He venido a pasar unos días al sur, al apartamento que tienen mis padres en un pueblo de la costa mediterránea. Vengo con el ánimo trastornado por inquietudes y porque los recuerdos del verano son ya solo eso: recuerdos. Uno vive una experiencia feliz y se enamora y, aunque sabe que las cosas hermosas -como dice Cernuda- tienen su instante y pasan, sigue empecinado en transitar caminos que quizá ya no existen. A veces, nos empeñamos en llamar pérdida a un momento de dicha pasada, pero la verdadera pérdida consiste en no haber vivido.

He llegado por la mañana a esta casa y me ha recibido como un lugar extraño. He venido con el ánimo herido, nostálgico, pero he traído conmigo un libro -Diario de una soledad- que promete acompañarme. Su autora es la escritora de origen belga May Sarton (1912-1995). Sarton, que vivió la mayor parte de su vida en Norteamérica, escribió novelas, poesía y ensayo, pero lo más relevante de su producción literaria se encuentra en sus memorias y en sus diarios. La autora, una defensora firme de los derechos de la mujer, escribió en los años setenta del siglo pasado, en su residencia de Nelson, un cuaderno íntimo en el que, entre otras cosas, trata de “averiguar qué piensa y saber dónde está”.

Las dos primeras páginas de Diario de una soledad -su primera entrada- son un ejercicio prodigioso de autoanálisis, un retrato psicológico certero de las inquietudes que el libro desarrollará más tarde. Escribe May Sarton: “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible, distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si, de repente, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Hay una dualidad enfrentada en esa afirmación. Hay dolor en estas páginas y remansos de paz y serenidad. En sus primeras anotaciones, la escritora habla del estado depresivo que atraviesa y de cómo solo la visión de la naturaleza le consuela. Luego se refiere a sus tareas domésticas, a sus quehaceres literarios, al espíritu solidario que le lleva a ayudar a los demás. El contacto con los otros contribuye a que su ánimo mejore y a que la soledad -elegida voluntariamente- se convierta en un espacio propicio para la creación y la exploración interior.

Llevo el diario de May Sarton a todas partes conmigo. Me siento en una terraza frente al mar. Sigo leyendo y asimilando un testimonio que me resulta familiar y aleccionador. En cierto momento de su relato, ella confiesa que está enamorada y que pasa los fines de semana con su amante. Y recuerda una cita de François Mauriac: “La experiencia de la felicidad es la más peligrosa, pues toda felicidad posible aumenta nuestra sed y la voz del amor hace resonar el vacío”. Más tarde consigna los viajes que hace por el país ofreciendo conferencias y promocionando sus novelas. Mucho más tarde -hacia el final del libro- revela el deterioro de la relación y la ruptura con la mujer a la que ama.

 

Diario de una soledad, además de constituir un diálogo fecundo de Sarton consigo misma, inserta en sus páginas fragmentos de poemas, citas de otros autores y retazos de las misivas que la escritora recibe y escribe. Todo ello le sirve para bucear en su mundo interior y registrar el estado del mundo exterior: el fulgor de los amaneceres y los atardeceres, el cambio que provoca en la naturaleza el fluir de las estaciones. Pero también para indagar en el sentido de las relaciones humanas, para suscribir su compromiso por la independencia de la mujer en un país puritano y machista. Y, sobre todo, para exaltar el valor de la amistad, algo que hace nuestra soledad más soportable.

Esta noche -mi última noche aquí- he dado una vuelta por el paseo marítimo y he mirado con tristeza la algarabía de la gente: el eco de la alegría ajena, que es lo que nos separa de los otros cuando estamos solos. Hay momentos en los que nos separamos del mundo y somos extranjeros. Hay momentos en los es muy fácil caer en la desolación. Hago estas reflexiones y pienso en una frase que he leído y anotado antes: “Tengo tiempo para pensar. Tengo tiempo para ser. De ahí mi enorme responsabilidad: usar bien el tiempo en estos años que aún me quedan por delante”.

En un alarde de sabiduría y entereza, May Sarton extrae de los estados crepusculares lecciones de vida. Aunque lo fácil es lo contrario, porque la soledad es siempre un venero para la introspección: “Aquí, en Nelson, he estado cerca de suicidarme más de una vez”, confesará la autora. Uno evoca la dicha vivida y ya cancelada y puede regodearse insidiosamente en la pérdida. Uno puede consumir tercamente su presente sin percatarse de que está anulando su porvenir. “A veces, lo más valioso que podemos hacer por nuestra mente es dejarla descansar, deambular, vivir en la luz cambiante de una habitación”. 

 

 

Diario de una soledad, May Sarton, traducción Blanca Gago, Madrid, Gallo Nero Ediciones, 2021.