Marielos se dejó tomar de la mano. Estaba perdida entre tanta gente y tantas vendedoras de atol y churros y mango verde con pepitoria y volutas de algodón celeste y rosado que adornaban la Plaza Central del pueblo de Comalapa. Desde arriba un hombre alto le sonrió una sonrisa de oro, y la niña, acaso cohibida, apretó aún más esa mano grande que también le pareció demasiado áspera, demasiado helada. Una metralleta se quedó retumbando en la noche.

—¿Cómo te llamás, chiquita? —susurró el hombre.

Marielos guardó silencio.

—Apuesto que Cristina.

Marielos sacudió la cabeza.

—Julieta.

Marielos continuó sacudiendo la cabeza.

—Bárbara, eso es, Bárbara.

Aún agarrados de la mano, atravesaron una turba negra de mariachis.

—Vení, pues, Bárbara —y la niña se dejó llevar hacia una venta de pañuelos de algodón. El hombre cogió de la mesa uno amarillo—. Éste aquí es tu mero color, Bárbara —le dijo, atándoselo suave alrededor del cuello.

Marielos, sonrojada, lo observó pagar. Su madre tenía una blusa del mismo amarillo. Pensó en decírselo al hombre.

—Necesitás un gorro.

Caminaron de la mano entre la muchedumbre de la Plaza Central hasta encontrar una venta de sombreros y gorros. El hombre tomaba uno y se lo colocaba a la niña sobre el cabello azabache y decía «muy grande» o «muy pequeño». Ella se dejaba.

—Perfecto —dijo él.

A Marielos le había gustado más uno azul perla.

—¡Joyas! —gritó el hombre, guiándola hacia una larga y atiborrada mesa. Le puso a la niña un collar de abalorios blancos, luego pulseritas bañadas en plata, luego anillos de plástico rojo.

Ya caminando, Marielos observó las dos manos agarradas: la suya le pareció mucho más morena.

—A ver, quedate quieta.

El hombre, arrodillado ya frente a ella, le pintó los labios de carmesí, le peinó las pestañas de negro.

—Listo, Bárbara.

—Pero qué buen papi el de la niña —les sonrió la vendedora de tintes y maquillajes.

—Ésta es mi muñequita —dijo el hombre.

Y mientras caminaban de nuevo, Marielos sintió que ahora la mano áspera y helada le apretaba la nuca y le sobaba los hombros y se le metía poco a poco entre la blusa, aruñándole la espalda, empujándola cada vez más fuerte y cada vez más rápido, hasta que salieron de la Plaza Central y luego salieron del pueblo y con demasiada prisa continuaron avanzando hacia la oscuridad del río.

*

El doctor Navarro llevaba treinta y seis horas de turno. Sin dormir. Sin casi comer: media barra de chocolate, una bolsita de almendras tiesas. Cabeceó un par de veces mientras cuidaba una picadura de alacrán en el tobillo de un anciano. Se sirvió más café y salió del hospital —aunque esa palabra siempre le pareció excesiva para describir la pequeña y anticuada clínica donde trabajaba— a fumarse un cigarrillo en la soledad de la calle.

Afuera las cosas tenían un barniz de luna llena. El pueblo de Comalapa olía a florifundia, a leña vieja, a cloacas estancadas, a esa dejadez que adquieren siempre los pueblos latinoamericanos. El doctor Navarro se recostó contra un muro, cerró los ojos y se puso a fumar en silencio, un silencio que pronto lo sumergió en un estado de letargo, y se adormeció, y quizás hasta soñó que estaba de vuelta en la capital, terminados ya sus seis meses de servicio social obligatorio, metido en su propia cama, a la par de su esposa calientita y desnuda.

Tardó en escuchar los gritos.

Unos campesinos venían directo hacia él. Corriendo. Excitados. Uno de ellos cargaba algo sucio y endeble entre los brazos. El doctor Navarro pensó que era un animal, a lo mejor un perro o un venado atropellado, y maldijo la ignorancia de los campesinos. Lanzó su cigarrillo encendido hacia la noche.

—¡Tenga, doctor!

—¡Qué pasó! —recibiéndole al campesino el bulto de harapos enlodados y cubiertos de sangre que también eran una niña.

—Estaba tirada en el río —dijo con pena el campesino.

—Boca abajo entre el barro —agregó otro.

—Ahogadita.

Todos entraron al hospital.

—¡Esperen aquí! —les gritó el doctor Navarro, casi violento, como si ellos fuesen los culpables de que aquella criatura que llevaba ahora entre los brazos estuviese así de mutilada.

