Cuando la UNESCO designa patrimonio de la humanidad a una ciudad la hace automáticamente depositaria de una responsabilidad gigantesca a nivel planetario. Su casco antiguo se vuelve intocable tras el prestigioso nombramiento. A partir de ese momento ha de ser preservado de los estragos históricos, es decir: del terrorífico bloque de pisos de hormigón o de la amenaza del rótulo feúchamente contemporáneo que sustituye al original de hace dos siglos. Custodiar parece ser entonces la idea, pero ¿custodiar qué? ¿sólo la arquitectura del XVIII? ¿las tallas de la escuela de Salzillo? ¿no sería conveniente ampliar  el alcance de lo custodiable, de lo que hay que proteger de las inclemencias de la historia? Haciendo eso nos encontramos con ciudades interesantes que la UNESCO aún no ha señalado con el dedo y que cuentan con otro tipo de patrimonios visuales, auditivos, olfativos y táctiles cuya desaparición también debemos evitar a toda costa. Madrid, aparte de contar con su Palacio Real, su monasterio de las Descalzas Reales y demás lugares incluidos en la lista del Patrimonio Nacional, posee un muestrario de bienes sensoriales con los que, ante todo, debemos reconciliarnos si en algún momento hemos despotricado sobre ellos, porque ¿qué es finalmente el patrimonio de un país o de una familia sino el conjunto de todo lo que se echaría de menos si no estuviese ahí?

 

Pensemos en la expresión “alegrar la vista”, una frase hecha que nos trae a la cabeza cristalinos disfrutando, retinas dejando pasar la mejor de las luces y conos y bastones dando saltitos. De Madrid nos alegran la vista, en un sentido u otro, El jardín de las Delicias de El Bosco, la escultura de Lichtenstein que simula un brochazo en el patio del nuevo Reina Sofía o los frescos goyescos de la ermita de San Antonio de la Florida. Hasta ahí todos, o la mayoría, estamos de acuerdo. Pero hay otras imágenes y colores que conforman también el patrimonio visual madrileño y que nos esperan nada más aterrizar en la ciudad: los colores que anuncian Madrid son visibles ya antes de que el avión toque el suelo de la ciudad. Aterrizar es un verbo que ha debido de ser inventado por un madrileño, pues es tierra y su variante de colores (más amarillenta, más mostaza, más tirando a rojiza, más ocre) la primera palabra que se le viene a la cabeza a cualquiera que descienda en un avión y vea el color alpargata tan inequívocamente mesetario de Madrid. Los célebres tonos tierra, tan de moda temporada sí/temporada no, fueron seguramente lanzados a las pasarelas por un diseñador que bajaba hacia Madrid en avión.

 

En nuestra búsqueda de colores madrileños tan típicos como preservables, otro que ocupa bastantes, pero bastantísimos metros cuadrados es el rojo. Jean Nouvel se ha encargado de ello en su ampliación del Reina Sofía, con su ineludible fachada de charol rojo que tiñe de una luz un poco putesca los balcones y visillos de las casas setenteras situadas enfrente, al final de la calle Argumosa, ya casi en la Ronda de Atocha. Y  aunque no sea posible seguir una trilogía cromática como la de las pelis de Kieslowski, con su azul y su blanco correspondientes (¿y quiénes harían de Juliette Binoche e Irène Jacob? ¿Quizá Pé y Pilar López de Ayala?), sí que podemos encontrar otro color representativo de Madrid: el tono teja o canela, color local por antonomasia debido a la profusión de edificios de ladrillo visto. El Auditorio Nacional se hace eco de ello, en su aspecto como de construcción infantil formada por bloques sencillos y piececitas apilables.

