Sombras que se deslizan bajo mi ventana. Ahí fuera: ruido de motores, ladridos, frenazos deportivos, politonos de móviles. Aquí dentro: noticias de actualidad, teletipos, última hora, y en medio de todo este nerviosismo, zas, salta la foto de un niño. Hoy. Es un niño guerrero, africano, de unos siete u ocho años, no más, que posa vestido con uniforme de soldado, pantalones de camuflaje que le quedan anchísimos y se le escurren, boina ladeada, botas mar­cia­les, mirando desafiante a la cáma­ra, ¿me estás amenazando tú a mí?, un cigarrillo colgado del labio, va armado con un lan­za­lla­mas casi más grande que él, dispuesto a quemarlo todo, a arrasar con todo: la aldea, la es­cue­la, su familia, el planeta en­te­ro, un tenedor que ha llegado hasta sus pies, empujado por el río. Sus ojos, sin embargo, y es lo terrible de la instantánea, siguen siendo inocentes, de una pureza satinada.

Oh boy.

Este niño asesino da miedo, no por lo que pueda hacer, sino por lo que antes le han hecho a él. Para que este niño sea capaz de matar, han tenido que matarle a él primero. Secarle el corazón a base de drogas, borracheras, palizas y vejaciones sexuales. Extirparle la sonrisa. Desviarle la sangre y colocarle, en su lugar, una bolita de plomo. Es el mundo en que vivimos. Hoy. Siete u ochos años. No hay otro.

Quemarlo todo. Y después sentarse a fumar un cigarrillo, dos cigarrillos, ¿quieres tú uno?, con toda tran­qui­lidad, sobre los escombros calientes del Vaticano.

El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero. No engaña.

Detroit. Hoy toca hablar de Detroit, acordarse de Detroit, en el estado de Michigan, no sé por qué. Detroit está en bancarrota. Es una ciudad fantasma, un urbanismo de huecos, en el que apenas vive nadie, aparte de unas cuantas hordas de policías sin control, asolada por los chillidos de ratas. Las calles son túneles de una mina de carbón a cielo abierto, el Chernóbil del ca­pi­ta­lis­mo. El gobierno, si te instalas en aquel verte­de­ro de almas, te regala una casa. Cuatro pa­re­des ruino­sas, imagi­no, un charco tóxico de césped, todo roto, negro, traumatizado. Cochambre por todas partes. Cañerías retorcidas. Un tablero de ajedrez empotrado entre dos árboles, con agujeros de bala. En el aire flotan centenares de plumas diminutas, parece un exterminio de aves a gran escala. Puedes respirar en Detroit todo el oxí­ge­no que desees, eso sí, sin res­tric­cio­nes. El gobierno te permite atascarte los pulmones con todas aquellas plumas.

En Detroit llueven gallinas.

Detroit no es una metáfora, sino una realidad palpable. Algo que suda y sangra y vomita, acurrucado en un portal, con tiritona y una aguja clavada en el brazo. Quizá un destino, una sobredosis del mundo moderno o un lugar de vacaciones ideal para enfermos terminales o de­sem­plea­dos, véngase usted una temporada a Detroit y tráigase a su familia, con todos los gastos pa­gados, verá qué bien, nosotros le invitamos. ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? No­so­tros, ya sabe usted, la Marca, la única que existe, para la que todos trabajamos de un modo u otro. Usted y yo, por ejemplo. Todos nosotros. La Marca Única. Por lo demás, no hay metáforas, la metáfora no existe, todo es atroz­men­te literal.

Un tren. Acaba de pasar un tren, impulsado por un largo pitido. Noto en el suelo la onda vibratoria que sube hasta mis rodillas, coquetea con la tapa de la tetera, con las hojas del té ya frías, la carpeta con mis anotaciones, recortes de periódicos, informes médicos, dibujos y mensajes enviados por los niños desde tan lejos, ahora, con su caligrafía gorda de colorear monstruos. Hablan mucho de monstruos, de cómo son los monstruos, papi, de si los monstruos planean atacarnos o no, papi, con sus naves espaciales y sus ojos que echan chorros de rayos gamma, y en qué momento. Su nueva casa les gusta, dicen, porque desde un rincón del piso de arriba pueden ver un triángulo de arena en el que hacen caca los perros, y eso les en­tu­sias­ma. Que un perro haga caca en la vía pública, a la vista de todos, eso es algo fabuloso. Mi exmujer va a casarse de nuevo. Eso pone el mensaje. Ellos tendrán pronto –o tienen ya, no lo sé– un nuevo padre. Dos padres. Un padre duplicado. El otro y yo. No me lo esperaba, soy re­por­te­ro grá­fi­co, cazador de fotos, carezco de ima­gi­na­ción para in­ven­tar­me nada.

