“Viajé a Barcelona tal vez para estar más cerca de Vila-Matas (...). Quién sabe. Suena ridículo, pero aunque no lo conozco, quiero estar cerca de él”. Lo escribe Claudia Apablaza en una de las primeras páginas de su novedoso Diario de las especies (Barataria, 2010). Bueno, en realidad lo escribe el personaje de A.A., la joven escritora chilena, alter ego de la autora, que hace en su blog un encendido acto de autoafirmación literaria y autorial a través de un acto de fe en la escritura de Vila-Matas. Claro, que, en realidad, este Vila-Matas es solo un personaje más en la ficción de la chilena, un personaje que recibe sus cartas y que tiene una buhardilla, una buhardilla que está en un edificio que es el objetivo “real” de un ataque imaginario (“imaginé que eso quedara en mi biografía”, dice) con manzanas por parte de A.A., y todo para “asesinar la bulla y el miedo que produjo él en mi cabeza”.

Perfecta definición de las desazones literarias (la bulla y el miedo) que genera Enrique Vila-Matas. La bulla de esos personajes en la espera, de los niveles narrativos (un autor que se lee a sí mismo como crítico que habla y escribe notas al margen de un artículo sobre un autor admirado dentro de un texto que aparenta ser narración ficcional –tiene su título, “La espera”- pero se articula como un falso diario que se organiza en muchas ocasiones como un ensayo), de los autores falsos y reales, de las prologuistas existentes e inexistentes, de las universidades verdaderas, de las falacias, de las ilusiones, de las pistas que no conducen a ninguna resolución, de los equívocos, de los juegos, del lenguaje, de los juegos del lenguaje, del humor (Vila-Matas es un humorista triste, como Kafka), de la conciencia hiperagudizada de la escritura. De las teorías. Y el miedo al tiempo, a la mentira, al doble que nos habita y que termina desdoblándose interminablemente en legión, a los que no llegan a buscarnos, a la muerte del autor (la de Barthes, pero también la real, la de los hospitales asépticos y los órganos vitales envenenados), a no llegar, a no comprender, a estar participando en un concierto sin partitura, a quedar –sólo, o por fin, o afortunadamente- “convertido ya en el protagonista de mi relato” .

Hace ya tiempo que se instauró en los estudios literarios un cierto afán de rechazo a la teoría. Y no me refiero solo entre los creadores (solo en los ultimísimos años se está recuperando el des-ahogo de la reflexión en los autores literarios, frente a generaciones de rechazo casi patológico), sino en los estudios literarios como disciplina (y se publican libros con títulos como After Theory o Against Theory), . Algo parece apuntar la ficción de Vila-Matas: la culpa es de los franceses. De los sesentayochistas, de los izquierdosos de salón, de los filósofos airados. Quién lo vivió, lo sabe. Encontrar una teoría para después perderla, esa es la solución. Y la solución se materializa en un taxista de Lyon perdido en las calles pero que acierta con las preguntas importantes (“que no está seguro de nada, ni siquiera de ser un taxista de Lyon”), en un escritor a quien le gusta jugar a sentirse otro, en un escritor-esperador que hace acopio de fe en el presente (“La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro”), en reflexiones que se hacen vivas (“y acabé reflexionando sobre una época de mi juventud en la que las teorías literarias tenían mucho peso”), en teorías que jamás deben preceder a la práctica (“... hacer teoría al andar. Y andar para mí es escribir directamente una novela, que es un modo muy directo de hacer teoría”). Y, entonces, la teoría, los rasgos esenciales, irrenunciables, de la novela del futuro: la intertextualidad, las conexiones con la alta poesía, la escritura vista como un reloj que avanza, la victoria del estilo sobre la trama, la conciencia de un paisaje moral ruinoso. Y después, Gracq, Duras, Roussel, Blanchot, Bloom camuflado (“Porque no nos engañemos: escribimos siempre después de otros”), Sterne, Cervantes, Rabelais, Montaigne. Y la miríada autores “contemporáneos” de Vila-Matas, tanto en el tiempo real como en el espacio creativo que es su propia tradición. El libro se convierte entonces en un ensayo más alineado en las costumbres del género, pero que no renuncia a establecer diálogos constantes con otras formas narrativas. Se multiplican los ejemplos, los diálogos, las citas, los títulos, las reflexiones (esto no es nuevo, por supuesto, esto es Vila-Matas siempre). Y se desarrollan demoradamente los cinco rasgos esenciales del proyecto teórico (que, en realidad, consiste en perder toda teoría) el autor. Y se olvidan –o quedan en suspenso- los trece puntos que son/eran indispensable para escribir una novela tal y como aparecen en París no se acaba nunca, aquellos puntos que le entregó Margerite Duras al autor en un trozo de papel. Qué más da. Perder un papel no significa que se pierdan los papeles.

 

Lectura, sueño, espera. Ocultación. El escritor es al final un invitado a un hotel donde nadie va a recibirle. Y entonces, escribe para tomar partido ante una situación “de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político”.

 

 

Enrique Vila-Matas, Perder teorías, prólogo de Liz Themerson, Barcelona, Seix Barral, 2010.