La poesía persiguió a Marcel Proust a lo largo de toda su vida; pero, si empezó escribiendo y publicando en alguna revista durante sus años de estudiante, no tardó en derivar hacia la narrativa, que en sus inicios quedó marcada por esos afanes líricos. Y en su primer libro, recopilación de relatos, no duda en incluir, no sólo ocho poemas dedicados a pintores y músicos, sino textos que más que relatos son poemas en prosa en la estela de Baudelaire. Ese primer libro editado en 1896, Los placeres y los días[1], viene envuelto por el aura de fin de siglo que acaba de contemplar la disolución del simbolismo y se adentra por una de sus derivaciones: un modernismo difuso del que va a librarse la rigurosa experimentación de Stéphane Mallarmé. El autor de Un coup de dés ejercerá sobre Proust una influencia que va más allá y más acá de la poesía: alguno de sus poemas actúa sobre su vida personal –en 1914, por ejemplo, promete a Alfred Agostinelli regalarle un aeroplano en el que hará grabar el soneto «Le Cigne»–, y sobre su obra mayor, A la busca del tiempo perdido, donde el Narrador trufa sus cartas con fragmentos de ese poema citado, de «Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui[2]» y de «M’introduire dans ton histoire».

Sin embargo, el espíritu mallarmeano no dejará rastro alguno en los versos de Proust: después de pensar durante su adolescencia que la poesía era su vocación literaria, no tarda en convertirla en herramienta social en aquel mundo parisiense de salones aristocráticos en los que la literatura desempeñaba un papel decorativo: lecturas en casa de la pintora floral por excelencia del período, Madeleine Lemaire, donde el recitado solía correr a cargo de su amigo y músico Reynaldo Hahn, pues el propio Proust reconocía su falta de talento rapsódico; poemas para amigos con el fin de celebrar algún acto –escojo en la selección, por ejemplo, el que destina a celebrar a Jeanne Pouquet por su interpretación del papel de Cleopatra en una revista–, devolución de odas, apuntes burlescos, irónicos o satíricos… la poesía, en fin, como ejercicio de integración en una «buena sociedad» donde citar versos propios o ajenos suponía un juego de esgrima para el ingenio con el que entretenía sus ocios el mundo aristocrático en el que Proust eligió vivir. En sus casi treinta volúmenes de correspondencia puede apreciarse la cita constante que hace de poemas, y su poderosa memoria para todo tipo de versos, buenos o malos, perfectos o ripiosos, sacados de libros de los siglos XVII-XIX o de revistas de teatro, con algunos de cuyos autores (Meilhac y Halévy) mantuvo estrechas relaciones de amistad personal.

Por otro lado, Proust reflexionó sobre la poesía, no sólo con apuntes («La creación poética») o con el breve ensayo «Contra la oscuridad» de los jóvenes poetas, sino en un largo artículo sobre el autor de Las flores del mal, «A propósito de Baudelaire»[3], comparable por la agudeza de su visión al que quizá sea su mayor aportación filológica, el destinado al autor de Madame Bovary, «A propósito del “estilo” de Flaubert»; es ahí donde puede encontrarse el olfato para la poesía de Proust, y no en los encendidos elogios que dedica a poetas menores, pero amigos, como la condesa de Noailles o Robert de Montesquiou, y que se corresponden con su sentido de la familiaridad y las relaciones sociales.

Pasados el liceo, la adolescencia y el servicio militar[4], Proust se decide por la novela subrayando la diferencia entre ambos oficios: la esencia misma del poeta estriba en lo que tiene «de singular, de inexplicable», mientras que el prosista «saca su inspiración de la realidad»: «Por eso vemos que los poetas desprecian escribir, por notables que sean, sus ideas sobre tal o cual cosa, sobre tal o cual libro, no tomar nota de las escenas extraordinarias a las que han asistido y de las palabra históricas que han oído pronunciar a los príncipes que han conocido, cosas sin embargo interesantes en sí mismas».

