Personaje de primera línea en la literatura italiana contemporánea, autora de numerosas y memorables novelas, de obras de teatro, de ensayos, de biografías de escritores y de volúmenes de recolección de artículos escritos para la prensa, Natalia Ginzburg (Palermo, 14 de julio de 1916 — Roma, 7 de octubre de 1991) fue sobre todo una protagonista esencial en la renovación cultural que llevó a cabo una brillantísima generación de escritores, intelectuales y artistas en la posguerra italiana. Una renovación que no sólo era estilística, estética y argumental, sino también política e ideológica. Se trató de una generación fuertemente ideologizada, sumamente comprometida con su tiempo y con la denuncia continua de todo tipo de injusticias, abusos y corrupciones que se iban sucediendo en los años del miracolo economico italiano. Es decir, los años del fuerte boom o despegue acelerado de la economía, que tuvo lugar sobre todo entre los años 50 y 70 del pasado siglo. Una brillante generación que destacó en todos los frentes (literatura, cine, teatro, filosofía, política) y que llevó a cabo su propia revolución doméstica e interior, sin dejar por un solo momento de poner al mismo nivel las más altas cotas de exigencia creativa.

Una de las más grandes narradoras de la segunda mitad del siglo XX italiano junto a Elsa Morante y Anna Maria Ortese, mucho más pegada al realismo y menos onírica y simbólica que ellas, su gran amigo Italo Calvino calificó su literatura de “ejemplarmente bella pero tristísima”. Desde los 25 años llevó a cabo una constante y nutrida obra, repartida en distintos géneros. En ello, aparte de la ficción que la hizo famosa, se incluían espléndidas traducciones del francés de Marcel Proust, Gustave Flaubert o Maupassant, o biografías de escritores –La familia Manzoni, 1983, y Anton Chéjov. Vida a través de las letras (Acantilado, 2006)- así como pequeñas prosas y artículos compuestos para periódicos como La Stampa o el Corriere della Sera, desde finales de los años sesenta hasta el mismo momento de su muerte. Artículos de la más diversa inspiración, desde el comentario cultural y los recuerdos de su vida familiar, así como de su recorrido como creadora y de editora, hasta la denuncia social, moral y política, luego recogidos en volúmenes compilatorios como Mai devi domandarmi, de 1970, y Non possiamo saperlo. Saggi 1973-1990, de 2001 (publicados en la editorial Lumen, con el título de Las tareas de casa y otros ensayos, 2016). Unos artículos y pequeños ensayos, que junto a sus famosos, y también podría decirse que magistrales e imprescindibles ensayos literarios de su bibliografía Le piccole virtù, de 1962 (Las pequeñas virtudes, Acantilado, 2002) daban idea de su aguda sensibilidad, su delicado y no agresivo humor, su  fulminante y certera profundidad tanto para los temas literarios o del oficio de escritor como para los asuntos relacionados con el compromiso cívico, incluso cuando se trataba de los temas más dolorosos y peliagudos de la política italiana. Muy en especial los relativos al periodo llamado de la “strategia della tensione”, como era el tema del terrorismo y el encarcelamiento o liberación de militantes de grupos de la extrema izquierda de aquellos días –los belicosos años 70- como Potere Operaio.

 Unas obras, unos textos breves, considerados en ocasiones “menores”, que a menudo se convertían en fascinantes y deslumbrantes narraciones, de una exactitud y belleza estremecedoras, con frases rápidas y sin adornos, a la manera de su admirado Chejov, así como con una calidad en la prosa perfectamente equiparable a sus mejores y más conocidas obras de ficción, de memorias o de teatro. Novelas y relatos como El camino que va a la ciudad (1942; Bassarai, 1997), É stato così (1947), Nuestros ayeres (1951; Galaxia Gutenberg, 1996), Valentino (1957, Premio Viareggio), Las palabras de la noche (1961, Pre-Textos, 2001), Querido Miguel (1973; Acantilado, 2003), Familia (1977; Alfaguara, 1982, volumen con dos relatos: ”Familia” y “Burguesía” o La ciudad y la casa (1984; Debate, 2003). Pero también obras de teatro célebres como Ti ho sposato per allegria (1961) o el ya citado y maravilloso texto autobiográfico que la lanzó a la fama internacional, que inauguraba en sí una forma de narrar y recuperar la memoria personal: Léxico familiar (1963; Lumen, 2007). Y si no, ensayos que tenían como objeto narrar temas dolorosos, de aberrante injusticia, realmente sucedidos, sobre el mundo de las adopciones en este caso (Serena Cruz o la verdadera justicia, 1990; Acantilado, 2010). Unos casos públicos, frecuentes en los periódicos y en los medios de comunicación, en los que Natalia Ginzburg siempre volcó su enorme generosidad y combatividad y donde entablaba valientes luchas en contra de los absurdos y las incomprensibles crueldades de la justicia y de la administración. Con ello siempre quiso denunciar las contradicciones de una sociedad en la que todo se conjura para aplastar a los más débiles.

