El día que tuvo lugar esta entrevista Manuel Borrás, uno de los artífices de la editorial Pre-Textos, había llegado de Nueva York a Valencia y allí había cogido otro avión rumbo a Madrid para participar en un taller de edición en La Casa Encendida. No es infrecuente este tipo de combinaciones en la agenda de este editor viajero, que, lejos de la imagen del profesional leyendo tranquilamente, desconectado del mundo, escondido tras una pila de manuscritos –imagen, por otra parte, ya antigua porque la tecnología, las circunstancias, el ritmo veloz de los tiempos que vivimos, lo han modificado todo– ha montado su oficina en los aeropuertos, a bordo de aviones que le conducen allí donde está el mercado potencial de sus libros.

Ya de niño, cuando descubrió a Rubén Darío y quiso saber en qué lugar del mapa estaba Nicaragua, la tierra del poeta, Borrás realizó un primer viaje imaginario, trazó un puente invisible, con ese territorio inmenso, diverso, con el que compartimos la misma lengua. Visto con perspectiva, él interpreta ese dato en su biografía, como un adelanto, como una señal de lo que iba a ser la ruta futura. Es fácil convencerse de ello mientras se le escucha hablar de Latinoamérica como una segunda casa, de la experiencia de ser considerado como un igual en países como Colombia, Venezuela, Argentina o Perú, cuyas literaturas Pre-Textos ha contribuido a difundir mucho antes de que la crisis económica obligase a mover ficha, a probar suerte en la otra orilla.

El día que tuvo lugar esta entrevista, durante el taller de edición, contaba Borrás a los alumnos que la seducción es parte importante de la labor de pedagogía que debe ejercer el editor. “Un seductor”, les decía, “es quien crea estados de perplejidad en los otros para despertar su interés”. Contaba que siempre ha editado aquello que no ha sido capaz de olvidar y ponía de manifiesto su convencimiento de que, por obligación moral, a los autores en los que se cree hay que apoyarlos aún en su propio fracaso. Representante de esa especie cada vez más rara y escasa del editor literario, para el que la calidad de sus elecciones, de su catálogo, sigue siendo lo primero; ejemplo a seguir por los nuevos impulsores de sellos independientes, si algo caracteriza a este hombre inquieto es el entusiasmo y las ganas de seguir apostando por aquello en lo que cree.

Son ya casi 40 años, 40 años de travesía junto a Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba, el trío de los Pre-Textos. Lejos queda ya aquel 1976 en que la editorial inició su andadura desde Valencia y, sin embargo, la pasión por editar sigue intacta. “Ya tocaría parar un poco, pero los tiempos han venido mal dados y hay que seguir en la primera línea de batalla”, señalaba Borrás. “La verdad es que todos estos años se me han pasado volando porque los he disfrutado y puedo decir que no me arrepiento de nada de lo que hemos hecho, porque incluso esos libros que han pasado sin pena ni gloria, de los que apenas hemos vendido un puñado de ejemplares, nos siguen pareciendo buenos”, me aseguraba mientras, ya sentados frente a frente, en el inicio de la conversación, se disponía a mirar hacia atrás, hacia los comienzos.

- Vuestro caso es muy especial. Normalmente detrás de un sello destaca el nombre de un editor, pero vosotros sois tres desde el principio, tres muy bien avenidos. Se trata de una relación personal y profesional que arranca de muy atrás y se mantiene imperturbable con el paso del tiempo.

- Sí. Manolo y yo fuimos al Colegio alemán de Valencia y allí nos hicimos amigos a partir de los 14 años. Teníamos las mismas afinidades. Compartíamos e intercambiábamos experiencias de lectura. A Silvia la conocimos cuando aún estaba en el instituto y nosotros ya habíamos entrado en la Facultad de Filosofía y Letras. Era también una chica muy lectora y poco después empezó a hacer filología italiana. Silvia fue la única que no terminó su carrera porque la editorial se hizo realidad y comenzó a trabajar en ella desde un principio.

- Repasando el recorrido de Pre-Textos veo que en su origen, mejor en sus antecedentes, hay un hecho doloroso, el suicidio de un amigo, que fue muy importante para vosotros.

- Sí. Volvemos a la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia. Manolo Ramírez y yo teníamos 17 años y conocimos en el bar de la universidad a un chico mayor que se fijó en nosotros porque leíamos, entre otros, a Georges Bataille. Se llamaba Eduardo Hervás, escribía y estaba dándole vueltas a un proyecto editorial muy modesto para publicar lo que hacían sus amigos. Enseguida nos propuso colaborar y fue él quien nos inoculó el primer veneno de la pasión por la letra impresa. La editorial no llegó a crearse porque, desgraciadamente, Eduardo se suicidó. Fue una experiencia muy dolorosa, muy impactante para nosotros, que nos quedamos como huérfanos en todos los sentidos. La ilusión se había roto y en el segundo curso, ya nos habíamos dado cuenta de que aquellos estudios nos servían de muy poco. Los momentos históricos que vivíamos, el exceso de política, lo marcaba todo. No había lugar para la cultura y llegó un momento en que decidí tirar la toalla. Fue mi padre, un hombre sensible, que era para mí como un padre-abuelo, ya que me llevaba 50 años, quien me convenció de seguir adelante con los estudios para demostrarme que era capaz, que los acontecimientos no eran más fuertes que yo. Y fue también él quien nos animó a continuar con el plan paralelo de la editorial, porque nunca nos había visto tan entusiasmados y porque era el mejor modo de perpetuar la memoria de nuestro amigo. Sus argumentos fueron decisivos. Recuerdo que al escucharlos se me encendieron las luces. Él nos impulsó a emprender el camino y también nos prestó su apoyo económico.

 

“La cultura sirve para sobrevivir”

- Eso sí que es algo inusual, tanto en esos tiempos como ahora.

