En el Parnaso de los escritores catalanes del siglo XX Mercè Rodoreda (1908-1983) ocupa un lugar particular. Protagonista del siglo, aunque no fuera en la primera línea del frente, su anécdota vital compleja y tortuosa le permitió estar bien cerca de algunas de sus vicisitudes más graves. De formación autodidacta, logró construir no sin esfuerzo una carrera literaria notable, y ya antes del final de la guerra civil había publicado cinco novelas (que luego rechazó) y había ganado el premio “Joan Crexells” a la mejor novela publicada en 1937. Narradora de excepción, supo encontrar la voz que le permitió expresar un mundo particular, personal e insinuante, que traduce una mirada de carácter reflexivo a partir de un instinto natural. Al morir había encontrado un reconocimiento más allá de las fronteras, sentenciado por Gabriel García Márquez en un artículo que publicó en el rotativo El país con motivo de su muerte en 1983: “Una mujer invisible que escribe en un catalán espléndido unas novelas hermosas, duras, como no se encuentran muchas en las letras actuales”. Se lamentaba el novelista colombiano de que fuera poco conocida fuera de Cataluña. Ello ya no es así. En los veinticinco años transcurridos desde su muerte su obra se ha afianzado como un sólido valor en el conjunto de la literatura catalana de todos los tiempos. Traducciones y lectores en todo el mundo atestiguan de la difusión notable que su mundo ha conseguido. A ella se le puede aplicar sin temor el aforismo certero de Julio Ramón Ribeyro: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sentido, de sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto.” (Prosas apátridas). Mercè Rodoreda vivió en un tiempo de grandes transformaciones sociales y estéticas. Sufrió persecución y exilio y ello le afectó en, por lo menos, cuatro ámbitos distintos: político, como partidaria de la República española; geográfico, viviendo lejos de su país entre 1939 y 1973; lingüístico, porque en Francia o Suiza, se mantuvo aislada en un círculo de expresión catalana, dentro del mundo más amplio del exilio español; y personal, puesto que estuvo separada de su hijo desde el momento en que abandonó España. Contra las dificultades consiguió construir una obra literaria de primera magnitud.

Una vida en el exilio

Según una conocida definición de Gilles Deleuze y Félix Guattari una literatura menor funciona bajo tres restricciones: un alto grado de “desterritorialización” del lenguaje; la contaminación de todos los aspectos de la actividad literaria por problemas económicos, comerciales, legales; y por la politización de todo, ya que la literatura se ve obligada a cumplir una misión de definición colectiva. La obra de Mercè Rodoreda consigue replantear la proposición de los filósofos franceses, puesto que, a pesar de pertenecer a una literatura menor, supera y redefine algunos de estos condicionantes. A pesar del alejamiento físico, consigue crear una lengua literaria de apariencia realista y de gran efecto simbólico. Rehuyendo la censura o por decisión de no dejarse ahogar en un mar de datos y fechas, sus grandes novelas pueden ser leídas en clave histórica y política, después de obligar al lector a un ejercicio de desmontaje.

Mercè Rodoreda es considerada por muchos lectores y críticos como una de las escritoras europeas más originales del siglo XX. El reconocimiento no fue fácil. Su prosa exquisita, de perfiles acerados, es óptima para la construcción de un mundo enigmático de fuerza singular. Una aproximación a los misterios de la realidad, en apariencia cotidiana, despejando las incógnitas de una vida misteriosa. El éxito la acompañó sólo en los últimos veinte años de su vida, que en general, estuvo marcada siempre por la soledad y la originalidad. Sería fácil afirmar que su vida (el proceso de su liberación) y su desarrollo como escritora siguieron caminos paralelos. Pero en su caso, obra y vida, sin confundirse nunca, responden a exigencias y problemas muy distintos.

