Me preguntaba de cuándo databa mi encuentro con las novelas de Max Frish, más concretamente, de No soy Stiller y Homo Faber, de las que aún tengo presente el impacto que me causaron. Formaron parte de ese conjunto, inexorablemente reducido, de novelas que hablaban de asuntos que me concernían de una forma especial, íntima. El asunto y la forma de tratarlo. Las novelas de Max Frisch me atraparon. Sin embargo, no podía localizar con exactitud el momento en que entraron en mi vida, ¿vivía yo aún en casa de mis padres?, es decir, ¿era yo todavía una chica desemparejada, deambulante, y a ratos, muy solitaria y ensimismada, muy lectora, que pasaba muchas horas encerrada en su cuarto de una sola cama, inclinada sobre el tablado que colgaba de la vieja estantería que, tiempo atrás, había contenido juguetes en lugar de libros y carpetas?

¿Dónde, en suma, había leído a Max Frisch? Si conseguía ver el lugar donde yo me encontraba, sentada y con una novela de Frisch en las manos, podría acceder a la fecha. Son los espacios lo que proporcionan pistas sobre el tiempo.

En el cartapacio que Turia dedica al escritor suizo, un artículo de Carlos Fortea hace un minucioso relato de la suerte editorial que la obra de Frisch ha tenido en España. Así he sabido que No soy Stiller, en traducción de Margarita Fontseré, fue publicada por Seix Barral en 1958, ¡cuando yo tenía once años! Homo Faber en 1961, precisamente el año en que vine a vivir a Madrid, ya con catorce años. Como me casé en 1968 -con tan solo 21 años, disparates que se corresponden con la época- , es muy posible que las dos novelas de Frisch fueran leídas allí, en mi pequeño cuarto de la calle de Fernando el Católico. Las novelas fueron celebradas. Según nos dice la documentación que ha reunido Fortea, Antonio Valencia, uno de los críticos más agudos del momento, a quien, años más tarde, hube de agradecerle que se ocupara de mi primera novela con comentarios que nunca olvidaré, proclamó, ya en 1958, en el periódico Arriba que No soy Stiller era una de las obras más interesantes de la novela contemporánea. Como en 1974 se reeditan las dos novelas de Frisch, y tiene, según nos cuenta Fortea, repercusión crítica, también cabe la posibilidad de que fuera entonces cuando yo me encontrara con ellas, ya casada, con un hijo, y después de haber pasado sendas temporadas en Trondheim, Noruega y en Santa Bárbara, California. No con veinte o o veintiún años, sino con 28, camino ya de los treinta…

¿Importa le edad en la que leemos un libro? Sí, importa y mucho. Max Frisch se ha encontrado siempre entre los autores que me sirvieron de guía. Pertenece a mi juventud. Por eso me han interesado tanto los textos que el cartapacio de Turia ha dedicado al autor. Vuelvo a encontrarme con aquello que me preocupaba, que centraba mi interés vital y literario años antes de que escribiera mi primera novela. Por aquel entonces, escribía, de vez en cuando, sin rutina ni disciplina algunas, algún relato o incluso algún poema. A pesar de lo cual yo estaba íntimamente convencida de que algún día me dedicaría entera o primordialmente a escribir.

Al leer ahora los textos sobre Max Frisch reunidos en Turia, he tenido la impresión de reencontrarme con un viejo amigo. Ha sido como hacer una visita a un lugar conocido, como volver a una antigua casa que conocimos en el pasado y que, al cabo de los años, sigue en su lugar. Nos asombra comprobar que el el antiguo encanto ha sido conservado.

Dice Isabel Hernández en uno de los textos que el tema de la identidad es el asunto central de la producción de Frisch. Ahí me reconozco plenamente. Creo que para mí la definición de lo que es la persona y los diferentes aspectos y matices de su relación con el mundo, con los demás, es lo que más me importa. No me ha sorprendido del todo conocer que Max Frisch, antes de tener éxito como escritor, fue arquitecto. Cuando opta por dedicarse por entero a la literatura, dirá que hacer casas es algo insatisfactorio, porque el resultado final no admite rectificaciones. Lo que a Max Frisch le gusta es dibujar los planos, idear el proceso. “Una obra que él no puede modificar sume a Frisch en la inseguridad”. “Al empezar a construir siendo arquitecto titulado, se dio cuenta rápidamente de que le fascinaba más el trabajo sobre el plano que la ejecución”, dice Beatrice von Matt.

Así son, en mi recuerdo, las novelas de Frisch que leí, casas que se están haciendo. Es una sensación que me resulta familiar, aun cuando jamás se me ha pasado por la cabeza dedicarme a la arquitectura. Pero las casas a medio hacer siempre me han fascinado. Mientras escribía una de mis novelas -Una vida inesperada-, una noche tuve un extraño sueño: Yo deambulaba por una construcción sin finalizar, aún con andamios y escaleras exentas. Una suave luz trataba de abrirse paso en la penumbra. Esta es la novela que quiero escribir, me dije, dentro del sueño. Nada más despertarme, lo tengo que anotar todo. La novela, en la que llevaba trabajando mucho tiempo -había llegado a un punto en el que no veía salida, todos los caminos se habían enmarañado- se me había desvelado de repente. Al despertar, no pude anotar nada. ¿Qué era lo que se me había develado?, ¿qué tenía que anotar? Sólo tenía una vaga visión de una casa sin acabar sumida en la penumbra.

