confesión se manifestaban ya en un hermoso libro entre novela o cuento y ensayo publicado en 1996, titulado Entre líneas, con dibujos de Javier Fernández de Molina (Del Oeste Ediciones, Badajoz, y luego vuelto a editar en 2001 con ciertas modificaciones y nuevos aportes en Tusquets, bajo el título Entre líneas: el cuento o la vida). En él aparecía un personaje llamado Manuel Pérez Aguado, quien “además de profesor, es lector y escritor” (p. 30), y quien imparte unas clases de literatura maravillosas de riqueza, agudeza y simplicidad como aquella en la que, a raíz del cuento del pescador,  demuestra cómo la ficción y la realidad se entrelazan (p. 23). El tal Manuel Pérez Aguado (“Aguado” vale decir diluido, de identidad borrosa, como desdibujado), también es un personaje “anónimo”: “Anónima la narradora, anónimo el cuento, anónimo el oyente. Anónimo también el profesor. Anónimos todos y finalmente todos necesarios.” (p. 90). Un anonimato que hace de ellos las figuras emblemáticas de tantos narradores de la cotidianeidad dotados del arte de narrar, idea que ronda toda la obra de Landero. Ahora bien,  Pérez Aguado, quien tiene una abuela llamada Francisca, quien vivía de niño en Alburquerque, descubre “el laberinto de papel” en el que los libros de la literatura universal se aluden unos a otros, la pasión incontenible del hombre por contar y los poderes de esos relatos, la magia y el esfuerzo de la escritura “para decir lo indecible”: ya son muchas las coincidencias entre este personaje “anónimo” y la biografía del escritor Luis Landero. A todo esto conviene añadir que la segunda versión de Entre líneas consta de unos textos suplementarios intercalados y escritos en itálicas que utilizan la primera persona del singular, un “yo” indefinido cuyos recuerdos (particularmente aquellos referentes al padre), deshilachados, como los “despojos de un continuo naufragio” (p. 94) mucho se asemejan, lo averiguamos retrospectivamente, a “los pálidos fantasmas del ayer” de El balcón en invierno (p. 241). De tal modo que tal vez se pueda concluir que el “yo” de este último libro es el que más se acerca al yo de la autobiografía, el más cargado de sinceridad que puede entregar el escritor en cuanto al relato de su vida, sin renunciar por ello a que la imaginación contamine la memoria, a que lo soñado o lo leído afecte a la vida (p. 195).

 

       El balcón en invierno es un libro que entrega muchas informaciones fehacientes y muchas claves en cuanto a la obra entera de Luis Landero ya que descubre la veta autobiográfica que la recorre entera. Ahora bien sería sumamente reductor y empobrecedor el considerar a ésta como un mero ejercicio de variaciones literarias en torno a las vivencias del autor. Primero, porque hay en toda ella un extraordinario trabajo de escritura (claro, me pueden objetar que en Proust también, y en ese sentido, concedo que la obra de Landero tiene acentos proustianos), y luego, porque si el recuerdo es a menudo el gatillo que dispara la escritura del autor, éste manifiesta un genio creador al metamorfosear esos recuerdos en novelas, en novelarlos,  y también en inventar, gracias a su imaginación, a su arte y a su inmensa cultura, tramas, historias, argumentos, que poco deben a su vida personal.

 

