“¿Cuál es el primer pensamiento que puede aflorar en la mente de un hombre castigado por no haber hecho trampas? ¡Hacerlas! Por supuesto.”

            Así como hay oficios que la historia ha arrinconado, cuando no hecho desaparecer por completo, también hay tipos humanos que no han sobrevivido al progreso, o que el progreso ha transformado, generalmente en su caricatura, y con frecuencia en algo peor. Son hombres producto de la época que les tocó vivir, generalmente en conflicto con ella, o, dicho con otras palabras, hombres que viven a contracorriente y ponen de manifiesto todas las contradicciones del mundo, hombres que dinamitan los lugares comunes más arraigados, y que la época tolera, e incluso mima, porque, en el fondo, son su mejor y más depurada expresión. El pícaro, el seductor, el dandy podrían ser sin duda algunos ejemplos. Hoy estarían, están, fuera de lugar. Algo ridículos y anacrónicos han perdido hace tiempo el espíritu que les caracterizaba y no conservan más que el envoltorio, el disfraz, la apariencia. No tienen alma.

            Y sin embargo, son precisamente esos hombres que no se adaptan a su época y viven al margen de ella, los que hacen que a la postre se produzcan cambios, quizás no tanto en la sociedad, por naturaleza perezosa y conservadora, pero sí en otros ámbitos que suponíamos, equivocadamente, sociales: la cultura, el arte, la ciencia… Sacha Guitry fue uno de esos hombres irrepetibles producto de una época. Y si se ha dicho con bastante fundamento que el siglo XX no empezó hasta después de la primera Guerra, Sacha Guitry fue sin duda uno de los primeros hombres del siglo XX, a quien, por su fecha de nacimiento, tocó convivir con hombres del XIX.

            De Memorias de un tramposo hay que decir ante todo dos cosas. Primero, que es un libro tremendamente divertido. Y segundo, que es un libro tremendamente serio. Y que es ambas cosas a la vez. O si lo prefieren, es divertido precisamente porque es serio, y serio precisamente porque es divertido. Quizás el secreto de esta combinación con pinta de paradoja, que tan buenos resultados da cuando, como es el caso, el autor tiene genio, resida en la franqueza. “Me pareció que una relación fiel de esta vida azarosa que he llevado durante más de treinta años podría distraer e informar a algunas personas a las que la franqueza aún divierte. Y por eso he escrito estas líneas.” La franqueza, no es necesario decirlo, no está reñida con la ficción. Es más, suele ser más fácil encontrar franqueza en una novela o un relato que en un texto autobiográfico.

            Aunque tampoco conviene confundir la franqueza con la autenticidad. La autenticidad es un concepto anacrónico. La autenticidad exige que la piedra sea piedra y el amor amor. Y el mundo de hoy funciona mejor con el cartón piedra y el amor flou (no confundir con el amor fou). Por eso, Sacha Guitry, al hablarnos de una ciudad como Montecarlo, paradigma entonces, y quizás todavía hoy, de la frivolidad a ultranza, le hace indirectamente un encendido elogio cuando escribe de ella: “Los colores allí son engañosos; los sentimientos, artificiales y las fortunas, ficticias.” Lo cual no quiere decir que nada es lo que parece, pues nadie se engaña al respecto. Y una fortuna ficticia te puede hacer más rico y poderoso que una fortuna real, por no hablar de los sentimientos. En definitiva, las cosas parecen lo que son, pero no son lo que parecen.

            Sacha Guitry era lo que parecía y parecía lo que era. Actor, prolífico autor dramático, guionista y director de sus propias películas, que también interpretaba él mismo,  amigo de Mirbeau (también lo sería de Monet con quien compartiría su afición por los jardines) fue un tipo inmensamente popular al que la crítica nunca trató bien, pero tampoco pudo evitar sus éxitos. Había nacido en San Petersburgo, un 21 de febrero de 1885, y murió en París el 24 de julio de 1957. Se casó cinco veces, y en Memorias de un tramposo, tal vez su obra más celebrada, escribió: “He frecuentado todos los medios y todos los mundos. La buena gente es escasa y las mujeres honestas, escasísimas.” Sobre las mujeres precisamente diría cosas imperdonables, pero también sobre los hombres, pues comprendió muy pronto que querer agradar a todo el mundo era un imperdonable error, y que quien gustaba a todos no gustaba en el fondo a nadie. Sacha Guitry se jactaba de conocer a los hombres. En esta aparentemente intrascendente novela dejó escrito: “Del mismo modo que puede uno convertirse en asesino sin tener alma de criminal, creo que se puede tener alma de asesino y no cometer crímenes.” También, añadimos nosotros, se puede ser castigado por un crimen que no se ha cometido, y, cosa más frecuente hoy día, salir indemne de uno que sí se ha cometido.

            Cuando a un hombre se le castiga por un pecado que no ha cometido, empieza a desconfiar de la justicia humana. Cuando ese hombre ve que los crímenes más flagrantes suelen quedar impunes, entonces empieza a desconfiar de la justicia divina. En un mundo en el que casi siempre resulta más convincente y seguro no parecer lo que se es o no ser lo que se parece, en un mundo que juzga a los hombres por las apariencias, mejor parecer que ser.

            Si quisiéramos extraer una moraleja de este regocijante relato, diríamos que la vida es como un juego – sí, no es una metáfora demasiado original, pero en cambio es bastante exacta – un juego en el que se puede hacer trampas durante un tiempo, como suelen hacer la mayoría de los jugadores, o dejar que el azar decida la suerte. Al final el resultado es el mismo: todos pierden, naturalmente. Sólo que unos lo hacen con dignidad y otros de una manera indigna. Tal vez alguien piense que no importa cómo se viva la vida si al final se va a perder. Y esa es la cuestión: importa precisamente porque se va a perder.

 

Sacha Guitry, Memorias de un tramposo, traducción de Laura Salas Rodríguez,

Cáceres, Periférica, 2012.