No, no hablemos hoy de la belleza
(la que desde el origen va unida
a la verdad,
la que bien entendida aún permite
ser humanos
a los que no desean ser humanos,
la que armoniza la naturaleza
y permite que el mundo -¿hasta cuándo?-
aún gire suavemente
en sus goznes).
Recordemos tan sólo
a aquel para quien nunca podrá haber
memoria.
Se llamaba José.
Fue el asesinado de nuestra familia.
Fue uno de esos muertos
que hubo en casi todas las familias
de ese país que se llamó Cainlandia.
En concreto, fue uno de aquellos siete mil
y pico que creyeron simplemente
en lo sagrado.
Fue un joven agustino.
Dicen que en su voz
poseía la música de Orfeo.
Había logrado huir de su colegio
y en una pensión buscó refugio.
Vestía de paisano, deseaba
quizás estar en paz
consigo mismo y con aquel Madrid
convulso,
pero una noche
hombres airados fueron en su busca.
Fue llevado hasta el barrio
de Tetuán, a la checa
del Cine Europa,
donde fue torturado,
sin causa, hasta la extenuación.
Luego, fue conducido hasta un lugar
que todavía hoy suelen llamar
“El Quemadero”
(un basurero entonces de la ciudad,
allá por donde hoy –¡ironías del destino!–
se alza un hospital al que llaman “La Paz”).
Allí, en “El Quemadero”,
entre los desperdicios,
José fue asesinado y sepultado.
Para él no habrá jamás
ni justicia,
ni tumba.
Tenéis razón, no hablemos de la belleza hoy.
No digamos tampoco quienes fueron
los cobardes.
Sin ira y sin rencor,
tengamos simplemente un piadoso recuerdo
para aquel inocente
y para sus asesinos
sin rostro.