¿Vivimos a raíz de la implantación universal de Internet un proceso de decadencia cultural? En un sugerente y sintomático libro de conversaciones entre Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo, Amorrortu, 2003), ambos ilustran las monstruosas metamorfosis de nuestro tiempo recurriendo a las metáforas de “lo ligero” y “lo pesado”. En el pasado, el llamado progresismo, caricaturizando y simplificando mucho el diagnóstico, representaba una tendencia orientada a aligerar la vida y la superación de las cargas indignas sobre el hombre, mientras que los conservadores buscaban reaccionar ante esta levitación general subrayando el peso trágico del mundo. Hoy, en cambio, las tornas parecen haber cambiado. Tras las transformaciones del siglo XX, no sólo los conservadores defienden ya un concepto de realidad duro, correoso, quizá más sombrío y resistente a la voluntad prometeica. Por otro lado, como ponen de manifiesto los “neocons” norteamericanos, no sólo los progresistas esgrimen ya la bandera de la movilización técnica incesante, del aligeramiento propiciado por el progreso incesante y la levedad informativa. No olvidemos tampoco cómo este ideal antigravitatorio descansaba también en la popularización y democratización de la información. Alí donde el viejo mundo se observaba a si mismo desde la verticalidad, el nuevo se siente comprometido fundamentalmente con la horizontalidad.

En relación con esta utopía de la levedad, podría afirmarse que la figura de Steve Jobs nos ha hecho reflexionar sobre cuánto se ha transformado, por ejemplo, la dinámica capitalista. Se nos cuenta que el co-fundador de Apple odiaba los botones hasta el extremo de suprimirlos de su propia indumentaria. El gran gurú de la digitalización, obsesionado por la sencillez, los consideraba simplemente un obstáculo innecesario en su vida cotidiana. Todos sabemos también en qué medida esta ideología del acceso cómodo e inmediato a la información ha modificado de forma irreversible la tecnología de nuestros ordenadores y nuestra relación con ellos.

Volviendo a las utopías de la levedad, hay que recordar que la marca Apple no puede entenderse sin el modelo utópico contracultural de los sesenta. En su juventud Jobs se interesó por la filosofía y llegó a viajar a la India en busca de iluminación espiritual. A su vuelta, introduciendo el discurso new age en la tecnología, terminó eliminando las mediaciones, las etiquetas, las jerarquías y la retórica. Este “capitalismo sin fricciones”, antigravitatorio, extremadamente ligero y líquido, del que Jobs fue el gran abanderado, nada tiene que ver con la pesada maquinaria del antiguo capitalismo y sus viejos valores ascéticos y disciplinarios. En realidad, nada más opuesto al elegante y aséptico minimalismo del mundo creado por él que los viejos paisajes industriales, el sudor, la disciplina y el esfuerzo. Un ejemplo elocuente del lema jobsiano del “Hazlo simple”: el ascensor de la Apple Store en Tokio carece de todo tipo de botones. No hay botón de llamada, ni botones para indicar la planta a la que deseas ir. Simplemente subes y bajas parando en cada una de las plantas de la tienda. Una hipótesis: si el capitalismo, digámoslo medio en broma, se ha ido convirtiendo cada vez menos en máquina y más en un espíritu líquido y profundamente inaprehensible, tal vez sea, entre otras razones, por los tecnófilos hippies que odiaban perder el tiempo desabrochando sus botones.

¿Pero somos realmente conscientes de lo que han cambiado nuestras vidas tras la aparición de Internet y las redes sociales? ¿Es legítimo hablar ya de una mutación antropológica, incluso del paso a un nuevo “hombre digital”, como nos recuerdan con un no disimulado optimismo los apóstoles de esta nueva fe? ¿Representa la buena nueva de “la red” la apoteosis de una cultura de la superficialidad radicalmente opuesta a toda jerarquía cultural? Que estas herramientas han alterado nuestra existencia parece un hecho incontrovertible; que las nuevas tecnologías de la información supongan un paso adelante en la historia del progreso humano sin costes y peligros, es otro asunto bien distinto, como nos recuerda el ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier en su sugerente Contra el rebaño digital (Debate, 2011), una crónica imprescindible y bien ponderada para todo aquel que quiere sumergirse en el apasionante debate sobre las ventajas e inconvenientes de Internet y las redes sociales sobre nuestras vidas.

