En pocos minutos se difundió la noticia: una ballena en Leme[1] y otra en Leblon[2]. Habían aparecido en la playa, de donde habían intentado salir sin conseguirlo. Eran descomunales a pesar de ser sólo crías. Todos fueron a verlas. Yo no. Corría el rumor de que llevaban ocho horas agonizando y de que habían intentado incluso dispararles, pero continuaban agonizando  sin morir.

Sentí horror ante lo que contaban y que tal vez no eran estrictamente hechos reales, pero la leyenda ya estaba formada alrededor de lo extraordinario que -¡por fin, por fin!- sucedía, porque por pura sed de una vida mejor siempre estamos esperando lo extraordinario, que tal vez nos salve de una vida contenida. Si fuese un hombre quien estuviese agonizando en la playa durante ocho horas lo santificaríamos, de tanto como necesitamos creer en lo imposible.

No, no fui a verla, detesto la muerte. Dios, ¿qué nos prometes a cambio de morir? Porque el cielo y el infierno ya los conocemos, cada uno de nosotros en secreto, casi en sueños, ya ha vivido un poco de su propio apocalipsis. Y de su propia muerte.

Aparte de las veces en que casi he muerto para siempre, cuántas veces en un silencio humano —que es el más grave de todos los del reino animal—, cuántas veces en un silencio humano mi alma agonizante esperaba una muerte que no llegaba. Y por escarnio, porque era lo contrario del martirio en el que mi alma sangraba, era entonces cuando el cuerpo más florecía. Como si mi cuerpo necesitase dar al mundo una prueba al contrario de mi muerte interna, para que ésta fuese aún más secreta. He muerto de muchas muertes y las mantendré en secreto hasta que llegue la muerte del cuerpo, y alguien, al darse cuenta, diga: ésta, ésta ha vivido.

Porque de aquél que más siente el martirio es de quien se podrá decir: éste, sí, éste ha vivido.

Lo más extraño es que cada vez que era sólo el cuerpo el que estaba a punto de morir el alma no lo sabía. La última vez que mi cuerpo casi murió, como ignoraba lo que sucedía, sentía una especie de rara alegría, como si me hubiese liberado por fin mientras el cuerpo dolía como el Infierno. Una de las veces sólo me lo dijeron cuando ya había pasado: había estado tres días entre la vida y la muerte y los médicos sólo podían garantizar que harían todo lo posible. Y yo tan inocente de lo que estaba pasando que me parecía extraño que no me permitiesen recibir visitas. Pero yo quiero visitas, decía, me distraen del dolor terrible. Y a todos los que no obedecieron a la placa “Silencio”, a todos los recibí, gimiendo de dolor, como en una fiesta. Me había vuelto habladora y mi voz era clara, mi alma florecía como un áspero cactus. Hasta que el médico, realmente muy enfadado y en un tono cortante, me dijo: una visita más y le daré el alta tal como está. “Tal como estaba” lo desconocía, nunca durante esos días noté que estaba a las puertas de la muerte. Me parece que vagamente sentía que, mientras sufriese físicamente de una manera tan insoportable, tenía la prueba de que estaba viviendo al máximo.

Recuerdo ahora cuando al mirar una vez un crepúsculo interminable y escarlata también yo agonicé con él lentamente y morí, y la noche vino hacia mí cubriéndome de misterio, de insomnio clarividente y, finalmente, por cansancio, sucumbí a un sueño que completaba mi muerte. Y cuando desperté, me sorprendí dulcemente. En mis primeros ínfimos instantes despierta pensé: ¿entonces cuando se está muerto se conserva la conciencia? Hasta que el cuerpo, acostumbrado a moverse automáticamente, me hizo hacer un gesto muy mío: el de pasarme la mano por el pelo. Entonces comprendí con asombro que mi cuerpo y mi alma habían sobrevivido. Todo esto –la seguridad de estar muerta y el descubrimiento de que estaba viva— todo esto no duró, creo, más de dos ínfimos segundos o tal vez aún menos. Pero que de hoy en adelante todos sepan a través de mí que no estoy mintiendo: en menos de dos segundos se puede vivir una vida y una muerte y de nuevo otra vida. Esos dos ínfimos segundos como forma de contar toscamente el tiempo deben de ser la diferencia entre el ser humano y el animal, así como Dios tal vez cuente el tiempo en fracciones de siglo de los siglos. Quién sabe si Dios cuenta nuestra vida en términos de dos segundos: uno para nacer y otro para morir. Y el intervalo, Dios mío, tal vez sea la mayor creación del Hombre: la vida, una vida. Me acuerdo de un amigo que hace pocos días citó lo que uno de los apóstoles dijo de nosotros: vosotros sois dioses.

Sí, juro que somos dioses. Porque yo también he muerto ya de alegría muchas veces en mi vida. Y cuando pasaba esa especie de gloriosa y suave muerte me sorprendía de que el mundo continuase a mi alrededor, de que hubiese una disciplina para cada cosa, y de que yo misma, empezando por mí, tuviese mi nombre y hubiese ya entrado en la rutina: pensaba que el tiempo se había parado y que los hombres súbitamente se habían inmovilizado en medio del gesto que estaban haciendo, mientras que yo había vivido una muerte por alegría.

No fui a ver la ballena que estaba muriendo realmente al lado de mi casa. Muerte, te odio.

Mientras tanto las noticias mezcladas con la leyenda corrían por el barrio de Leme. Unos decían que la ballena de Leblon aún no había muerto pero que su carne cortada en vida se vendía a kilos porque la carne de ballena era muy buena para comer y era barata, eso es lo que corría por el barrio de Leme. Y yo pensé: maldito sea aquél que coma por curiosidad, sólo perdonaré a los que tienen hambre, aquella hambre antigua de los pobres.

Otros, en el umbral del horror, contaban que también la ballena de Leme, aunque todavía viva y jadeante, había sido cortada a kilos para ser vendida. ¿Cómo creer que no se espera ni a la muerte para que un ser se coma a otro ser? No quiero creer que alguien tenga tan poco respeto a la vida y a la muerte, nuestra creación humana, y que coma vorazmente, sólo por ser una exquisitez, aquello que aún agoniza, sólo porque es más barato, sólo porque el hambre humana es grande, sólo porque en realidad somos tan feroces como un animal feroz, sólo porque queremos comer de aquella montaña de inocencia que es una ballena, así como comemos la inocencia cantante de un pájaro. Iba a decir ahora con horror: antes que vivir así prefiero la muerte.

Y no es exactamente verdad. Soy una feroz entre los feroces seres humanos, nosotros, los simios de nosotros mismos, nosotros los simios que soñaron con volverse hombres, y ésta es también nuestra grandeza. Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la busca y el esfuerzo serán permanentes. Y quien logra el casi imposible aprendizaje de Ser Humano, es justo que sea santificado.

Porque desistir de nuestra animalidad es un sacrificio.

 

(Fragmento del libro Aprendiendo a vivir, de Clarice Lispector, que traducido por Elena Losada, fue editado por Siruela)



[1] Barrio de Río de Janeiro donde vivía Clarice Lispector.

[2] Otro barrio de Río de Janeiro.