¿Contarse a sí mismo? Sí, pero, ¿cómo? La forma importa tanto como el fin y Paul Auster lo sabe muy bien. Diario de invierno es ante todo una obra literaria de forma inédita. Es de esos escritores que aborrecen que la obra se quede limitada a la vida. Paul Auster usa la segunda persona del singular, ese «tú» que hace que el lector se sienta tan próximo y nos permite convertirnos en aquel chiquillo solitario que soñaba con el cine y con escribir mientras veía en televisión los partidos de beisbol, sintió pasión por la lengua francesa y la traducción merced a uno de sus tíos que traducía a los poetas latinos, se embarcó en un carguero, eligió Francia para que fuera su tierra de acogida, vivió en buhardillas parisinas y, después, en casitas de Provenza, que volvió a Nueva York sin un céntimo, fracasó muchas veces en el intento de escribir la primera novela, se divorció y pensó que su vida había terminado, conoció a la mujer de su vida (la novelista Siri Hustvedt), volvió a ponerse a escribir dos semanas después de la muerte de su padre, triunfo en Francia y en Europa antes de que lo aplaudiesen en su país, hizo sus pinitos en el cine (Smoke, Brooklyn Boogie…), publicó novelas espléndidas (Ciudad de cristal, El país de las últimas cosas…) y relatos personales conmovedores (La invención de la soledad, El cuaderno rojo, A salto de mata). A los 65 años, Paul Auster parece tener más fuerza que nunca. Ya no se le ven esas huellas de febrilidad y angustia cuya marca llevaba en la cara y en lo que decía y en lo que escribía en la última década (esa que vio cómo los atentados del 11 de septiembre ensombrecieron Nueva York, su ciudad).  Cierto es que las últimas páginas del presente libro —las más hermosas— narran un caminar que recuerda al de Quinn, el protagonista de Ciudad de cristal, por el puente de Brooklyn, en ausencia de lo que fue el repulsivo símbolo de la ciudad-papel que el escritor ha inventado y vuelto a inventar libro tras libro. Esta entrevista se celebró en un estudio de radio de France Inter. Paul Auster sonríe. Bromea. Como si haber escrito este libro (primera entrega de un díptico, cuya continuación esperamos con impaciencia, dedicado a su aventura anímica e intelectual) le brindase una segunda juventud.

— Diario de invierno[1] es un libro sorprendente. ¿Autobiográfico?

-  No, en realidad no. No es ni una autobiografía ni unas Memorias. Tampoco es un relato. Es una obra literaria. La componen una serie de fragmentos autobiográficos que adoptan la estructura de una obra musical. El libro va saltando de un año a otro. Tan pronto tengo 4 ó 5 años como, en el párrafo siguiente, tengo 60…

— ¿Cómo nació este texto?

— Me cuesta acordarme. Llevaba dentro esa idea desde hacía mucho, Quería escribir algo acerca de mi cuerpo. Escribí este libro en un plazo muy breve, de unos pocos meses nada más.

— Y eso no es lo habitual en usted, ¿verdad?

— No, suelo ser mucho más lento normalmente Pero en este caso tenía ya el libro en la cabeza. Es algo muy curioso.

— No es la primera vez que recuerda partes de su vida: están La invención de la soledad[2], de 1979, su primer libro, y luego El cuaderno rojo[3] y A salto de mata[4]

— Efectivamente, esos tres libros son obras declaradamente autobiográficas, incluso aunque la forma de abordar el asunto no sea muy tradicional. Diario de invierno es la cuarta entrega de esa progresión en los temas personales.  En los últimos doce años he escrito muchas novelas en un lapso de tiempo muy breve. Creo que quería respirar un poco. Ver las cosas de otra manera. Recuperar energía e ideas nuevas

— Ha escogido la segunda persona del singular. ¿Por qué se llama de tú a sí mismo?

