EL ANCIANO FULLERO

    A Lola Larumbe                                            

 

El anciano de los apólogos falsos jugaba con sus nietos en el jardín del morabito cuando recibe un mensaje de la preferida de su harén; y, porque desea leerlo a solas, se marcha del jardín abandonando a los niños en esta tarde de primavera en que mamá merienda con las beatas en la cafetería de la esquina y papá medita incorporar al negocio de volovanes a ese cuñado maniático que pasa las horas muertas en la azotea

 

en diálogo con la corte celestial y los ministros del Señor, según dice mintiendo, porque cuando el anciano de las fábulas ladinas llega a la azotea para leer la carta de la favorita de su harén, descubre al cuñado tendido en la superficie de baldosas, medio oculto entre las sábanas del tendedero y con la mano derecha hurgando en su bajo vientre mientras espía por la tronera del tejado a las doncellas del servicio doméstico

 

que en el cuchitril donde duermen junto a la maleta que guarda su patrimonio planchan desnudas su uniforme de quita y pon, sin que logre verlas así el cuñado rijoso porque el calor de la plancha las envuelve en tan espesa niebla -a la manera de las actrices extranjeras de la pantalla cinematográfica sumergidas en un baño de espuma- que parece urdida por el presbítero de la familia para privarle de la visión lujuriosa.

 

De eso se lamenta el cuñado buscando la complicidad del anciano de los apólogos falaces, al que mil veces han visto en una hamaca leyendo las cartas de la favorita de su harén mientras su mano derecha acariciaba la herramienta de la voluptuosidad jaleado por las voces blancas de sus descendientes que, con su melodioso contrapunto, conseguían extraer de sus entrañas la semilla de una raza y un imperio. 

 

Pero esta tarde de primavera en que mamá merienda con las beatas en la cafetería de la esquina y papá analiza la idoneidad de su cuñado para el negocio de volovanes, el anciano de las fábulas tramposas no se entretiene en tocarse la entrepierna ni en escuchar las quejas de su cuñado porque sus nietos, al darse cuenta de que se marchaba sin avisar del jardín del morabito, le han seguido pisándole los talones

 

y casi le habrían dado alcance en las escaleras que conducen a la azotea, de no ser porque el anciano de los apólogos infames, ante el obstáculo del cuñado espatarrado en la azotea entre las sábanas del tendedero y con la mano en el gatillo de la bragueta a la caza del desnudo femenino entrevisto, ni se detiene a afearle su actitud, salta sobre su cuerpo postrado, entra resueltamente en el cuarto de la plancha 

 

y como si hubiera conquistado un baluarte cierra la puerta con pestillo dejando a sus espaldas el escándalo de sus perseguidores infantiles que, frustrados por este desenlace, golpearán durante horas la puerta bloqueada por el cerrojo con el regio y, para ellos, legítimo imperio con que dentro de unos años exigirán participar en el negocio paterno de volovanes y en las meriendas de su madre con las beatas,

 

una impaciencia típica de la niñez no domesticada y de la que se desentiende el anciano de las fábulas intrigantes, que tras atrincherarse en el cuarto de la plancha y no contento con enfadar a sus nietos al prohibirles el acceso a su reducto, irrita también al cuñado sexador de estrellas porque le tapona con ropa sin planchar la tronera del tejado para cegarle el espectáculo de desnudos que se procuraba desde la azotea,

 

tumbado boca abajo sobre la fría superficie de baldosas, tal como lo sorprendio el anciano de los apólogos increíbles, y parapetándose en el burladero de las sábanas tendidas desde donde calibraba, igual que el ganadero sopesa desde la barrera del tentadero la bravura de sus reses, los atributos físicos de las criadas nacidas en Villalón, Monforte de Lemos o Miranda de Ebro que sirven en su casa,

 

esas hijas del pueblo soberano que, niñas aún y ya con las mañas imprescindibles para sacar partido del mundo, dijeron adios a su chabola embarrada, a sus padres borrachos, a su pretendiente mandria, a sus pálidas amigas, a sus perros mordaces y a su terruño hundido en el confín del mapa para buscar en la gran ciudad un plato de comida y un lecho de paja a cambio de un trabajo de sol a sol