 

Dejando a un lado los colores y centrándonos en elementos tridimensionales característicos de la ciudad, no podemos omitir la presencia de aparatos de aire acondicionado presentes en un porcentaje alto de balcones, y en los que ya apenas reparamos. Si tuviéramos que explicarle a un amistoso habitante de Marte de ojos almendrados y piel verdusca qué son esos aparatos no tendríamos que hacer muchos aspavientos: sólo con que experimente  la poco afable temperatura que alcanza la ciudad en el mes de julio, él, con sus movimientos siempre gráciles, asentiría con la cabeza mostrando haber comprendido perfectamente. Expliquémosle también todo sobre el escaparatismo hostelero madrileño, con sus correspondientes animales de tierra y mar expuestos sin sarcófago. Hagámosle comprender la convivencia de pulpos, centollos y piernas de lechazo colocados sofisticadamente en vitrinas para disfrute o repugnancia visual de los paseantes. Pero atrévase a entrar, hombre: esos animalillos o están muertos o son inofensivos gracias a la cinta aislante que rodea sus pinzas, en el caso de los bogavantes. Una vez dentro del bar-restaurante de turno y dejando a un lado la felicidad obtenida por la dosis de pulpo y pimentón que nos hayamos comido, nos topamos de lleno con otro elemento patrimonial, esta vez auditivo: el repertorio fraseológico del hostelero madrileño, cuya expresión “oido cocina” es un ejemplo aplaudible de economía del lenguaje, una modalidad hostelera del cambio y corto empleado en la jerga bizarra de la comunicación por walkie-talkie. El lenguaje camareril tradicional no se debe perder. Al igual que el etnomusicólogo va por los pueblos grabando canciones populares interpretadas por ancianos desdentados, el habitante de Madrid debería grabar las frases del camarero madrileño, de ese que hace entrechocar las gordísimas tazas de cafetería que nunca, nunca parecen romperse. Pero ese lenguaje que divierte y repele al mismo tiempo se está acabando inevitablemente debido a la jubilación de sus generadores. Por eso urge crear una escuela de camareros a la madrileña donde se aprenda a proferir gritos ensordecedores, canturreos de coplas y melodías en desuso y, de repente, una inesperada frase ultracariñosa con profusión de diminutivos, del estilo de “un cafetito y una tostadita por aquí”.

 

Los costumbristas que anden al acecho de sonidos darían lo que fuera por hallar la melodía de la armónica del afilador en medio del bullicio de una capital de varios millones de habitantes. Con paciencia y aguzando el oído la encontrarán. Es real que se oye en ocasiones la escalita sonora que, a modo de flauta de Hamelin, anuncia la llegada del profesional que convertirá nuestros cuchillos y tijeras en instrumentos peligrosos. Por supuesto, el afilador no ejerce su profesión en las inmediaciones de la torre Picasso, ni en las del recinto ferial de Campo de las Naciones: se presenta en Lavapiés o en el Madrid de los Austrias con disimulo, y con su silbidito artificial a modo de contraseña ofrece sus servicios a los vecinos.

 

Al abandonar el mundo del oido y pasar al apartado de olores se hace necesaria una mención de honor a uno bien tradicional y casi exclusivamente experimentado por mujeres. Todas aquellas que hayan dejado Madrid en favor de ciudades como Helsinki o Chicago no podrán sino echar de menos el olor de la cera caliente de la peluquería de turno, con sus connotaciones de daño pero también de alivio final tras el pleno cumplimiento de los códigos estéticos vigentes en Occidente.  Pero Occidente es más variado de lo que nos quieren hacer creer las mentes globalizantes, de ahí que al volver a Madrid tras visitar otras ciudades comprobemos con ¿alivio? ¿sorpresa? que el patrimonio oloroso del centro turístico de Madrid aún no está emparentado con el olor a mantequilla refrita tradicionalmente imperante en los centros de las ciudades angloamericanas. Ese aroma corporativo de zona turística sobreiluminada que hace que lugares tan alejados el uno del otro como Picadilly Circus o Times Square huelan atrozmente igual, todavía no ha llegado a la puerta del Sol, a la Plaza Mayor o a la Gran Vía: se limita a permanecer en cadenas de establecimientos conocidos por todos y por el momento no se atreve a salir, como si supiera que va a ser considerado aroma inaceptable. Por supuesto que la idea de fritanga está por todas partes en Madrid: en la croqueta, en la tajada de bacalao rebozada de Casa Labra, en los terroríficos zarajos y gallinejas de las verbenas, sí, pero es fritanga elaborada con una grasa que suponemos mediterránea, que suponemos procedente del fruto del olivo, y aunque no sea  ni mejor ni peor, es al menos distinta al spray ambientador modelo centro urbano con neones y atracciones turísticas.

