En compañía, Brueghel era divertido

 y le gustaba asustar a la gente o sus aprendices

 con historias de fantasmas y cientos de otras diabluras

Carel van Mander

 

El pintor despertó con la cabeza pesada. El sopor era como un mal vino, le enturbiaba la mente. Sentía el cuerpo impregnado todavía de un olor agrio. Sobre todo, lamentaba haber gastado dos monedas de esa forma. Ahora tendría que darse prisa en acabar otro cuadro en medio de la neblina de sus ideas. Se figuró que alguien le ponía los puños en las sienes y apretaba para hacerle daño. Las pinturas campesinas siempre se pagaban bien. Se sentó a pensar junto a la ventana. Veía incordiar las moscas allá en el cielo opaco del norte.   

El camino cruzaba entre campos de paja corta y enteramente dorada. Al caminar saltaban las piedrecillas en el suelo y volaba algo de polvo: un polvo sucio y blanquecino. La camisa del carnicero, limpia por la mañana, tenía lamparones a causa del vino, del sudor y del capricho de escupir continuamente al suelo. Además estaba su buen apetito: hiladas de la sopa de ajo y judías del almuerzo habían resbalado de su boca antes de gotear por la camisa.

Ya no era el calor del mediodía, pero aún cansaba el sol. Gemían los pasos. En el cielo firme, los pájaros cruzaban planos y melancólicos como hachas, abriendo surcos en el aire justo encima de los campos arados. La saliva se anudaba y se agarraba a la boca. La lengua en cambio estaba inmóvil como un sapo. Al fondo, poniendo oscuridad en los ojos, sobresalían las curvas alegres de unas colinas. Y no era sombra, sino el color de la tierra por la podredumbre y la humedad, el barro de hojas descompuestas y la penumbra, donde paseaban las arañas. Allí había encuentros al llegar la noche.

El carnicero era un bruto jovial que ya empezaba a echar carnes. Andaba animadamente y cantaba porque su voz hacía volver la cabeza a las mujeres de las granjas y seguirlo con ojos redondos y dóciles de vaca.

Bajo el sombrero de paja, su brillante pelo castaño se apelmazaba al cráneo. Si salía al paso algún perro, lo pateaba. Miraba las franjas rosadas del terreno y las moscas en las cintas de plata de las acequias. Respiraba con satisfacción. La primera bocanada de bruma le hizo mirar al cielo, donde se encendían los bordes de las nubes. En una de las casonas desperdigadas distinguió la superficie bruñida de dos culos. Los campesinos, arrimados a la ventana del cobertizo, charlaban y cagaban sobre la charca. Era alegre y plácido.

El carnicero quería acercarse a la feria anual de ganaderos para curiosear y ver a cuánto vendían las piezas. Al pueblo ya no llegaba esa misma noche, pero conocía una posada en el camino. Sería cuestión de madrugar la mañana siguiente con el alba.

En un lateral aparecieron los tallos cabizbajos de los girasoles que tanto abundan por la zona. El sol caía y los ruidos llegaban todos desde lejos, traídos por el airecillo del crepúsculo. Ya no se distinguían las cercas donde los perros ladraban y la silueta de los árboles se iba haciendo más y más negra. El carnicero solo vio a un tipo meando contra una cerca con los pies amordazados por los calzones. Pensó en acercarse y mear sobre él, pero llegaba ya a la posada y estaba de buen humor.

En las alforjas sonaban las dos monedas que dos jóvenes ignorantes le habían pagado esa mañana por diez onzas de carne podrida. Recordar el timo le hacía reír y cantar. El carnicero silbaba y gritaba a plena voz si se acordaba de la letra. Así se hace en la impunidad del campo. De rato en rato ponía los brazos en jarras, avanzaba ligero una pierna y brincaba. ¡Y con qué gracia! La gente solía opinar que era un buen y alegre muchacho.