Si, como ya advirtiera McLuhan, los medios son capaces de transformar los contenidos y los mensajes, ¿qué tipo de transformaciones estaríamos sufriendo bajo la influencia de estos nuevos medios? Cabría decir, sin ánimo de exageración, que si en el pasado buscábamos adaptar la respectiva innovación tecnológica a nuestra vida, hoy estaríamos en una situación algo diferente, como si nuestra preocupación pasara más bien por el hecho de que nuestra existencia se encuentre a la altura de nuestra herramienta. Es decir, ¿cómo hemos de comportarnos para estar a la altura de nuestro Facebook, nuestro blog o de nuestro Twitter? La ansiedad por filmar, grabar y colgar nuestros momentos de forma inmediata es elocuente a este respecto. Hoy es como si la vida que no se twitteara ya no fuera vida real.

El elemento provocador del libro de Lanier radica en su diagnóstico crítico. Según Lanier, un gurú informático muy reputado en el mundo anglosajón, la concentración de usuarios digitales en redes sociales, blogs o intercambio de archivos no garantiza un desarrollo óptimo de la comunicación; es más, a diferencia de los abanderados de las nuevas tecnologías, no considera que la supuesta eficacia de una “mente enjambre” trabajando en red de forma continúa y común constituya un avance, sino más bien una sumisión de lo humano al poder de la máquina tecnológica. Por otro lado, no deberían omitirse otros peligros, como el aumento de adicciones a las redes sociales. La obsesión por estar “conectado” es fuente de ansiedades y desórdenes emocionales, como están poniendo de manifiesto últimamente los profesionales del ámbito terapéutico.

En cierto modo, este debate sobre las nuevas tecnologías de la información puede en muchos puntos relacionarse con la célebre distinción que Umberto Eco realizara en la década de los sesenta al hilo de la lucha entre los llamados “apocalípticos” e “integrados”. En relación con la cultura de masas,  sostenía Eco que mientras los apocalípticos valoraban en los nuevos medios, por su horizontalidad, homogeneización y nivelación, la esencia de la “anticultura”, los “integrados” daban la bienvenida a estas nuevas tecnologías por impulsar el espíritu democratizador y abolir toda distancia cultural. Sin duda, estas categorías sirven todavía para definir nuestro escenario, marcado por la proliferación viral de la información a tiempo récord y por la resistencia de ciertos sectores a perder sus tradicionales marcas de identidad.

A la vista de todos los argumentos que parecen esgrimirse contra la supuesta superficialidad de Internet, no parece erróneo volver a acudir a la perspectiva de Eco. Para ciertos sectores de nuestra “aristocracia” cultural, amenazada por Internet, la idea de compartir la cultura de modo tal que pueda llegar y ser apreciada por todos es un contrasentido. De ahí que esta horizontalidad enemiga de todo vestigio vertical sea para ellos una "cultura de grado cero", por así decirlo. Por el contrario, quienes aceptan con complacencia este fenómeno, consideran que gracias a él es posible por vez primera acercar a las grandes masas manifestaciones culturales que hasta ahora solo estaban reservadas a las elites. Los aristócratas serían, pues, los pesimistas, o los apocalípticos, mientras que los optimistas serían los llamados integrados.

II

¿Supone Internet, por su tendencia frenética a la inmediatez, la horizontalidad y la superficialidad una “anticultura”? Antes de intentar aproximarnos a esta cuestión, puede ser útil recordar brevemente qué entendemos por “cultura”. La raíz latina de la palabra es “colere”, expresión que abarca desde el cultivo de la tierra para hacerla fértil a la protección o salvaguardia de un territorio delimitado. En sus Tusculanae Disputationes, Cicerón, por ejemplo, se hace eco de este significado cuando compara el proceder cultural y filosófico con la siembra y cultivo de los campos. Este significado de cultura como educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre ya recoge el matiz de la humanización en oposición al mundo natural o animal.

Muy ligado a esta “labranza” se encuentra el concepto griego de paideía. En su libro homónimo, Werner Jaeger desglosó minuciosamente las características de este arte educativo en la Antigüedad. La Antigüedad griega valoraba la educación, ligada a las buenas artes (la poesía, la elocuencia, la filosofía), como una actitud indistinguible del ocio y opuesta a las labores del esclavo, sumido en la necesidad, la inmediatez –no contemplativa- y el trabajo manual. Toda esta concepción será ensalzada posteriormente por el Humanismo renacentista, pero también, como veremos, servirá de modelo sobre el que se forjará el ideal de Bildung alemán (Goethe, Winckelmann, Schiller): la cultura respetuosa con la totalidad armónica.