Su primer libro, la novela breve El camino que lleva a la ciudad, apareció con el seudónimo de Alessandra Tornimparte en 1942, a causa de las leyes raciales mussolinianas que prohibían publicar a los escritores judíos. Natalia, aparte de ser hija de Giuseppe Levi, un científico judío nacido en Trieste, y de una madre de religión católica, de Milán, se había casado con el escritor judío de origen ruso Leone Ginzburg, uno de los fundadores de la mítica editorial Einaudi y un conocido activista de la Resistenza italiana contra el fascismo, que sería asesinado en una operación de represalia en el mismo año 1942. Algo más de veinte años después, en 1963, Natalia Ginzburg ganaría el Premio Strega (que en Italia equivale al disputadísimo y prestigioso Premio Goncourt francés) y se consagraría para el gran público con su libro más célebre y más traducido internacionalmente: el citado bellísimo volumen de recuerdos, Léxico familiar.

Con este texto autobiográfico llegaría a un público más vasto, alejado de sus inicios, que se produjeron en torno al círculo intelectual reducido, aunque muy influyente y preponderante en las letras italianas desde el final de la guerra, reunido en torno al grupo de la editorial Einaudi de Turín. Allí trabajaría durante años como editora, donde era conocida por su intransigencia a la hora de seleccionar textos y por la seguridad que demostraba cuando se trataba de manifestar su propio gusto. Un grupo éste que tenía mucho que ver con los amigos más cercanos de su primer marido, Leone Ginzburg (1909-1944), que no sobrevivió a las torturas sufridas a manos de la Gestapo en la prisión de Regina Coeli de Roma.

Miembro de la Resistencia antifascista, Leone Ginzburg sería una de las principales figuras culturales italianas de los años 30. Nacido en el Imperio Ruso, en Odessa, en la actual Ucrania, la misma ciudad del gran escritor judío Isaac Bábel, Ginzburg se había criado en el seno de una familia judía acomodada. Hijo natural (y reconocido más tarde) de un italiano que su madre había conocido durante unas vacaciones en Viareggio, tras la Revolución Rusa y  la Primera Guerra Mundial toda la familia Ginzburg se instaló en Italia. Leone estudió en el Liceo Massimo d’Azeglio de Turín, especializándose más tarde en la Universidad en literatura rusa. Reconocido como uno de los grandes eslavistas italianos del siglo XX, junto al siciliano Angello Maria Ripellino, de aquel instituto inicial en Turín surgió un grupo de intelectuales y activistas políticos que se opusieron activamente al régimen fascista de Benito Mussolini. Entre aquellos célebres intelectuales con los que se relacionó Ginzburg en su juventud figuraban personalidades como Norberto Bobbio, Piero Gobetti,  Cesare Pavese, Giulio Einaudi, Massimo Mila, Vittorio Foa, Giancarlo Pajetta y Felice Balbo. Muchos de ellos serían con el tiempo prominentes dirigentes del Partido Comunista Italiano, como es el caso de Pajetta, intelectuales y pensadores de izquierdas de enorme peso como Bobbio, grandes escritores como Pavese, importantísimos editores como Einaudi –que fundó su editorial en 1933 y que había sido alumno del padre de Natalia Ginzburg, un célebre médico y anatomista, igualmente profesor de la Premio Nobel Rita Levi-Montalcini- o figuras legendarias como el asesinado, con tan sólo 25 años,  en 1926, por una escuadra fascista, Piero Gobetti. Una generación realmente mítica, que ejerció durante décadas –desde el campo de la izquierda- una gran influencia en la cultura italiana de la posguerra.