Ni siquiera monstruos. 

Detroit y yo. Ambos somos tan reales. Una foto. Demasiado reales, diría. Existimos aquí y ahora, en este punto concreto del universo. Desde el espacio un satélite nos podría fo­to­gra­fiar, re­trans­mi­tirnos en directo a cualquier rincón del globo. Todos estamos en todos lados, ahora, sin necesidad de movernos; milagros del yo tecnológico. Todos estamos en parte tristes, en parte alegres, en parte solos. Otra foto. Y otra más. Un avión desovando bombas. Estatuas gigantes de Buda en medio de la selva en llamas. Cientos de rostros, de manos, de eya­cu­la­cio­nes, una ola humana que crece y palpita, con su cenefa de espuma sucia, hasta desbordarse; una calle de Beirut con bi­ci­cle­tas y mariposas, la posibilidad de ser feliz o desgraciado en cualquier sitio, la alegría de un río, la soledad de la viuda, los zapatos del muerto colocados con todo cuidado encima del ataúd. Alguien (pero, ¿quién?) tuvo la de­fe­ren­cia de abrillantarlos hasta el mareo, se tomó la molestia de anudar los cordones en lazadas virtuosas, medir la distancia exacta desde las punteras hasta los bordes del féretro, para que quedasen simétricos, todo tan calculado y perfecto que casi entraban ganas de gritar. Y allí quedó expuesta, en el centro de la capilla ardiente, entre gimoteos de plañideras, aquella obra maestra de la ciencia fu­ne­ra­ria: los zapatos de un hombre muerto en­ci­ma de su ataúd.

Pregunta: ¿cuántas palabras se necesitan para nombrar la perplejidad? ¿Cuántas?

Titular: las autoridades chinas han decretado oficialmente que los baños públicos de Pekín no podrán tener más de dos moscas.

Hasta dos moscas es legal. Una más, y a partir de ahí se extiende el territorio convulso de la ilegalidad, los sobornos, las delaciones, el crimen.

Raro.

Se enciende. Se apaga. Se enciende. Se apaga. Así, durante cerca de media hora, o más. Vaya, los vecinos de enfrente deben de estar practicando (se enciende) alguna clase de juego con los interruptores de la luz que (se) desconozco (apaga).

Se enciende.

En el colegio, una vez, a los once o doce años, me hicieron repetir curso, porque dijeron que iba demasiado adelantado para mi edad. Adelantado, yo. Lo dijo el supervisor enviado por el ministerio de Educación y Cien­cia, un hombre calvo, atildado, con gafas de miopía de pasta y media sonrisa manchada de café con leche, traje de pana de bolsillos abultados, semibarba semisucia, labios libidinosos, después de ins­pectorear un rato mi expediente y me­ro­dear por allí, olfateándolo todo, abriendo y cerrando ar­chi­va­do­res, como un lobo pálido. Se seca el sudor de la frente con un pañuelo tímido, encoge un hom­bro, se rasca una rótula (la derecha, si mal no recuerdo) y a continuación no cede. Se man­tiene firme, rocoso, ana­creón­ti­co, tras negarse a firmar aquel acta: no y no. Yo no. No firmo eso. Que no. Yo no dicto las leyes, sino que me limito a cumplirlas: las leyes me dictan a mí. No es culpa mía, ni de nadie, la normativa es la normativa y uno no puede saltársela. ¿Cómo po­dría­mos vivir sin la normativa, quiere decírmelo usted? Yo no podría, ni nadie. Fija en mí sus ojos de color ladrillo. Aparta el papel con asco. No es nada per­so­nal, no me juz­ga él, que es un simple delegado, sino la Educación y la Ciencia.

Tampoco era una metáfora, claro. La Educación y la Ciencia me apuntaron con sus ín­di­ces majestuosos y dictaron su sentencia: tú no.