— Empecé a escribir instintivamente en segunda persona. No me lo anduve pensando, empecé así. Cuando llevaba alrededor de treinta páginas, me paré y me hice esa preguntan que me ha hecho usted: ¿por qué estás haciendo así este libro? Tradicionalmente, los libros como éste se escriben en primera persona. Pero eso del «yo» me parecía demasiado excluyente. Se trata por supuesto de la historia de mi vida, pero yo tenía otra idea acerca de lo que tenía que ser este libro. Habría podido usar la tercera persona del singular, «él».  Que es, por cierto, la persona que uso en la segunda parte de La invención de la soledad; escribía acerca de mí, pero me llamaba «A» en vez de «yo». A de Auster. Así que, ¿por qué me llamo de tú en este Diario de invierno? Seguramente porque quería que este libro nuevo nos lo repartiéramos el lector y yo, por decirlo de alguna forma. Debo decir que no siento interés por mi persona: no es un tema que me fascine, ni mucho menos. Pero conozco bien mi historia, al menos las cosas que consigo recordar. Lo que quería era escribir un libro sobre qué es el ser humano, sobre la sensación de estar vivo. Y por eso cuento accidentes, heridas, cómo descubrí mi vida sexual. La esperanza que tengo es que las cosas que cuento puedan traerle al lector reflexiones personales y contribuir a que afloren sus recuerdos propios. El «tú» hace que el lector se sienta muy implicado y le permite volver a reflexionar sobre su vida.

— El tema importante de este libro es también el cuerpo: la forma en que los estados afectivos elementales son el vehículo, en realidad, de las ideas y los amores. ¿Por qué ocupa el cuerpo un lugar tan importante?

— Noto que nuestra vida procede en primer lugar de los cuerpos. Pensamos, por supuesto. Pero los pensamientos no vienen de ninguna parte. Afloran de un «yo físico», de nuestros cuerpos. Nunca he leído libros como éste: no sé si el resultado es un buen libro o un mal libro, pero es una manera diferente de enfocar las cosas. Así veo la vida: entramos en su día en un cuerpo, todo empieza con nuestro cuerpo y todo concluirá cuando ese cuerpo muera. Somos nuestros cuerpos.

— ¿Nuestra historia se reduce a la de nuestro cuerpo?

— La del final de la vida, sí. Muchas veces llegamos al final de la vida sin la capacidad de pensar o la de hablar. Somos sencillamente carne y hueso. Piense en el caso de la enfermedad: cuando estamos sanos, no pensamos en el cuerpo; pero, en cuanto caemos enfermos, toda la vida gira en torno a los problemas del cuerpo.

— También están los placeres físicos.

— También. Mire, todo empieza con el cuerpo. He pasado mucho tiempo creyendo que la sexualidad era el mayor placer que existía para el cuerpo. 

— Intenta usted calar en el misterio de la atracción amorosa. ¿Quién decide: el cuerpo o la mente?

— ¡Pues los dos! La atracción por otra persona resulta muy difícil de explicar, nadie la entiende de verdad. Pero ves a alguien, a una mujer que te parece guapa, y enseguida surge una atracción. O a lo mejor es la forma en que esa persona camina, se encoge de hombros, frunce el ceño… todos esos gestos menudos que pueden resultar tan atractivos y tan encantadores. ¿Belleza? No, a lo mejor la belleza no cuenta. Todos los días vemos a muchas mujeres bellísimas y no sentimos atracción sexual por esas bellezas. Creo que todo empieza por la mirada. Es decir, por el cuerpo. Lo que hay al principio es algo físico. Pero la mirada es también el alma, que sale del cuerpo a través de los ojos. Si hay que zanjar a favor de una cosa o de otra, limitémonos a recordar que los ojos son partes… del cuerpo

— Escribe usted que uno de los momentos más extraordinarios y más dichosos de su vida fue aquel día en que, en París, cuando era un estudiante pobre y sin un céntimo, se vio en los brazos de una prostituta que le recitaba a Baudelaire. ¿Y eso por qué?

— Aquella mujer fantástica, joven, desnuda encima de la cama, tan guapa y que, de pronto, empieza a recitar un poema de Baudelaire con mucho sentimiento, con mucha exquisitez. ¡Es desde luego uno de los mejores momentos de mi vida! Pero no me invento nada. ¿Por qué inventar algo así? Sería ridículo. A lo que está obligado un escritor cuando empieza a escribir un libro como éste es a ser tan honrado como pueda, sacar a la superficie de la forma más clara posible los recuerdos; y, cuando no se acuerda, que lo diga claramente. Es algo que digo en varias ocasiones en ese libro: no consigo acordarme.  

— El cuerpo brinda placeres, pero también cosas desagradables. Por ejemplo ese ataque de pánico que pudo con usted en 2002. ¿De que fue síntoma ese ataque de pánico?