Desde el comienzo, el delicioso humor melancólico de Natalia Ginzburg, su estilo despojado con tonalidades voluntariamente infantiles, inocentes, con una sintaxis aparente o engañosamente relajada, poco exigente, su lenguaje coloquial y cercano, su forma de hablar u opinar extremadamente natural, cercana a la oralidad, le valieron siempre un público fiel, indestructible conforme pasaban los años. En sus, en ocasiones, breves novelas, convertidas varias de ellas en auténticos clásicos en vida (ya fuera Léxico familiar, Las palabras de la noche o Valentino) se volcaba de forma casi permanente en una obstinada defensa de cualquier forma de marginalidad. Esas zonas intermedias, mixtas, en las que ella misma, desde la infancia, decía incluirse, como afirmará en su bello texto “Infancia” (incluido en Mai devi domandarmi): “Nosotros no íbamos ni a la iglesia ni, como algunos parientes de mi padre, al templo, a la sinagoga, nosotros no éramos “nada”, me habían dicho mis hermanos, éramos “mixtos”, es decir medio judíos y medio católicos, pero en definitiva ni una cosa ni otra: nada. Éste no ser “nada” desde el punto de vista de la religión, me parecía que afectaba por entero a nuestra forma de vivir, en el fondo, no éramos ni auténticos ricos ni auténticos pobres: excluidos de ambos mundos, relegados a una zona neutra, amorfa, indefinible y sin nombre”.

Un libro tras otro, Natalia Ginzburg destacará componiendo admirables retratos, llenos de emoción pero también de “exactitud sociológica”, de marginales, de pobres, de homosexuales, de mujeres engañadas. A su vez, siempre encarnó, y así supieron verlo sus numerosos seguidores, la imagen casi única en su tiempo del intelectual ausente de toda jactancia y pedantería, de artificiales oscuridades sólo para iniciados o de un plúmbeo y arrogante didactismo, como sucedía con muchos de sus contemporáneos. Sus ensayos ya citados, recogidos en diversos volúmenes (en los que hablaba de cine, de literatura, de hechos de lo más diverso) daban una buena muestra de su extraordinaria libertad de pensamiento, ya fuera para defender la presencia de las cruces en las escuelas o para efectuar una descarnada y severa autoevaluación, hablando en tercera persona: “Ya no tiene ningún deseo de inventar. No sabe si es porque está cansado y su fantasía muerta o si por el contrario es porque ha comprendido que él no estaba hecho para inventar sino para contar cosas que había entendido de oros o de sí mismo o cosas que le habían sucedido realmente. No sabe si debe llorar la muerte de su fantasía como una pérdida o festejarla como una liberación” (“Retrato de escritor”, de Mai devi domandarmi).

Casada en 1950, en segundas nupcias, tras quedarse viuda de Leone Ginzburg, con el profesor y notable especialista en literatura inglesa Gabriele Baldini, editor de la obra completa de Shakespeare en italiano, durante años director del Instituto Italiano de Londres, con el que tuvo tres hijos, además de los dos que ya tenía, Natalia Ginzburg inició un periodo sumamente rico y fructífero en su producción literaria. Un periodo sobre todo orientado a temas de la memoria y de la indagación psicológica. Son las décadas, los años 50 y 60, antes del fallecimiento de Baldini en 1969, en que publica obras tan conocidas como Nuestros ayeres, Valentino, Las palabras de la noche, Las pequeñas virtudes (en la que incluye un memorable retrato de un matrimonio, con una suave y tierna ironía, dedicado a su esposo) y, sobre todo, Léxico familiar.

Próxima al PCI, al Partido Comunista Italiano, durante años Natalia Ginzburg tuvo un escaño de diputada en el Parlamento italiano, algo que podría sorprender a lectores que la conocían poco, dada esa especie de reivindicación de leve irresponsabilidad que se hallaba presente en algunas de sus novelas. De hecho, la obra de esta escritora única, ese diálogo aparentemente ligero que mantenía sobre hechos cotidianos y banales, poseía siempre una forma no tan visible de profundidad. Una profundidad rara, extraña,  casi oculta y clandestina, mucho menos confesada y mucho más ambigua de lo que era lo normal en otros escritores, que por el contrario hacían gala de ello.