-  Sí. Siempre nos hemos considerado afortunados porque nuestras familias nos apoyaron muchísimo, sin que en ninguna de las tres, ni en la de Manuel Ramírez, ni en la de Silvia, ni en la mía, hubiera un antecedente de editores o de escritores. La única coincidencia es que nuestros padres eran muy lectores y que nosotros nos hicimos adictos a la lectura porque seguimos su ejemplo. En mi caso concreto, hay dos mujeres, dos seductoras maravillosas, que me condenaron a ser lector. Una fue mi madre, que me transmitió el gusto por la literatura escrita, y la otra se llamaba Eugenia y era una cocinera extremeña que trabajaba en mi casa. Le perdí el rastro a los 12 o 13 años, pero nunca olvidaré las historias que contaba. Nadie lo hacía mejor que ella y yo la adoraba. Siempre digo que tuve el privilegio de que la literatura llegase a mí por las dos vías naturales: la vía oral, la de Eugenia, y la vía escrita, que era la de mi madre. Siempre digo también que tuve la grandísima suerte de nacer en el seno de una familia con una biblioteca, que parece una perogrullada, pero que es algo excepcional porque en mi infancia no era habitual que en las casas hubiera libros. En eso, por desgracia, las cosas no han cambiado tanto. En una encuesta reciente un gran porcentaje de españoles reconoce que no han tenido un solo libro en las manos en toda su vida, a excepción de los de texto. El dato es como para reflexionar muy seriamente y considerar que este país está enfermo. No creo que la cultura sea la supervivencia por antonomasia, pero es indudable que sirve para sobrevivir, que en ese sentido nos puede resultar muy útil.

- Volviendo a Pre-Textos. ¿Cuál fue la filosofía de sus inicios, esas ideas que se han mantenido inalterables a lo largo del tiempo?

- Podemos decir que las ideas fundadoras se han mantenido y se han ampliado con el discurrir de los años. Nuestra intención inicial era la recuperación de la memoria del exilio español republicano, algo que considerábamos esencial. Los tres pertenecíamos a familias del bando ganador entre comillas. Mi padre era un señor de derechas, un liberal monárquico que jamás comulgó con Franco. El padre de Manuel Ramírez era un hombre de centro-izquierda, que podríamos situar hoy en el espectro del socialismo de verdad, y la madre de Silvia –su padre murió cuando era muy pequeña– también pertenecía a una familia de los hipotéticos vencedores de la Guerra Civil. Nosotros crecimos con la sensación de que nos faltaba esa otra parte de España. Había tal desconocimiento de ese gran venero de nuestra cultura, esparcido por el mundo, que clamaba al cielo, y si algún sentido tenía la editorial era contribuir a recuperarlo. Esa pretensión nos marcó desde el principio, desde los años previos a la fundación de Pre-Textos, y, también estuvo siempre, aunque con una intensidad menor, el espíritu americanista. En mi caso, esa vocación nació desde que era muy pequeño y descubrí de la mano de mi madre la poesía de Rubén Darío. Para mí fue toda una revelación. Recuerdo que mientras lo leía quise saber más de Nicaragua. No tenía ni idea de la ubicación en el mapa de esa república americana y corrí a preguntarle a mi padre, quien, como siempre, me mandó a la Espasa. Aún me veo de niño, con el pequeño dedo recorriendo Centroamérica hasta que di con ese mínimo puntito que era Nicaragua. Ahora, visto retrospectivamente, ese fue el primer viaje imaginario que hice a América Latina. Ahí, en ese momento, ya fui consciente de la importancia que tenía la otra orilla respecto a esta orilla. Para mí era un misterio y una maravilla que a tantos miles de kilómetros de distancia se estuviera hablando y pensando en la misma lengua.

 

“Pre-Textos nació de una rarísima combinación: de la frustración y del entusiasmo”

- Nacisteis con la Transición. ¿Qué recuerdos guardas de ese 1976 en que Adolfo Suárez fue nombrado presidente del Gobierno?

- Pues recuerdo, sobre todo, la vocación y el entusiasmo que teníamos, algo que podemos traer perfectamente a la actualidad, porque no ha cambiado en absoluto. Por paradójico que resulte, Pre-Textos nació de una rarísima combinación: de la frustración y del entusiasmo. Empezamos a plantearnos la necesidad de una editorial cuando nos dimos cuenta de que la institución universitaria no nos iba a ser útil para nada, de que en vez de enriquecernos, nos vaciaba de conocimientos. Teníamos que encontrar un cauce de supervivencia vital que nos permitiera seguir respirando y la aventura que emprendimos fue nuestro pulmón. En aquellos momentos empezaba a haber atisbos esperanzadores, pero la normalización aún era muy precaria, algo que ahora, con la distancia suficiente, podemos corroborar. Yo no voy a negar el valor de la Transición democrática, pero también es cierto que se realizó de un modo renqueante. Nosotros entonces éramos muy jóvenes, pero teníamos la vitalidad de esa etapa de la vida que, además, para bien y para mal, es hipercrítica. Veíamos que había fallas en el proceso, que al ser una Transición pactada podía incidir en determinados vicios adquiridos. Hoy sabemos que ciertas claudicaciones fueron necesarias porque muchísimas cosas estaban en peligro, pero en ese momento pensábamos que no había que transigir con nada. Por desgracia, ahora estamos viendo que no todo se hizo bien, somos conscientes de las rémoras bestiales del proceso.

- ¿Crees que se ha abusado de la lectura en positivo, que se ha tardado demasiado en hacer autocrítica?

-  Hoy pienso que los hombres somos falibles y comprendo que se trató de hacerlo lo mejor posible dadas las circunstancias. Adolfo Suárez fue un hombre que supo, partiendo de donde partía, dar una respuesta puntual y coyuntural a un statu quo capaz de reaccionar de una manera tan violenta como le fuera posible. Tenemos muy presente la intentona de golpe de Estado, pero olvidamos que hubo otras muchas estratagemas, conspiraciones, para evitar el tránsito democrático en nuestro país. Todo eso debe tenerse en cuenta para poder hacer un análisis certero.

- Aunque antes decías que la política lo llenó todo en los primeros momentos, lo cierto es que la cultura fue ganando terreno. La década de los 80 fue una etapa dorada en ese sentido. Puede que la hayamos mitificado demasiado.

- Bueno, yo recuerdo el entusiasmo y la avidez que había por saber, por conocer, por informarse, la necesidad de acogernos a la cultura. Muchos compañeros de generación lo están analizando críticamente desde la distancia. Dicen que entonces éramos muy ingenuos y que, en realidad, lo que hubo fue una dispersión absoluta, que nada llegó a arraigar. Yo no lo veo así. Nosotros, por ejemplo, si hubiéramos sido tan dispersos, no habríamos sido capaces de mantener en el tiempo un proyecto tan plural como Pre-Textos. Aquellos fueron unos momentos de una gran excitación, en el mejor sentido de la palabra, y también de cierto temor, un cierto temor a que todo se viniera abajo porque era muy frágil, porque había muchos elementos contrarios a lo que estábamos viviendo. Eran frecuentes las amenazas, que nosotros vivimos, de grupos de extrema derecha. Muchas librerías, como la Alberti en Madrid, fueron quemadas simplemente por tener libros que esos grupos consideraban irreverentes o comunistas. Aquella era una España que, por fortuna, se ha atenuado mucho, pero que, en cierto modo, sigue ahí, latente. No acabamos de salir de la España sempiterna del nepotismo, el amiguismo, el corporativismo. Las raíces están ahí y son unas raíces muy profundas. Ya es hora de que nos propongamos finiquitar todo eso.