Pese a la ambigüedad señalada, existe, grosso modo, cierto acuerdo inicial en identificar la cultura, en términos generales, con todo aquello que es producido por los seres humanos en contraposición a lo meramente natural. En un sentido parecido, se ha subrayado esta acepción de cultura, en sentido “subjetual”, como sinónimo de aprendizaje (y, por tanto, como concepto opuesto a herencia). Frente al animal, el hombre ocupa una posición peculiar, casi extravagante, dentro de la naturaleza: carece del ambiente específico de su especie (von Uexküll), o, dicho de otro modo, dada su constitución biológica imperfecta y prematura, no clausurada, las relaciones del ser humano con su ambiente se caracterizan por su ineludible “apertura al mundo”. Todo esto indica que el ser humano no sólo se interrelaciona con un ambiente natural no fijado de una vez por todas, sino también con un orden cultural y social específico mediatizado y sedimentado culturalmente.

En este contexto, el clasicismo alemán también hará uso frecuente de la idea de Bildung como desarrollo armónico de todas las capacidades humanas (anímicas, sensoriales o intelectuales) en el marco de una educación estética no reñida con una nueva participación social. Ésta, a decir verdad, no se identificaba ni con la aristocracia autocomplaciente de la época ni con la incipiente burguesía empresarial de mentalidad roma y utilitarista. No cabe duda de que la carta magna de este nuevo movimiento de renovación cultural es la obra de Schiller Cartas sobre la educación estética del hombre. Pero no puede orillarse la aportación de Moses Mendelssohn (1753-1804), quien en su opúsculo “Acerca de la pregunta ¿a qué se llama ilustrar?” ya identificaba sin tapujos Ilustración y Bildung.

En realidad, en algún sentido, toda esta polémica en relación con el debate información versus conocimiento podría retrotraerse y sintetizarse en la crítica realizada por Nietzsche a la acumulación histórica de datos propiciada por la metodología historicista. La crítica a la metodología historicista que desarrolla el filósofo alemán en la segunda “Consideración intempestiva” podría interpretarse como una crítica a la progresiva autonomía de la información respecto a los marcos matriciales tradicionales de sentido que empieza a desarrollarse a finales del XIX y experimenta su punto cenital en nuestra posmodernidad. Allí donde Nietzsche hablaba sobre la utilidad y el perjuicio de la historia (memorística, meramente informativa) para una vida sana, en términos formativos, hoy podemos hablar de la utilidad y el perjuicio de Internet para nuestras vidas.

Puede decirse que, de modo parecido a Funes el memorioso, ese personaje incapacitado para olvidar del cuento de Borges, tanto el hombre historicista como el cibernauta posmoderno ”viajan” por el mundo de la información como turistas ociosos e insensibles, como si estuvieran ante un museo de hechos de carácter anestesiante. Ambos parecen atiborrarse caóticamente de una información continuamente banalizada que, al mismo tiempo que anestesia interiormente su sentido histórico, extingue su subjetividad, sus aptitudes para la distinción crítica y su creatividad. De ahí la obstaculización de la información sin criterios, en definitiva, para una función educativa, pues la infinita acumulación de hechos impide cualquier actitud seria para el aprendizaje.

En algunos aspectos, esta línea crítica también hunde sus raíces en la polémica de La rebelión de las masas de Ortega, uno de los autores que más ha contribuido a clarificar el nuevo debate contemporáneo entre cultura de elites y “barbarie”. La critica orteguiana al “primitivismo” de las masas pone de manifiesto cómo un cierto Naturmensch ajeno a las pautas de la civilización emerge en el siglo XX “como si fuera naturaleza”, esto es, sin conciencia del arduo trabajo cultural: “el hombre masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva”. Ha sido Ortega precisamente uno de los filósofos que, oponiéndose a esta inmediatez primitivista, más han insistido en este valor “sobrenatural” y “lujoso” de la cultura, de forma interesante además al hilo de sus consideraciones sobre la técnica. Dado que el hombre carece de un espacio dado o natural, es “un intruso de la llamada naturaleza”, un “animal fantástico” que al extrañarse de la naturaleza no puede por menos de crear mundo. En alguna ocasión —“Pidiendo un Goethe desde dentro”—, Ortega utiliza la metáfora del “náufrago” para expresar lo más significativo de la situación cultural: “esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio”.