En el cielo terminaron de apagarse los fuegos de la puesta. Las nubes formaban una cortina turbia colgando ante la luna; debajo, los campos llanos como la palma de una mano. Ahora, todos pálidos, se parecían poco al amarillo de hace unas horas. Gris y confuso, el paisaje llamaba a las lechuzas y sus largos gemidos.

El carnicero pensaba en alcanzar la posada para comer y beber, y en nada más.

Había llegado a los cuarenta años aún lleno de apetitos y fuerte. Degollaba a los animales de una sola cuchillada. En invierno, su último aliento era una niebla flotante cuando se derrumbaban. Además tenía un reñidero de gallos. Las calzas amarillas le caían bien todavía, a pesar de que engordaba. Siempre había estado orgulloso de sus muslos y por eso le gustaba enseñarlos a las mujeres después de meterles las manos tan a gusto por sus camisas de blonda.

El sombrero de paja estaba viejo y lleno de ventanas al cielo puro de la noche. El carnicero apretó la marcha por los campos lisos. Cielo, tierra y brotes eran como una mujer que pesa pero es agradable encima de uno. Las estrellas acariciaban el aire de terciopelo. Los hierbajos ya no se podían distinguir. Arañaban las pantorrillas del carnicero. Primero oía troncharse las ramillas de espino contra sus piernas, inmediatamente le trepaba un escozor bien placentero. No era oscuro el viento que hinchaba su camisa mugrienta, sino tibio como la tripa de un animal.

El horizonte se apoyaba en una celosía de arbustos y matas. Por fin, a un lado del camino descubrió la posada de piedra gris y remates de madera. A la entrada había un banco y en él un viejo arrodillado descansaba el pecho. Tenía los brazos abiertos como un crucificado y las mejillas descarnadas. Estaba quieto y muy pálido en su piadoso retiro. Si hacía penitencia o se había dormido no le importó al carnicero cuando le dio un puntapié en las costillas. Ululaban los perros. Entró.

Tres tipos estaban en una de las mesas, haciendo puñetas con las manos. El posadero y su ayudante cargaban unas angarillas llenas de comida. El dueño iba detrás con un cucharón de madera metido en el sombrero, que era de ala remangada. Se frotaba la mano en el delantal por un lado y por otro, y luego lo usaba para servir remetiendo el brazo y liándose la tela alrededor. Una cortina recia cerraba el paso a la cocina. Por la sala había jarras tumbadas e hilillos de vino corrían sobre la madera. El carnicero se sentó. Vio luz huidiza en las lámparas.

El primero en hablar fue un hombre con el sombrero y el traje guarnecidos de gamuza vieja. Llevaba barba, pero se afeitaba cuidadosamente los carrillos y el bigote. Era un negociante que también se dirigía a la feria de ganado.

–Amigo, ¿no habrás visto a un lisiado por el camino? ­–dijo.

El carnicero negó.

–Estamos esperando al Juanón, uno que lleva los pies a la espalda –añadió jocosamente el segundo, con bolsas en los ojos, afeitado casi hasta el cráneo y coronado de bocio. Era del pueblo–. Palabra que se arrastra como una culebra, de pechos en el suelo. Se quedó así porque le pasó un carro por encima. El desgraciado camina con una especie de caballetes que agarra con las manos. Pero te mueres de risa cuando menea los deditos por encima de la espalda, lo mismo que un gallo meneando las plumas del trasero.

–Le gusta beber ­­–terció el que quedaba, que tenía una costra negruzca en vez de dientes–. Solo que no sabe cómo sentarse a la mesa.

Enseguida comían y brindaban todos alegremente.

Para servir y ayudar en la cocina había, cómo no, una muchacha. Se sentaba aparte, con una jarra a los pies, por si alguno echaba de menos más vino. El vino lamía el interior de la jarra y sonaba como lengüetazos cuando ella la apoyaba sobre el vientre. Estaba sentada y se rascaba las piernas echándoles salivazos y untándose la piel con esa baba reluciente a causa de las luces. Era como poner miel en un pan de miga fresca. Con la cabeza reclinada, los mechones de un pelo negrísimo le tocaban el pecho y dos teticas finas asomaban al escote. Tenía en las uñas un arcoiris negro.

