Porque te llamas Sofía, ¿verdad? Así es como le dijiste que te llamabas a aquel tío de Seguridad que nos rogó amablemente que nos identificáramos. ¿Aún te acuerdas de cómo nos amenazaba con la porra?

Es curioso el modo en que entraste en la vida de este hombre que ahora te habla, sorbiéndose las lágrimas aunque feliz   —bastante feliz—, porque hoy, martes, no puede oír ese tac-tac blandito, pulcro, de tus tacones en el pasillo de los cereales. Para eso hay que esperar toda una semana, hay que armarse de valor. Resulta que aquella tarde estaba apoyado en el carro sin silbar, buscando las latas de atún, los yogures, no me acuerdo. Los hombres alegres, puede que no lo sepas, silban sólo de vez en cuando; y yo, que me partí el labio hace muchos años por no frenar mi vieja bicicleta a tiempo, no había vuelto a hacerlo hasta que tú apareciste con ese aire de compradora compulsiva que tienes. Ah, llegaste con tu melena pelirroja en un moño, tus manos pálidas de ayudante de dentista, manos tan ciertas, enfrentándose a octubre, empujando aquel carro de la compra. Y te juro que pensé que era una suerte haber llegado a ese pasillo donde nosotros dos fuimos a parar.

¿Imaginas que este hombre con el que has corrido hasta el desmayo, que tiene debilidad —y tú lo sabes— por las aceitunas con hueso, ha llegado a quererte por eso que hiciste? Consistió en que miraste aquella botella de detergente al fondo del pasillo, tan lejana que casi daba miedo acercarse a mirar el precio. Una única botella de detergente para ricos, y el resto del estante desierto, como si ese objeto lejano fuera igual que el ramo que tiran las novias, un tesoro familiar, como..., no sé, no sé lo que digo. ¿Y recuerdas que al poco empezaste a suspirar y después te mordiste ligeramente el labio, provocándome? De pronto me encontré corriendo como un niño que persiguiera un perrillo blanco y su pelota, corriendo junto a ti, todo por ese estúpido detergente listo para entrar en la vida de cualquiera, en nuestra vida. Y esa primera vez me pregunté si tu repentino tropezón fue a propósito, para ver cómo ganaba la carrera, conferirme el privilegio de ser tu enemigo, qué sé yo. Bueno, también lamenté toda la noche haberte puesto la zancadilla, pero lo cierto es que pensé en ti, y que esas piernas finas tuyas, como las varas de un equilibrista, podían aguantar cualquier cosa.

Con aquel bote de detergente en la mano, mientras gritaba y elevaba los brazos y todo el mundo tenía la vista puesta en mí, recuerdo que sentí algo dentro, algo muy grande, si te soy franco; puede que algo que, de tantos años ya sin ello, se me hubiera perdido en el cuerpo, o en la memoria, no lo sé, y nunca me acordara. Ni siquiera sabría explicarlo. Todo fue porque decidí cederte el bote y tú, en aquel momento, te reíste un poquito. Yo lo vi, Sofía. Así empezamos, ¿recuerdas? Tienes que acordarte, por favor. Lo cierto es que no puedo imaginarme un lunes diferente del que vivimos nosotros: con derrapes de los carros, con las zancadillas rastreras, con todos esos insultos en voz baja mientras nos hinchamos de risa —bastardo... puta... vas a tragarte esa lata de tomate—. Es verdad que no soy muy ambicioso, que eso me bastaría, por ejemplo, para todos los desayunos que me quedan por vivir. Y no me quejo, sabes que no. En el fondo, desde que nos conocimos, tú siempre fuiste la más visionaria, y por eso creo que aquel lunes, no muchos meses después de la primera carrera, gritaste delante de todo el mundo que yo me había meado en el estante de los chocolates. Me digo que a lo mejor te preguntaste: ¿Por qué no mejorar el método? ¿Qué tal si nos divertimos un poco más? Ahora que estoy sentado pienso en todo aquello, en nosotros —hay que ver lo curioso que es el sonido de esa palabra en una cocina vacía—, en cómo hemos acabado haciendo carreras mortales donde al final, puede que sea tirado en una esquina con los tobillos hinchados, o quizás dando esos alaridos de dolor (bueno, reconozco que también hay algo de felicidad), yo te quiero, Sofía, toda entera, con tu nombre de catedral famosa.

            No es que quiera elegir un momento, entiéndeme. ¿Podría? Si me esforzara, ¿llegaría a acomodarlo en mis manos y mirarlo fijamente con admiración? ¿Estás segura? Recuerda que existen tantos momentos como pasillos, como cajas registradoras, como esos guardias de seguridad precavidos que rondan cerca. Acuérdate de que me haces un hombre feliz       —palabra, Sofía, palabra— cuando me tiras un bote de cacao o un paquete de latas y te las arreglas para conseguir que se queden encajados entre mis piernas y casi me parta la crisma. Y vale, vale que te gustaría verme llorar en el suelo, con la espalda hecha un cirio, rogándote que llames al hospital; pero también sé que te muerdes los labios con ganas cuando abro los paquetes de puré y te echo el polvo a los ojos. A veces haces ese teatrito tan tuyo, gritando por el escozor y golpeando los estantes.