- Siempre habéis mostrado vuestro agradecimiento a la generación de editores que os precedieron, que fueron abriendo el camino...

- Sí. Yo siempre hablo de los hermanos mayores, de referentes como Esther Tusquets, Beatriz de Moura o Jorge Herralde, que acaba de cumplir los 80 y sigue al timón de Anagrama. No es que quisiéramos emularles porque partíamos de unos planteamientos totalmente distintos, pero no podemos dejar de reconocer que si nos atrevimos a hacer determinadas cosas fue porque nuestros hermanos mayores tomaron la delantera. Por eso siempre hemos dicho que somos sus deudores y siempre les hemos mostrado nuestro agradecimiento, así como a los impulsores de los sellos de poesía que nos precedieron, tanto a Visor como a Hiperión.

- También estaba Carlos Barral...

- Sí, pero a Carlos Barral lo sitúo en una generación anterior y lo considero más un autor que un editor, sin restar importancia a esa labor gracias a la que nos descubrió cosas maravillosas a toda una generación de españoles. Habría que establecer una línea divisoria entre el editor-autor y el editor-editor. Yo no puedo dejar de valorar las importantes aportaciones de los primeros, caso de Pavese y de tantos otros, al territorio de la edición, pero creo que cuando un editor es autor, por regla general, está algo más prejuiciado, mientras que el editor que no está sujeto a su propia obra es más libre, no es tan prisionero de una estética determinada. Eso no quiere decir que los editores no tengamos nuestras preferencias. Yo confieso que las tengo, pero también sé que debo estar muy atento a la polifonía de la época en la que vivo, sentirme como una esponja e intentar seleccionar lo mejor de las distintas tendencias, casas o escuelas para conformar el catálogo que ha de llegar a los lectores.

- ¿Qué cosas buenas tenía la edición cuando Pre-Textos se lanzó al ruedo? ¿Qué se ha perdido y qué se ha ganado por el camino?

- Pues, entre lo bueno de aquella primera etapa, estaba el riesgo, el riesgo de apostar por autores o por traducciones que se desconocían totalmente en el panorama español. Puede decirse que había más avidez, pero también creo, francamente, que precisamente por eso, por la avidez, por la velocidad, por estar en el mercado, se podían cometer más errores. La edición en España ha ganado mucho y ahora tenemos el ejemplo de los más jóvenes editores independientes, editores  cuidadosos, que tienen la firme intención de crear un catálogo y que, de algún modo, están planteando un cambio de paradigma. Puede que determinados medios no se den cuenta de ello, pero está surgiendo un nuevo público, lectores jóvenes que sienten una profunda desafección hacia los suplementos de libros de los periódicos convencionales. El descrédito de los mismos va en aumento por su servidumbre y su parcialidad. Siempre hay una industria editora detrás y, digan lo que digan, esos intereses priman. Por otro lado, las críticas que se hacen son intercambiables. Se habla de los mismos señores con similares elogios. Hay una magnificación del criterio único. No cabe la disidencia. No hay lugar para la diversidad, para el descubrimiento de otras cosas. Está claro, por ejemplo, que Javier Marías es bueno, pero si solo hablamos de Javier Marías estamos haciendo un flaco favor a nuestra cultura. Y hoy, insisto, hay gente joven que lee, que lee con criterio y que da la espalda al criterio único que se quiere imponer. A todo eso, además, hay que sumar algo terrible en este país que es el amiguismo. Aquí se confunde amistad con amiguismo, cuando la amistad lo que te impone es lealtad y la lealtad conlleva, por dolorosa que sea, la sinceridad. Yo a un amigo, por muy amigo que sea, si ha escrito un mal libro de poemas o una mala novela, tengo que decírselo. Y tendré que aplicarle el criterio de selección que aplico a cualquier otro, pero eso no es lo habitual.

- ¿Y la banalización de la edición, el imperio de los best-sellers?

- Bueno, la trivialización, el best-seller, se daba también en los años en los que nacimos como editorial. Lo que es indudable es que ahora se ha impuesto una lógica industrial a la razón literaria o cultural. Nosotros, por ejemplo, jamás hemos colocado en un libro una banda diciendo los miles de ejemplares que se han vendido porque nos parece que eso va en demérito del lector. Creer que el lector se va a decidir a comprar un libro simplemente porque ha habido 35.000 que le han precedido, es considerarlo tonto, torpe. El número de ejemplares vendidos es un dato interesante, pero no el único. Y, por otro lado, también debemos tener en cuenta que no todos los best-sellers son malos. Hay buenos libros que venden mucho y eso es algo que debemos celebrar. Yo, a veces, cuando me dirijo a los editores industriales lo que les digo es que me llama mucho la atención que utilicen todas sus energías y todo su esfuerzo, económico incluso, en vender malos productos, cuando podrían utilizar todo eso para vender productos de calidad. Vuelvo a lo de antes: En estos momentos en que se está santificando la banalización, la superficialidad, lo trivial, se considera que la gente es tonta y quizá la gente lo que espera es que se le de algo realmente de interés y mientras permanece hibernada, una hibernación que, por otra parte, a los poderes les viene fenomenal porque pueblo poco leído, pueblo ensimismado, pueblo dominado.

- Las estadísticas nos alarman con datos sobre los bajos índices de lectura, pero, sin embargo, las editoriales independientes viven un momento de florecimiento. ¿Cómo se explica esto?

