No sé si las confidencias de viaje son frecuentes o infrecuentes. Sí sé, en cambio, que antes nos cuenta sus penas un viajero anónimo que el vecino con el que coincidimos en el ascensor o la escalera, que los individuos con los que compartimos café a media mañana. También sé que, cuando tales confidencias se producen, las recibimos con cierto desagrado: porque no queremos ser elegidos para secretos insignificantes o desahogos anónimos. Y, aunque no cabe pensar que cada vez que subimos a un tren vayamos a ser destinatarios de una de esas confesiones de viaje, a mí parece que me persiguen. La última me sobrevino hace un par de semanas. Había llegado a la estación de Atocha con mucha antelación, porque me había cansado de callejear y había recorrido ya la cuesta de Moyano arriba y abajo un par de veces con la consiguiente adquisición de mercancía anticuaria, así que compré un periódico (confieso que maldije el cansino azar con que nos castiga casi a diario la prensa, la inclusión en este caso de un dvd, que compré sin mirar, por casi tres euros) y me senté en la terracita de una cafetería minúscula y discreta. Otras veces me he entretenido observando el ajetreo, adivinando historias recónditas en las prisas de la gente, advirtiendo hastío o desamparo en los paseantes solitarios, desventuras de amor en los ojos turbios o confusos o vidriosos de las despedidas. En esta ocasión, cansado tal vez de proyectar improbables tramas de ficción sobre figuras ajenas, me limité a consumir la espera ante un café solo y ante las páginas brumosas del periódico. Con todo, lo acabé pronto (la prensa aburre, rumia sin fin nuestras peores insignificancias) y fue entonces cuando el individuo que ocupaba la mesa contigua hizo un ademán hacia el periódico y pronunció apenas una palabra. Puedo…, dijo. Consentí, naturalmente, con otro ademán, y el hombre alargó la mano para cogerlo, aunque con tal fortuna que resbaló el dvd y cayó al suelo. Sólo entonces llegué a ver el título de la película, El año pasado en Marienbad, como lo vio mi vecino de mesa, que no sólo se apresuró a recogerlo sino que contempló durante unos segundos la carátula antes de dejarlo de nuevo, con cuidado (las mesas de estas terrazas suelen ser diminutas), junto a mi taza vacía. Perdón, dijo al soltarlo. Curiosamente, dejó también el periódico, sin siquiera hojearlo. Le indiqué con un gesto que la invitación seguía en pie, pero con otro quitó él importancia (o así lo entendí yo) al periódico o a lo que fuere que le hubiera movido a pedírmelo. Sospeché que se culpaba de la caída del dvd y no quise insistir, que extremar la cortesía produce a menudo agobio y malestar. Así lo dejamos, pues. Y ahora, un punto desconcertado, sí me entretuve con mi pasatiempo de estación (historias secretas, desventuras de amor, distancias y ausencias, desamparo y soledades), aunque liberé de mi afición al vecino de mesa, porque no me atrevía a mirarlo tan de cerca con ánimo fabulador. Tampoco lo hice cuando al cabo de un rato se levantó, recogió el equipaje, esbozó un gesto de adiós (correspondí) y se perdió entre la gente.

A la espera de que apareciera mi destino en los paneles electrónicos, también intenté otras distracciones. Examiné, por ejemplo, la funda del dvd, la carátula a imitación de las antiguas carteleras, los créditos, el título original, los nombres, la sinopsis, las iniciales de los personajes, la información suplementaria, L'annèe dernière à Marienbad, Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet (aunque fuesen alanos, decía que eran podencos, bromeé in mente), y fue entonces cuando me propuse rescatar de la memoria y del pasado el argumento. No era tarea fácil. Ni interesante. Ni posible tal vez. Han pasado muchos años, más de treinta, de cuarenta quizás, desde que vi la película, probablemente (no lo recuerdo) en algún colegio mayor de la ciudad universitaria, en aquellas sesiones nocturnas de cine fórum más o menos clandestino en que el gesto más inocente revestía inquietudes revolucionarias, o, acaso, en alguno de los cines que exhibían películas de las llamadas de arte y ensayo, es decir, raras, subtituladas y sin porvenir comercial, categoría que sin duda le cuadraba a El año pasado en Marienbad más que a cualquier otro título pasado, presente o futuro. No conseguí, sin embargo, sacar nada en claro del esfuerzo, extraer mínimamente un esbozo de la trama, sólo imágenes en blanco y negro de un lugar lúgubre y suntuoso y glacial y una voz en off hablando con monótona y obstinada insistencia de corredores, pasillos, senderos, estatuas, puertas, galerías, un completo laberinto estático, inanimado, acorde, sin duda, con la quietud esquiva de la historia. Nada más. Hice entonces propósito de ver la película cuando llegara a casa, pronto al menos, antes de que se desvaneciera la ansiedad en que nos hunde a veces nuestra propia inconsistencia. Vano propósito, he de decir, pues, aunque todo tiene explicación, lo cierto es que no la he visto.