Las otras máscaras del escritor: El guitarrista y  Retrato de un hombre inmaduro

     Ahora bien, la primera persona del singular ya aparecía en dos novelas de Luis Landero: en su cuarta novela, El guitarrista (2002), así como en Retrato de un hombre inmaduro (2009). Un “yo” muy diferente en cada uno de estos dos casos. El “yo” de El guitarrista es un “yo” ambiguo que mucho tiene del “yo” autobiográfico de El balcón en invierno pero que no se puede confundir con él.  “Hace  mucho tiempo (cuando yo ni siquiera sospechaba que algún día llegaría a ser escritor) fui guitarrista, y aún antes trabajé de aprendiz en un taller mecánico”,  esta es la frase de apertura, el incipit propiamente dicho, de El guitarrista: datos concretos y verídicos de la vida de Luis Landero, recordados en El balcón en invierno. En El guitarrista surgen reminiscencias que remiten con exactitud a una etapa de su juventud en que efectivamente, incitado a ello por su primo Paco (“[…] mi primo Paco era Dédalo instruyendo al joven Ícaro para volar y escapar juntos –hacia el sol- del mísero  laberinto en el que vivíamos cautivos los dos.”, El balcón en invierno, p. 144), Luis Landero aprendió a tocar guitarra y durante unos cuantos años formó parte del mundo de la farándula. También en El guitarrista está el primo Raimundo, cuyo seudónimo de artista en París ha sido “L’enfant brillant”, y quien animado por un afán entusiasta de vivir del arte y por el arte, de hacerse rico y famoso, de conquistar a las mujeres más hermosas, enseña al “yo” personaje protagonista y narrador llamado Emilio (alter ego novelado de Luis Landero joven), a tocar la guitarra para que compartan  la gloria y el éxito en un futuro cercano. Aquellos años de la juventud fueron años de trabajo duro entre el taller, la academia nocturna, el aprendizaje de la guitarra, “años perros de verdad”.

            Esta novela viene a ser un relato iniciático: el paso de la adolescencia a la edad adulta. El narrador descubre el misterioso cuerpo femenino y supera el amor edípico que experimenta por su madre. Se desvanecen ciertas ilusiones, la del amor en particular, con el juego perverso y cruel del matrimonio Adriana/don Osorio que le ha manejado como una marioneta, aunque siempre perdurará la duda de si Adriana ha amado realmente o no al joven. Paradójicamente, está muy presente la fuerza del amor puesto que al final Raimundo renuncia al arte y a la vida bohemia para vivir en el campo con “la mujer de su vida”, Hortensia, Penélope que ya no quiere esperar más. También florecen nuevas pasiones como la de los libros y ahí queda esa semilla, o legado, como un tesoro en una arquita (p. 242), que le deja el señor Rodó, el escritor “con afán pero sin talento”, y que más adelante dará sus frutos. El final es un final abierto y esperanzado: Emilio logra escapar a “la trampa de la hormiga león”  yéndose solo a París, a crear su propio laberinto. 

      El “yo”, personaje narrador de  Retrato de un hombre inmaduro (2009), es muy diferente: éste no está en los albores prometedores de la juventud sino en un lecho de agonía. Dirige su parlamento postrero a una interlocutora cuya presencia y cuyas escasas intervenciones se hacen manifiestas por las mismas preguntas retóricas del anciano (“¿Y qué podría contarle ahora? Por donde seguir en esa aldea en ruinas que es la memoria al cabo de los años ?”, p. 89). Esos discursos, que parecen caóticos  como si reprodujesen los balbuceos, los saltos y los rotos de la memoria del personaje, están de hecho organizados dentro de una armazón narrativa rigurosa que permite abarcar diferentes vivencias, experiencias y reflexiones acumuladas a lo largo de su vida: la tentación perpetua entre el bien y el mal con episodios jocosos como el del inválido Oskar que  tima al narrador personaje; el embaucamiento consentido de Catalina, quien acepta que él bien podría ser su sobrino raptado de niño;  su empatía repentina con Agapito, el obrero muerto accidentalmente, y sobre todo con su apetitosa viuda; la fascinación por el poder que solo logra ejercer muy transitoriamente y en forma poco halagadora; el amor, la amistad, sus trampas, sus alegrías y sus tristezas; consideraciones sobre la vida y “sus mal hilvanados años”,  los recuerdos y la muerte siempre salpicados por algún toque de cinismo, de desencanto y de auto irrisión (como el relato tragicómico de su último y único amor que surge de repente en su librería y en su vida cuando está leyendo una revista pornográfica y muere en sus brazos asesinada a traición). Como en todas las novelas de Landero el humor va entrelazado con lo trágico, lo insignificante con la gravedad e incluso con altas reflexiones filosóficas. El libro, confesión, memorias, o parodia de éstas,  pues las “hazañas” de ese “yo” anónimo no son merecedoras del honor y de la ejemplaridad de éstas, pone al desnudo la mediocridad de ese “hombre inmaduro”, pues la vejez no es forzosamente fuente de sabiduría ni de serenidad, en un balance que algo debe también a la novela picaresca y a la novela de lo absurdo (“Y, en fin que así es como el amor y la muerte llegaron juntos a mi vida para cerrarla y sellarla con un ridículo toque de esperanza.”, p. 216). Y a pesar de esa mediocridad, de esa inmadurez, surgen sin embargo raptos de grandeza y meditaciones de alto alcance dignos de figurar en algunas Memorias de algún hombre ilustre porque tal vez la grandeza también forme parte de la mediocridad, “de una voz sin historia, como mi propia vida” (p. 234):