            Si te pregunto algo, ¿me dejarás?... ¿Cómo lo consigues? Quiero decir, es estupendo verte correr sacándole dos o tres cuerpos de ventaja al tío de Seguridad, pero ese tipo debe  de hacer pesas, debe incluso correr más que su perro, el pastor alemán que lleva siempre pegado a los talones. Aunque yo le distraiga —porque ya sé cómo es el siseo de su porra en el aire... una porra preciosa, tengo que decírtelo—, hay que ver cómo corres. También es cierto que siempre que le doy un billete, le cambia la cara —ese hombre se ilumina como un neón—, y después hace como que no nos ve y se va a sobarle los botones a la chica de las muestras gratuitas. Pero igualmente, verte correr es igual que contemplar un rayo partiendo un árbol, te lo digo en serio. Palabra.

Debes saber que a veces no puedo evitar que esta electricidad del estómago que podría encender avenidas —como un viento cálido que proviniera de la felicidad, sí, eso es, del mismísimo corazón de la dicha— se apague. Es cierto, se va, porque cuando termina todo ese correr y empujarse, esos quiebros, llega el turno de la verdadera compra, y es ahí cuando tengo que verte, he de hacerlo. Observo cómo echas unos cuantos potitos al carro. Me pregunto si ella se llamará como tú, si tendrá tu piel blanca, cosas así. Y luego te detienes en esa sección con olor a cuarto de baño de hotel de provincias y echas las cuchillas de afeitar, la crema, la loción para la piel, y a mí se me encoge un poco el estómago —qué quieres— y me digo que tengo que estar a mis cosas, que basta de meterme en lo que no me llaman. Entonces pienso que seguramente podría vivir del aire con tal de que todos los días pudiera bajar a destrozar el supermercado contigo.

Cuando sales, me da la impresión de que les has dicho que te esperen en la esquina, que no quieres que investiguen. Eso me gusta. Repartes las bolsas con él y, justo ahí, en ese segundo, me arden las manos, soy igual que un edificio en llamas, un animal observando las estrellas. Nada, Sofía, me quedo mirándote hasta que te pierdes en el viento de octubre. Te vas agarrada de su brazo, con la niña tirándote del pelo o enredándose entre tus piernas. Ella se parece a ti.

No me quejo, porque es sólo una semana, ¿y qué es una semana en la vida de alguien? Nada. Sólo tengo que esperar al lunes para vengarme, ese tiempo de mi vida en el que estás disponible. Acuérdate de lo que te digo, ¿vale? Es lo único que te pido ahora. Acuérdate de la sinceridad mundana, de las magulladuras que hemos pasado juntos y nos han erizado el corazón por un instante, del cariño de este hombre que te habla mirando a la nevera y no tiene palabras más difíciles en el cuerpo. Acuérdate, porque ahora tengo que contarte algo más.

Hoy le he preguntado al de Seguridad; Juan, se llama. En el fondo, si se olvida de la porra de goma, es un tipo simpático. Le he dicho que la semana que viene es mi cumpleaños y que me gustaría organizar algo en el súper. Yo sé, con todo mi corazón —y con sus partes derruidas—, que no podría pedirte que subieras a casa. El supermercado, Sofía, es más neutral, ¿no crees? Algo impresionante, Juan, le he dicho. Él sabe de lo que estoy hablando. Hace años que nadie celebra este día conmigo; son siempre horas oscuras, hay una tarta blanca sobre la mesa de mi cocina, soplo las velas y me grito: “Que cumplas muchos más”. Entonces miro al patio vacío. Miro al patio unas cuantas horas seguidas, hasta que me quedo dormido. De modo que he pensado hacer esto, algo íntimo, tú y yo, sé que no es mucho. Pero ojalá vengas, me gustaría creer que lo harás. ¿Prometes que vas a pensártelo? Juan me ha dicho que, por un módico precio, puede hacer que accidentalmente se estropeen las cámaras de la sección de Congelados. Es un gran tipo este Juan, ¿sabes? Ahora, cuando habla conmigo, ya no acaricia la porra.

Intentaré birlar esas velas moradas que te tiré a la cara una vez y compraré una tarta. Una de esas tartas con crema que, ya sabes, han servido para mis indigestiones, para soplar las velas tantas veces con el corazón en ayunas y dejarla en la nevera después, hasta ni se sabe cuándo. Y en esa tarde voraz y amarilla que llegará el próximo lunes, Sofía, si has aceptado venir          —recuerda una vez más todo lo que hemos pasado juntos— nos acomodaremos en uno de esos compartimentos tan fresquitos; y yo a lo mejor haré alguna broma estúpida sobre la merluza congelada, sin tener en realidad demasiado que decir. Después, siendo sincero, no sé lo que pasará, pero igual, si no es mucho pedir, tú podrías tirarme de las orejas todo lo fuerte que desees, y si Juan se acuerda de bajar las luces   —eso me ha salido un poco más caro, aunque no me importa—, podré soplar las velas de la tarta, una a una, todas esas velas, y casi llorar, desarmarme, cuando a lo mejor te oiga decir: “Que cumplas muchos más”.

Sólo quiero eso, ya sabes, un lugar para nosotros —este cumpleaños de mi vida—, un instante para guardarlo mientras duerma. Hace ya mucho tiempo oí decir a alguien que toda persona tiene un lugar donde esperar, ser humano, roer la propia angustia junto a otro,  y a lo mejor, Sofía, este sitio es el mío, el pasillo de los Congelados, nuestro lugar. No tengo más que aguantar siete días. Desear que llegue el lunes. Que me tires de las orejas con un poco de saña y esa noche aceptes una tarta junto a este hombre que te quiere todos los días de este mundo. Esperarte, Sofía, mi Sofía, eso es todo.