Apareció finalmente en los paneles el andén en que se iba a situar mi tren, de modo que recogí el equipaje (maleta de viaje, bolso, los libros de Moyano, el periódico) y abandoné la cafetería. Todavía me entretuve un rato deambulando de un lado a otro, tratando de distinguir a los viajeros de los sonámbulos, filósofos solitarios del tedio urbano que hacen de la estación de Atocha su centro de observación, pero, fatigado del viaje y de la espera, bajé pronto al andén, busqué el vagón que me correspondía, subí y me acomodé. Al sacar el billete, había tenido la precaución de elegir el asiento que más me gusta, en la dirección de la marcha, con ventanilla a la derecha, y en el centro, en el único lugar en que los trenes regionales tienen una mesita abatible (admito que esta ubicación tiene ventajas e inconvenientes: no viaja uno encogido, pero puede compartir viaje frente a frente con vecinos incómodos). Me senté, pues, dispuesto a armarme de paciencia regional, a la espera de que arrancáramos y nos fuéramos poco a poco, con demasiadas intermitencias secundarias (este tren para en todas las estaciones, el trayecto parece un viacrucis territorial), acercando a casa. Y en esto estaba, concentrado en las musarañas, pensando qué libro de Moyano se adecuaría más livianamente al recorrido, cuando ocupó su asiento frente a mí quien iba a ser mi compañero de viaje. Perdón, dijo sonriendo al tiempo que colocaba el equipaje en el maletero. No voy a decir que me asombrara, porque las casualidades se producen, pero no dejó por ello de parecerme singular casualidad que se tratara precisamente de quien me había pedido primero el periódico en la cafetería y lo había rechazado después sin aparente razón de peso. Me pregunto ahora en cualquier caso si se trataba, o no, de causalidad, esto es, si ocupó el asiento que le correspondía o si, en vista de que el vagón iba casi vacío, prefirió hacer caso omiso a la ordenanza ferroviaria y eligió a propósito mi compañía. No lo sé, ni se me ocurrió entonces, y ahora ya no voy a saberlo. Lo cierto es que se sentó frente a mí y que al pronto guardó silencio, guardamos silencio.

No obstante, al cabo del rato, como si la coincidencia en la ubicación ferroviaria tras el azar de la cafetería nos obligara a cierta cortesía, el dvd sirvió para romper el hielo. Me refiero al hielo de la confidencia, no de la conversación. Porque hubo primero un intercambio neutro de informaciones y opiniones, sobre la lentitud del tren regional y sus incomodidades, sobre el viaje, sobre la actualidad (los titulares del periódico), pero sólo el dvd dio pie a lo que sigue. Como he dicho, lo había dejado todo sobre la mesa abatible, el periódico, la bolsa con los libros de Moyano y el dvd, y fue señalando el dvd como me preguntó de pronto si había estado alguna vez en Marienbad. No, respondí. En realidad ni siquiera sabía dónde estaba Marienbad, que, para mí, formaba parte más de la remota cinematografía universitaria que de la geografía europea. Fue también entonces cuando, como en trance de ensoñación o de nostalgia, confesó que él estuvo a punto de ir a Marienbad en una ocasión, hacía bastantes años. Pude ignorar el comentario, ciertamente, pero me pareció poco considerado no preguntar cómo había sido y cómo fue que no fue (que no estuvo en Marienbad, digo), pese a que no tenía interés alguno en conocer la respuesta o, a tenor del resultado, los pormenores del relato. Así empezó una confesión de viaje, o de viajero, la confesión de alguien que no sé si desahogaba su pesadumbre o evocaba la aventura de su vida ante un desconocido por el puro deleite de evocarla, de ponerle palabras, texto oral, de modo que no sabría decidir si hablaba para mí o si yo era simplemente el instrumento que le permitía contarse a sí mismo en voz alta una vez más su propia historia. Diré también que al principio no presté mucha atención a sus palabras, porque no soy significativamente curioso ni me atraen en exceso las pesadumbres ajenas, pero, a medida que avanzaba en el relato, experimenté una sensación contradictoria, cosa, por lo demás, que me suele ocurrir en muchas tramas de relatos románticos, penas y desventuras de enamorados, pero en esta ocasión fui perdiendo el tino del entendimiento y seguí la peripecia complacido.