 

      “Y oyendo la lluvia y pensando en los muertos me lleno de piedad por mis antepasados, los que fueron los dueños de la tierra, de las aguas, del aire y de la luz hace siglos, los que vistieron túnicas o pellicas, los que bailaron con fino escarpín y breve talle al son de las mandolinas y les pusieron palabras nuevas al amor y que vieron la misma luna que nosotros… […] Me dan pena los muertos. ¿Y sabe? Me consuela confundirme con ellos, pasar a formar parte de la memoria de la especie, perderme en el olvido para toda la eternidad”. (p. 225)

 

 

La figura del Padre/Dios y sus implicaciones novelescas

          

Hoy, Júpiter: la muerte simbólica del Padre

 

       En Hoy, Júpiter publicada en 2007, como en Juegos de la edad tardía, surge nítidamente la figura del padre, portador del afán y amargado por un destino sin gloria. El narrador es un narrador en tercera persona, de nuevo omnisciente e invisible que adopta en forma alternada  el punto de vista del profesor y escritor Tomás Montejo, y  el de Dámaso Méndez, hijo maldito, expulsado del Paraíso de la niñez por el Padre/Dios, quien lo condena así a errar solitario por el mundo. El “hijo” favorito, el joven Bernardo, un joven campesino dotado de todas las cualidades y que ha sido integrado a la familia, “el usurpador” según Dámaso, será el encargado de llevar a cabo los afanes del padre, las grandes esperanzas que éste ha depositado en él. En la primera novela del escritor, el padre, quien sembraba la semilla del afán en Gregorio, no ocupaba un lugar preeminente; en cambio, en Hoy, Júpiter, la figura del padre todopoderoso desempeña un papel determinante desde el principio hasta el final del libro, ya sea en forma directa o indirecta: “[…] Dámaso lo recordaría ya siempre como una especie de titán, un Atlas que sostiene sobre sus  hombros el peso sobrehumano de una pasión inasequible” (p. 175). El papel destacado del Padre/Dios en esta novela desvela por fin al hacedor de esos personajes que tanto se asemejan en la obra de Landero: surge aquí la figura del titiritero mayor, el ladrón de infancias, aquel que mueve los hilos de sus marionetas, responsable de las imposturas disparatadas de sus criaturas, quienes para complacerle, se han convertido en “actores” de su propia vida. Actores en el sentido teatral del término, como lo demuestra la escena final en que Bernardo exhibe el escenario de teatro que creó en su propia casa para poder mandar al padre durante tantos años fotos de sus supuestos éxitos y hazañas en tanto pruebas tangibles de su vida esplendorosa, con ayuda de disfraces y de decorados. Entonces es cuando los personajes y el lector descubren los entresijos de una realidad falsificada, adulterada, un penoso simulacro. “Júpiter”, el Dios de los Dioses es sin lugar a dudas, la metáfora de la todopoderosa figura paterna y a la vez, la del destino despiadado que priva a Bernardo de la mujer tan amada, Natalia (p. 393), aunque mediante ese sacrificio cruel, despierta del sueño en el que estaba sumido.