Dramaturga alabada en los teatros de Roma o París, Natalia Ginzburg estaba también muy interesada en analizar los “mitos” más canónicos de la literatura italiana. Ese es el caso del gran Manzoni, al que presentaría iluminado y rodeado de sus seres más cercanos, en su ensayo biográfico La familia Manzoni. Una afición, y auténtica pasión, por analizar los núcleos familiares, en todas sus dimensiones, que nunca la abandonó, desde sus inicios. Así lo explicaba: “No he querido que el protagonista de esta larga historia familiar fuese Alessandro Manzoni. Una historia familiar no tiene un solo protagonista: cada uno de sus miembros es, una vez y otra, iluminado y vuelto a enviar de nuevo a la sombra. No quería que él tuviera más espacio que los otros; quería que fuese visto de perfil y de lado, mezclado con los otros, envuelto en la confusa polvareda de la vida cotidiana”. Por otro lado, no podía extrañar a los que conocían bien su biografía, ya que era la madre del célebre historiador –uno de los más famosos practicantes del género de la microhistoria, a nivel mundial- Carlo Ginzburg, que con él quizá compartiera una cierta pericia en saber desnudar las paradojas y “engaños” de la Historia. Unos frecuentes engaños y malentendidos, instalados casi siempre en la simple y vulgar superficie de los hechos, que las trampas de la Historia tejían sin cesar para no dejarse leer o contemplar correctamente.

 Magnífica escritora, hoy reconocida por todos, Natalia Ginzburg tenía una inteligencia y una habilidad excepcional para aunar en cada libro lo Privado y lo Público, el mínimo y minucioso detalle aparentemente insignificante, cualquier desecho por pequeño que fuera de lo cotidiano, junto a los grandes gestos y los grandes frescos de época, que hacía correr por detrás, silenciosamente, casi sin hacerse notar, en cada uno de sus libros. En estos frescos, cómo no, estuvo muy presente el periodo de la Resistencia, el de su formación como persona, madre, esposa e intelectual. Dentro de ese periodo, hoy día es una reconocida maestra a la misma altura de geniales recreadores de la etapa del fascismo mussoliniano, la guerra mundial, la invasión de los alemanes en Italia y los grupos de resistentes , como lo puede ser el piamontés Beppe Fenoglio, fallecido prematuramente, en 1963, o el no menos espléndido Giorgio Bassani, autor del ciclo La novela de Ferrara, del que se celebra este año igualmente el centenario.

En Nuestros ayeres, de 1952, una de las mejores obras de esta autora, tomando como punto de referencia, como siempre en su caso, la idea del clan, de la tribu, para adentrarse en las claves de la Historia, y en la forma en que influía en las cosas y en la vida ese gran trauma que era la guerra, Natalia Ginzburg, al igual que hacía en Léxico familiar, su autobiográfica visión familiar de la misma etapa, la etapa de la Segunda Guerra Mundial, narraba la Historia a través de los jóvenes componentes de una familia de la burguesía modesta del norte de Italia. Con un comienzo que remitía casi inmediatamente de nuevo a su autobiográfica obra maestra Léxico familiar, es decir, con la aparición de un personaje colérico y exaltado, un padre de familia librepensador y socialista, como era el suyo, éste ejercía el mando de la tribu de una forma dictatorial e incontestable. A expensas de sus cambios de humor del día, la historia de la familia se contaba dividida en dos partes: una, que tenía como telón de fondo el Norte, con la muy activa Resistencia piamontesa, y otra, en el extremo Sur, con su atraso atávico, en el momento de la llegada de las tropas alemanas.

Aunque hay que decir que el comienzo de Nuestros ayeres también remitía a un tema que Natalia Ginzburg ya había tratado, de igual forma, en Léxico familiar, su otro libro perteneciente al ciclo heroico y solidario: el de los resistentes al fascismo. Este tema, repetido en su obra, es el de la soledad de los antifascistas “verdaderos”. En Léxico familiar ésta era una sensación creciente que pendía cada vez más en el círculo de la familia de Natalia Ginzburg, de la familia Levi, que era su apellido de soltera. Como en la famosa obra de Ionesco, El rinoceronte, poco a poco, muchos de los amigos de la familia se habían ido haciendo fascistas, por conveniencia o comodidad. Por lo menos, habían dejado de ser tan abiertamente antifascistas como antes.