El carnicero le tiró un hueso al del bocio, y entonces se dio cuenta de que era tuerto.

–Una vez le jugué una buena a un cocinero, que iba a casa del conde nosequé en Namur. Como él tampoco se daba cuenta de que soy medio ciego, le aposté una partidita de tabas con un ojo tapado. Tres camisas le saqué –y con una reverencia muy seria, el tuerto canturreó “Perdone su señoría si el cocinero de su Gracia enseña la pelambre del pecho”.

Hubo buenas risas, toses y esputos de ave mezclada con el tinto. En la pared mancharon unas gavillas de trigo trenzadas para adorno.

La muchacha levantó unos ojuelos oscuros y picarones. Ante eso el carnicero fingió con muchísima gracia que se ruborizaba como una doncella, haciendo toda clase de melindres y tonterías. Finalmente le dedicó un guiño, con unas gotillas de grasa temblándole en la barbilla.

El tuerto era hablador: “Yo, si la señora me permite, es mi ocasión de mojar mis penas. Amigos, me he casado como un hombre de bien y no he visto hora buena desde entonces. No he sido más que un desgraciado sin un momento de alegría”. Se acabó la jarra de un solo trago.

El negociante dijo:

–Las mujeres son como animales y, a más viejas, más bestias –Guiñaba los ojos­–. Ved lo que pasó en mi hacienda. Tenía yo un criado fuerte y buen trabajador, pero como era feo de cara y algo simple, se daba el caso de que no encontraba esposa ¡Cuántas veces venía el pobre muchacho a quejarse! Es como si lo viera aquí mismo. Pues en esto que un día en el camino le dieron un alto unos salteadores y solo por divertirse, porque el desgraciado no llevaba nada encima, le cortaron la lengua y le saltaron encima de la cabeza. Al menos eso creímos entender por sus figuras de loco. Ni que decir tiene que se quedó tonto del todo, babeando y con las manos colgantes. Desde entonces, amigos, las criadas viejas y la despensera se lo llevan bajo los chopos prometiéndole cualquier chuchería, un dulce o cintillo, que cualquier cosa vale para servirse de él. “Como no habla y de nada se entera”, dicen, “no se hará lenguas del desliz.”

El de los dientes podridos añadió: “Eso es porque no les sirven idiotas a medias, los quieren enteros”.

Estaban tan congestionados que se reían sin voz, resoplando. Todos juraron a su turno que las mujeres se merecían mano dura y pocas contemplaciones. El tuerto prometía, en cambio, que él a su esposa no le pegaba nunca, salvo cuando estaba sobrio.

Las moscas se apareaban sobre el pan del cestillo. Rastros de tizne, huesos y cartílagos nacarados como ostras manchaban la madera de la mesa. Brillaba el pringue de la salsa. En la mesa las nerviaduras de la madera buscaban abrazarse.

El aldeano de dentadura podrida se rehundió en la silla y acurrucó la cabeza como un palomo. Bajo la camisa sobresalían sus piernas desnudas porque no vestía otra cosa. Él mismo descubrió sus vergüenzas colgando, y con sorpresa que era alegre y era también afectuosa, se las meneaba, solo por vérselas mover.

–Compañeros –musitó–, no os creáis otra cosa. Con el beber la amiga mea mucho, pero corre poco.

Al estallar en carcajadas, el carnicero sentía vértigo y se mareaba. También quiso contar una historia:

–En mi lugar hay una buena moza, redondita como una manzana. Quiso su padre casarla con un molinero, y el caso es que ella le tomó más afición al aprendiz de molienda que a las harinas y las barbas nevadas del marido. “¿A qué te vas ahora al molino?”, le decía el molinero al sinvergüenza del aprendiz. “Se atascó la corredera”, contestaba, o bien: “Es la tolva, que no quiero que se ciegue”. La esposa, que entre tanto esperaba en la tiniebla del molino, a poco no se contenía la risa que le daba el asno del marido. Y de verdad que era una mujercita muy fina y apetitosa.