Por imposición, Rodoreda se casó con un tío suyo al cumplir los veinte años. Malcasada y con un hijo, la literatura, la lectura ingente, se presentó como una solución de conveniencia para plantearse una vida alternativa. Empezó a escribir en 1933, y publicó varias novelas que luego rechazó. En el exilio francés, huyendo de las tropas de Franco primero, de las de Hitler poco después, tuvo pocas oportunidades de volver a dedicarse a su pasión de escritura. Huyendo de París, su convoy fue bombardeado en tres ocasiones, vivió en casas abandonadas o en los bosques, en vivencias semejantes a las que también noveló Irene Nemirovsky. Rodoreda las evocó en cartas impresionantes escritas a su confidente del momento, la también escritora Anna Murià. Vivió en difíciles circunstancias en Burdeos y Limoges, ganándose la vida cosiendo. El exilio, algunas de las escenas vividas en la Francia ocupada por los nazis, encontraron camino en versión literaria en los cuentos que ganaron el premio “Víctor Català” en 1957. Finalizada la guerra mundial regresó a la literatura de un modo curioso. A mitad de la década de los cuarenta, viviendo en medio de una gran penuria material, padeció durante cuatro años una dolencia en el brazo derecho, que le impedía escribir a mano. Ello la empujó a escribir a máquina y a dedicarse a dibujar. Encontró en el arte (collages y dibujos a lo Paul Klee) y la escritura (sonetos de notable factura) refugio para una existencia difícil. Por entonces se había consolidado su relación sentimental con el poeta y crítico Joan Prat, más conocido por su pseudónimo literario, “Armand Obiols”. Había regresado brevemente a Barcelona en 1948, había participado en los “Jocs Florals” (Juegos Florales) del exilio, pero poder publicar de nuevo en su ciudad, significó la confirmación de una vocación, o mejor, la posibilidad de reemprender una dedicación a la literatura que había sido desde 1933 su pasión esencial. La escritura de esta época puede ser leída como lucha contra un destino impuesto y una humillación colectiva. Pero lo más característico es la creación de una prosa innovadora, con sombras y silencios, con una aptitud especial para retratar las ondulaciones de un alma femenina.

La suerte cambió definitivamente cuando en 1962 consiguió publicar su novela La plaza del Diamante. Mercè Rodoreda vivía ahora en Ginebra, a donde se había traslado Armand Obiols en 1954, puesto que trabajaba como traductor en Naciones Unidas. La novela se había presentado al más prestigioso premio de novela en catalán, el “Sant Jordi”, de 1960 con el título de Colometa y causó un pequeño escándalo literario El jurado no la premió. Uno de sus componentes, Joan Fuster, la recomendó al editor Joan Sales que acababa de fundar la editorial “El Club dels novel.listes”. La novela de Rodoreda se convirtió inmediatamente en un éxito de crítica y de público. Dos años más tarde, un grupo de críticos convocados por la revista Serra d’Or la declaró la mejor novela catalana del período 1939-1963. Con motivo de la reciente Feria del libro de Frankfurt ha vuelto a ser declarada como una de las mejores novelas de todos los tiempos escritas en lengua catalana. En 1978 Francesc Betriu realizó una miniserie televisiva, que era una versión más que digna de la novela. La situación de Rodoreda en el sistema literario cambió de modo radical. Pudo continuar escribiendo con más libertad, continuó trabajando en proyectos de cuentos y novelas, obras de teatro. Después de un largo período de exilio podía regresar a Barcelona a pasar largas temporadas. En 1971, después de la muerte de su compañero sentimental, desplazó definitivamente su residencia hacia la tierra natal. Se construyó una casa en el pueblo gerundense de Romanyà de la Selva, en un lugar que en opinión de Josep M. Castellet (Los escenarios de la memoria) era como un mirador sobre el país, alejado de él, observándolo desde una elevación. Cuando murió en 1983 era una escritora muy conocida, con éxito de público, motivo de varios homenajes, “Premi d’Honor de les Lletres Catalanes” en 1980. El reconocimiento se ha confirmado con una cantidad ingente de ediciones y traducciones de sus principales libros, y por el gran número de estudios críticos que se le han dedicado.

Cuentos y novelas

Rodoreda leyó con pasión los relatos de Katherine Mansfield. En una carta afirmaba: "El 'meu amor en aquest gènere' és la meravellosa K. Mansfield." (Mi amor en este género es la maravillosa K. Mansfield.) Algunos de sus personajes encuentran inspiración  en el mundo de la escritora neozelandesa. La influencia de  Mansfield se comprueba sobre todo en el impacto de algunos cuentos de The Garden Party en un eco muy directo en “Zerafina” o “La niñera” de Mi Cristina y otros cuentos. Como Mansfield, Rodoreda se convirtió en una hábil cronista de situaciones de desastre que ocurren en la vida cotidiana, desarrollando un instinto afilado para presentar a seres humanos en situación de soledad extrema, o ilustrando la desesperación de la mujer en el mundo moderno, sin ningún rastro de sentimentalismo.