— Fue una revelación. No sabía que el cuerpo podía hacerle algo así a uno. Me quedé de lo más sorprendido. Ocurrió en un momento muy difícil. Se acababa de morir mi madre. De repente. Aunque no padecía ninguna enfermedad. Mi mujer, Siri, no estaba conmigo. Se había ido a ver a sus padres a Minnesota, a miles de kilómetros, para organizar el octogésimo cumpleaños de su padre. Estaba sólo en Nueva York. Me llamó por teléfono la señora que iba a limpiar a casa de mi madre un día a la semana: entró con su llave y se encontró a mi madre tendida en la cama. Llegué en el acto y me la encontré muerta, encima de la cama.  Fue un momento durísimo. La miré y lo primero que pensé fue que mi propia vida había empezado en ese cuerpo que yacía ahí, sin vida, y que no existían lazos más fuertes que los que hay entre el hijo y la madre. Luego me ocupé de todas esas cosas que hay que hacer cuando se muere alguien. Tareas prácticas. Vino una prima a ayudarme a hacerlo todo. Pasé la noche en su casa, en Nueva Jersey. Como no podía dormir, me puse a beber whisky. Un vaso, dos. Y luego, pues, bueno, seguí hasta las tres o las cuatro de la mañana. Me bebí toda la botella. A la mañana siguiente había que hacer más gestiones administrativas: ir al depósito, decidir dónde la iban a enterrar, etc. Mi madre no había dejado testamento. Luego me volví a mi casa, en Brooklyn. Y volví a pasar en vela la noche siguiente y abrí una botella de whisky. Acabé por meterme en la cama, agotado y borracho. Pero, a eso de las cinco de la mañana, cuando llevaba dos horas durmiendo, me despertó el teléfono. Ya estaban cantado los pájaros; estaba agotado y me dije: «Tienes que dormir diez o doce horas, si no no vas a poder con tu alma», pero, como un tonto, descolgué el teléfono. Era otra prima, con quien había tenido anteriormente relaciones muy conflictivas, sobre todo cuando publiqué aquel libro sobre mi padre, La invención de la soledad. Me quedé escuchándola y empezó a decir cosas durísimas de mi madre, muy perversas Yo estaba muy, muy irritado. Concluyó la conversación y me di cuenta de que me había puesto en un estado tal que no podía volver a acostarme y seguir durmiendo. Me hice un café muy cargado. Luego, otro. Y otro más. Al tomarme el cuarto, con el estómago vacío, el cuerpo empezó a reaccionarme de una forma muy rara. Me oí ruidos extraños en la cabeza.  El corazón empezó a acelerarse y, de repente, no podía respirar. Entonces me asusté mucho. Quise ponerme de pie, pero me caí al suelo. Y noté que me dejaba de correr la sangre por las venas. Era como si los brazos y las piernas se me volvieran de hormigón. Pensé que llegaba la muerte, que me subía cuerpo arriba. Y me invadió el espanto. El espanto absoluto. Eso es, un ataque de pánico. Y éste fue tremendo.

— Cuando murió su padre, escribió casi enseguida La invención de la soledad. ¿Por qué ha dejado pasar diez años entre la muerte de su madre y este libro, Diario de invierno, que le está dedicado en buena parte?

— Sí, dos semanas después de que muriera mi padre empecé lo que iba a convertirse en La invención de la soledad. Mientras que dos semanas después de la muerte de mi madre y de aquel ataque de pánico no sabía que llegaría el día en que escribiera sobre esto, sobre mi madre. He de decir que las relaciones con mi padre fueron siempre muy complejas y turbulentas. Con mi madre, era todo muy sencillo. Estaba a gusto conmigo y yo estaba a gusto con ella. No teníamos problemas. No era una carga para mí. Así que, efectivamente, han tenido que pasar nueve años antes de que notase por dentro el deseo de escribir acerca de ella. Pero la muerte de mi madre es una parte del libro, no es el tema del libro.

— Dice que no llora cuando pierde a una persona próxima, siendo así que reconoce que se le humedecen los ojos cuando lee determinados libros o cuando ve determinadas películas. ¿Cómo lo explica?

— Me cuesta mucho entenderlo. Con frecuencia he padecido la sensación de duelo. Como todo el mundo. Pero cada vez que me comunican la muerte de alguien, me pongo tieso como un palo. Creo que es algo así como una forma de defenderme. Hay algo en mí que se queda vacío. Preferiría llorar. 

— ¿Se escribe porque no se llora?

— No... Porque si no se llora entran ataques de pánico.

— ¿Por qué escribe?

