La espléndida labor realizada por Jon Kortázar al frente de la poesía vasca escrita en euskera, deberá asomarse también a este Sediento de mar de Pello Otxoteko (1970). Un libro escrito en origen en euskera y posteriormente traducido por el autor al castellano. Cuentan mis confidentes vasco parlantes, pues cuanto recuerdo apenas da para preguntar dónde está Ondárroa, que el ritmo grave de la traducción refleja bien el original y no hay demasiada pérdida. Añaden, sin embargo, que brilla más la redacción en euskera por los ritmos internos, y también por la contundencia sentenciosa con que se emplea en el verso libre la madurez reflexiva y agonista del irundarra.

Sediento de mar, despliega sus velas en el Pequod del capitán Ahab (nave donde se mezclan todas las razas, quizá haciendo referencia a la tribu de ese nombre, extinguida por otra parte) con “La balada de Ismael” y las cierra con el naufragio o encuentro con la ballena. O, si prefieren, con el encuentro con cada uno mismo, simbolizados con explicitud en el último poema de la segunda parte, “Desterrados de ser”. Una obertura y un colofón abren y cierran esta partitura lírica, enmarcando el asunto de la meditación sobre nuestra existencia al hilo de la llamada poesía de la edad. Sediento de mar, desde la misma explicitud del título, habla de ese abocamiento. Y así, desde esa perspectiva reflexiva sobre el sinsentido de ser o de ser para la muerte, nada nuevo hay en ello, muestra el centro del canto el poeta vasco, con sus intermezzos y pausas, vericuetos que apenas se distaren del camino, en su viaje a cuando avecina “el destierro de mi noche”. O ese encuentro con ballena propia, que ha sabido simbolizar en inicios y finales, asida a las bordas de “nuestra impotencia” en ese adentramiento simbólico o paralelo a los mundos de Melville. Asume o comprende bien Otxoteko que “Los asideros son escasos en el mundo”, aunque existan txalupas y balsas salvavidas un instante, la circunstancia o la poesía misma, fámula de esa vida a la que ruega “ofréceme al menos el don de escribir”. Poesía como comprensión o placebo contra el aguijón de la vida, bien descrita como mero aguijón hiriente sobre el animal herido, sobre nuestra animalidad de fondo, que nos impulsa a vivir mientras nos interrogamos. Ya lo contó en su momento la genialidad de Juan Ramón Jiménez.

Sediento de mar, no es un planto, sino una reflexión elegíaca, es un esfuerzo de contención meditativo, apesadumbrada en el tono y pretensión, nunca lacrimógena, sobre “nuestra trágica existencia”. A veces, sin embargo, los instantes mágicos como “la cabeza de mi hijo al otro lado del cristal”, la verdad de la inocencia y la nube del no saber, salvaguardan. O la esencia del paisaje, de la rama y la hoja, de la piedra o la mera lluvia “la verdad de este mundo”, a pesar de que siempre echa la red al fondo. Algo que repetía el último José Ángel Valente, e impone a las palabras su rescoldo: “las cenizas/ nos susurran verdades silenciosas”.