 

       En Hoy, Júpiter, el autor deja asentada la muerte novelesca y simbólica del Padre que tal vez sólo haya podido llevar a cabo gracias a ese distanciamiento con las propias circunstancias de uno que  permite la ficción y ese recurso al parecer insignificante que viene a ser el empleo de la tercera persona: con esta novela se abre y se cierra un ciclo en la obra de Luis Landero que se engalana aun con otra dimensión ya que también se la puede conceptuar como un ejercicio lúdico de exorcismo autobiográfico.

 

       Era de suponer que después de una novela esencial como Hoy, Júpiter, la escritura de Landero y sus temáticas tomarían un giro diferente. Así fue puesto que las dos novelas que escribió a continuación, Retrato de un hombre inmaduro (2009) que acabamos de evocar desde otro enfoque, y Absolución (2012), así como su libro autobiográfico El balcón en invierno (2014) que también hemos comentado anteriormente, evidenciaron una bifurcación de sus temáticas por otros derroteros.  Efectivamente, la novela Hoy, Júpiter que, entre otras cosas, es un arreglo de cuentas con la figura tiránica del Padre, un ejercicio de exorcismo autobiográfico, lo hemos dicho, quizás haya autorizado el surgimiento ulterior del “yo” agónico de Retrato de un hombre inmaduro que se podría conceptuar como un “avatar” novelado de la figura misma del autor, ahora solo frente a la vida, frente a la vejez y a la muerte por venir a las que habrá que encarar con humor y bizarría. Y tal vez, más adelante, estas dos novelas hayan hecho posible el que, en El balcón en invierno, aflore un “yo” autobiográfico más auténtico, muy cercano a la estampa real del escritor, que logra llevar a cabo un emocionante reencuentro con el padre muerto tantos años atrás. Ahora bien, estas consideraciones son sólo hipótesis interpretativas que se pueden barajar al considerar la evolución de la obra del gran novelista dentro de un transcurso temporal.

 

Absolución: el poder del relato

    En cuanto a la novela Absolución (2012) cuyo título, desde esta perspectiva, podría ser revelador de una suerte de redención y de inocencia recobrada, también tiene que ver con esta evolución que señalábamos. Aunque el narrador elija de nuevo la tercera persona en tanto narrador omnisciente, adopta el enfoque del personaje hasta tal punto que algunos pasajes se asemejan al monólogo interior gracias, no al “yo” tradicional de este procedimiento narrativo, sino al “tú” de lo que se podría llamar “el diálogo interior” que uno mantiene consigo mismo: “¿Será posible que al fin hayas logrado ser feliz?, piensa mientras se afeita y observa en el espejo su cara radiante de felicidad. […] Todo era cuestión de esperar, de ir madurando, de encontrar tu ritmo, de no perder la fe […].” (p. 13); un “diálogo interior” que volvemos a encontrar en el Balcón en invierno por lo demás.  En todo caso, como en El mágico aprendiz, los relatos de pensamientos en los que se exponen el discurrir, los recuerdos y los raciocinios del personaje dominan en el texto. 

 

       En Absolución, el protagonista “Lino o Nilo” (p. 14), buscará su identidad más profunda a través de un recorrido a la vez real, errando por los caminos, espacio novelesco propicio para tantos encuentros fructuosos, e interior gracias al cual hallará la paz y se reconciliará consigo mismo. El narrador desarrolla aquí una hermosa y pertinente teoría que ya afloraba en Retrato de un hombre inmaduro: la oposición entre “nómadas” o “fugitivos” y “sedentarios”. Lino/Nilo es un fugitivo constitutivo cuyo crimen (en defensa propia y que no lo descalifica moralmente) exacerba la atracción por la huida y por la búsqueda de refugios transitorios. El río de Heráclito tal vez sea la imagen que mejor lo retrate ya que traduce el fluir incesante dentro de la permanencia: “Como el río de Heráclito, él necesitaba cambiar continuamente, ser el mismo pero a la vez ser otro a cada instante” (p. 288). Figura mítica también pues, como lo subraya varias veces el narrador, Lino/Nilo presenta características que lo acercan a héroes mitológicos a veces trágicos como  Antígona, Edipo, Orestes, Ulises, con quienes comparte ese destino de errantes.