Al principio se demoró en consideraciones varias sobre Marienbad: que tampoco sabía mucho del sitio, que para él tuvo en su día las mismas resonancias austrohúngaras (eso dijo) que para mí, etcétera, pero luego contó que había conocido años atrás, en Italia, en una especie de congreso internacional, a una mujer, extranjera, y hermosa, dijo, pero no italiana (no me quedó clara la nacionalidad, aunque ahora, por deformación quizás, la sitúo en las proximidades del mar Negro), con la que entabló una amistad circunstancial, casi de huéspedes de hotel. Pensé entonces en la dama del perrito (de ahí quizás lo del mar Negro), pero no dije nada. Duraron las sesiones tres o cuatro días y, tras las horas comunes de trabajo, el programa contemplaba generosos periodos de esparcimiento y distracción que mi interlocutor compartió con la hermosa extranjera, en grupo algunas veces, otras a solas, en paseos, conversaciones, sesiones de cafetería e incluso, la última noche, en una prolongada diversión festiva. Se despidieron a la mañana siguiente e intercambiaron direcciones postales (eran tiempos predigitales), no sólo con la hermosa extranjera, también con otros asistentes al congreso, pero sólo a ella decidió enviarle al cabo de un par de semanas una breve carta protocolaria. Siempre he visto mal, dijo, intercambiar direcciones para luego no usarlas jamás y entonces, añadió, vivíamos en una era postal, todavía se escribían cartas (género, por cierto, que no sólo ha caído en desuso, sino en el más absoluto olvido). Por eso le escribió, aunque sin duda no sólo por eso. Fue una carta también circunstancial en la que se limitó a añorar la belleza de la ciudad, el sosiego del hotel, la bonanza de las pocas conversaciones que tuvieron en el comedor, en la cafetería y en los jardines, el enigma final de la noche postrera. Para su sorpresa, la mujer contestó con prontitud (a vuelta de correos, se decía entonces), y no fue un mero acuse de recibo, sino una carta que, sin proponerlo abiertamente, requería continuación. Se entabló así una asidua, continuada y creciente comunicación epistolar que, como era de esperar o de temer, desembocó en una forma extraña de amor. Tal vez amor no fuera la palabra adecuada, dijo, nunca, de hecho, escribieron ellos la palabra amor, pero ninguna otra serviría para hacer comprensible el relato, porque sólo en un sentimiento así conviven el ansia y la necesidad.

No alcancé a distinguir si el amor (o lo que fuere) que sintieron, o que sintió al menos mi interlocutor, fue un amor sublime y superior, un amor por encima de la carne e incluso por encima del espíritu, o si, más probablemente, fue un amor verbal e imaginario, sentimientos ambos que en modo alguno estoy en condiciones de juzgar, porque nunca me han sido concedidos. Creo que la mayoría de la gente no está determinada para la pasión, que está determinada sólo para sortear los requisitos de la especie de la forma más discreta y anodina, pero no para estar por encima de la necesidad y, a pesar de ella, convertir su vida en una cima activa de pasión. Pues bien, al parecer eso era lo que sucedía entre mi interlocutor y la hermosa extranjera: que les unía una pasión por encima de la necesidad o, en todo caso, sujeta a una necesidad más allá de toda comprensión. Sin embargo, era en principio lo único que les unía, porque les separaban miles de kilómetros, y no sé hasta qué punto no era precisamente esa distancia en el espacio la que alimentaba su pasión. Casi estoy por asegurar que era así. Por desgracia, o por fortuna, entonces, en la época en que se sitúa la historia, no había más tecnología de la comunicación que el servicio postal, de modo que, a fin de cuentas, se trataba de una pasión estrictamente epistolar y aun diría que caligráfica. Se escribían con la frecuencia que exigían los sentimientos y la soledad, miraban cada día el buzón con impaciencia, apenas conscientes de que la palabra escrita servía de acicate a la pasión. Utilizo el plural (escribían, miraban) porque mi interlocutor lo utilizaba (escribíamos, mirábamos), aunque ignoro si esa agitación del espíritu y esa ansiedad formaban parte del contenido de las cartas o si mi interlocutor extendía