 

y a las que la irrupción del anciano de las fábulas engañosas en ese cuarto de plancha donde raramente se adentra algún caballero sorprende tanto como si hubiera acudido a visitarlas Nuestro Señor Jesucristo con el taparrabos de cuando bajó a los infiernos recién resucitado, de ahí que a sus quejas por no haber sido avisadas del imprevisto se una el movimiento de cubrir sus intimidades con el primer retal que apañan,

 

en un gesto poco valorado por el anciano de los apólogos capciosos, que no fija sus pupilas en la anatomía de aquellas palurdas sino en las palabras de la predilecta de su harén, y sólo cuando termina de leer el texto, es decir, después de haber recorrido el trazado de la letra femenina sobre el papel de la misma manera que la obstinada hormiga suscribe el camino abierto por sus predecesoras,

 

alza la vista y, sin denotar júbilo o duelo ni extrañar la circunstancia ni el sitio, se sienta en la banasta de ropa pendiente de plancha con la desenvoltura del faquir en su tarima de clavos, guiña un ojo a su auditorio, suspira, desabrocha su camisa, bosteza, afloja su calzado, descansa, prescinde de los pantalones, sonríe, abre sus piernas, se relame, tantea la herramienta de la voluptuosidad, se estremece

 

y, tras encender la pipa con tabaco de miel, cuenta la fábula de ese anciano fullero que recibe una carta de su adorada cuando paseaba con los nietos por el jardín del morabito en una tarde de primavera en que la madre merendaba con las beatas y el padre dudaba si confiar el negocio de volovanes a ese cuñado suyo que, a través de la tronera del tejado, azuza la clamorosa expectación de sus sentidos.

                           

                                                         

 

 

LA MANO Y LA VOZ

 

Imaginamos la mano del pianista a punto de pulsar las teclas, adivinamos su impaciencia por tocar la primera nota que introduce a sus oyentes en el universo de la composición, unos oyentes acostumbrados a sus ejercicios de escalas y arpegios porque comparten su vivienda como familiares o criados, o que no son parientes ni se relacionan con él, sino que acuden al concierto de abono atraídos por su renombre y ocupan anfiteatros y butacas del Auditorio con docilidad mecánica o, a lo mejor, con la impaciencia del pianista por iniciar la función, y en este caso nos hallamos ante el espectador privilegiado con el que sueña cualquier intérprete desde el Conservatorio, ese interlocutor receptivo a la sensibilidad del creador cuando se enfrentó a la partitura en blanco en la ciudad alemana o austriaca de negros tejados donde luchaba por abrirse camino en el mundo de la música muchos años antes de que nacieran ese espectador y ese pianista, era una mañana de frío polar y su mano, sobresaltada por mil inquietudes, agarró la pluma, sembró de notas el pentagrama y al terminar la composición, o bien subio a los cielos, satisfechísimo de su competencia, o se desesperó de que su talento estuviese de vacaciones.

 

Atardece en aquella ciudad centroeuropea de tejados inclinados, supongamos que nieva, aquel  compositor se citó con sus amigos en la taberna de siempre, y su desazón por el resultado de su obra recién acabada la sufre el que ha de ejecutarla en  el Auditorio dos o tres siglos después, este solista que ha posado su mano sobre las teclas a la espera de cruzar los gestos de rutina con el director de la orquesta: “¿OK?”, “OK”, mientras se prepara el equipo de maderas, cuerdas y metales y el oyente privilegiado centra su atención en el comienzo de ese Lied que cautivará al público del Auditorio como si por primera vez lo oyese aunque, todos lo sabemos, se estrenó hace siglos en la ciudad centroeuropea de tejados pinos, cuando el compositor entró en la taberna donde le aguardaban los leales, colgó de un clavo el pesado capote, asió una jarra de cerveza, tomó un trago y al depositarla sobre la mesa barnizada con los labios blancos de espuma confió al más próximo la misma incertidumbre que muchos años después, en la calle Alcalá de Madrid, indujo al maestro Tomás Bretón a declarar al concertino de la orquesta del teatro Apolo en el estreno de La verbena de la Paloma: “Me parece que me he equivocado”.