-  Si damos por válido que un 30% de los españoles son los únicos que habitualmente tocan un libro, me parece un poco desaforado que haya tantísimas editoriales para tan poco pastel a repartir. Como decía antes, el surgimiento de jóvenes editores es muy positivo. Nosotros no les vemos como competencia, sino que nos sentimos muy bien acompañados por ellos. Lo que pasa es que, lamentablemente, todos estos nuevos sellos cuando vayan creciendo se van a encontrar con problemas muy serios de supervivencia. Hoy, más o menos pueden, como hicimos nosotros en nuestra época, crecer poco, tratar de ser un grupo restringido de gente, no multiplicar las servidumbres internas como elementos de supervivencia, pero cuando se alcanza un catálogo de más de 500 títulos, la cosa se complica, porque, ¿dónde se mete todo eso con un espacio lector tan precario? Ojalá en estos años –cinco, diez, quince– las circunstancias varíen y se dinamice un poco la cultura. Ahí todos tenemos mucha responsabilidad: los editores, los libreros, los críticos, los periodistas culturales y el público. El público lector tiene que manifestarse, porque detrás de cada lector se esconde un crítico honesto. Son los lectores los que tienen que decir: Ya está bien. No puede ser que haya suplementos literarios que sólo favorecen a unos cuantos. No puede ser que sean unos señores, gestores, dueños de medios que no sienten el más mínimo aprecio por los libros, los que marquen el criterio desde sus posiciones de poder. Estoy harto de escuchar a los responsables de esos suplementos decir que ellos no hacen más que cumplir órdenes. Se tiene que imponer un poco de ética.

- Si tuvieras que destacar tres o cuatro momentos importantes en la historia de Pre-Textos. ¿Cuáles serían?

- En la primera etapa fue muy importante que un personaje como Juan Larrea confiase en un proyecto que llevaban unos jovencitos entusiastas en España. Él fue el único, dentro de esa estela de la diáspora republicana del exilio español, que confió sin condiciones en nosotros. Otros como Jorge Guillén, María Zambrano, Julio Caro Baroja (que no estaba en el exilio, pero sí pertenecía al exilio interior, que también queríamos reivindicar) nos animaron y nos dijeron que el proyecto les parecía estupendo, pero que nos darían con mucho gusto un libro cuando tuviésemos un catálogo. Pero, ¿como íbamos a construir ese catálogo si ellos no nos confiaban sus obras?, les respondíamos. Juan Larrea, sin embargo, lo vio claro. Se puso en nuestras manos con una generosidad extrema, desde el principio hasta el final, y eso para nosotros fue un gran acicate. Más adelante, cinco o seis años después de la apertura de la editorial, se cruzó en nuestro camino el Premio Nobel a Elías Canetti. Nosotros estábamos ya casi a punto de tirar la toalla porque veíamos que seguíamos dependiendo del apoyo económico de nuestras familias respectivas y que no encontrábamos la forma de consolidar un espacio autosuficiente. Además, habíamos sufrido una serie de contratiempos. La distribuidora que nos llevaba fracasó y nos dejó colgados con un débito importante, sin poder recuperar tampoco parte del fondo. En esa situación, ya muy cansados, le concedieron el Premio Nobel a Canetti, justo cuando estábamos en el proceso de imprimir su libro Las voces de Marrakech. Fue para nosotros la constatación de que no estábamos equivocados. Venía a refrendar un trabajo y nos daba fuerzas para seguir adelante.

- Tu encuentro con Elías Canetti fue bastante novelesco...

-  Sí. Es una historia muy curiosa. A Canetti tuve la oportunidad de conocerlo por azar, antes del surgimiento de la editorial, cuando yo aún no había cumplido 19 años y estaba realizando un trabajo sobre la relación entre Wittgenstein, su editor Ludwig von Ficker y el poeta Georg Trakl en el departamento de germanística de la Universidad de Innsbruck.

Estaba hurgando en los archivos de la revista “Brenner” cuando se me acercó un señor mayor. Me preguntó qué es lo que estaba haciendo y me animó a seguir con ello. Habló conmigo durante unos cinco minutos y cuando se había ido le pregunté al jefe del departamento quién era. “¿No lo conoces? Tú que tanto interés tienes en la cultura centroeuropea debes saber que este señor es el único descendiente de Karl Kraus que está todavía vivo”. Yo no sabía nada de él. Me quedé muy impresionado y esa noche, en casa de un amigo arquitecto de mi familia, donde me invitaron a cenar, les conté el encuentro. Conmovidos me hablaron de la importancia de Canetti y me sacaron de la biblioteca un librito suyo, Las voces de Marrakech, para que lo leyese. Esa misma noche devoré el libro y pensé que si algún día me convertía en editor publicaría gustoso ese libro. El deseo se cumplió. Cuando fui editor publiqué el libro y de hecho ese libro nos salvó la vida. Siempre he pensado que ojalá Canetti hubiera sabido que en ese momento en el que saludó a ese joven curioso, en cierto modo, también estaba salvándole la vida.

[en un texto, sobre ese hecho crucial en su biografía, Manuel Borrás describe la impresión que le produjo el escritor alemán, de origen sefardí, su aspecto imponente y severo. “No se me antojó a bote pronto muy alto, aunque dada mi escala todos a mi lado me parecen gigantes. Más bien lo recuerdo como un hombre robusto, de gran cabeza, con cabello abundante, hirsuto y cano. Con un bigote poblado y tupido a lo Nietzsche, que le cubría muy densamente el labio superior, y tocado con unas gafas de ancha montura de concha oscura...”, ha escrito, recordando que el autor de La conciencia de las palabras le dijo que por sus venas corría sangre española y que su apellido venía del topónimo español Cañete...]

- ¿Algún otro momento destacable?