su conducta por inercia y como consuelo a la hermosa extranjera. Sea ello como fuere, lo cierto es que fue él quien, en algún arrebato imprevisto, y aprovechando las circunstancias estivales, propuso encontrarse en algún punto intermedio. No sugirió ningún lugar, serviría cualquiera que a ella le viniera bien, o apenas insinuó un regreso a Italia, para volver juntos sobre sus propios pasos. Nada le haría más feliz, dijo, que la presencia y la figura. De hecho, sólo de pensarlo le entraban unos temblores y unos estremecimientos que no sabía si se debían al miedo o, por el contrario, al vislumbre del éxtasis, pues no lograba adivinar el grado de ventura que sin duda habría de derivarse de ese encuentro que ya se había hasta tal punto producido en su imaginación que no faltaba sino que la realidad viniera a certificar que, en efecto, todavía podía aumentar la compenetración de tan asiduos y fervientes corresponsales. Como las cartas tardaban en llegar varias jornadas, porque el correo internacional era lento y caprichoso, él siguió dibujando en cartas sucesivas la escenografía del encuentro, proponiendo ahora sí ciudades propicias (exóticas, románticas, monumentales) y describiendo el entusiasmo que lo invadía a medida que daba cuenta de lo que habría de ocurrir. Pero, al mismo tiempo, las cartas que recibía eran respuesta a cartas anteriores, de modo que cuando llegó la primera respuesta a la proposición primera y fue ésta negativa (no por falta de pasión, ni de voluntad, todo hay que decirlo, sino de las circunstancias, que a menudo se empeñan en torcer los designios de los hombres), empezó a avergonzarse de las cartas siguientes que él mismo había escrito y que, tras el rechazo, no sólo carecían de sentido, sino que provocarían en la hermosa extranjera, eso pensaba y no estaba equivocado, un sentimiento profundo de dolor, porque no harían otra cosa que acentuar con su entusiasmo la catástrofe de la imposibilidad del encuentro. Sintió, pues, un intenso ridículo, extraño además, de muy confusa sincronía, porque las palabras que lo avergonzaban estaban todavía en terreno de nadie, en la travesía postal de las comunicaciones. Era el rubor presente de una vergüenza múltiple y sin presente, de una vergüenza retroactiva, por lo escrito, y de una vergüenza anticipada, por la lectura de las cartas cuando llegaran al destino. Empezó entonces a desdecirse, a disculparse, a arrepentirse, y disculpas y arrepentimientos sobrevolaron Europa durante semanas. Las palabras, sin duda, surtieron efecto. Y por algún atisbo de esperanza que entrevió en las respuestas, decidió no hablar más del encuentro frustrado y aplazó para el verano siguiente un nuevo intento. Al fin y al cabo, pensó, la circunstancia estival se producía cada año. Continuaron, pues, con su pasión epistolar: cinco, seis, siete meses. No pudo, sin embargo, cumplir su propósito escrupulosamente, pues, llevado nuevamente por sus arrebatos, se precipitó otra vez en la propuesta de encuentro, más dichoso y venturoso ahora sin duda de lo que hubiera podido ser el anterior, pues bien se sabe que las dilaciones del deseo y la ansiedad actúan como fermento de grandezas. De ahí que su entusiasmo se desbordara de nuevo y que escribiera cartas y más cartas configurando la dicha de que al fin, y al cabo de tanto tiempo, iban a poder verse, a estar juntos, a saber en qué consistiría la presencia después de tantas palabras, etcétera. He dicho antes que las circunstancias se empeñan a menudo en torcer los designios de los hombres, pero a veces son los designios de los hombres los que desprecian los beneficios de las circunstancias. Eso al menos fue lo que él pensó cuando, por segunda vez, una carta aciaga de la hermosa extranjera truncaba toda previsión. No habría encuentro, pues. Fue así como toda la bienaventuranza se tornó desdicha y como su corazón rebosó de dolor y angustia y como por caminos indirectos (inversamente proporcionales, podría decirse) supo qué grado de felicidad habría alcanzado en donde quiera que fuera que se hubieran encontrado: exactamente el polo opuesto de su sufrimiento ante los hechos. Y fue así también como aprendió otra cosa: el gozo del dolor. (Tal