 

Eso dice el artista genuino, desconfiad del que no se exprese así, porque en un artista hay más insatisfacción por su obra que complacencia. Con esa angustia sustancial a su oficio levantó su rostro en la taberna de la ciudad centroeuropea de tejados de pizarra el autor del Lied que ahora aborda el intérprete y cuando buscaba alivio a su agobio tropezaron sus ojos con una mujer que convertía su zozobra en vivacidad, una entusiasta que arrimó una silla al piano del que solían brotar valses en Carnaval y le invitó a ejecutar la canción que le provocaba tantas dudas. ¡Sublime inauguración! Aquella tarde la mano del autor tembló en la taberna, como tiembla siglos después en el Auditorio la mano del pianista, y una mujer cantó temblorosa el Lied que otras voces femeninas han repetido en diversos escenarios del mundo desde que el compositor lo dio a conocer en aquella ciudad centroeuropea como un tesoro extraído de lo más hondo de su alma.

 

                       

 

 

EL JARAMA

 

El río Jarama nace en la vertiente sur de la montaña de Somosierra, entre los cerros de la Cebollera y Excomunión, y corre por las provincias de Madrid y Guadalajara recogiendo los afluentes que le salen al paso. Cerca del Pontón de la Oliva recibe al Lozoya, y con él desfila por Talamanca y Paracuellos hasta Mejorada del Campo, en que se le agrega el Henares;  más allá del puente de Arganda absorbe al Manzanares en Vaciamadrid y al Tajuña en Titulcia y, ya en la vega de Aranjuez, no admite más incorporaciones porque penetra en el Tajo por su orilla derecha, perdiendo así su identidad y dejándose arrastrar por tierras de España y Portugal hacia la desembocadura del Océano Atlántico.

 

Esta descripción de Casiano de Prado permite comparar el desarrollo del  Jarama con la existencia del hombre, que de niño ofrece la misma estampa de fragilidad que el río cuando brota entre las piedras que le sirven de cuna. Diversas fuentes le alimentan para proporcionarle la fuerza que le permita construir su espacio. Y conseguido éste, aplaca su ímpetu de torrente a medida que ensancha su cauce y adquiere la prosopopeya con que un río de prestigio pasea por la llanura, luciendo esa posición consolidada de la que parece enorgullecerse también su biógrafo, cuando para resaltar la madurez del río que conoció en pañales indica que, poco antes de terminar su carrera en el Tajo, suministra su caudal a la gran acequia llamada Real del Jarama.

 

Las lluvias de otoño y el deshielo de la primavera refuerzan la corriente de este río y también su mala fama entre los pobladores de sus orillas, que le consideran poco de fiar y alevoso, "con más engaños que el jopo de una zorra", dicen, como si en vez de agua contuviese culebras: tanto por sus irritaciones caprichosas -cuando la crecida de marzo "le hincha el pescuezo lo mismo que un gallo que quiere pelea" y se lleva "una huerta por delante, con frutales y tapias y todo lo que entrilla", hasta dejarla "aterrada, convertida totalmente en una playa"-, como por su hipocresía estival, en que pese a su aspecto mansito, pues ni líquido parece tener, todos los años se cobra la vida de algún bañista. 

 

No hay que culpar por entero de estas muertes a la naturaleza del río, ya que mucha responsabilidad recae en ese cantamañanas que, desde que aprendio a flotar en piscina, se pregona nadador de primera y capacitado para meterse en honduras. Una equivocación típica del madrileño que, con esa fatuidad de creerse dios bendito, no distingue entre una charca y un pantano, y eso le induce a presentarse a golpe de pedal por estos parajes alcarreños en los domingos veraniegos, vaciar alegremente la tartera y la botella y, sin respetar la tregua de la digestión, tratar de tú a un temible como el Jarama que, aunque no se le provoque ni se le quite el ojo, engancha cuando le place al primero que pesca, y lo mismo que si fuera un hambriento se lo zampa sin mirar edad ni oficio, pero sí que sea madrileño, pues ésa parece ser su inclinación según la estadística.

 

Con estas y otras razones aportadas por los que saben de lo que hablan -pastores y gente del campo de San Fernando y Coslada y también algún emigrante-, se distraen los parroquianos de la venta de Mauricio durante los domingos de la canícula, si es que les permiten entenderse las voces de los jugadores de dominó de la mesa cercana, en disputa permanente por los enredos del contrahecho Coca-Coña. Al caer la tarde sube de los aledaños del río la música de baile, y el paisaje desaparece en la noche con la confianza de que por la mañana seguirá donde estaba, y lo mismo que el río no se aburre de recorrer la misma distancia un día y otro, en la venta se repiten los temas de conversación como si se abordaran por primera vez.