Isabel Hernández sostiene que “ya no es posible hablar del individuo de la forma en que se había venido haciendo tradicionalmente durante el siglo XIX”, “no es posible narrar una biografía de la manera convencional, han de inventarse nuevos recursos para ellos, como aparentar, por ejemplo, que no se está narrando, y, en este sentido, el supuesto Mr. White va anotando pacientemente los fragmentos de la biografía de Stiller que amigos y conocidos le narran con el fin de refrescarle la memoria. De este modo, él solo cuenta aquello que oye sobre sí mismo, como si se tratara de un extraño, configurando de ese modo la biografía que realmente hubiera querido vivir y que surge de hechos tanto vividos como inventados”.

Una biografía tiene, siempre, una arquitectura interna, un proyecto, unos planos que se van modificando, superponiéndose unos a otros. No es de extrañar que mucha de la producción literaria de Frisch adquiriera la forma de Diarios. Frisch construye vidas, identidades. Construye y desconstruye, vuelve a construir. “Yo pienso -afirma- que la persona es una suma de diversas posibilidades, una suma no limitada, pero suma al fin y al cabo, que va más allá de su propia biografía”.

Rolf Niederhauser, que compartía con Frisch la dedicación literaria y con quien mantuvo una fuerte amistad, describe así la impresión que le producen las obras de Frisch: “Max Frisch, cuya lengua una y otra vez nos da la impresión de que suena como si fuese yo mismo el que hablase, más de lo que yo mismo sería capaz, como si fuese mi propia voz la que habla, yo mismo por completo.  ¿Cómo lo consigue?” Este es el comentario que un

escritor hace ante sus maestros, los escritores que le sirven de guía. Al leer las palabras de Niederhauser, las sentí en mi interior, como si las hubiera pronunciado yo tiempo atrás. “Con cuánta intensidad -dice Niederhauser reflejaba nuestros deseos incluso en la rutina más cotidiana”. Refiriéndose “al protagonista de Homo faber”, afirma: “en ese tipo tan técnico de los años 50, que parece saberlo todo de sí mismo, y que, precisamente por eso, comente un error tras otro, y cae directamente en la trampa de la verdad, ¿no retrató

Frisch a mi padre? Otros habrán sentido lo mismo. Porque está claro que no soy el único que se ha reconocido en todas estas historias. Se dice que la mujer de su editor le preguntó tras leer Stiller: ¿Cómo es que sabe todas esas cosas de nosotros?. Max Frisch nos abrió los ojos para que fuéramos capaces de ver nuestras propias historias”.

¡Qué mayor favor le puede hacer un escritor a otro y, por descontado, un escritor a un lector! Abrirnos los ojos para que seamos capaces de escribir y de ver nuestras propias historias.

“No puedo soportar a los artistas que se creen seres superiores o más profundos solo porque no saben lo que es la electricidad”, declara el “homo faber". Y Niederhauser comenta: “En esas palabras es posible reconocer a Max Frisch: un intelectual que no solo conoce la palabra práctica de la teoría”. “Sus personajes hablan como nosotros, la atmósfera parece cotidiana, casi trivial, pero cuando se observa con detalle todo se revela como una tupida red de relaciones entre conceptos”, añade.

Peter Biechsel, también escritor y amigo de Frisch, firma un texto titulado “Un payaso maravilloso”, en el que nos presenta al Frisch más privado, el del círculo de sus amigos, un conversador maravilloso y del que quiero relatar una pequeña anécdota que me parece muy reveladora: “Por aquel entonces ponía de los nervios a todos sus amigos con preguntas sobre el envejecimiento y la muerte. (…) En una ocasión volvió bufando de la Engadina, a donde había ido a ver a Theodor Adorno, que estaba allí de vacaciones, para comentar estas cuestiones. “¿Sabes lo que ese sabe sobre la vejez y la muerte, el filósofo, el gran filósofo? Nada, no sabe nada”, y aún seguía rabiando horas después”.

En la opinión de Fernando J. Palacios, “Max Frisch parece que comprendió mejor que nadie aquella advertencia de Paul Valéry: <<Nunca pensamos que lo que pensamos oculta lo que somos>>”. Concluye Palacios: “El libro calla más de lo que cuenta, y la pregunta que se hace Max Frisch es: ¿por qué me guardo cosas todavía?”