      Tal vez lo que le salve real y definitivamente sea la palabra, los intercambios amistosos con hombres llenos de experiencia, figuras literarias no ya del padre, sino del “maestro” que, como siempre en la obra de Landero, cobran rasgos ambivalentes pues oscilan entre la sabiduría y la extravagancia: el viajante Gálvez, representante de la firma Pascual, “fugitivo” indómito, el campesino Olmedo afincado en lo que queda de las tierras familiares devoradas por la especulación inmobiliaria y que ha convertido en pequeño Edén, el señor Levin, su confidente más íntimo, perdidamente enamorado de la “fugitiva” Paula. A fin de cuentas, el relato tal vez sea lo que redime al hombre y lo que da sentido a su vida: “[…] entre vivir y contar, si me dieran a elegir, no sé con qué me quedaría. Al final, lo que perdura son las historias, y lo demás es pasto del olvido.” dice el señor Levin casi al final (p. 315).

 

       Tras este análisis del conjunto de la obra de Landero, quizás se pueda vislumbrar “el arte de narrar” de este gran escritor actual quien ha sabido crear un universo novelesco propio que deslumbra, despierta la curiosidad del lector, y lo alienta a relecturas por los descubrimientos sucesivos de datos, ideas, hilos narrativos que no había captado en un primer momento. A la postre, la metáfora del “secreter”, a la que recurría el joven “yo” narrador de El guitarrista intentando apresar los misterios del cuerpo femenino, tal vez se ajuste con gran adecuación a las características de la novela en la obra de Luis Landero: “un secreter lleno de cajoncitos, unos verdaderos y otros falsos, y de gavetitas, y de puertecitas y de resortes secretos y de compartimientos escondidos que lo hacen poco menos que inextricable.” (p. 91).

 

Conclusión: “El reto a la muerte”

 “El argumento del drama consiste en que el hombre se esfuerza y lucha por realizar, en el mundo que al nacer encuentra, al personaje imaginario que constituye su verdadero yo.”  Esta cita de José Ortega y Gasset, uno de los epígrafes  de Hoy, Júpiter, podría ser una síntesis del anhelo que mueve a los personajes de Landero. Ahora bien,  él añade una dimensión muy suya al concepto:

 

“Toda la vida caminando, o más bien intentando avanzar, con una carga enormemente superior a sus fuerzas. Desde que era casi un niño, desde que alguien, queriendo redimirlo, sembró en él la semilla maldita de la ambición ilimitada, de la lucha sin tregua, del triunfo y del poder por única bandera. Y la tentación de retar a la muerte oponiéndole el conjuro de un nombre y de una obra. (Hoy, Júpiter, p. 390).

 

       Tal vez la última frase de este pasaje dé con el quid de la cuestión, con el impulso secreto que anima a los personajes de Landero: “el afán” no es sino ese grandioso “reto a la muerte” cuya meta es alcanzar la eternidad en la memoria de los hombres y para ello ha de pasar in fine e ineludiblemente por las vías del relato. Esta declaración pone al desnudo uno de los motores fundamentales de la obra del escritor.

 