El cosmos giró y me dio la espalda, dejándome abandonado en aquella esquina precisa. El supervisor me dio, al salir, un cachete místico en la mejilla, de falsa complicidad, y eso fue lo peor de todo. Lo más humillante. Un paso atrás. Una mancha en mi expediente. La huella ino­por­tu­na de un pulgar en la tarta.

Conclusión: repito curso.

Se apaga.

Hubo, pues, que retrasar los relojes y volver al pasado, a la edad media, vivir o revivir de nuevo lo que ya había vivido o semivivido antes. Me obligaron a camuflarme de repetidor para aprobar de nuevo un curso que ya tenía apro­ba­do. Entré en la noria de las repeticiones, las duplicidades y los si­mu­la­cros. Otra foto. Aburridísimo, entre alumnos desconocidos que no sabían mi nombre y se dirigían a mí llamándome Fer, Fido o tú, ese de ahí. Lejos de mis amigos de la ruta escolar, a los que tuve que renunciar a la fuerza, se­pa­rar­me de ellos y no volví a ver, solo de lejos, de vez en cuando, en el recreo, con pena y bo­ca­di­llos, ya éramos otros.

En el aula: bostezos lacrimógenos, el tedio hecho migraña, los techos cada vez más bajos, los suelos cada vez más altos, hormigueo en las piernas, la misma solución al mismo pro­ble­ma de álgebra o religión, las sem­pi­ternas bata­llas per­di­das o ganadas por los mismos re­ye­zue­los borrosos a lomos de corceles con crines de óleo, cuánta mono­to­nía, qué horror, el Tigris y el Éufrates, la du­pli­ca­ción arbórea de las monocotiledóneas.

Entonces fuera, en el patio, ocurrió algo: estalló la primavera. Floreció un almendro. Poco después otro almendro, contagiado, relajó con suavidad su puño blanco. La pelota de ba­lon­ces­to se quedó congelada en el aire, inmóvil, sus­pen­di­da en la duda eterna de encestar o no en la canasta. Y allí sigue.

Quién sabe qué hubiese sido de mí sin repetir aquel curso. Ahora podría ser abogado. O detective. O teniente coronel. O controlador aéreo. O escritor. O escritora. O padecer agora­fobia y estar soltero y sin hijos. Me perdí un montón de cosas, algunas interesantes y otras no tanto.

Siempre es así. Una nimiedad lo altera todo, un detalle del tamaño de un alfiler es suficiente para mostrar las discontinuidades en el tejido de la realidad. Algo chirría, un breve corte de luz, nada, una recolocación de las moléculas de ozono, una frase de más o de menos, un cambio de billetes de última hora, un ma­len­ten­dido ridículo, una broma desafortunada a nuestro jefe (aquel martes nos levantamos ariscos), parece que no tiene importancia y sin embargo ahí comienza el primer paso que nos conducirá, andando el tiempo, tras una larga cadena de tropezones, nuevos errores y fal­si­fi­ca­cio­nes de pruebas, a terminar empuñando una pistola en una sucursal bancaria, publicando una novela o vo­cean­do klínex en los se­má­foros.

A partir de cierto punto, todo es descenso.

En los últimos tiempos ni siquiera dormíamos juntos, demasiada intimidad, lo hacíamos en habitaciones se­pa­ra­das, cada uno en un extremo del pasillo, disimulando, por los niños, fingiendo que todo iba bien a pesar de que, desayunos en familia, ¿te sirvo más zumo? Una vida pequeña, sin sobresaltos, de cotizaciones sociales y arroz hervido, sostenida por la arga­ma­sa del ahorro y la moderación en las costumbres. Un destino previsible, sellado, de cuando en cuando un zarandeo interior, apenas un zumbido de la sangre correteando por las arterias, ¿hay alguien ahí? Y nunca pasa nada. Y de pronto ocurre algo que desestabiliza el cuadro y raja los interruptores de la luz. Todo es distinto. La fruta sabe a prodigio. Huele a tormenta. La pata de cabra de la motocicleta ya no sujeta nada. Antes de que nos demos cuenta, ya le hemos dado la espalda a todo eso. Estamos hablando solos, en un cuarto con cicatrices. Un escritor debe hacerse cargo de su propio relato. Tus padres en contra, tu pareja en contra, tus hijos en contra, tus amigos en contra. Tú sigues adelante. Escribir es siempre una traición. 

