A su muerte el pasado mes de agosto, se hizo realidad algo que las letras árabes ya venían sospechando desde hacía un par de décadas: que Mahmud Darwix (1941-2008) ha sido el poeta árabe más determinante del siglo XX. El acuerdo fue casi unánime, y rebasó con creces las valoraciones de circunstancias que rodean al óbito de una figura de relieve. Sólo se recuerda en las letras árabes un asenso y un despliegue de duelo y encomio parecido: el que suscitó la muerte del premio Nobel de literatura Naguib Mahfuz. De hecho, entre los lloros más recurrentes se hallaba el de que Darwix hubiera muerto sin conquistar tal premio, para el que estuvo propuesto en varias ocasiones y al cual podría haber aspirado —pese a la dificultad intrínseca que implicaba su consecución para un autor que no tenía un Estado detrás, y sí delante y como enemigo a un fiero Estado— de haber vivido aún unos años. No en vano, en el momento de su muerte el reconocimiento internacional de su obra no hacía sino crecer. Pero entre los árabes, de Casablanca a Qátar, de los grandes periódicos árabes de Londres a las revistas literarias de El Cairo y Beirut, hubo acuerdo. El propio Darwix había dicho en alguna entrevista —trance que él convertía en un ejercicio de crítica literaria— que la posteridad es un billete de lotería que uno compra en vida y, nada más morir, sabe si le ha tocado... Si estaba en lo cierto, puede descansar tranquilo.

            Ese estatuto de maestro incontestado lo adquirió Darwix sometiendo su carrera poética a una evolución permanente. Esto, que parece ocurrir con frecuencia entre toda suerte de poetas, no es tan frecuente como se creería, y menos aún entre poetas exitosos, poetas que desde muy jóvenes han gozado de refrendo y exaltación. Tras haber dado pie a finales de la década de 1960, en compañía del también palestino Samih al-Qásim, a lo que entonces se llamó “poesía palestina de resistencia”, Darwix no se limitó a ello, no se quedó encerrado en tal cosa, sino que sometió su poesía a un grado cada vez mayor de complejidad arquitectónica y musical, siempre en diálogo con la gran tradición poética árabe: la de la casida, el poema de métrica y estructura codificadas, que él supo modernizar y reinventar. A lo largo de todas sus etapas poéticas, que grosso modo coinciden con los distintos destinos de su exilio (El Cairo, Beirut, París, Ammán/Ramala), Darwix supo escribir poemas considerados clásicos, que gozan del estatuto de ingenuidad ejemplar de la verdadera poesía. Dominó el poema en prosa (por ejemplo, “Cuatro direcciones personales”), el poema largo (“Fue lo que había de ser”), el poema-libro (Mural, Estado de sitio), el poema breve (“A mi madre”), la canción (“Rita y el fusil”). De todo ello se halla muestra en nuestro tomo Poesía escogida, 1966-2005 (Valencia, Pre-Textos, 2008), cuya selección supervisó el propio poeta. A la vez, y a lo largo de los años, Darwix desarrolló una importante obra en prosa, en la que destaca su libro final, En presencia de la ausencia, donde indaga en la construcción de la identidad personal, en su caso marcada por la Nakba, el Desastre palestino de 1948, fruto de la creación del Estado de Israel y de la expulsión de 800.000 palestinos de sus tierras, entre ellos el niño Darwix y su familia.

           Es el tema de la construcción nacional palestina uno de los que más quebraderos de cabeza dio a Darwix. Junto a Edward Said, Darwix se vio alzado desde el comienzo de su carrera a la condición de conciencia nacional palestina. Se esperaban sus poemas y sus palabras como oráculos sobre la condición palestina. Él lo que pretendía era que hablaran de la condición humana, simplemente. En ella debía estar incluida la tragedia palestina, y en ésta aquélla. El mismo Said lo relacionó con poetas como Yeats, Ginsberg o Walcott, poetas de un pueblo, de una cultura específica, poetas del epos, desde el que se alzan al dominio universal.

