
En el prólogo a las Obras Completas del estupendo Juan L. Ortiz, otro escritor de mérito real, muy distinto, Juan José Saer, se excusaba por las palabras antepuestas para quienes no las necesitan. Algo así me ocurre al abordar Luna baja (2025), última entrega de Francisco Díaz de Castro (1947). Una simbólica “luna baja” o desembocadura de una propuesta poética, el realismo de los 50 o 80/90, antes de agotarse en el cambio de siglo como proyecto, si no fuera por estos libros epigonales, estupendos, en su diálogo con la muerte, el pasado y la memoria.
Díaz de Castro (1947) pertenece a esa etapa del realismo por su escritura, la del desasosiego de referencia realista de Javier Egea (1952-1999), domesticado por otros escritores: Álvaro Salvador (1950), Jon Juaristi (1951), Antonio Jiménez Millán (1954-2025), Luis García Montero (1958) y Felipe Benítez Reyes (1960), pues los Metales pesados de Carlos Marzal (1961), fueron otra cosa. Un tiempo en España, donde los aledaños de la Nueva/Otra sentimentalidad, se conjugaron con el fino estilismo sevillano de Fernando Ortiz (1947-2014) o Juan Lamillar (1957) entre tantos, en torno a la editorial de Abelardo Linares, aunque no solo (o la “línea clara” de Julio Martínez Mesanza y Luis Alberto de Cuenca desde la otra ladera, por decirlo a la antigua). Siempre desde los amantes del decir sin velos.
En este libro de Díaz de Castro el realismo se viste de una perspectiva obsesiva y dramática. Es una “poesía de la edad”, traumatizada, hiriente, herida de muerte, dolorida, en su anteinfierno, por decirlo a la manera de Raúl Zurita, y en “planto” desmedido ante el abismo. Luna baja se propone desde ahí, como un emocionante y conmocionado dolor de senectud, desasosiego bajo el palio de la serenidad, un triste esplendor en el saber decir y sentir obsesivo, buscando espacios donde el “fotógrafo” estuvo, donde reflejarse (pero ya obviamente inexistentes) o de la memoria donde evaporizarse y, en definitiva, contemplarse desde el hoy y dolerse. Luna baja es el colofón (provisional), de una trayectoria donde el amor y cierto sinclinal existencial, elegíaco, se alía con el vitalismo pensativo que “echa en falta” sin traicionarse. También sin demasiados cambios formales y de fondo (salvo en un precioso momento del que hablaremos), y retrata una evolución al hilo de la vida desde La isla VI (1986), o la conmoción de El retorno (1994), amansado en parte en Navegaciones (1997) y Hasta mañana mar (2008), en un diálogo reflexivo con el tiempo, la belleza y el instante redentor.
Luna baja, de explícito título pospuesto como segundo poema en el libro para homenajear “La ciudad” y una escuela, sabe de correspondencias. Las calles del ayer se cierran en “La puerta” de una taberna, poema clave y sus “calles falsas, febriles/(…)/Y no está lo que busco/ y de pronto una puerta cuya llave no tengo,/la puerta en la que acaba el recorrido”. Un no reflejarse en los espejos como los muertos pasados de una fotografía, hechos resistencia en “Mis pipas” y su diálogo con el estupendo “Las pipas”, de otra época. Quizá ese declinar ante sus ojos se reitera un poco de más, y diluye los momentos de tralla, por decirlo con Francisco Umbral. Y por ello, consciente de ese buen hacer y decir, cae en cierto monótono dramatismo como asunto, aún en sus variantes o motivos, apetecible por estar bien escrito, pero que necesita salir de sí y de lo que el poeta es consciente. El homenaje a Claudio Rodríguez no es por casualidad, sino un intento de escapar de cuanto le apresa. Lo intentó (y fracasó) Carlos Marzal, en Fuera de mi (2004), donde hay una gran versión de la visión de un poema de César Simón contemplando un toldo al viento y mejorándolo.
No voy a entrar, en el caso de Díaz de Castro, en la casuística de animales muertos y faros que ya no alumbran como entonces, ni en puertos crepusculares. Yo prefiero, en este sentido de emanciparse del realismo, el estupendo “Luna negra”, cuando se desencorseta y entra en cierta ebriedad sin patrones (no por no existir buenos poemas realistas), y se atiende o reza en laico, como Lezama Lima, de otra manera menos mistérica y barroca o clara, sin ocultamientos reprimidos que mostrar, dando chispa a un libro con demasiada cadencia, pero sin torceduras, ni sobresaltos. Si no es el mejor poema del libro por diferente (en un libro de muchos brillos mates, con muchos poemas realistas que merecen aplauso). Es un rapto real (no impostado como el explícito homenaje a Claudio Rodríguez), frente a la tendencia a derrumbarse en la botella medio vacía, caso de “Vagón”, en vez de ver las flores, la vida, sobre las tumbas con Juan Ramón, resistiendo entre los muertos, y evitar entrar en diálogo con el de Moguer de triste manera. Por eso “Luna negra” es tan importante, por atreverse a rezar en laico, a plantearse con su admirado, admirable, Claudio Rodríguez el “Y dónde, dónde la oración del mar/ y su blasfemia”, desencorsetarse, salir de la postura, y mostrarse como el poeta que es y evoluciona. Tiene mucho aún que decir su senectud, me parece, si reza así, pues en realista de época ha demostrado oficio y talento. Y por eso pongo el hermoso Luna baja al alcance de mi mano en las estanterías (bajas), como siempre hago con sus libros, al alcance de la mano en mi breve biblioteca.
Francisco Díaz de Castro, Luna baja, Sevilla, Renacimiento, 2025.