También el refunfuñón padre viudo de Nuestros ayeres –inspirado en la vehemente figura del científico librepensador Giuseppe Levi, padre de Natalia- practica día a día, como un desafío, su solitario antifascismo y redacta, una y mil veces, destruyéndolas otras tantas, unas incendiarias memorias contra Mussolini y el Rey colaborador del fascismo, tituladas Y nada más que la verdad. A su vez, se deja ver de vez en cuando por el centro de su ciudad “con un aire maligno y despectivo”, para demostrarle a todos sus antiguos conocidos de otros tiempos que, para él, ahora, todos son, sin división de clases, “unos granujas”, “que él aún seguía vivo, porque creía que con eso les haría rabiar”.

Una vez huérfanos los cuatro hijos de la familia, libres ya de la autoridad omnipotente paterna, los dos chicos y las dos chicas del clan tendrán que lanzarse a la vida, escogiendo los chicos la conspiración y la clandestinidad de las actividades antifascistas, y las dos chicas, a su vez, la contemplación, como simples espectadoras, de este curso de la historia en el que no son protagonistas y en medio del cual no les queda más que soñar, como en las novelas, románticamente, con la revolución, que los otros de su generación, ya sean sus hermanos, amigos o novios, hacen por ellas.

Nacida en Palermo, pero crecida en la culta y afrancesada Turín, es interesante la división que Natalia Ginzburg plantea en su novela. La obra tiene dos cortes muy claros, tanto geográficos y extremos, Norte y Sur, como de paisaje humano ante el hecho común a todos ellos de la guerra. Un comienzo muy a lo Bassani, en el jardín cerrado, al que han tenido acceso los jóvenes huérfanos, y que pertenece a los jóvenes cachorros de la burguesía industrial del Norte, cachorros que van en lancha, esquían, juegan al tenis y se educan en colegios suizos. Y un final dramático, ya en la segunda parte, cuando una de las pequeño-burguesas huérfanas, embarazada por su novio elegante y rico, de la casa de enfrente, se casa con el eterno amigo y protector de la familia, uno de los personajes más singulares y más inolvidablemente descritos por esa gran retratistas de individuos y coralidades que era Natalia Ginzburg. El personaje es un inquieto y extravagante filántropo, un hacendado de un pequeño pueblo del sur, adonde se llevará a su casi adolescente mujer, su protegido “pequeño insecto”, agarrado desesperadamente a una hoja, como él mismo la define. Pero ahí entra de lleno otra novela: la novela de confinados en tierras secas y agrestes, de civilización y barbarie continuamente contrapuestas, al estilo de lo que brillantemente escribió el igualmente turinés Carlo Levi, pintor y literato, tras su destierro en Lucania, durante la etapa mussoliniana: Cristo se paró en Éboli.

Ya en el relato “Un’assenza”, escrito de adolescente, a los diecisiete años, así como en “Casa al mare” y  “Mio marito”, que luego se reunirían en el volumen Cinque racconti brevi, de 1964 (junto a “La madre” y “Estate”) aparecía el tema de la soledad, como un germen permanente y consustancial en la temática de esta escritora. Una soledad descarnada, desnuda, que ningún lazo afectivo, ninguna forma de convivencia puede calmar ni disipar, y sobre la que se articulan destinos de mujeres muchas veces dominados por la tristeza, por la fragilidad extrema y por una infelicidad que, al final, aparece irremediablemente. En el caso de los personajes masculinos, están en la obra de esta autora esos personajes abrumados por la vida, por el fracaso en sus matrimonios e incapaces de luchar, como héroes casi svevianos.

Decenas de familias magistralmente congeladas, “agarradas desesperadamente a su hoja” de la pertenencia que Natalia Ginzburg no dejaría de trasladar al papel, eternamente indescifrables e intraducibles a los ojos ajenos, con sus propios códigos, como misteriosos insectos caídos en la gota de ámbar del tiempo que todo arrastra y todo atrapa a su paso. Así lo describía memorable y poéticamente en su gran clásico Léxico familiar: “Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos el uno con el otro, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia (…) para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos el uno al otro en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asirio-babilonios: el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo”.