          Los poemas que presentamos a continuación pertenecen a su obra La huella de la mariposa (Ázar al-faracha),[1] el último de sus libros poéticos. En él Darwix vuelve a una de las variedades poemáticas en las que más destacó: el poema en prosa, que aquí cultiva de una forma más suelta y desembarazada, cercana a veces al apunte prosístico o al aforismo, y bajo una estructura general de diario poético.

 

MAHMUD DARWIX

El mosquito

El mosquito, femenino en mi lengua, es más letal que la calumnia. Además de chuparte la sangre, te fuerza a una batalla absurda. Siempre te visita en la oscuridad, como la fiebre a al-Mutanabbi. Zumba y zuñe como un avión de guerra al que no oyes hasta que ha alcanzado su objetivo. Tu sangre es el objetivo. Enciendes la luz para ver dónde está y se esconde de tus malas intenciones en cualquier rincón de la habitación, y luego va y se posa en la pared... a salvo, pacífico, como si se hubiera rendido. Intentas matarlo con un zapato, pero te burla, se escapa y reaparece cínicamente. Le insultas en voz alta pero ni se inmuta. Le invitas a negociar una tregua con voz amigable: ¡Duérmete y yo me duermo! Crees que le has convencido, apagas la luz y te duermes. Pero cuando te ha vuelto a chupar la sangre, zumba otra vez avisando de una nueva incursión. Y te empuja a una batalla colateral con el insomnio. Enciendes la luz por segunda vez y haces frente a los dos —a él y al insomnio— leyendo. Entonces el mosquito aterriza en la página que estás leyendo, y te regocijas en secreto: ¡Ha caído en la trampa! Cierras de golpe el libro: Lo he matado... lo he matado. Lo abres para jactarte de tu victoria y no hay ni rastro del mosquito ni de las palabras. ¡El libro está en blanco! El mosquito, femenino en mi lengua, no es una alegoría, ni una metáfora, ni una metonimia. Es un insecto al que le gusta tu sangre. La huele a veinte millas. Y sólo hay un medio para arrancarle una tregua: que cambies de grupo sanguíneo.

¿POR QUÉ? ¿A SANTO DE QUÉ?

Se da ánimos hablando consigo mismo mientras camina solo. Palabras que no significan nada, y que no quiere que signifiquen nada: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» No es su intención quejarse o hacer preguntas, o frotar una expresión con otra para que prenda un ritmo que le ayude a caminar con la agilidad de un chaval. Pero es lo que sucede. Cada vez que repite: ¿Por qué? ¿A santo de qué?, siente que está en compañía de un amigo que ha venido a ayudarle a sobrellevar el camino. Los transeúntes lo miran con indiferencia. Nadie piensa que esté loco. Le creen un poeta, un soñador errabundo poseído por una repentina inspiración del demonio. Pero él ni se da cuenta de qué le aflige. No sabe por qué se acuerda de Gengis Jan. Quizá porque ha visto un caballo sin montura nadando en el aire, sobre los edificios destruidos del fondo del valle. Continúa caminando con un solo ritmo: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» Y antes de llegar al final del camino que sigue todas las tardes, ve a un viejo inclinado junto a un eucalipto, el bastón apoyado en el tronco, que se desabrocha los botones de los zaragüelles con mano temblorosa y mea mascullando: ¿Por qué? ¿A santo de qué? Las chicas que suben del valle no se contentan con reírse del viejo: le tiran bayas de pistachos verdes.  

OJALÁ SE NOS ENVIDIE

A esa mujer que camina deprisa, con una manta de lana y un cántaro por corona... que arrastra de la mano derecha a un niño y de la izquierda a la hermana de éste. Que detrás lleva un rebaño de cabras asustadas. A esa mujer que huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido... la conozco desde hace sesenta años. Es mi madre, que me dejó olvidado en un cruce de caminos, con una cesta de pan reseco, una vela y una caja de cerillas estropeadas por el rocío.