Es en los poemas iniciales donde Proust busca en la poesía un cauce para la expresión de sentimientos o la descripción de una situación anímica personal., y entre ellos he escogido los que pertenecen, en mi opinión, a esa corriente lírica finisecular en la que se integran y son comprensibles. En la obra posterior sus poemas son puro juego social y fruto de circunstancias: burlas, ironías, elogios, ponderaciones, imitaciones, pastiches de poetas amigos, expresión de afectos…

Si Proust no publicó en libro más que los poemas en verso y en prosa que figuran en Los placeres y los días, si algunas revistas de escasa difusión también recogieron algunos poemas, y si, a raíz de su muerte, siguieron apareciendo otros gracias a la aportación de los destinatarios que poseían manuscritos, no fue hasta 1982 cuando se recogieron en su totalidad en el volumen Poèmes; Claude Francis y Fernande Gontier[5] hicieron acopio de todos los textos encontrados en los archivo de Suzy Mante-Proust, sobrina del escritor, extraídos de revistas o de la correspondencia del autor. Textos en ocasiones con términos de lectura confusa, dada la difícil escritura proustiana, y que ofrecen en ciertos casos algunas variantes respecto a la publicación en libro o en revista; en la casi totalidad de los poemas, la puntuación apenas si existe en la pluma de Proust; no he respetado este aspecto, pero he intervenido lo menos posible en la puntuación, sólo cuando el sentido podía resultar dañado por esa carencia de los originales.

 

Marcel Proust

CONTEMPLO A MENUDO EL CIELO DE MI MEMORIA

 

Todo lo borra el tiempo como las olas borran

Los trabajos infantiles sobre la allanada arena

Habremos de olvidar estas palabras tan precisas, tan vagas,

Tras las que el infinito sentimos cada uno.

 

Todo lo borra todo el tiempo mas no apaga los ojos

Sean de ópalo, de estrella o de agua clara;

Bellos como en el cielo o en un lapidario

Para nosotros arderán con fuego alegre o triste.

 

Unos, joyas robadas de su vivo joyero,

A mi corazón lanzarán sus duros reflejos de piedra

Igual que un día en que engastados, sellados en el párpado,

Brillaban con un fulgor precioso y frustrante.

 

Otros, dulces fuegos robados también por Prometeo,

Chispa de amor que brillaba en sus ojos

Y que para nuestro amado tormento hemos llevado,

claridades demasiado puras o joyas demasiado preciosas.

 

Constelad por siempre el cielo de mi memoria

Inextinguibles ojos de aquellas que amé.

Soñad como los muertos, fulgid como aureolas,

Como una noche de mayo brillará mi corazón.

 

Borra como una bruma el olvido los rostros,

Los gestos adorados en otro tiempo a lo divino,

Por quien locos estuvimos, por quienes fuimos sensatos,

Fascinación del error y símbolos de fe.

 

Todo lo borra el tiempo, la intimidad de las noches,

Mis dos manos en su cuello como la nieve virgen

Sus miradas que acarician como un arpegio mis nervios

Mientras sobre nosotros sus incensarios la primavera agita.

 

Otros, los ojos sin embargo de una mujer alegre,

Así como las penas eran vastos y negros.

Espanto de las noches, de las tardes misterio,

Entre esas mágicas cejas estaba su alma toda.

 

Y su corazón era vano como una mirada alegre.

Otros, como el mar tan cambiante y tan dulce,

Nos extraviaban hacia el alma en sus ojos hundida

Como en esas tardes marinas a que lo ignoto nos empuja.

 

Sobre tus claras aguas navegábamos, mar de los ojos.

Henchía el deseo nuestras tan remendadas velas.

Y las tempestades pasadas olvidando, partíamos

Sobre las miradas para descubrir las almas.

 

Tantas miradas diversas, las almas tan parejas,

Qué decepción para nosotros, viejos prisioneros de los ojos.

Habríamos debido quedarnos a dormir bajo la pérgola.

Pero os habríais marchado igual de haberlo sabido todo.

 

Para tener en el corazón estos prometedores ojos

Como un mar de atardecida que sueña con el sol

Inútiles gestas habéis realizado

Para alcanzar el país soñado que, bermejo,

 

De éxtasis gemía más allá de las verdaderas aguas

Bajo el arca sacrosanta de una nube que creíamos profética,

Pero es dulce tener para un sueño estas heridas,

Y vuestro recuerdo como una fiesta fulge.

 

En mi cabeza tuve un achacoso pájaro extraño

Que mejor cantaba que las fuentes, que los bosques

—Cuyas solemnes voces sin embargo amábamos —,

Pájaro melancólico y a veces risueño.

 

Debía tenerlo por su fragilidad bien cerrado

Contra el frío y el aire sucio y lluvioso de las ciudades.

Entre flores junto al fuego rutilante se quedaba

Cuando el invierno desplegaba sus desolados escenarios.

 

Pero, ¡ay!, abrí demasiado la ventana y la puerta,

Buscando la acción, el placer, palabras oscuras:

Alguien había entrado, mortal a sus ojos puros.

¿Quién, pues, había entrado? El amado animal murió.

 

¿Quién era el pájaro? ¿Qué celeste llama

Se apagó, me abandonó por el sol?

