Para designar la principal corriente poética contemporánea en nuestro país, el término que me suele venir a la cabeza es “neocostumbrismo” o “vivencialismo” o “neocostumbrismo vivencialista”. Y es que muchos de los volúmenes que llegan tras el filtro editorial son propuestas en clave personal, directa y sin apenas distinción entre el “yo literario” y el “cotidiano”, en lo que es una forma de universalidad de lo singular: la propia experiencia. Son muchas, si no directamente mayoría, las autorías que podrían clasificarse dentro de este movimiento estético, de esta corriente escritural que se viene extendiendo desde hace años y que —me pregunto— no se habrá convertido ya en la más popular y característica del versar contemporáneo, tal como en otros tiempos fueran los cantares, los epigramas o las odas, por ponerles un ejemplo. Y, por las hechuras del texto que nos ocupa, creo que no sería desacertado incluirlo dentro de esta poesía, ampliamente representada en nuestros anaqueles.

Olga Novo, en su brillante prólogo a Cosas asombrosas ocurrirán hoy, de Carmen Berasategui, nos invita a “ver en la escritura la exuvia de lo que hemos sido, aquello que sigue amarrado a la rama cuando ya hemos alzado el vuelo, la primera piel que no es alma pero tampoco es cuerpo”. Acierta nuestra Premio Nacional de Poesía 2020 al señalar con esta imagen brillantemente esa marca de lo personal, autobiográfico, en la voz que nos habla desde estos poemas, pues pueden verse como exégesis de la experiencia vital, emocional y vivencial de la poeta.

En ellos el hecho poético-transcendente surge como bruma desde la prosa poética desplegada por la autora, a partir de la cual se nos narra una visión del mundo claramente personal, pero extrapolable a otras latitudes y sensibilidades, formalizándose en una escritura alejada de los recursos clásicos de la poesía y, en gran medida, marcada por la escasez de imágenes poéticas; resultando ésta una opción de creación que algunos lectores pueden encontrar cuestionable, en especial si atienden a posicionamientos como el del también poeta y Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada Alfredo Saldaña en su Romper el límite, donde las califica como “mecanismos de apertura y desestabilización, síntomas de una crisis que pone en tela de juicio el sentido. Exploración de lo real a partir de una mirada insólita que detecte relaciones y correspondencias que habitualmente pasan desapercibidas”. Y es que, como recalcara Ángel Guinda, el poeta no escribe sobre la realidad, sino contra ella, y —añadiría— para agrietarla, para abrir la hendija que deje ver más allá, las imágenes poéticas son un recurso para nada desdeñable.

Así mismo, encuentro en la propuesta de Berasategui una forma personal de realismo. Poetas como Raymond Carver abrieron para nosotros la poesía a un subtipo al que se designó como “sucio”, en gran medida, por el hecho de llenar de lirismo un pasatiempo juvenil tal como disparar a las ratas en un vertedero o por llenar de emoción evidente las cuitas del pago del funeral paterno; algo —hasta entonces— insólito en un poemario. No obstante, superado el realismo, o al menos ampliado con hallazgos posteriores, y asimilada la fuerza de la palabra desnuda de otro afán que el de la exploración interior, llegamos a la cuestión sobre si basta tal desempeño. Para mí (como nos indica Saldaña que fue el caso de Juarroz) entiendo que la poesía es “una oportunidad para desafiar los límites del lenguaje y, por tanto, para explorar las posibilidades de conocimiento del mundo”: un reto extremo para cualquiera.

Berasategui nos anuncia que le habita el relámpago y, en efecto, sus poemas son la revelación de algo más allá mimetizado en el más acá cotidiano: una instantánea a la luz de ese flash, la foto de una polaroid que va dejando ver —al disiparse el velo blanco— algo que queríamos guardar para siempre, conscientes de que somos “seres a rebosar de merma y gozo”; dolor y éxtasis que se nos ofrecen generosa y sinceramente a lo largo del poemario.

La poesía de Berasategui, cercana y vivida, es capaz de transmitir con vigor esa intensa emoción que nos llega a oleadas con las mareas de la vida, de plasmar las sensaciones de extrañeza que habitan en lo común y en lo cotidiano, de divisar y señalar lo bello con determinación, anticipando con arrojo todas las cosas maravillosas que pueden ocurrirnos hoy, completando con la suma de su labor y entregándonos la muda de la piel tejida que, en efecto, podemos reconocer y vestir durante nuestra lectura.

Durante una charla reciente con un narrador convinimos en clasificar los libros leídos en dos grupos principales: los que guardas tras haber leído y los que reservas para volver a visitar en algún momento. Por eso, cada vez que releo uno de los míos, me cuestiono si he sido ambicioso al enriquecer mis textos con capas, referencias y recursos suficientes, con ideas y sentidos innovadores, que —sumados a mi forma personal de entender y filtrar la poesía a mí través— impulsen al lector no a necesitar sino a desear volver a reencontrarse con sus páginas en algún otro momento y —como postulara Guinda en su Poesía útil— si acaso “sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente, para gozar. Una poesía que tenga los pies en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo. Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal”. No es fácil acertar en objetivos tan elevados, aunque la sabiduría popular declara los beneficios de apuntar lejos.

Desde luego, la poesía de Berasategui cumple con algunos de los dogmas de la Poesía útil guindeana, siendo por ejemplo “una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte”. La autora nos ha demostrado una gran sensibilidad, empatía y elegancia en la búsqueda de lo mínimo. Tal vez injustamente —por ser, además de poeta, gestora cultural y editora— había generado unas expectativas en lo estrictamente literario distintas, pero estoy convencido de que Berasategui seguirá creciendo como autora y beneficiándose de la belleza y el equilibrio de facturas más complejas, aunque no por ello menos livianas y cercanas, como la propia Olga Novo nos ha demostrado con su elevada obra, en la que tantos encontramos inspiración y guía.

 

Carmen Berasategui, Cosas asombrosas ocurrirán hoy, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2022.