A esa mujer que ahora veo en la foto de la pantalla a color del móvil... la conozco muy bien desde hace cuarenta años. Es mi hermana, que completa los pasos de su madre ―mi madre de camino al desierto: huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido.


A esa mujer que veré mañana en el mismo escenario, la conozco también. Es mi hija, a la que he abandonado en mitad de los poemas para que aprenda a andar y eche a volar hacia lo que hay detrás del escenario. Ojalá cause la admiración de los espectadores y la desilusión de los cazadores. Y mira por dónde, un amigo astuto me dice: Es tiempo de que pasemos, si es que podemos, de un asunto por el que se nos compadece... ¡a uno por el que se nos envidie!

CUESTIÓN DE PERSPECTIVA

Lo que distingue al narciso del girasol es lo que diferencia dos puntos de vista: el primero mira su imagen en el agua y dice: No hay yo sino yo. El segundo mira al sol y dice: Qué soy sino lo que adoro.

Y por la noche, se reduce la diferencia y se agranda la glosa.

OJALÁ EL JOVEN FUERA ÁRBOL

El árbol es hermano del árbol, o un buen vecino. El grande se inclina sobre el pequeño, y le da la sombra que le falta. El alto se inclina sobre el bajo, y le envía un pájaro que le acompañe de noche. No hay árbol que hurte el fruto de otro, o que se mofe de él si es estéril. Ningún árbol mata a otro ni imita al leñador. Cuando se hace barca, aprende a nadar. Si se hace puerta, día y noche es guardián de los secretos. Si se hace banco, no olvida que antes tuvo un cielo. Y cuando se hace mesa, enseña al poeta a no ser leñador. El árbol es absolución y vigilia. No duerme ni sueña. Vela por los secretos de los soñadores, día y noche en pie. En pie protegiendo a los transeúntes y al cielo. El árbol es oración vertical. Implora a lo alto. Y cuando se dobla un poco por la tormenta, lo hace con el empaque de una monja, la mirada en lo alto... en lo alto. Dijo en la antigüedad el poeta: «Ojalá el joven fuera piedra». Ojalá hubiera dicho: ¡Ojalá el joven fuera árbol!

 

EN CÓRDOBA


Las puertas de madera de Córdoba no me invitan a pasar y darle recuerdos damascenos a una fuente o un jazmín. Camino por los estrechos callejones un soleado y apacible día de primavera. Camino ligero, como si fuera huésped de mí mismo y de mis recuerdos, como si no fuera una pieza de museo sobre la que se vuelven los turistas. No le doy una palmada en la espalda a mi pasado con alegría incomparable, como un poema aplazado esperaría de mí. Ni me asusta la nostalgia desde que sobre ella cerré la maleta, sino que me da miedo el mañana que galopa ante mí con pasos eléctricos. Y cada vez que le importuno, me reprende: Ocúpate del presente. Pero hay demasiados poetas en Córdoba. Extranjeros y españoles. Hablan del pasado de los árabes y del futuro de la poesía. Y en un jardín, con pocos árboles y poco de todo, al ver una escultura de dos manos dedicada a Ibn Zaydún y Wallada, le pregunto a Derek Walcott, uno de mis poetas favoritos, si sabe algo de la poesía árabe, y no se disculpa cuando responde: No, nada en absoluto. Y aun así, pasamos juntos tres días sin parar de reír y bromear sobre la poesía y los poetas, a los que él describió como ladrones de metáforas... Me preguntó: ¿Cuántas metáforas has robado? Y no supe contestar. Rivalizamos tonteando con las cordobesas, y me preguntó: Si te gusta una mujer, ¿vas y le hablas? Le dije: Mi valor depende de su belleza... ¿Y tú? Dijo: A mí, si me gusta una mujer, es ella la que viene a mí. Le dije: Claro, tú eres ángel y demonio... lo que yo no sé ser. Y su tercera mujer se reía. En Córdoba, me paré ante un portalón de madera y me busqué en el bolsillo las llaves de mi vieja casa, como hizo Nizar Qabbani. No se me escaparon las lágrimas, porque la nueva herida tapaba la cicatriz de la vieja. Pero Derek Walcott me cogió por sorpresa con una pregunta hiriente: ¿De quién es Jerusalén? ¿Vuestra o de ellos...?