Llegados a este punto, no hay más remedio que ir a Cervantes, a la sensacional declaración que hace el autor en el capítulo XI de la Segunda parte: “En esa segunda parte, no quiso (el autor) injerir novelas sueltas y pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos episodios que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente y con solas las palabras que basten para declararlos; y pues se contiene y cierra en los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del universo todo, pide que no se desprecie su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir”.

Y es que en Max Frisch se respira un espíritu ciertamente cervantino. Las palabras de Isabel Hernández que antes cité y que hacían referencia a la relación de Stiller con Mr White y a la invención de nuevos recursos narrativos, me remite a nueve párrafos de la Primera Parte del Quijote, el último del capítulo VIII y los ocho primeros del capítulo IX, cuando Cervantes detiene abruptamente la acción, en medio de una pelea del héroe contra uno  de sus muchos enemigos, y hace referencia a un manuscrito perdido: “En este punto y término deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de don Quijote que las que deja referidas”. Seguidamente, añade: “…no se desesperó de hallar el fin desta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda parte”.

El relato de este hallazgo se hace en el siguiente capítulo, el XI del Quijote publicado en 1605, no en la Segunda Parte publicada en 1615. El caso es que estos nueve párrafos que Cervantes dedica al asunto del manuscrito suponen un recurso narrativo que marca para siempre nuestra historia de lectores. Cervantes nos ha sacado del marco donde se desarrollan de las aventuras de don Quijote y nos deja allí, en el mismo borde, comparte con nosotros, lectores, sus vicisitudes de narrador. Nos confía el fundamento de su quehacer literario: la verdad. Hemos entrado en el universo del creador. Después de Cervantes, los lectores seremos perfectamente conscientes de la existencia del autor.

Max Frisch sigue la estela de Cervantes. La complejidad de la narración, la identidad de los personajes, la misma identidad del narrador, estos son asuntos que siempre resultan nuevos, porque toda época es distinta de las otras, como cada día resulta nuevo, impredecible y enigmático. Inventados cada día. Inventamos los días. Vivimos e inventamos. “La literatura no es más una forma de expresión que se busca a sí misma y, con ella, a los lectores”, concluye Fernando Palacios.

Por las azarosas circunstancias de la vida, Turia ha tenido a bien publicar en este mismo número en el que se le hace un homenaje a Max Frisch el breve texto que escribí sobre la función que cumplen en la obra de estos nueve capítulos del Quijote.

Del Max Frisch más cercano e íntimo nos habla de unas de las mujeres que compartieron parte de sus vidas con el autor, Marianne Frisch-Oellers, que convivió con Frisch durante más de quince años: solo escribía con su máquina de escribir, reclinado con un solo dedo de la mano derecha, tuvo -yo también- la famosa máquina de escribir Hermes baby, que aparece en Homo Faber,  bebía  café  mientras trabajaba, necesitaba recluirse en un lugar cerrado, tomaba notas manuscritas en todas partes, llenó 150 libretas de notas, le gustaba estar en comunicación directa con la naturaleza, sin ruido exterior, no le gustaba a hablar durante las caminatas. Si sus amigos querían hablar, él se apartaba y alejaba, escogía sitios para sentarse en hermosos prados, llegaba antes que nadie, se instalaba, desempaquetaba la mochila y abría una botella de vino, cuando veía partidos de fútbol por la televisión se concentraba extraordinariamente, no respondía al teléfono, no prestaba atención a ninguna otra cosa, no le gustaba pasear en pantalón corto, decía que esa prenda dejaba al descubierto de forma excesiva la anatomía masculina.

Disfrutaba de la compañía de sus amigos, a quienes invitaba a pasar temporadas en su casa. Luchó constantemente contra el alcoholismo. Soy alcohólico, escribió en uno de sus diarios. Repitió de diversas formas una idea central: “Realmente somos la persona que los demás ven en nosotros…Y viceversa, nosotros somos los creadores de los demás”.

Vuelvo ahora a la cuestión inicial, ¿importa la edad en que leemos un libro? Y me reafirmo en la respuesta. Sí, importa y mucho. Porque haber leído a Max Frisch justo al inicio de la juventud, antes de haber tomado las grandes decisiones, marca las aspiraciones del escritor y centra los problemas del lector, de los seres humanos que leen y escriben. La visión que Max Frisch nos ofrece de sí mismo en sus primeras obras abre un camino por el que seguirá transitando, una dirección que no abandonará. Si avanzamos con él, iremos comprendiéndolo desde dentro, sencillamente porque hemos encontrado a alguien que nos entiende desde dentro, desde sus adentros.

Max Frisch me remite a tardes eternas de lectura en mi cuarto de soltera de la calle de Fernando el Católico, al patio interior del edificio de viviendas, a las terrazas de los pisos vecinos en las que se acumulaban objetos inservibles, al pedazo de cielo que lo cubría, tan cegadoramente azul los días de verano. Allí empecé a vislumbrar los caminos que se abrían  ante  mí, los territorios que otros habían conquistado para mí, lo que desde lo más profundo de mí misma me comunicaba con los demás.