 - No puedo dejar de citar la amistad con personas como José Antonio Muñoz Rojas, que me falta todos los días, y, por supuesto, con Ramón Gaya, aparte de un amigo, un maestro. Puedo decir que no fui el mismo después de conocerlo. Me influyó muchísimo en la manera de ver el mundo. Me marcó el camino para fijar jerarquías de verdad, el espíritu crítico, el saber distinguir lo esencial de lo accesorio, sobre todo en materia estética, tanto en literatura como en artes visuales. Yo vivía entonces en una especie de caos amable y fue él, de una forma didáctica, quien me llevó a distinguir el grano de la paja; a ver, por ejemplo, que no es lo mismo un Velázquez que un Matisse (esas excelencias que hay en Velázquez y que Matisse ni siquiera había contemplado). A Gaya lo conocí también por casualidad. Recuerdo que leí una entrevista con él que me dejó absolutamente deslumbrado, sobre todo por la claridad y contundencia con la que se refería a una verdad que quizá nosotros no nos planteábamos ni siquiera acometer por el temor a ser acusados de reaccionarios. En su opinión, vivíamos insertos en una gran mentira global que dábamos todos por consensuada, cuando había que distinguir, asumir que no todo era válido y que, también dentro de lo válido, dentro de la excelencia, había categorías. Todo eso era aplicable al mundo de las artes, de la vida, de la literatura. Esa primera impresión que me produjeron sus palabras se acentuó cuando empecé a tratarlo y adquirí una conciencia de la realidad muy distinta a la que había tenido hasta entonces. Aprendí a aceptar la realidad con su criterio rectificador, un criterio que nos ayuda a sobrellevar las leyes que ésta impone, su faceta totalmente violenta y cruel. Pero para eso hay que saber aceptar, oír, reaccionar. Ahora, por ejemplo, estamos hablando de que la pobreza en nuestro país aumenta, pero lo tomamos como un dato estadístico y permanecemos impasibles. Pero tenemos que reaccionar contra eso. No podemos permitir que la gente sea más pobre. Eso no se puede aceptar en una sociedad avanzada, en una sociedad que se dice heredera de unos valores democráticos, incluso cristianos. Ramón Gaya decía, entre otras cosas, que Dios está en todos lados, menos en las iglesias. Cuánta razón tenía... Por fortuna hoy se está reaccionando a través de las movilizaciones sociales. Pero el gran problema de nuestras sociedades es que hemos perdido la conciencia de la proximidad; del próximo, del prójimo. Lo que yo vengo viendo desde hace bastantes lustros es la indiferencia ante el sufrimiento de los demás, ante la caída de los demás. Este es un país que celebra muchas veces la desgracia ajena y se encela contra los éxitos. Puede que suceda en otros lugares. No lo sé. Pero aquí es muy notorio. Gaya me enseñó a no ser indiferente. Todo lo que decía lo había encarnado en su propia vida. Fue un hombre muy consecuente en todas las etapas de su trayecto.

- ¿Qué es lo más placentero, lo que más te sigue gustando del trabajo de editor?

- A mí no hay nada que me satisfaga más que el descubrimiento de nuevas voces, de autores o autoras de los que previamente no supiera nada. Me encanta ese momento en que te mandan un libro para someterlo a juicio y de pronto ves que hay una obra estupenda. No se trata de descubrir a un escritor en términos absolutos, a la primera, pero sí de encontrar algún tipo de deslumbramiento, un fogonazo, un estilo... Hay que tener en cuenta que la naturaleza de la literatura es lenta, algo que también se ha desvirtuado en un presente en el que queremos la velocidad y creemos que va a surgir un genio cada dos por tres. Eso no es así. En Pre-Textos siempre hemos apoyado a los noveles, jóvenes y no tan jóvenes. Lo que realmente justifica a un editor es poner su yo en crisis apostando por valores no consensuados previamente. Lo que da sentido a nuestra labor es hacer posible que aquello que era desconocido tenga visibilidad. Es muy gratificante apostar por un autor y seguir acompañándolo en el camino, aunque te puedas sentir solo. Nos ha pasado muchas veces que nadie cree en una obra hasta que obtiene un premio determinado. Entonces te lo quieren quitar de las manos, se disparan las traducciones, pero esa obra era igual de buena antes de obtener el premio y resulta que tú, editor independiente, la descubriste y creíste en ella. Eso es muy satisfactorio, como el hecho de seguir  reeditando libros que publicamos a finales de los 70 y principios de los 80. Es la muestra de que no nos  habíamos equivocado.

- ¿Algún caso concreto que te apetezca destacar?

-  Hay muchísimos casos. Está, por ejemplo, el de Andrés Trapiello. Aunque él no acabe de reconocerlo, yo creo que hay un Andrés Trapiello de antes y después de la publicación de sus Diarios en Pre-textos. Si hay un consenso actual es que Trapiello es un gran diarista y un gran poeta. También ha dado muy buenas novelas, pero lo que es indiscutible es que su Salón de los pasos perdidos le ha dado un prestigio que no tenía antes, diga lo que diga o aunque me contradiga. Y está el caso de Juan Bonilla, al que descubrimos con El que apaga la luz y al que después se llevaron a golpe de talonario. A Bonilla no lo malograron porque es un animal literario, de un talento extraordinario; en mi opinión uno de nuestros autores con mayor futuro en el campo de la narrativa. Pero es muy peligroso imponer que se publiquen los libros precipitadamente, en el plazo más corto posible. Y, por seguir citando otros descubrimientos, tenemos, ya en el campo del pensamiento, a José Luis Pardo, a Giorgio Agamben o a Javier Gomá, de quien publicamos los dos primeros títulos de su tetralogía de la ejemplaridad (Imitación y experiencia y Aquiles en el gineceo).

- ¿Duele que te arrebaten a un autor al que has descubierto, por el que has apostado, a lo mejor cuando ningún otro era capaz de apreciarlo?

-  Duele. A mí especialmente me duele porque considero que tiene que haber siempre algún tipo de lealtad por parte del autor, lo cual no quiere decir que tenga que ser fiel al cien por cien a la editorial. Autores como Ramón Gaya, Darío Jaramillo, o el propio Bonilla, que ha dicho que no a algunas ofertas por publicar con nosotros, son ejemplares al respecto. Pero no es lo más habitual y también tenemos que aceptar las reglas del juego, el hecho de que, después de la buena acogida de determinadas obras en sellos independientes como el nuestro, los grandes grupos se fijen en sus autores y les hagan ofertas mejores. Aquí, sin citar nombres, si te puedo contar dos casos curiosos. Uno es el de un libro que fue rechazado por muchos editores antes de que lo publicásemos en Pre-Textos con magníficos resultados. Entonces, alguien que no le había hecho ni caso previamente, le hizo una oferta millonaria al autor. El segundo caso es el de un escritor latinoamericano con mucho talento por el que apostamos. Avisamos a todos nuestros colegas extranjeros. Pero ni pena ni gloria hasta que salió una reseña muy elogiosa en “The New York Times” de una de las novelas que publicamos. Entonces, automáticamente, todos empezaron a perder el culo por comprar los derechos. ¿Qué es lo que pasa? Pues que no se lee, que el medio editorial, por desgracia, está muy contaminado, y no sólo aquí, que me consta que muchos editores leen, claro que sí; ahí está Herralde y ahí están todos los jóvenes que han enriquecido el panorama en los últimos años. Pero, si hacemos una valoración general, podemos decir que hemos llegado a una situación de la edición sin editores. Es nuestro deber fijar jerarquías, criterios de excelencia, y eso es imposible si no se lee previamente, si se deja todo en manos de personas interpuestas. En un congreso en la Universidad Pompeu Fabra al que asistí, la mayoría de los editores que intervinieron dijeron que se fían más de la información que de la intuición. No es mi caso. La información es importante, pero la intuición es esencial, la intuición basada en la propia experiencia, no como iluminación divina. La labor del editor tiene que ser una combinación entre intuición e  información. Si todo lo basamos en la información, el resultado es una regularización que nadie se cree. Te puedo decir que hice un trabajo de campo, en las muchas horas pasadas en aeropuertos de Asia, Europa y América, para comprobar cuáles eran los libros que estaban en las librerías de los aeropuertos y resultó curiosísimo, porque eran los mismos en Manila, Vancouver, Colombia, Santiago de Chile, Madrid, Valencia o Barcelona. Se repetían, eran intercambiables, en un 80%, y el 20% restante correspondía a las personalidades locales. No puede haber esa unanimidad de criterio. Eso no se lo cree nadie. Y los agentes culturales contribuimos a ese descreimiento. Todos miramos hacia otro lado. Cuando se están santificando en la prensa libros que no pasan la prueba del nueve, se inflan fenómenos totalmente gratuitos. ¿Qué es lo que exportamos y qué literatura nos llega a nosotros? Yo estoy cansado de ver que hay libros que se traducen inmerecidamente.