 

EN MADRID


Sol, llovizna, primavera vacilante. Los árboles son altos y viejos en el jardín de la Residencia de Estudiantes. Las veredas, pavimentadas con piedrecillas, hacen que caminar se acerque más bien a un ejercicio burlesco de flamenco. Una luz temblorosa agujerea las sombras. Desde esta colina nos asomamos a Madrid, que se extiende abajo como un estanque verde. Mark Strand, el poeta americano-canadiense, y yo nos sentamos en unas sillas de madera a hacernos fotos con los estudiantes, y a firmar nuestros libros traducidos al español, a cual de los dos más dispuesto a ocultar la alegría del poeta ante un lector desconocido, inesperado... ante el viaje de la poesía que se escribió en una habitación cerrada hasta este jardín. Se me acercó una señora elegante y me dijo: Soy sobrina de Lorca. Le di dos besos para aspirar lo que de los brazos de él quedara en ella. Y le pregunté: ¿Qué recuerda de él? Me respondió que había nacido después de que lo mataran. Le dije: ¿Sabe cuánto nos gusta? Y dijo: Todo el mundo dice lo mismo, es un orgullo para mí. Es un símbolo. El director de la Residencia me explicó que éste es un lugar emblemático de Madrid. Quien no lee poesía aquí es un pelagatos. Aquí vivieron Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Dalí. Al final del encuentro, me pidieron que le hiciera una pregunta a Mark Strand. Le pregunté: ¿Cuál es el límite preciso entre el verso y la prosa? Titubeó, como hacen los verdaderos poetas ante una definición difícil, y dijo, él que escribe verso libre: El ritmo, el ritmo. La poesía se distingue por el ritmo. Y cuando salimos al jardín a pasear por las veredas de piedrecillas, no hablamos mucho para no romper el ritmo de la noche sobre los altos árboles. No sé por qué me vino a la cabeza la aguda frase de Nietzsche: “La sabiduría es el conocimiento privado del canto”.

 

BOULEVARD SAINT-GERMAIN 

 

Me dice George Steiner: El poeta ha de ser huésped... Yo le digo: ¡Y hospedero!

Las hojas secas, caídas de un árbol que se desnuda, son palabras en busca de un poeta hábil que las devuelva a las ramas.


Cada vez que el ritmo se esconde en la imagen, la música se hace compañera de la idea.


Sentado con Peter Brook, los pájaros de Aristófanes y de Farid al-Din al-Attar sobrevuelan nuestras cabezas en un viaje compartido hacia los límites del significado.

¿Exilio? El visitante lo añora: es la excursión del pájaro en un viaje en el que nadie pregunta: ¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres?

En el autobús, miro la acera, y me veo sentado en la parada ¡esperando el autobús!

Fingir una difícil neutralidad, en el poema y la novela, es el único delito moral que se perdona.

Romper el ritmo, de vez en cuando, es una necesidad rítmica.

Dejo el otro lado de mi vida donde quiere quedarse. Y sigo a lo que queda de mi vida en busca de su otro lado.
Mis sensaciones brincan ante mí, llevan paraguas y caminan bajo la lluvia. Mis sensaciones son un hecho externo como la lluvia.

El viento de otoño barre la calle y me enseña el arte de reducir. De reducir lo que se escribe.



[1] De próxima aparición en la editorial Pre-Textos.