El carnicero le hizo una galantería a la muchacha: le rindió un alerón de pollo que tenía agarrado en la mano y meneaba en el aire al hablar. Continuó:

–Un día desapareció el aprendiz, sin darle aviso siquiera a su anciana madre, con la que era muy afectuoso. Todos pensaron que el marido lo había ahogado como a un gato y que yacía enterrado en campo abierto. Hay que ver cómo lloraba la “viudita” y cómo cizañeaba la vieja: “¡Me han matado a mi hijito! ¡Justicia con el molinero!”. En éstas estábamos, y el viejo con un pie en la horca, cuando regresa el aprendiz, vivito y tan ufano. Una viuda de otro pueblo lo había querido para ciertos... útiles que necesitaba que le lubricasen, y el chiquillo acudió sin decir nada porque era de natural discreto y servicial. El caso es que el marido se puso tan contento de verlo sano y de salvar el cuello, que le decía: “ Juanillo, ven, que se me atascó la corredera”, “Juanillo, la tolva, que no me corre”. De ahí veis que para volver más llevadero el pecado, lo que hay que hacer es pecar más.

Los tres apreciaron el cuentecillo. “Hay que cobrarle caro el pescuezo a maese Pedro Botero”, terminó el de los dientes negros, que después de todo lo que había comido se acababa de encaprichar de unos huevos.

Brindaron.

Otro comensal, que llevaba un gorro verde y tenía una verruga surcada de venas, salió a mear, meneando las garrillas ligeras y murmurando: “que se me va, que se me va”. Los ecos de sus pasos sobresaltaron el patio. Era noche cerrada y en las acequias nadaban las estrellas. Un soplo fresco venido de fuera dobló las llamas de las velas y torció de golpe la luz. Se podía sentir un cierto tufo y opresión.

El carnicero vio acercarse las mejillas bailonas del tuerto. Le puso una mano en el hombro porque con la otra quería tener sujeta una jarra de vientre mellado. Respiraban asqueados uno muy cerca del otro. El tuerto abarcó al ausente con sus cejas: “Ahí donde lo ves, lleva gorro por un buen motivo”. Su tono tenía muchísima intención. Hasta la joven se inclinó, intrigada.

–Su madre sabrá lo que hacía con el porquero cuando se escapó un cerdo y le comió la oreja en la misma cuna.

El carnicero lo encontró una gran cosa: el mordisco de un marrano en la oreja.

–El cura resulta que cuando iba a estirarle de la oreja al crío, se encontraba con el muñón. ‘Ya tengo bastante castigo, padre’, le decía el muy tunante. Pero el señor padre, que había sido muy bruto en sus años jóvenes, le daba en la frente diciendo: “¡Ah, hi de puta puta!”.

Regresó el desorejado, y la alegría se diluyó un poco. El carnicero quería levantarle el gorro verde para ver el muñón de oreja. Vinieron los eructos vinosos, sobrevino una cierta pesadez. Los huevos se enfriaban en la fuente de barro: espumosos y tibios.

El carnicero empezó a mirar dentro de su jarrita de metal, irritándose porque su ojo se bañaba en las sombras perpetuas que había dentro. Mientras el carnicero la meneaba, la luz besaba el metal de la jarra. El tuerto inclinaba la cabeza y en cuanto al negociante, a ése se le caía la barbilla sobre el pecho. Tenía el rostro congestionado y los párpados blandos como la carne de una almeja.

El aldeano sacó una cajita de los pliegues de su ropilla. “Son frutas confitadas”, dijo, pero era más bien una baba de azúcar prendida del fondo de la cajita.

Se figuraron que la había robado.

A continuación el aldeano, con una cereza dulce entre los labios, llamó a la muchacha intentando en vano que se la tomase de la misma boca, porque había visto hacerlo a los pajarillos menudos del campo. Fruncía los labios y hacía como si le dedicase tiernos besos de ave. Sonreía con el pico inmóvil y agitando sus patitas de canario. Entonces asomaban los dientes negruzcos y sanguinolentos como las entrañas de un pez. Nadie pudo resistirse: era lo más repugnante que habían visto. Ante la indiferencia de la muchacha, el carnicero agarró el cráneo del aldeano con las dos manos y le dio de sopetón un sonoro beso. La juerga fue completa: hacía tiempo que no se divertían así.

