Mira a lo lejos: rojizas hogueras

que no aciertan a prender en la arena.

Seguir de pie, muchas veces,

es no saber morir.

Qué daría yo por tener el horizonte,

una azotea desde la que ondear

como señuelos, el fino

pentagrama de los huesos.

Ojos de niño con los que mirar

la última verja del Paraíso:

todo hermoso, todo perdido.

El silencio nos ha hecho sordos.

Pero no fueron las olas ni el mar

ni los huesos rotos bajo la piel.

Fue la pérdida, el abandono,

el amor que nos reventó por dentro,

que nos devastó a besos la vida,

a la espera de que alguien nos descubriera

y nos identificara como propio.

No es el naúfrago quien está perdido

sino el barco que acierta a recogerlo.