       Mucho se ha hablado desde la publicación de la primera novela del escritor, Juegos de la edad tardía, de la influencia cervantina en la obra de Landero por la estructura dialógica de la novela, por esa asociación paradójica entre grandeza y ramplonería,  que desemboca a veces en carcajada, y que también suscita profundas reflexiones, por esa aspiración a ser otro, un yo imaginado más perfecto y más ilustre, por la mezcla de heroísmo y de mediocridad, por esos personajes que, de una forma u otra, son todos “caballeros andantes” en pos de un sueño imposible. Su lucha toma carices épicos frente a una realidad absurda que, de una obra a otra, es “un laberinto”, “una telaraña”, “la trampa de la hormiga león”, con sus trampantojos, sus espejismos y sus peligros. Ellos quieren entrar a intervenir en ese “juego de dioses” y convertirse en dueños y señores de su destino.  Como lo señalé en otra ocasión, son “personajes de papel y tinta” desprovistos de verosimilitud sicológica pero en cambio ponen en juego aspiraciones muy humanas, que van a perseguir hasta el delirio, e incluso hasta la muerte, o hasta el crimen. El narrador no deja de experimentar una compasión infinita por esos personajes desvalidos que, a pesar de su ridiculez, de sus lacras, de sus insuficiencias, están dispuestos a jugárselo todo, en forma heroica de hecho, para alcanzar sus disparatadas metas. Por consiguiente,  las novelas de Landero nunca utilizan lo patético como recurso para crear una empatía entre estos personajes y el lector, tampoco desembocan en la desesperación  de las novelas de lo absurdo (estoy pensando en El túnel de Sábato, en La naúsea de Sartre, en la obra de Camus). Con una benignidad, una tolerancia y una bondad que forman parte de la filosofía de la obra de Luis Landero, éste siempre les proporciona una puerta de salida, un compromiso, un pacto, lo dijimos, entre la realidad y sus anhelos.

 

.     Ahora bien, esta obra tan densa también tiene acentos “rabelesianos” que son evidentes para un lector conocedor de la obra de otro de los fundadores de la novela  moderna, el francés Rabelais, con su Pantagruel (1532) y Gargantua (1534),  por su truculencia, la audacia de su fantasía, su rechazo de la vanidad del poder, de las jerarquías, sus críticas frente a una educación dogmática, su exaltación de la imaginación y de la libertad. La veta bufonesca e irrespetuosa en la obra de Landero es a mi modo de ver, un legado de Rabelais, quien gustaba de vincular lo refinado y lo grosero,  lo sagrado y lo profano, lo espiritual con lo más trivial. Buen ejemplo de ello son esos personajes de escritores o de poetas presentes en todas las novelas de Landero que manejan una cultura a veces realmente erudita como Tomás el profesor y escritor de Hoy, Júpiter, el señor Rodó de El guitarrista, y Belmiro el letrado de Caballeros de fortuna. Sin entrar en detalles, todos están atormentados por la escritura de un libro que jamás lograrán escribir pues se les va el tiempo en cálculos estratégicos en cuanto a la forma de escribirlo, a la temática, etc., de tal modo que no consiguen nunca entrar en materia. Gregorio, de Juegos de la edad tardía, sería el remedo más disparatado y más cómico de esos escritores sin libros. Además, sus desvelos siempre se ven burlescamente desvirtuados: Belmiro, quien con sus sesenta años, duda del vigor de su virilidad, observa que una combinación entre música clásica y libros de gran espiritualidad le devuelve toda su energía (“algunos autores, como Tucídides y Falla, Liszt y Montaigne, y sobre todo la combinación de Wagner con algún filósofo ilustrado, lo estimulaban de una forma casi milagrosa”; p. 281). En cuanto a Tomás Montejo, enseña con tanto entusiasmo “los polvos de papel” de la historia de la literatura a sus estudiantes que se ve atrapado en las garras de una de ellas, quien quiere llevar a la práctica el sexo según lady Chatterley y su amante Mellors, o Désdemona y Otelo, etc., de tal modo que lo que había empezado como un hermoso romance termina convirtiéndose en verdadera pesadilla.