Algunas veces, despertando sobresaltado del sueño

Que es nuestra vida, me digo: «Era mi alma».

 

El pájaro sagrado es nuestro poeta, nuestra alma

El alma es poesía. ¡El pájaro, ay, enmudeció!

Sonámbulos lamentos acariciados o heridos

¿Hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?

 

Sobre una señorita que encarnó esa noche a la reina Cleopatra, para mayor turbación y futura condenación de un joven que estaba presente[6].

Y sobre la doble esencia metafísica de la citada señorita

 

Tan bella como usted fue quizá Cleopatra,

Pero le faltaba el alma: sólo era el cuadro,

Inconsciente guardián de una gracia inmortal

Que sin haberla comprendido materializa la Belleza.

 

Así es aún el cielo en su gris armonía,

Tan triste y cansado que nos haría llorar:

Expresa la duda y la melancolía

¡y no las siente!

 

A la reina egipcia ha destronado usted

Que es a la vez el artista y la obra de arte.

Tan profunda es su mente como su mirada,

Y sin embargo ninguna belleza la de la reina igualaba.

 

Olía su pelo bien como las flores del campo;

Me habría gustado ver brillar sobre su carne tan amada

El largo desarrollo de las perfumadas trenzas.

Como un cántico era lenta y dulce su palabra,

 

En un fondo de nácar húmedo brillaban sus pupilas,

Y el cuerpo detenía ella en poses lánguidas…

Ha destronado usted a la reina del Cidno.

 

Es usted una flor y es usted un alma.

No habitaba su frente ceñida de loto pensamiento alguno,

Y esto no era ya tan gracioso para una mujer.

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

El encanto tienes de un patio de bonito monasterio.

Entre los blancos arcos azul marino es el cielo .

Qué delicia pasar allí los cálidos días somnolientos

Bajo un grácil pilar, beber al fresco y callarse.

 

Mañana, lo sé bien, una vez solitario,

Iré desvariando hacia palacios turbadores;

Mas hoy tu encanto es mi amigo; las lentas

Miradas de tus ojos malva son todo para mí en este mundo.

 

Tu frente no encierra en su escasa blancura

La infinita sombra de donde brotará la luz,

Sin embargo te amo extrañamente, oh querida cabeza.

 

Cuando a tu clara risa mi corazón ya no palpite

Quizá me ruborice todavía pensando en la dulzura

Que hubiera sentido quedándome agazapado en tu corazón

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

Si harto de haber sufrido, y más harto de haber amado,

Después de haberme con sus lejanías encantado,

En torno a mí cierra la vida su monótono círculo,

Y mi sueño al sentir su horizonte cerrado

Melancólicamente se repliega y se asombra,

Escuchando al conmovedor otoño quién sabe

Si ahoga un sollozo o si retiene un canto

Tan austero como la hora y como ella equívoco.

Mi corazón sin saberlo salvaba un recodo.

 

Dejad llorar mi corazón en vuestras manos cerradas

El cielo descolorido lentamente se marchita

La flor de tus ojos claros como un sosiego

Sobre mi corazón reclina sus encantadas corolas.

 

Sean tus rodillas para mí lecho de paz;

Que me vistan tus miradas, tendré calor de noche

Y tu aliento, mágico vigilante, alejará

Todo lo que ensucia y burla y ofende.

 

Negros son el puerto, los campos; tras el día burlón

Llega la consoladora noche húmeda de lágrimas,

Y derritiendo de dulzura la bruma disipada,

El ardor de tu deseo en mi corazón se enciende.

 

Sobre este cuchillo normando decide tu retiro,

Guerrero demente, o tu, pobre amante envejecido

Ven, entre los calmos pinos, a la cima

Desde donde verás el mar oscuro y el pálido cielo.

El viento marino se mezcla aquí al olor de las frondas

Y la leche. Entre dos finas ramas verás

Cabecear una barca y en noches tan hermosas

Soñarás mucho tiempo con carreras de velas

Hacia la invisible lejanía remoto de aguas lamentables

Y de frustrados retornos a puertos melancólicos;

Del retorno de los barcos en la tardes magníficas,

Lujo y miseria y este sollozo: tu canto

Entre las pompas del poniente

O en el arco triunfal de estos cielos gloriosos.

¿No eres el vencido que al carro de gloria sigue

Y que ha de morir y llora?

Pero el mar no calla su lamento en armonía

Con el tuyo;

Y de esa armonía nacerá la calma.

En medio de los frescos ramos, y como si fueran palmas,

Reúne en el melancólico puerto tus esperanzas.

 

Si la mujer estúpida o detestable es bella

Acuérdate de una para que tu enojo reviva.