La colocó sobre una camilla. Entre el lodo y un collar de abalorios que aún llevaba alrededor del cuello, logró detectar un pulso muy débil. Dos enfermeras ya estaban dando vueltas alrededor de la niña, limpiándola y revisándola y tratando de controlar la hemorragia: el epitelio vaginal estaba efascelado, la vagina estaba totalmente desgarrada.

Más tarde, al salir del quirófano, el doctor Navarro se enteraría de que un hombre había sido linchado por todos los campesinos del pueblo, quienes después de rociarlo con gasolina, continuaron azotándolo con palos y garrotes mientras el hombre se revolcaba sobre la Plaza Central, y ardía aún vivo.

*

Estaba amaneciendo. Zanates volaban negros por la ventana. Lejos, un perro ladró.

El doctor Navarro llevaba algún tiempo parado en el umbral de la puerta de la habitación, los brazos cruzados, observando a Marielos dormir. Pero se le ocurrió que ella en realidad no dormía, que una niña así ya jamás volvería a dormir, que jamás volvería a soñar, que le habían arrancado para siempre todos sus sueños.

—Buenos días.

—Alicia, buenos días —le respondió a la enfermera que se había quedado de pie a su lado, también observando a la niña.

—Sufre —suspiró ella.

El doctor Navarro no dijo nada. Se acercó a la cama. Levantó un párpado de la niña, luego el otro. Le palpó la frente. Le tomó el pulso. Le midió la presión arterial y la frecuencia cardiaca. Movimientos mecánicos, pensó él.

—¿Cambiamos el tapón de gasa, doctor?

Marielos murmuró algo incomprensible.

—¿Doctor?

Él se sentó en la orilla de la cama. Tomó la pequeña mano de la niña. Aún tenía tierra negra bajo las uñas.

—Me consigue una esponjita húmeda, Alicia, por favor.

Mientras él le limpiaba los dedos, la niña volvió a murmurar algo.

—Cariño… —le susurró el doctor Navarro.

Marielos sacudió varias veces la cabeza.

—Se está despertando —dijo la enfermera.

—Cariño…

Marielos abrió despacio los ojos, con algún esfuerzo, y se le quedó viendo al doctor Navarro, pero el doctor Navarro no pudo determinar si con curiosidad o con pánico.

—Buenos días, Marielos —le dijo él, exageradamente tierno como para calmarla—. Tus padres ya vienen en camino. Te encuentras en el hospital de Comalapa, cariño. Pero estás bien —dijo, y de inmediato se odió a sí mismo por haberlo dicho.

—Me duele —musitó la niña entre jadeos.

—Alicia, aumente la dosis de Diclofenac, por favor.

—Enseguida, doctor —mientras con una toalla le limpiaba a la niña el lodo seco que aún tenía entre las orejas.

—Me duele.

—Esta medicina te quitará el dolor, cariño.

El doctor Navarro terminó de lavarle los dedos. Quiso ponerse de pie, pero la niña, acaso sin darse cuenta, se había aferrado a sus manos.

—Sabes, Marielitos —dijo la enfermera—, que nuestro doctor también es un mago.

La niña volvió la mirada hacia él.

—Y con su magia, Marielitos, puede hacer que desaparezca tu dolor.

—Así es —dijo el doctor Navarro, liberando una mano y tirando polvos invisibles hacia arriba y sintiéndose absurdo.

—Pero además, Marielitos —susurró la enfermera como si fuese un secreto entre ellas dos—, el doctor también puede hacer que se cumplan los deseos.

La niña continuó observando al doctor Navarro. Una mirada indescifrable, pensó él y luego pensó: una mirada ya para siempre indescifrable.

—Tú pídele, Marielitos.

El doctor Navarro le sonrió artificialmente a la niña.

—Pídele un deseo y verás.

—En realidad, Marielos, yo soy un mago disfrazado de doctor.

—Pídele algo —dijo la enfermera mientras le pasaba la toalla mojada por las rodillas raspadas, por los pies sucios.

La niña no dejaba de contemplar al doctor Navarro, quizás tratando de decidir si efectivamente era un mago, quizás intentando determinar si valdría la pena confiarlo, quizás comparando su sonrisa blanca con aquella sonrisa de oro, quizás buscando algo en el rostro de un hombre que ya sólo ella sabía buscar.

—¿Qué deseas, cariño?

Marielos abrió un poco la boquita, pero rápido la cerró.

—Anda, pídele, Marielitos —dijo cómplice la enfermera.

Fugazmente, el doctor Navarro se creyó el juego, y se creyó un mago, y pensó en usar esos polvos mágicos para devolverle a la niña todos sus sueños.

—Una muñequita —susurró Marielos con miedo, y después, bajando la mirada hasta perderla en algún punto invisible de sí misma, añadió—: pero una muñequita limpia.