 

Al abandonar el universo del olfato y pasar al gustativo empezamos a salivar de inmediato pensando en las especialidades de ciertos restaurantes y tabernas. Razones no faltan: sin temor a equivocarnos podríamos considerar las croquetas (bueno, no todas las croquetas) como patrimonio papilar de Madrid. Pero aquí nos estamos refiriendo a los sabores madrileños que, a modo de magdalena o donut proustiano nos retrotraerían inmediatamente a esta ciudad. La idea sería: muerdo esto y me sabe a Madrid, al igual que un chupa-chups Kojak con su centro de chicle harinoso y sobreedulcorado nos sabe automáticamente a infancia. Uno de los principales candidatos a ser designado sabor oficial de la ciudad sería el bocadillo de calamares que, no nos engañemos, va a desaparecer pronto del escenario madrileño. Somos nosotros quienes debemos preservar el recuerdo de su sabor para explicárselo a los niños del futuro (“en esta ciudad, mis queridos niños, hubo una vez bocadillos de calamares cortados en aros, enharinados y fritos en aceite muy caliente”). Y al decir aceite se nos viene también a la cabeza el vinagre que lo acompaña en las ensaladas y que es el principal responsable de la conservación de aceitunas y boquerones, alimentos que ya poseen la ciudadanía madrileña, como casi le ocurre al sushi de atún.

 

La tarea de encontrar los sabores más representativos de la ciudad no es sencilla pues el muestrario de sabores identificables con Madrid ha crecido exponencialmente en los últimos años, y más que siguen llegando de la mano de los nuevos habitantes que aquí se instalan. Quizá tengan que pasar décadas para que el dulce de leche o el de guayaba sean tan asociables a Madrid como el curry lo es a Londres. Mientras tanto, el hipercalórico manjar se va filtrando en silencio en tartas, helados y alfajores y sin darnos cuenta nos adaptamos a él (no nos resulta difícil); como quien no quiere la cosa le decimos al heladero que en esta ocasión sustituiremos la bola de chocolate blanco de siempre por una del adictivo dulce. Y es que a Madrid hay que transmitirle lo nuevo engañándolo como se engaña a un niño al darle una medicina disimulada con un terrón de azúcar, pero una vez que ha decidido adoptar la nueva costumbre, se hace adicto tanto al terrón como al medicamento.

 

Por último, no debemos dejar de lado el patrimonio táctil de Madrid, que incluiría sin duda esas paredes de gotelé en altorrelieve, fieles imitaciones de paredes intestinales en las que es posible masajearse la espalda si uno se frota convenientemente. Llegará un día en el que se erradique el gotelé. Ese día, muchos descorcharán botellas de cava para celebrarlo, pero años después les entrará la nostalgia y buscarán de nuevo el gotelé para tocarlo y experimentarlo, y el único lugar del universo donde quedarán restos será Madrid. Aquí permanecerá, iluminado desde el techo por una luz fluorescente que lo sombreará de manera expresionista, y vendrán hordas de turistas a verlo, sin distinción de raza, credo o nacionalidad, y esos mismos visitantes experimentarán la solidez del chocolate a la taza, que se ha de medir en gramos y no en centilitros porque es sólido y tridimensional: pesa y ocupa espacio. Desde aquí hacemos un llamamiento al viajero francés, sueco o suizo que, desconocedor de esta realidad, pedirá un chocolatito ligero para rematar su cena y no logrará conciliar el sueño tras la experiencia contundente. Y ya para terminar, sería imperdonable que nos olvidásemos del tacto del armiño ficticio de la capa del rey Mago de la cabalgata del 5 de enero, o del placer táctil de la barba de pelo tan falso como suave del concejal del Ayuntamiento elegido para hacer de Melchor o de Gaspar ese año: ¿Se os  ocurren mejores texturas para una ciudad?