Su corazón de ceniza estaba en un cuerpo de flores.

En una lánguida belleza azul y lastimera

Sus ojos de los crímenes de su corazón se arrepentían.

Su cuerpo, rica armonía que ella no entendía,

Cantaba como un verso de lento y ágil rimo

Haciendo pensar en un arte sutil y poderoso

Pero ¿si hubiera preferido otra estética? ¿Cuál?

¡Arded, antorchas! La mujer, olivo o basalto,

No miente por la duración en que la llama vibra.

Antorchas de gloria entre las hogueras de amor,

No sois el orgullo que finge el amante

Para igualar su placer a su única idea.

Que los sabios os dejen vuestra gloria:

Tal una noche sin nube, una mujer sin velo

—¡Pues la Lorelei, aunque obesa, es estrella!—

Hombre, la fe te eleva o el amor te prosterna:

Que tu pupila brille cual astro o cual un agua se apague

Y así no niegue el deseo de una fuente eterna.

 

Para la revista Lilas

A reserva de ulterior destrucción

 

A mi querido amigo Jacques Bizet

 

Quince años. 7 de la tarde. Octubre

 

El cielo es de un violeta oscuro marcado por manchas relucientes. Todas las cosas son negras. Aquí las lámparas, horror de las cosas usuales.

Me oprimen. La noche que cae como una tapadera negra cierra la esperanza, abierta de par en par al día, de escapar. Aquí el horror de las cosas usuales, y el insomnio de las primeras horas de la noche, mientras sobre mí suenan valses y oigo el irritante ruido de las vajillas removidas en una estancia vecina… 

 

Diecisiete años. 11 de la tarde. Octubre.

 

La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… — Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen –el árbol de donde rezuma la luz azul–, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas… — He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo.

 

Pálidos, como en las porcelanas preciosas se ve

El sueño de un mar opalino junto a Yuldo,

Abril sonreiría en un fino canal de agua

Dulcísima con el tono claro de las japonerías,

Un pálido manzano deshojaría

(En este país está el adorable absurdo permitido)

El delicado tesoro de sus amados pétalos.

Centellearía encima un vuelo de falenas blancas

De un matiz exquisito y tierno de satén;

En el cielo languidecerían las rosas matutinas.

 

Lunes a la una

 

La insensibilidad de la naturaleza toda

Parece así colmar de nuestros corazones el vacío.

Decepcionante juego de la ciega materia

En el ópalo y el cielo y los ojos donde, victorioso

Y alternativamente herido, soñar parecía el amor.

La forma de los cristales, el pigmento de las pupilas,

Y el espesor del aire nos engañan sucesivamente,

Tratando de engañar nuestros dolores eternos

Con la naturaleza, y la mujer, y los ojos;

Y la delicadeza del azul pálido

Es una mentira en el ópalo

Y en el cielo y en tus ojos.

 



[1]          Véase mi edición: Los placeres y los días, Editorial Valdemar, 2006. Los poemas a pintores y músicos figuran en las páginas 137-143.

[2]                     Marcel Proust, A la busca del tiempo perdido, trad. M. Armiño, Editorial Valdemar, 2000-2005, t. III, pág. 386-387.

[3]          Contre Sainte-Beuve, précédé de Pastiches et mélanges et suivi de Essais et articles, Gallimard, Pléiade, 1971. Los textos citados figuran en las páginas 412, 390 y 618 respectivamente.

[4]          El poema «Como en el claro patio del exquisito monasterio…», recogido en la selección, está escrito en 1890, durante su voluntariado en Orleáns.

[5]          Cahiers Marcel Proust, 10, Éditions Gallimard, París, 1982.

[6]          El poema está dedicado a Jeanne Pouquet (1874-1961), que recitaba en una revista el papel de Cleopatra. A los dieciséis años, soportó de mala gana el «acoso» de Proust. Según Jeanne, en el amor del Narrador por Gilberte en A la busca del tiempo perdido «encuentro casi palabra por palabra las evocaciones de su amor por mí». Se casó con Gaston Arman de Caillavet (1869-1915), amigo de Proust desde 1890, que hizo carrera como autor dramático, hoy olvidado; su muerte en el frente durante la Primera Guerra Mundial afligió mucho al narrador, que también se enamorará platónicamente de la hija de ambos hacia 1910, Simone Arman de Caillavet, donde aparece convertida en «Estatua de mi juventud» y sirve al Narrador de acicate para escribir antes de que sea demasiado tarde y no pueda terminar su libro (A la busca del tiempo perdido, III, 893-894). Simone terminó casándose en segundas nupcias con André Maurois.