- Los aeropuertos son como tu oficina. Me imagino que te gusta viajar, porque de lo contrario sería insoportable. Eres de los editores más viajeros que conozco.

- Bueno, yo viajo con gusto porque siempre he dicho que para ser editor o lector hay que ser un poco viajero, viajero estable o viajero en movimiento. ¿De los más viajeros? A lo mejor sí, porque en los aeropuertos y en algunos aviones me reconocen (risas). Sin embargo, te puedo decir que ahora mismo la necesidad precede al invento. Yo viajo, y viajo con gusto, porque me encanta asomarme al mundo y porque tengo una curiosidad enorme, que creo que me viene por mi condición de editor precoz, pero uno también se cansa y quizá en estos momentos viajaría un poco menos si las circunstancias fueran más propicias, pero ahora mismo son muy malas. El mundo de la lectura en nuestro país es verdaderamente paupérrimo. Es curioso que ni en Portugal, ni en Grecia, teniendo una crisis mucho más profunda que la nuestra, no sólo no ha bajado el índice de lectores, sino que ha subido. Pero en España nos agarramos a cualquier pretexto -esta vez sin guión- para claudicar de nuestra obligación ciudadana de estar formados para ser más competitivos. Ya no me refiero a leer obras de ficción, que son siempre, y especialmente en tiempos de crisis, una magnífica compañía. Hablo de obras de conocimiento, de formación, que contribuyen a prepararnos para generar riqueza, beneficios.

- Aquí tiene mucho que ver la educación, las políticas culturales. Antes decías que al poder le interesan más los ciudadanos desinformados.

- Así es. El panorama es un verdadero desastre, tanto en cultura como en educación. Y que no digan que eso ha sido un desinterés solamente de la derecha. También la pretendida izquierda ha contribuido mucho a esta desertización a la que hemos llegado. Hagamos repaso de los planes de estudio. Hemos tenido buenos ministros de cultura y de educación, pero no han servido absolutamente de nada. A los resultados nos remitimos. Es evidente que no interesa la cultura. ¡Cuántas veces hemos oído a políticos, a empresarios de peso decir que a ellos no les ha hecho falta ningún libro para ser lo que son! Lo llevan a gala. La letra con sangre entra. Ahí tenemos la definición de una sociedad, de una sociedad en la que se ha valorado el ocio, el espectáculo, el modelo del enriquecimiento rápido, por encima de todo. Ahora, en determinados segmentos sociales, eso se cuestiona y hay gente ávida por conocer, por acogerse a la cultura, como nos pasó a nosotros. Hay un atisbo de cambio, pero a mí lo que me desazona es que este cambio de perspectiva ha llegado cuando las cosas han empezado a ponerse difíciles. Mientras a los ciudadanos les ha ido bien, no han tenido la perspectiva del próximo. Todos íbamos más o menos de triunfadores en un país al que a nadie le iba mal. Todo era fenomenal, estupendo y pasamos del estupendo a la queja constante. A eso hay que sumar que España, por desgracia, en los momentos de crisis, tiene algo que le es desfavorable, nuestro carácter pesimista. Somos divertidos, estamos en la calle todo el día, pero en el fondo somos unos pesimistas. Y por eso nos va a costar poder salir de esto, asumir que lo que no podemos seguir es agotando una fórmula que ya ha fracasado en sí misma. No podemos ser seguidistas, que es otra de nuestras características, y seguir votando a los mismos partidos, a las mismas personas, aunque nos hayan defraudado. La larga etapa del bipartidismo ha sido como un juego de ping-pong que ha propiciado el acomodamiento, en Madrid, en Valencia, en todas partes... Ya es la hora de terminar con esas supuestas sinergias. Ya es hora de que se nos empiece a considerar como ciudadanos, no sólo como votantes y contribuyentes. Ya está bien de que el político nos mire por encima del hombro, porque los políticos son señores y señoras que están al servicio de los ciudadanos. Las reglas del juego tienen que cambiar.

- ¿Tendrán que producirse cambios también en el ámbito de la cultura?

- Por supuesto. En el mundo de la cultura ha habido mucho intruso, gente que no ha creído nunca en la cultura, pero que la ha utilizado en su beneficio. Esa gente ha podido vender libros en lugar de lavadoras, pero habrá que ver qué libros ha vendido. Es como cuando hablamos de los índices de lectura. Claro que son importantes, pero a mí lo que de verdad me importa es la calidad de la lectura. Que lea un 30%, vale, pero que lea bien. Con eso me doy con un canto en los dientes. Porque a esa gente, además, a esos lectores honestos, que esconden críticos honestos, no se les va a poder engañar. Y eso, volviendo al razonamiento anterior, es lo que les da miedo a los políticos. Que tengamos un criterio y que podamos distinguir. Se trata de fijar jerarquías. Y aquí no puedo dejar de analizar la situación de la prensa. La prensa hoy es de un seguidismo que verdaderamente clama al cielo, salvando honrosas excepciones, que siempre las hay. El seguidismo, la uniformidad, anima la información que se nos ofrece en todos los ámbitos: en la política, en la economía, en la cultura. No hay nadie que disienta. Menos mal que, a través de Internet, se puede acceder a otro tipo de informaciones en medios alternativos. A mí me gusta mucho observar, partir de mis experiencias y llevar a cabo trabajos de campo. Pues bien, en los distintos seminarios de edición que he impartido en los últimos años, siempre les he pedido a los alumnos que levantaran la mano aquellos que leían suplementos culturales y el porcentaje ha ido disminuyendo de un modo escandaloso. En mis dos últimas experiencias, en dos universidades nacionales, el resultado ha sido cero. De un 70, 60%, se ha pasado a cero. Cuando pregunto por blogs hay un 30%, 40 % que los siguen. Es poco todavía, pero indica el descrédito de los suplementos culturales. Los empresarios de los medios aún no los han eliminado porque les sigue dando prestigio social tenerlos, pero no se los creen. ¿Es cuestión de pereza, de desidia? Yo creo que, sobre todo, es cuestión de interés. Hay interés en que eso no funcione. Si se apuesta por la mediocridad, lo que se quiere es resaltar la mediocridad, y entonces no se posibilita que haya alguien que aplique jerarquías, porque si se aplican jerarquías, automáticamente, se cae el tenderete. Mientras se detenten intereses editoriales no puede haber imparcialidad. Nadie moverá ficha.