vez tampoco ahora sea adecuada la palabra gozo, como no lo era antes la palabra amor, pero no siempre las palabras acuden en nuestra ayuda.) Al fin y al cabo, se dijo, toda pasión es dolor. Y sin penas ni servidumbres tampoco cabe imaginar venturas y felicidades. Se dedicó, por tanto, a explorar su dolor, a examinar con minuciosa reflexión cada detalle de su sufrimiento, a buscar en cada aguijón el néctar y el veneno (algunas retóricas no caducan nunca). Pero tuvo la precaución de no exponer estas ideas en las cartas que siguió intercambiando con la hermosa extranjera. De modo que sentía que se había producido en él un desdoblamiento y que era, por una parte, el hombre apasionado que escribía cartas y que leía con entusiasmo y devoción las cartas que recibía y era, por otra, el hombre que se había empeñado en llegar hasta el fondo en la exploración del sufrimiento, esto es, el hombre solo y dolorido que a sí solo se bastaba y consigo solo hablaba. Y ambos hombres se complementaban, como si gracias al segundo pudiera mantenerse el primero y gracias al primero tuviera consistencia el segundo, una suerte de singularidad recíproca, de esquizofrenia sentimental tal vez. Y ambos se necesitaban, como necesitaban la correspondencia con la bella extranjera, uno para ser feliz y otro para ser infeliz.

Y al cabo de una larga y penosa travesía de meses de correspondencia ambigua (porque él ocultó siempre la mitad amarga, o eso había creído haste el momento) llegó una carta hermosa y entusiasta y apasionada en que era la hermosa extranjera la que proponía por fin un encuentro entre ambos aprovechando las circunstancias estivales y la que incluso indicaba el lugar propicio: Marienbad. Marienbad, repitió señalando el dvd. Que, desde luego, no era ninguno de los sitios que él había imaginado en años anteriores. Cabe decir que nunca había sufrido él tanto desconcierto como al ver esa propuesta y que no suponía que podría sumirle en tan honda amargura. Pues sólo entonces advirtió que habían pasado los meses y que ni siquiera había pasado por su imaginación la posibilidad de un nuevo encuentro ni siquiera de su sugerencia. Fue entonces cuando supo por qué, fue entonces cuando supo que había encontrado su camino y fue entonces, en fin, cuando dejó de escribir cartas.

En este punto estaba la conversación cuando el tren empezó a aminorar la marcha. Mi compañero de viaje se levantó y alcanzó su equipaje. Estamos llegando, dijo (un plural afectivo). En la despedida le pregunté si había visto El año pasado en Marienbad. Dijo que no. Y, no sé bien por qué, le tendí el dvd. Quédeselo, dije, le sacará más provecho que yo. Sonrió, bajó del tren y lo vi ir por el andén de espaldas. En el último momento se volvió y esbozó un gesto de despedida (correspondí). Enseguida, al quedarme solo, me arrepentí del regalo y deseé que no se le ocurriera ver la película. Surgieron entonces en mi imaginación numerosas preguntas: contradictorias, esquivas. Me pregunté, por ejemplo, por qué la hermosa extranjera habría propuesto precisamente Marienbad como lugar de encuentro, cómo contaría ella la historia en el caso que de que aún figurara en su memoria y si la elección de Marienbad no sería a fin de cuentas una fórmula cultural para declarar de antemano la imposibilidad de cualquier reencuentro. Me pregunté también si no habría actuado el dvd como un resorte en la cafetería y no sería todo una invención ad hoc de mi interlocutor, el rescate de alguna historia decimonónica ajena o el resumen de alguna ficción romántica. Y también, por último, me pregunté si, en el caso de que no fuera una invención, sino un episodio real de su biografía, acaso la única verdadera aventura sentimental que requería actualización narrativa, no habría cometido un error al regalarle un dvd que podría desvanecer su historia para siempre al hacerle entender que en Marienbad nunca hubiera encontrado a la hermosa extranjera, que, de encontrarla, no le habría reconocido y que de todo ello sólo le habría quedado, en definitiva, una suerte de ensoñación en off con corredores, pasillos, senderos, puertas, galerías y estatuas, las estatuas vivientes en que se congela para siempre la memoria.