Cuando el carnicero decidió acostarse, la joven le precedió para alumbrarle el camino. Llevaba una cinta que arrebujaba su falda bajo el culo. Cada paso suyo descubría unas pantorrillas firmes y tensas y hacía temblar un gran cerco de luz por los escalones. Las paredes, de piedra pobre, recibían sus sombras. Ante la puerta del cuarto los ojos de ella se reían y un mechón caído le arañaba la boca. El carnicero deseó acariciar con intensidad la medialuna de su cráneo hasta la nuca.

–Te daré dos monedas si pasas la noche conmigo –le dijo, y la besó de un modo tan inopinado que se dieron de narices y entraron en el cuarto riendo su torpeza y frotándose la cara con las manos.

Mientras la desnudaba, ella bostezó. En las aguas de su mirada acechaba una lejana expresión de cansancio.

Durante horas hicieron todas las malicias que conocían.

A través de un ventanuco les llegaba la voz de herrumbre del aire. Había vigas por encima de las paredes desnudas. Las velas columpiaban su luz. Faltaban tejas fuera, en el tejado. La primera vez que hicieron el amor, él le cantó varios sones, como “¿Dónde vas, bella muchacha?” o “El tamboril de mi Mariana”. Se había sentado sobre el jergón con las piernas largas y ella se fijó en que le crecían pelos como un remolinillo alrededor del ombligo y en los dedos de los pies, justo debajo de las uñas. Sonaron risas. Ella se enredó con sus mechones negros, que la acariciaban con mucha dulzura, como las plantas debajo del agua. El carnicero, mientras, le pellizcaba los carrillos del culo.

Cabalgaron, aguijaron, frotaron las carnes, se abrazaron, se persiguieron hasta dormirse uno en brazos del otro.

La mañana que siguió fue clara y desleída. Apenas al alba, él le susurró: “Amor mío, amor mío”, y la besó con ternura, pero a boca llena. Ella presentó un rostro contraído por el sueño. Con una mano detrás de las caderas él la mantenía cerca y con la otra mano totalmente abierta la palpaba, a ver si tenía firmes las carnes. “Corderita”, le decía, y en efecto la sujetaba como a las crías suculentas que degollaba a cuchillo. Una blancura vaporosa se posó en el aire, en la habitación casi vacía. Ella se desasió, lo besó, se acercó a un taburete de tijera y se animó al contacto del cuero tenso y curtido en su trasero. Empezó a vestirse.

El carnicero le pagó las dos monedas y aún la llamó “chiquilla”.

Cerró la puerta y se empezó a preparar él también para salir. El suelo estaba frío a pesar de la paja desperdigada. La cama y el taburete eran los únicos muebles. Las ventanas eran estrechas y el cielo no se abarcaba desde el triángulo que dibujaba la puertecilla de madera.

El comedor estaba despejado, algo oscuro y con trapos húmedos en el suelo. El carnicero se sintió a disgusto. Unas gallinas a medio desplumar se contoneaban a la luz lechosa y entre los reflejos de plata del agua en el suelo. Una de ellas picoteó el cuello de la otra. El carnicero pensó que la piel de las gallinas se parece a la de los tiñosos.

El posadero –cara ancha, nariz de rojo subido, manos serviles– le detuvo para pedirle el pago. Se sintió francamente a disgusto.

–¡Cómo, señor! Si le di dos monedas a la muchacha y ni siquiera me ha devuelto el cambio.

Todo se resolvió enseguida: llamaron a la muchacha, que no pudo esconder sus dos monedas y tuvo que entregarlas.

El carnicero salió al camino con el alma más ligera.

 

La mirada de Pieter Brueghel dejó de deambular por el paisaje al otro lado de la ventana. Empezó a pintar.