- Hablábamos del florecimiento de pequeñas editoriales independientes. Frente a ellas cada vez hay grupos mayores que no dejan de absorber sellos. Parece que a los medianos cada vez les resulta más difícil resistir. Ese es el mapa de la edición española. ¿La concentración editorial te parece peligrosa?

- La homogeneización, la uniformización, me parecen un gran peligro. No creo que se llegue a consumar, pero imagínate un pensamiento único. En cuanto a los grandes grupos, no voy a decir que todo sea negativo. Mondadori, por ejemplo, que está dentro de Random House, está llevando a cabo una gran recuperación de clásicos y los distintos satélites de Planeta también siguen editando cosas interesantes. Dentro de estas grandes empresas hay buenos editores, pero lo que me gustaría es que los que están por encima de ellos se lo crean. Decía Herralde, en una entrevista reciente, que a él, cuando le arrebatan a un autor, lo que le gustaría es que realmente creyeran en su obra, que no se lo arrebataran solamente por obtener prestigio. Te voy a hacer una confesión: En una ocasión, alguien me dijo, entre bromas y veras, que cuando quisiera vender mi editorial le avisara. Pero, ¿qué interés puede tener mi editorial, con un catálogo vivo en un 60%?, fue mi pregunta, a lo que me contestó, con esa soberbia que caracteriza a todos los poderosos: “A mí tu catálogo me importa un comino. Yo compro prestigios”.

- Tengo entendido que varias veces os han hecho propuestas de compra.

- Bueno, la oferta más firme llegó una vez desde el extranjero. De vez en cuando comentamos que si hubiéramos vendido, ahora estaríamos mucho más tranquilos (risas), pero no, nunca nos hemos arrepentido, pese a las dificultades y los contratiempos. En ese momento, fue tal la sorpresa del poderoso caballero ante la negativa que viajó a España, me invitó a cenar y hablamos de todo lo humano y lo divino. Lo que yo le dije fue que la editorial era nuestra vida, que nosotros habíamos invertido ahí cuarenta años de energía, de entusiasmo, y que aceptar su propuesta sería, con todos los respetos, como venderle el alma al diablo.

-  ¿Cómo ha variado tu manera de leer con el paso del tiempo? ¿Hay algo que eches de menos con el ritmo frenético de los viajes, de las rutinas del trabajo?

- Bueno, echo de menos volver a determinados libros. No me gusta hablar de relecturas porque yo soy de la opinión de que nunca se relee, de que siempre se lee el libro por primera vez. Por ejemplo, aunque sea un tópico señalar siempre al Quijote, me parece un buen ejemplo para explicarme. Yo el Quijote lo he leído tres veces, la tercera vez en voz alta, a Silvia y a Manuel, durante los desayunos en el molino de Almería, que es donde descansamos en verano. En cada una de esas ocasiones lo he leído como si fuera un libro distinto, acercándome a sus episodios como si los estuviera descubriendo, hallando nuevos matices. Esa experiencia me gustaría vivirla con otras obras como La cartuja de Parma o Crimen y castigo. Me encantaría volver a ellas, pero no he tenido oportunidad. Revisitar a los clásicos nos permite entender, precisamente, que son clásicos por la capacidad que tenemos de actualizarlos constantemente, porque al estar habitados por personajes vivos, al hablarnos de los mismos problemas que tenemos hoy tú y yo, nos llegan como si fueran contemporáneos. Por eso siempre disfrutamos tanto en los regresos. Pero para realizar esos viajes hace falta tiempo y la lectura profesionalizada, ciertamente, te impone sus servidumbres y te obliga a descartar muchas otras incursiones placenteras. Ahí, en el estante de los deseos, me aguarda también el Ulises de Joyce. Aunque ahora parece que todos abominen de él, no me importaría nada regresar a sus páginas. Fue una obra que leí en un momento en el que me creía más cosas de las que me creo ahora y sé que el cambio de perspectiva, va a modificar mucho mi percepción.

- Me imagino que cuando te subes a un avión, cuando hay tantas horas de vuelo por delante, sientes el inmenso placer de la desconexión, de poder dedicarte por completo a la lectura.

- Sí. Y tengo que escuchar el comentario de las azafatas: “Pero, ¿no se cansa usted de leer tanto?” Es como cuando llega alguien a casa y me pregunta si me he leído toda la biblioteca. Uno no va a decir que sí, pero la verdad es que una gran parte de los libros de mi biblioteca sí los he leído y otros no, pero son libros que me acompañan, que me sirven de consulta. Que tanta gente se asombre de ver mil libros en una biblioteca, dice mucho del país. Volviendo a lo que me preguntabas antes de la lectura, confieso que, en ocasiones, me echo en falta a mí mismo. Estoy metido en tal vorágine de trabajo que hay veces que me tengo que decir: “Manuel, sácate a pasear”. Hay veces que incluso me rebelo y me digo: “No, ahora voy a dejarlo todo y voy a leer ese libro que tanto me apetece y que aún no he podido leer”. Ahora, por ejemplo, en un avión, en un reciente viaje a Colombia, he vuelto a sumergirme en el Juan de Mairena de Antonio Machado. Y lo leí con tanto placer como la primera  vez.

- Volvamos a la imagen del niño buscando Nicaragua en el mapa, dibujando su retrato futuro sin saberlo. ¿Es imposible sobrevivir ahora mismo como editor en España sin contar con Latinoamérica?