Y aquel supervisor del ministerio de Educación y Ciencia, por qué me acuerdo tanto, cualquiera sabe qué habrá sido de él, con su calva y su media sonrisa manchada de café con leche, miopía destellante de las gafas, encogimiento de hombros, semibarba semisucia, picor en la rótula (derecha). Le atro­pe­lló un autobús al salir del centro escolar, aquella misma mañana, y murió al instante.

No lo vio venir. Fue un escándalo de luz, que le cegó. Cruzó la calle sin mirar a los lados, y aquel festín de dolor y hierros se precipitó sobre él, aniquilándolo. Cristales en el pelo, gafas rebotadas y gomosas estirándose indefinidamente. El conductor del autobús se saltó el se­má­fo­ro. No fue culpa de nadie. Fue culpa de todo el mundo. Más tarde alguien (pero, ¿quién?) colocó sus zapatos encima del ataúd. Simétricos. Dos pequeñas jaulas de tiempo y pasos. Esa foto.

Te visten con traje y corbata negros, te peinan duro y apretado, hoy vas a ver a tu primer muerto real. Aprendes una nueva palabra: sepelio. En la boca, cuando la pronuncias, tiene la textura car­no­sa y ligeramente grasa de una patata cocida, pelada.

No fue así: retiro lo dicho. Falleció de viejo, mucho más tarde, en una residencia de ancianos, sin acordarse de nada, ahogado con un hueso de aceituna. Murió sin molestar a nadie, a una hora cómoda para todo el mundo. En otra versión de la historia, todavía vive. Yo, que escribo esto, le permito seguir viviendo, tantos años después. Consigo que salga de su tumba, con su hueso de aceitu­na bailándole en la mejilla, y recupere el aliento, el lenguaje es capaz de eso, de lo imposible, levántate y anda. Aprovecha la ocasión y huye, sal co­rrien­do, supervisor, no te detengas. Vive. Cambia de pro­fe­sión, de país, de sexo, hazte músico ca­lle­je­ro o madre superiora. ¿No sería Dios, aquel hombre? O al menos una es­pe­cie de subdios de tercera categoría, enviado para ocuparse de todo el papeleo pendiente. Aquel funcionario tenía la ex­clu­si­vi­dad de las palabras. Podía con­se­guir que el reloj detuviese sus manecillas con solo chasquear los dedos. Podía duplicar, si así se le an­to­ja­ba, los cursos. Podía separar amigos, disolver fa­mi­lias, alborotar calendarios. Podía enviar niños al pasado (y quizá tam­bién al futu­ro), en misiones de­li­ran­tes, como astronautas del tiempo.

Un niño es demasiado tiempo.

Tres moscas chinas en un baño público son demasiadas. Sobra una.

Respuesta correcta: para nombrar la perplejidad se necesitan muchas palabras. Todas.

Quemarlo todo.

Oh boy oh boy oh boy.

Se enciende se apaga se enciende.

Ahora tengo una casa propia en Detroit, regalada por el gobierno. Una casa amarilla, regular, sin cimientos ni calefacción ni agua corriente. La bomba de calor está en el sótano, pero no conviene encenderla por precaución. Just in case. No es tan malo como puede parecer. Me distraigo oyendo pasar el sonido antiguo de los trenes, ninguno de los cuales para. Los trenes que uno oye pasar a lo lejos nunca son los que paran; solo paran los otros. Respiro plumas, que flotan en el aire dulzón. Siguen lloviendo gallinas. En el buzón del patio, atra­gan­ta­do con la ho­ja­ras­ca pro­pa­gan­dís­tica de clínicas de desintoxicación y control de plagas, figura un nombre medio ilegible, el del anterior pro­pie­ta­rio, que no logro des­ci­frar. No es asunto mío, y quizá no sea el de nadie. En­tre­cerrando los ojos, bajo la luz de barniz llu­vio­so de las cuatro de la tarde, podría distinguirse Fer, o Fido o cualquier otro. Así y todo, es una casa. Cuatro paredes. De mo­men­to no puedo aspirar a nada mejor, ya digo. Y está en Detroit.