III

Tras esta breve digresión, ¿son las nuevas tecnologías de la información en este sentido herramientas culturalmente regresivas por cuanto obstaculizan esta dimensión formativa y embrutecen al ser humano? ¿Produce esta nueva inmediatez una relación tecnológica con el mundo que atrofia la relación necesaria con la temporalidad y las mediaciones e impide desarrollar el proceso de madurez? En tiempos relativamente recientes, ha sido Mario Vargas Llosa –en el artículo periodístico “Más información, menos conocimiento” (El País, 30 de julio de 2011)- quien ha vuelto a sacar a colación este debate en relación con el declive de la figura tradicional del lector en la era digital. No solo estamos perdiendo el buen metabolismo cultural en manos del obsesivo “picoteo” de información por la red que nos caracteriza. En pocas palabras, parece que “cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”.  Vargas Llosa utiliza el ejemplo de Nicholas Carr, un voraz lector de buenos libros que, seducido por el “mariposeo cognitivo” de Internet, se convirtió en un experto en las nuevas tecnologías de la información. Un día, sin embargo, Carr, preocupado por el modo en que estas tecnologías estaban transformando su vida hasta el punto de hacerle insensible al “tiempo” propio de la lectura, toma la decisión de romper con ellas.

De esta experiencia nace su libro ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). En el artículo, Vargas Llosa parte de este ejemplo para reflexionar sobre cómo Internet, Twitter, Facebook, etc., no son solo herramientas; son medios que configuran y crean mundo. “Los defensores recalcitrantes del software –escribe- alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo […] ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”.

“Acostumbrados a picotear información en sus computadoras”, los nuevos cibernautas no tendrían ya necesidad, según Vargas Llosa, de hacer prolongados esfuerzos de concentración: dejando de ser lectores para convertirse en algo parecido a “turistas culturales”, los nuevos hombres y mujeres de la era digital están siendo “condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura”.

IV

En una línea incluso más beligerante, alineada claramente en el sector apocalíptico, el filósofo Alain Finkielkraut, en su ensayo Internet, el éxtasis inquietante (Libros del Zorzal, 2011), es más rotundo: Internet denigra al hombre. ¿La razón? En su teclado, el cibernauta ha saldado todas sus deudas y sólo conoce sus derechos. “Amigable copartícipe del sentido y ya no pasivo destinatario”, el nuevo hombre de Internet “es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano”.

Pero Finkielkraut considera que el peligro de Internet no radica solo en su idiota superficialidad, sino en sus consecuencias políticas. Con el uso “ciudadano” del Internet, afirma, “los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del ‘Big Brother o de los mercaderes del templo”. “Encerrado en su demanda y librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo”, el hombre de Internet, para Finkielkraut corre el riesgo de  condenarse a sí mismo “por su fatal libertad”. Nada le está prohibido para él, salvo el desconectarse. Y esta condena se agrava con el poder de hacer “zapping”, “navegar”, “cliquear” o “bloggear”.

En el diagnóstico apocalíptico de Finkielkraut llama la atención, sin embargo, su relación con un pensador muy diferente en realidad de sus coordenadas ideológicas. Nos referimos a Gilles Deleuze, quien, siguiendo algunas ideas del escritor norteamericano William Burroughs, en un magistral análisis de los nuevos sistemas de dominación en nuestras sociedades contemporáneas, intuyendo quizá el nuevo papel preponderante las nuevas tecnologías de la información, subrayaba hace ya unas décadas cómo el nuevo poder ya no se definiría por su capacidad de coerción o pesadez, sino más bien por su seductora levedad, su dimensión fluida. Partiendo del diagnóstico de Michel Foucault sobre las sociedades disciplinarias, Deleuze deducía la necesidad de complementar este análisis con nuevos sistemas reticulares y “líquidos”, solo aparentemente más democráticos y horizontales. Esta transformación se correspondía también, según afirmaba, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se había reducido el papel productivo protagonista de la fábrica industrial en virtud de una nueva revalorización del trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende cada vez más a darse a través de la producción en “enjambre”, en red, donde Internet es, ciertamente, fundamental. “El hombre de la disciplina –comenta Deleuze- era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua. El surf desplaza en todo lugar a los antiguos deportes”.