 

Pero esta temporada hay una novedad porque, ante la falta de lluvia, las autoridades han decidido abastecer al Jarama con los embalses de El Vado y El Atazar, y esto que supone un alivio para la cuenca, obliga a preguntarse a los contertulios si no se habrá alterado la personalidad del río al introducirse en sus aguas naturales otras prestadas. En pleno debate, el escritor que les dio la palabra en la novela famosa de El Jarama, asoma a la puerta. "Don Rafael", exclama quien le reconoce a pesar del tiempo transcurrido. Y a la admiración que despierta entre los parroquianos el nombre del señor Sánchez Ferlosio, se añade la curiosidad de averiguar si esta incidencia que comentaban es lo que le trae después de tantos años a la venta de Mauricio para anotar con su mano maestra, en otra obra de fementida ficción, la mudanza.

 

                      

 

LA ROSA Y EL LIBRO

 

                                                 A Lourdes Serrano

 

 

El visitante empuja la puerta de la librería con la confianza del que pisa terreno conocido. Pero, al no hallar a la dueña, permanece incómodo, con el largo tallo de la rosa en su mano derecha. Otros años la dueña le daba la bienvenida y, después de recoger de su mano la rosa, le entregaba un paquete envuelto en papel de colores. Y él se moría de ganas de descubrir el contenido, pero no lo hacía hasta ponerse a salvo de que algún policía le pidiera cuentas de su adquisición.

 

Bien sabía esta circunstancia quien le hacía el obsequio. Semanas antes del 23 de abril, la mujer buscaba lo que podía interesar a su amigo en las librerías de la cuesta de Claudio Moyano, del pasadizo de San Ginés y del circuito formado por las calles de Alcalá, Narváez, Ibiza y Fernán González. Ahí acudía la mujer como a puerto seguro y mantenía con los responsables de esos centros  una conversación en clave para burlar la vigilancia de la dictadura: "¿Tienes La náusea?; dame Lolita; reserva El amante de Lady Chatterley; me llevo A.M.D.G.; te pido Faulkner". Y el fruto de sus pesquisas, debidamente oculto a la fiscalización de las autoridades, se lo regalaba al amigo que la visitaba cada 23 de abril: "Ten tu Maeterlinck", murmuraba ella al tomar la rosa, "pero que no te lo vean, que me comprometes". 

 

Muchos años después, el hombre recuerda con cariño aquellos locales que se arriesgaban a vender títulos prohibidos. Esa consideración que entonces despertaba la literatura -aunque sólo fuera como material peligroso-, se ha perdido. Hoy la resistencia de nuestra sociedad a la literatura es cada vez mayor, con el argumento de que no rinde beneficios económicos. Si prospera esta tendencia, piensa el caballero, ¿qué van a ofrecer las librerías a sus clientes?

 

Interrumpe su meditación la dueña. "Envolvía tu regalo", explica para justificar su ausencia, mientras huele la rosa que él le trajo. "Se ha perdido aquel aroma", afirma él. "Tampoco la literatura es lo que era", comenta ella, señalando el mostrador con los libros firmados por gente de mundo y jaleados en los periódicos. "Pero nosotros no hemos cambiado", replica él; y añade: "¿Por qué quieren acabar con  lectores como nosotros?". Quedan en silencio los dos tras el interrogante retórico. Luego, él rasga el papel del obsequio delante de ella. Es una edición de bolsillo de Los pueblos, de Azorín.

 

El hombre escoge el capítulo titulado  "Epílogo en 1960" y se lo lee a su amiga: "¿Qué quiere decir esto de Azorín?", comienza. Y le vuelve la emoción de la primera vez que lo leyó. Ella escucha el texto como si nunca lo hubiese oído, pero se adelanta a recitar el final: "Iremos al huerto y veremos cómo marchan los membrillos". Y mirándose a los ojos los dos, con algo más rabia que melancolía, corean la última frase: "Y todos salen". El se guarda el libro en un bolsillo de la chaqueta. Ella apaga la luz, echa el cierre y, ya en la calle, enseña a su amigo lo que no había visto hasta ahora. En el escaparate de la librería, más destacado que cualquier primicia editorial, resalta un cartel que dice: "Se vende", en letras grandes.