-  En la escena de Nicaragua ya estaban sentándose las bases, sí. Ahí ya estaba el germen de una potente vocación americanista. En Pre-Textos, como señalaba antes, hemos mirado y cuidado a nuestros hermanos del otro lado del océano desde siempre y hemos sido críticos con la actitud de otros editores españoles que actuaban con ellos como nuevos ricos, europeístas y colonizadores culturales que llegaban allí a vender sus productos sin impregnarse de sus culturas. No ha sido nuestro caso. Si algo hemos tenido claro desde el principio es que somos una comunidad de 500 millones de hispanoparlantes y que los matices idiomáticos tenían que estar dentro de nuestro catálogo. Por eso la reciprocidad ha sido una de nuestras señas de identidad. Es evidente que el mercado americano es muy importante para la literatura española. No ahora, sino siempre. Lo que sucede es que hoy se está mirando a América por necesidad. Como aquí no se vende, hay que hacerlo allí. Y lo cierto es que ellos tampoco están tan bien. Países como Venezuela o México están pasando por situaciones complicadas. Argentina ha decidido aplicar una política muy restrictiva en lo que respecta a la importación de libros con el fin de defender la cultura nacional, cuando en realidad lo que sucede es que se la está ahogando. No es fácil llegar en estos momentos y convencer. A América había que haberla cuidado desde siempre, que es lo que hemos hecho nosotros. En este sentido me siento muy satisfecho cuando voy a Colombia, a Venezuela, a Perú o a Argentina y me consideran como un editor local porque en Pre-Textos hemos publicado a muchos de sus más importantes poetas y a parte de sus mejores narradores. De hecho cuando se nos dio el Premio de la Feria del libro de Guadalajara fue porque consideraron que habíamos logrado romper las fronteras y porque habíamos conseguido mover las distintas literaturas entre todos los países del mismo ámbito lingüístico.

- ¿Y el mercado estadounidense? Parece que Roberto Bolaño ha contribuido a abrir una interesante puerta de entrada.

- El mercado estadounidense siempre ha existido, pero ha estado más circunscrito al ámbito académico. Las universidades han sido las  grandes compradoras de libros en castellano. El hispanismo siempre ha estado muy vivo. Ha habido una gran tradición y muy buena. Lo nuevo es que desde hace unos pocos años se ha empezado a abrir más el mercado al público en general. Está Roberto Bolaño, pero también ha interesado mucho Borges y ahora mismo autores como el argentino César Aira se están convirtiendo en referentes. Es indudable que existe interés, pero ese interés tampoco se ha sabido aprovechar desde España. Ha faltado el apoyo testimonial de las instituciones. Los institutos Cervantes han ido haciendo su función, pero parcialmente, invitando casi siempre a los mismos autores. Las sedes del Cervantes, como las del Goethe o el British Council, son instrumentos magníficos para la difusión de las distintas culturas e industrias. Es evidente que la cultura y la ciencia venden. Es evidente que el americano es un mercado potencial, pero hay que saber llegar a él.

- ¿Crees que se siguen traduciendo pocos libros de autores españoles a otras lenguas?

- Eso es un hecho. Sigue habiendo un desnivel importante y ahí habría que empezar a decir que ya está bien. No hay una reciprocidad. En España y en Latinoamérica ahora mismo se está escribiendo buena parte de la mejor literatura del momento. También en el ámbito anglosajón. Pero no creo que me equivoque mucho si digo que no existe el mismo correlato en Francia, en Italia, en Alemania... Sin embargo, traducimos cualquier tontería europea, mientras que en el extranjero se publica poco y a veces lo más tonto de lo nuestro.

 

“Siempre he sido un gran defensor de la literatura portuguesa”

- También podemos situarte frente a otro mapa, el de Portugal. La literatura portuguesa también está bien representada en el catálogo de Pre-Textos.

- Sí. Siempre he sido un gran defensor de la literatura en portugués. A Portugal, un pequeño país cercano, hermano, próximo, los españoles siempre lo hemos visto con cierta soberbia y yo creo que no tiene absolutamente nada que envidiarnos en cuanto a calidad literaria. Antes hablábamos de la gran literatura que se estaba escribiendo en español y en inglés, pero la producción en portugués, e incluyo a Brasil, cuya literatura, por desgracia, conozco menos, me parece que es  poderosísima. Nosotros hemos hecho esfuerzos grandes, sostenidos en el tiempo, por ser transmisores de esa realidad, pero los españoles seguimos desconociendo la importancia que tiene esa cultura. Más allá de Camoens y Pessoa, que son indiscutibles (recientemente hemos publicado, bajo la tutela de Jerónimo Pizarro, el Libro del desasosiego en una versión renovada, más limpia, sin adherencias), más allá de ellos, decía, hay que publicar a otros espléndidos autores que no se venden, pero que son muy buenos. Me refiero, por ejemplo, a Eduardo Lourenço, un pensador a la altura de los grandes pensadores europeos. Nosotros publicamos, precisamente, un ensayo suyo, fundamental, sobre Pessoa, Pessoa revisitado, y nos gustaría seguir editándolo, pero lo cierto es que no hay demasiado interés por parte de los lectores. En Portugal tienen un conocimiento de nuestra literatura muy superior al que tenemos nosotros de la suya. Ocurre otro tanto con Italia. El número de hispanistas italianos que hay es muy superior al de italianistas. Sin ir más lejos, Pavese, que es una leyenda de la literatura europea, no vende en España.

- ¿Qué otros autores portugueses merece la pena que descubramos?

- Bueno, yo creo que hay muchísimos. Nosotros hemos publicado a António Ramos Rosa, Carlos de Oliveira, Eugénio de Andrade... Fue a la muerte de Andrade cuando se agotó la edición de El otro nombre de la tierra. Y después hicimos una gran antología que se agotó inmediatamente. Parece que se tienen que morir los autores para que se venda su obra. Es impresionante el elemento santificador que tiene la muerte en nuestra cultura. Sea como sea, hay una tradición literaria riquísima en Portugal. Hay una literatura que no tiene, generacionalmente, nada que envidiar a la escrita en español y, desde luego, actualmente hay muchos autores que merecen la pena. Ahora empezamos a conocer a Nuno Júdice, uno de los grandes poetas europeos vivos, galardonado en 2013 con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, pero hay muchos otros autores interesantísimos en activo, a los que tenemos que sumar los que ya han muerto, que siguen mereciendo la pena y que ni siquiera han sido traducidos al castellano.

“La labor del editor se mueve entre la información y la intuición”

“En los suplementos literarios no cabe la disidencia”

“En el mundo de la cultura ha habido mucho intruso”

“La uniformización editorial me parece un gran peligro”

“En Pre-Textos siempre hemos mirado y cuidado a América”