Es significativo cómo el llamado “neoreaccionario” Finkielkraut parece estar de acuerdo con Deleuze en este punto: en virtud de esta transformación económico-cultural, estaríamos hoy asistiendo a una transición que nos conduciría de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracterizaría por un nuevo paradigma de poder. Si en la sociedad disciplinaria, correspondiente con la primera fase de acumulación capitalista, el poder se construía mediante un conjunto difuso de dispositivos o aparatos que producían y regulaban las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela, la sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de sujeción se vuelven inmanentes al campo social. De este modo, los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizarían cada vez más por medio de mecanismos que inmediatamente organizarían los cerebros y los cuerpos. En pocas palabras, lo que estaría en juego en Internet no sería solo la democratización de la información, sino un nuevo Big Brother: la producción y reproducción de la vida a través de la red.

 

V

Muy ajenos a estas conclusiones apocalípticas, han sido los pensadores Michael Hardt y Antonio Negri los que más han insistido en obras como Imperio en las virtualidades emancipatorias derivadas de las nuevas tecnologías de la información. Internet, que comenzó inicialmente siendo, como todo el mundo sabe, un proyecto del DARPA (la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación del Departamento de Defensa de los Estados Unidos), y que ha terminado expandiéndose por todo el mundo, es para Hardt y Negri el ejemplo principal de una estructura de red democrática. En ella, un número indeterminado y potencialmente ilimitado de nodos interconectados se comunican sin ningún punto central de control; todos los nodos, independientemente de su localización territorial, se conectan con entre sí a través de una miríada de pasos y relevos.

 “Como no hay un centro y casi cada parte puede operar como un todo autónomo –escriben Hardt y Negri-, la red puede continuar funcionando aún cuando parte de ella haya sido destruida. Ese mismo elemento de diseño que asegura la sobrevida, la descentralización, es el que torna tan difícil del control de la red. Como ningún punto de la red es necesario para la comunicación entre otros, es dificultoso regular o prohibir su comunicación. Este modelo es el que Deleuze y Guattari llaman un rizoma, una estructura en red, no-jerárquica y no-centrada”.

Hardt y Negri, en el papel de “integrados” y defensores del nuevo campo de “lo común” abierto por las nuevas tecnologías de la información, afirman que nociones “rizomáticas” derivadas de esta nueva intelectualidad de masas –lo que denominan "trabajo inmaterial" y "general intellect"- nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. De este modo, el papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa así, según Hardt y Negri, una posición cada vez más central en el esquema de la producción.

VI

A diferencia de Hardt y Negri, Finkielkraut, nostálgico de un mundo que todavía poseía peso, distancia y límites claros, no puede sino detestar esta nueva fluidez, inmediatez y falta de pudor del universo en red. Símbolo del nuevo expresionismo narcisista, Internet es para él exclusivamente el grado cero del pudor. Donde los “integrados” subrayan el valor democrático y comunicacional de esta milagrosa levedad en continua interacción, él advierte del “empequeñecimiento” y contracción de la experiencia del mundo. Si Internet, bajo este punto de vista, para Hardt y Negri representa la emergencia de un nuevo “intelectual colectivo” con capacidad de dinamitar la caduca noción de propiedad y los derechos del individualismo posesivo, para Finkielkraut simboliza, en efecto, una liberación, pero la de una libertad fatal. Allí donde el apocalíptico vaticina el virus de una horizontalidad enemiga de lo humano, el integrado alaba el ocaso de la verticalidad. ¿No ha representado precisamente la reciente discusión sobre la “ley-Sinde” un nuevo ejemplo de esta lucha entre el peso y la levedad?

Consciente de los peligros de Internet, pero también de sus indudables beneficios, Lanier en Contra el rebaño digital advierte, sin embargo, de la posibilidad de nuevos entramados de poder y de la devaluación de la comunicación, una “degradación” que podría adquirir gran velocidad “cuando los sistemas de información puedan funcionar –señala- sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros ‘gadgets’ automáticos”. Pero, siguiendo este esquema, el interés último de su ensayo reside en su intento, nada ingenuo, de mediar entre ambas posiciones: la del detractor furibundo y la del ardor cibernauta. Su autor no está en contra del uso de la web, ni siquiera de un desarrollo más acentuado; más bien aboga por un cambio de paradigma que otorgue preeminencia a la subjetividad humana frente a la tecnología. De ahí la necesidad de inventar aplicaciones, herramientas y sistemas que tengan verdadera relevancia para un usuario y no le suman en el shock de la banalidad acumulada, una acumulación de páginas sin valor, de aplicaciones que tienden a uniformizar la experiencia humana y de tecnologías que limitan el potencial creativo. Éste sería, a su modo de ver, el auténtico reto de nuestro tiempo.