 

      Estos personajes muy particulares y recurrentes son remedos caricaturescos y burlones de la figura del escritor o del poeta, y no dejan de ser la expresión de una auto irrisión muy propia de Luis Landero. A la vez, y es otra de las paradojas de la escritura de Landero, gracias a esos personajes, así como a los muchos humildes narradores orales de la cotidianeidad incluidos en sus novelas,  el escritor introduce siempre de una forma u otra unas “obsesiones” que brindan una profundidad particular a su obra: una dimensión metatextual, o sea  una reflexión acerca del acto de contar o de escribir; una exhibición de las potencialidades poéticas del lenguaje y de las palabras (“Bastaba una palabra, pues cualquiera contiene a las demás, en cualquiera puede uno reconocer su patria ilimitada”, Juegos, p. 57); lo que llamo “la vocación antológica” de su obra entera que aspira a integrar todo un patrimonio literario a punto de hundirse en el olvido, y que el escritor  consigna y cita y parodia con pasión.  Su celebración del acto de narrar es un ardiente alegato del intercambio humano  y del poder de la palabra que hace posible la transfiguración de la realidad. 

     

         Y es que el acto de narrar posee un prodigioso poder: “La realidad nos pone en nuestro sitio; luego, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo” (Entre líneas, p. 83). La obra de Landero está traspasada por un afán prometeico: como Prometeo quien robó el fuego a los Dioses para entregárselo a los mortales, el escritor aspira a compartir el fuego de la palabra con todos los hombres.

 

         A la vez, esta obra plantea un cuestionamiento ético acerca de la cultura que ha de servir al bien común y colmar el placer estético, y que no está destinada a la satisfacción de la vanidad personal ni a la conquista de un estatuto social y lo hace mediante el juego, enlazando así con la función lúdica de las primeras novelas modernas, y de la literatura en general, como lo recuerda el investigador francés Michel Picard en La lecture comme jeu (Les éditions de Minuit, Paris, 1985): juego con las palabras, juego con los andamiajes novelescos, juego con las máscaras de la figura del escritor, juego con los valores sociales dominantes, juego con tantas obras del pasado. El juego es un elemento vital en la obra de Landero.

 

     Tal vez el libro El balcón en invierno entregue algunas claves en cuanto a lo que Luis Landero considera el cometido, la responsabilidad del escritor en el mundo que nos rodea. En  El balcón en invierno, el “yo” autobiográfico rescata un pasado del que ya solo quedan recuerdos deshilachados, y a veces ruinas concretas (como la aldea en la que pasó su infancia la madre del autor). Hace revivir, por la magia de la rememoración y de las palabras, un modo de vida rural devorado ineludiblemente por “el progreso” y por el desarrollo urbano, da fe de los refinamientos de “una cultura popular milenaria” de la que ya solo quedan residuos y fragmentos  que acaso estén destinados a desaparecer por completo. Entonces  el autor narrador escribe un libro testamento, que es un legado para sus descendientes y para las generaciones venideras, sin amargura, pero con profunda nostalgia, a la vez que  reconoce el inmenso poder y la pujanza de la vida, en la que “en cada pequeño acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales” (p. 245):

 

     “Pienso entonces que acaso estas páginas puedan servir para que lo vivido no se pierda del todo, […]. Que se oiga, o se imagine oír, el alegre o triste repicar de la vida a través de los siglos. Que se sepa y no solo con el pensamiento sino ante todo con la cercanía de los sentidos y del corazón, que se vivió, y se soñó y que si en ese desear y afanarse ningún acto llegó a ser del todo provechoso tampoco fue del todo en vano. Y que la sangre que circula por nuestro cuerpo circula también por los siglos pasados y circulará por los venideros hasta el fin de los tiempos…” (p. 244).

 

       Al escritor, en tanto escritor, le tocaría pues una suerte de papel social sagrado: llevar a cabo una labor de memoria no solo para su propia estirpe sino para el conjunto de los humanos y tal vez sobre todo para los más humildes de entre ellos. Sus escritos vendrían a constituir un eslabón que asegurara la perpetuación de la cadena infinita de la humanidad,  de la vida y del arte. Sin grandilocuencia alguna, con extremada humildad, el autor deja asentada la figura del escritor en tanto conciencia ética, en tanto guardián de  un patrimonio literario, de una cultura popular  que corren a la par con valores esenciales para la humanidad y su supervivencia: una simbiosis entre la ética, la estética y el juego.