Es el cuento en Rodoreda medio de expresión alternativo: taller de experimentación a veces de voces y modos que luego explorará por extenso en las novelas; o vía de escape para un mundo de fantasías y sueños que a menudo encuentran su correlato en símbolos de carácter vegetal, que localiza en parques y jardines. Algunos cuentos la sitúan a las puertas del teatro, una dedicación que mantuvo inédita y se ha publicado póstumamente. Pero el cuento para Rodoreda fue también el medio escogido en su operación de reingreso en las letras catalanas. Desde la incertidumbre del exilio en París Mercè Rodoreda planificó su regreso a la literatura como una maniobra de impacto: "penso fer contes que faran tremolar Déu" (pienso escribir cuentos que harán temblar a Dios), escribió a su amiga Anna Murià. Así el cuento fue el instrumento elegido para volver a la literatura después de veinte años de silencio. El volumen Veintidós cuentos  (1958) fue seguido por otros dos volúmenes, Mi Cristina y otros cuentos (1967) y Parecía de seda y otras narraciones (1978), los cuales son testimonio fiel de sus inquietudes de los años siguientes, escritos paralelamente a sus grandes novelas, las que le han dado una fama definitiva, La plaza del diamante (1962) y Espejo roto (1974).

Algunos de sus cuentos tienen una pre-escritura en las cartas de los años cuarenta, y ello nos indica hasta qué punto muchos de ellos están inspirados en hechos autobiográficos. Así, por ejemplo, en una carta escrita en Limoges el 29 de agosto de 1940 narra su huída de París, recién ocupada por los alemanes, experiencia que reaparece ficcionalizada en el cuento “Orleáns, 3 kilómetros”. Pero poco a poco internaliza experiencias, refina su arte y consigue sugestivos análisis de fragmentos de realidad desde perspectivas insólitas, introduciendo siempre un hálito de inquietud.

En los cuentos de Rodoreda se cumplen algunas de las exigencias que Cortázar imponía a este género literario, en especial la intensidad y la tensión. Son pequeños episodios domésticos que iluminan la condición humana (en especial la situación de la mujer) o que devienen símbolos candentes de una situación social o histórica. Algunos de sus mejores cuentos, como “La salamandra”, están localizados en un remoto ambiente rural, en país y tiempo indefinidos. A lo que se añade el componente fantástico (una mujer convertida en salamandra) que aumenta el carácter inquietante y simbólico del relato. En una entrevista declaró que el relato “representa un complejo de culpabilidad”. Presionada para que aclarase a qué se refería, rehusó explicarlo, puesto que era “demasiado personal.” Otros relatos, como ”Mi Cristina”, resultan un cruce de tradición bíblica y de absurdo a la Kafka. La autora se sitúa así en –y dialoga con– una larga tradición que va de Chejov a Carver y pasa inevitablemente por Mansfield o Cortázar. A partir de situaciones cotidianas o de juegos de fantasía Rodoreda nos acerca a una revaloración de la existencia. El cuento en sus manos nombra espacios mudos y da voz al silencio.

Las novelas, en particular La plaza del Diamante y Espejo roto, constituyen las obras más logradas. Como ya indicara Joaquim Molas, en La plaza del Diamante Rodoreda utiliza técnicas del monólogo interior, mezclando el estilo directo e indirecto. Narra la vicisitud de su protagonista-narradora, en un proceso de opresión y liberación, ambientado en un barrio barcelonés (Gracia) desde poco antes de la proclamación de la República hasta la postguerra. Los cambios de nombre de la protagonista, Natalia, Colometa (palomita), Señora Natalia, dan cuenta de la evolución del personaje, de su manipulación por un primer marido dominante o la relación con un segundo marido, impedido sexualmente a causa de una herida de guerra. Asimismo, el espacio urbano, interiores y exteriores, resulta en correlato del estado moral de la protagonista. Y múltiples elementos simbólicos (palomas, balanzas, etc.) ayudan a confirmar ante el lector la transformación del personaje. A la sombra de este éxito quedan otros libros notables, La calle de las Camelias (1966) y Jardín junto al mar (1967).

