A Ricardo lo mató la máquina.

Era máquina que ronroneaba

como algo a punto de nacer.

 

Lo conocí cargando palos.

Cuando no había palos, cargaba ladrillos.

Tenía de todo su garaje. Tenía una serradora.

El año que cortaron la alameda,

podías verlo desde aquí

fumando de pie sobre un tronco talado,

él mismo vuelto tronco en la distancia,

reconciliado con el bosque.

 

Donde antes estaba Ricardo

hoy queda apenas un bostezo de humo,

aquel dibujo obsceno rayado con navaja

y el tatuaje naíf de su antebrazo,

todo flotando apócrifo en el aire

como el dedo fantasma de un yakuza.

 

A veces regreso a su cochera

y acaricio la máquina apagada

que nadie quiso llevarse

esperando escuchar el ronroneo.

Le gustaba pellizcarme sin permiso

y la animación japonesa.