Las mujeres, sentadas en sus sillas de lona, bajo el toldo tricolor como bandera de un país sin himno; los platos sucios bajo el sol sediento, y el crujir de la arena como azúcar bajo los pies sin sombra de las niñas que vigilan el mar, como a un cautivo, animal que conoce lo que piensan; las rocas apiladas bajo el muro, con la ciudad detrás, como el mar presa; la obligación, o fe, de las columnas del viejo balneario, que aún soportan el fondo del azul indiferente; y el padre que regresa entre los otros cuerpos dormidos, excitados, semidesnudos como voces, por la playa, llena de cantos que las olas fueran, como azarosos ídolos, puliendo, para la mano tibia de la especie humana... Eso vimos, antes de ver el pulpo aferrado al arpón, y el jubiloso gesto del padre y la familia; la masa de color magenta retorciéndose, bajo la mirada del mundo superior, como dedos desordenando el aire. Hasta que la arrancó de la obediente flecha, para luchar de tú a tú, un brazo al que abrazó hasta lo más dentro, que conoció la oscuridad del pulpo, antes de que otro brazo la arrancara, y a duras penas la arrojara lejos. Casi en la orilla de su paraíso respirable sintió la gravedad el pulpo, el sabor de su abrazo en la tinta incapaz de reescribirlo, informe, donde todo se fue pegando a todo.