Su segunda novela de gran éxito, también la más ambiciosa, es Espejo roto (1974). Presenta la evolución de una saga familiar, los Valldaura, siguiendo el ascenso y caída del grupo. El centro de la acción es una torre con jardín en la que vive la familia. Lujo y éxito, decadencia y muerte, son los signos de los cambios y las coordenadas de una profunda reflexión sobre la fugacidad y el paso del tiempo. Se trata de una obra polifónica, con multiplicidad de voces y perspectivas. El secreto roto en mil pedazos es el leitmotiv de la novela, al que difícilmente llega el lector. La tristeza y la inquietud, el recuerdo y el secreto, o elementos simbólicos como el fuego dominan la acción. En la novela es de gran riqueza el juego de intertextualidad con otras obras literarias, cinematográficas, pictóricas. En opinión de Carme Arnau, se trata de una novela poética: “la prosa roderiana se convierte en poética una poeticidad que hace referencia a la teoría afectiva, es decir a la voluntad (…) de expresar sentimientos más que ideas.”

Cuanta, cuanta guerra (1980) es la última novela que publicó en vida. Narra la aventura del joven Adrià Guinart que pasa tres años recorriendo un paisaje de gran belleza, huyendo de los desastres de la guerra. El atavismo, un mundo onírico y nocturno, presiden la mínima acción, en la que se yuxtaponen imágenes de una belleza misteriosa: “Un rayo de luna como una espada me cayó encima, el río la repitió”. La guerra es metáfora de la existencia, presidida por el absurdo que implican la muerte, la destrucción. Póstumamente se publicaron otras dos novelas, que había dejado incompletas, que prolongan esta vena narrativa, apocalíptica y simbólica: Isabel y María y La muerte y la primavera  (1986).

En los últimos años se han ido publicando volúmenes que recogen aspectos menos conocidos de la obra literaria de Mercè Rodoreda, como por ejemplo El torrent de les flors (1993) que incluye cuatro obras de teatro. Destaca la densidad de una obra como “La senyora Florentina i el seu amor Homer”. Desde el efecto paronomásico del título se inicia una visión desencantada de las relaciones amorosas, y la ampliación de un personaje fugaz, la Zerafina de uno de sus cuentos más célebres. El signo del teatro de Mercè Rodoreda es el de ampliar el sentido de un mundo muy personal desde la brutalidad de sus entrañas. Se conocen colecciones parciales de su rico epistolario. Si se cumple el propósito de publicación de sus Obras Completas, será sin duda la aportación más novedosa de este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento.

Perspectivas de lectura

Ante una vida tan agitada, usada y despreciada por los hombres, la conclusión lógica del periplo sería la del feminismo. No fue así. Preguntada por dos entrevistadoras si el hecho que los protagonistas de sus novelas fueran siempre personajes femeninos respondía a un planteamiento feminista, Rodoreda fue tajante: “Yo creo que el feminismo es como un sarampión. En la época de las sufragistas tenía un sentido, pero en la época actual, en que todo el mundo hace lo que quiere, me parece que no tiene sentido el feminismo.” Aunque esta opinión no ha sido tenida en cuenta por legiones de lectoras, en especial en el mundo anglosajón. Allí se han publicado una gran cantidad de estudios. En cursos universitarios es una de las escritoras catalanas más leídas, tanto en el ámbito de la postguerra, o bien como escritora que supo representar como pocas las vicisitudes de la condición femenina. La bibliografía de Isidra Mencos, Mercè Rodoreda: A Selected and Annotated Bibliography (1963-2001), ilustra con profusión de detalles los modos y lugares cómo ha sido leída esta escritora. Lectores de toda condición se han rendido al encanto de su mundo. Y entre ellos, destaca la opinión de Gabriel García Márquez cuando calificó su obra más conocida, La plaza del diamante, “como la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil.” A pesar de que Rodoreda nunca se mostró interesada por el feminismo, éste es subliminal, subterráneo, y permea la mayor parte de su obra. Por eso resulta tan atractiva esta escritora para el feminismo académico norteamericano. Y también para el resto de mortales, puesto que nos atrae por la habilidad y belleza de una construcción verbal con la que indaga en aspectos recónditos del ser. Como escribió Kathleen Gleen: “a través de sus textos hay una conexión de violencia, sutil y evidente, verbal y física, amenazante y obvia. Sus víctimas, ya sean jóvenes o bien mayores, solteras o casadas, mujeres o hombres con características femeninas, son seres marginales, objetos más que sujetos, a quienes la vida decide por ellos, moviéndose en los márgenes de la sociedad y no integrados en la misma.” Así es, puesto que las protagonistas de sus cuentos y novelas son con frecuencia mujeres débiles en apariencia, pero que han conseguido situarse en una situación de fuerza. Desde la defensa frente al Uno invasor se dibuja la complejidad del Otro a partir de breves apuntes, recortes de vida. Vidas de mujeres que temen el fin del amor. O que tienen que sobrevivir situaciones de adversidad.  Situaciones de inocencia, de jóvenes enamorados, pero en las que se adivina ya el miedo, la sospecha, de una posible futura traición.

La obra de Mercè Rodoreda se ha leído desde dos perspectivas: la feminista y la histórica, en clave estrictamente biográfica. Propuesta absurda, puesto que la obra de cualquier escritor es sólo un pálido reflejo de la aventura personal del autor que se esconde detrás del nombre inscrito en la portada. Y ello, incluso sin tener en cuenta las posibilidades enormes de la autoficción. La obra de Rodoreda se desmoronaría al intentar ser leída en simple clave anecdótica. Por ello parecen discutibles los planteamientos que quieren distinguir dos voces en su obra narrativa, basándose en las dos personalidades (sic) de la autora. La escritora usaría una u otra según el relato, el período, el objeto de su narración. Una sería una voz realista, heredera de la mejor tradición decimonónica, atenta a un retrato detallista, íntimo, de la cotidianidad. La otra voz se caracterizaría por una atención a los aspectos siniestros, míticos, sobrenaturales de la realidad. Este tipo de distinciones podrían ser útiles para los antiguos manuales de segunda enseñanza. En el mundo de los lectores adultos, la realidad es un poco más compleja. Del mismo modo que Rodoreda no se limita a “reflejar” una experiencia autobiográfica, expresión de una sociedad reprimida durante la dictadura, ni es una especie de protofeminista, ignorante de la profundidad de algunas de sus denuncias y caracterizaciones, por lo que respecta a la condición femenina, su obra no se puede dividir simplemente en la articulación de estas dos voces de modo autónomo.

La presencia de elementos mágicos o simbólicos fundidos en la realidad cotidiana facilita este enfoque. Los pájaros, el agua, flores y jardines, por citar sólo algunos de los elementos más frecuentes. Palomas, balanzas inscritas en una escalera, luces azules de la ciudad en tiempo de guerra. Algo característico del mundo de Rodoreda es su atención a los detalles ínfimos, la habilidad para representar segmentos de la realidad desde una perspectiva íntima y confundiendo elementos reales y elementos fantásticos, en fusión de las supuestas dos voces. En su novela más conocida este fenómeno es particularmente central al planteamiento narrativo. Es característico el saber crear una voz narrativa radicalmente apartada del resto de los personajes. Novelas como La plaza del Diamante están escritas en una poderosa primera persona que arrastra al lector a su interior. Así la identificación entre voz y narradora sustenta los fundamentos de una definición de la identidad. Estamos ante un realismo subjetivo, que es una variación del realismo psicológico, en la que no es importante, como en la variante joyceana, el fluir de la conciencia, sino, más cercano a la vena proustiana, un auténtico reconstruir de la memoria. El lector está prisionero de la voz de la narradora y es a través de ésta que percibe la realidad. En una ambigüedad claramente deliberada, Rodoreda pone en juego una voz que no sabemos si es oral o escrita. El carácter oral es el que le permite el desarrollo de un peculiar estilo literario. Como señaló Josep Miquel Sobrer, el lector escucha directamente las palabras de Natalia, y este es uno de los efectos estilísticos más estudiados y efectivos de la novela.

Decía Julio Ramón Ribeyro en otro aforismo genial: “Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.” Antes de encender la cerilla valdría la pena leer la obra de Mercè Rodoreda. Por si acaso es irrepetible, porque nos ofrece una apuesta literaria singular, en un encuentro de géneros y de voces, que le sirven para expresar la aventura de aislamiento e inquietud que marcaron a buena parte de su siglo. Con una mirada original que nos hace temblar.