— ¿Conoce a ese escritor norteamericano especializado en deportes? Red Smith. Ha dicho: «Escribir es sencillo: hay que abrirse las venas y dejar correr la sangre». Los artistas son personas a quienes no les basta el mundo. Personas heridas. Si no ¿por qué íbamos a encerrarnos en una habitación para escribir? Intentamos sacarles partido a nuestras heridas para devolverle algo a ese mundo que tan maltrechos nos ha dejado.

— ¿El tiempo cicatriza esas heridas?

— A veces, sí; y a veces, no.

— ¿Y la escritura cicatriza esas heridas?

— Pensé que sí mucho tiempo. Ahora sé que no es ése el caso. Escribí mi primer libro, La invención de la soledad, pensando que a lo mejor me podía curar. Mientras lo estaba escribiendo, notaba perfectamente que estaba ocurriendo algo doloroso. Pero cuando acabé el libro, todo estaba igual, no había cambiado nada.

— ¿Sabría explicar que razones lo impulsaron a escribir?

— No. Sé que empecé a leer libros muy en serio siendo muy pequeño, y que empecé a escribir de muy pequeño también. Tenía 9 años. Escribía poemas e historias espantosamente malas. tan estúpidas que dan apuro incluso hoy. Pero había algo que valoraba en el hecho de escribir. Era la sensación de la pluma en el papel. La sensación de la escritura. Me hacía sentirme más vinculado al mundo. Y en ese vínculo con el mundo me sentía mejor.  A los 12 años, escribí lo que llamé «mi primera novela» Era probablemente un manojo de alrededor de treinta páginas.  Se la enseñé a mi profesor y le gustó; me propuso que le leyera a la clase un trocito cada día. Fue mi primera experiencia de escritor, de lectura. Pero ¡si a los otros alumnos les gustaba eso que yo había escrito era sobre todo porque, mientras les leía yo mi obra, ellos podían estar sin hacer nada!

— ¿Qué fue de esa «primera novela»?

— ¡Se perdió! Afortunadamente. Pero me acuerdo de que la escribí con tinta verde.  

— ¿Cómo escribe usted?

— De diferentes formas. Hay novelas que me han exigido diez años de reflexión antes de poder escribir una frase. Otras salieron en pocos meses. Todos los proyectos son diferentes. No tengo un sistema. Cada vez que termino un libro me quedo vacío y me parece que se acabó, que no volveré a escribir nunca más. Y luego, poco a poco, ocurre algo y quiero volver a escribir. 

— ¿Qué es ese «algo» que ocurre?

— La música del libro. La oigo en la cabeza. Es una tonalidad. Y, en mi caso, es la tonalidad la que crea los personajes. Luego, los personajes crean las situaciones. El origen de un libro está en esa música de la lengua. En la actualidad, incluso con alrededor de veinte libro a la espalda, sigo con la misma sensación de ser un principiante, un aficionado, cuando empiezo un libro nuevo. Como si en todos estos años no hubiera aprendido nada. Seguramente porque el libro nuevo es muy diferente de los anteriores y que, como nunca había escrito ese libro antes, tengo que instruirme según lo voy componiendo. La escritura, en mi caso, está muy relacionada con la música. Y con el hecho de andar. Con el ritmo del cuerpo, por lo tanto. Por lo demás, la música es eso: el ritmo del cuerpo. Cuando ando doy con ritmos que me ayudan a hacer frases y párrafos. Primero siento esa melodía, o esa cadencia, llámelo como quiera, en el cuerpo. Luego se convierte en palabras en cuanto tengo una pluma en la mano. Suelo citar con frecuencia esta frase espléndida de Ossip Mandelsta: «Me pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante escribiendo La divina comedia». Mandelstam sintió ese ritmo del caminar en la escritura y la poesía de Dante. Por lo demás, al hablar de versificación se habla en pies, ¿o no?

— ¿Y usted cuántos pares de zapatos ha gastado desde que empezó a escribir?

— ¡Miles! 

— ¿Tiene una musa?

— ¿Una musa? A lo mejor… Si tengo una musa, será Siri, mi mujer. Siri es el centro de mi vida. Me salvó la vida.

— ¿Le salvó la vida? ¿No es un poco exagerado?

— Sí, me salvó la vida. Cuando la conocí. Seguro. Siri me cambió la forma de ver el mundo. Yo estaba solo, divorciado, triste, sin ninguna esperanza importante. Sin aquel encuentro, por casualidad, en Nueva York, sin ella, estos últimos treinta años habrían sido completamente diferentes. Yo era un necio con las mujeres, no sabía lo que hacía, no dejaba de tomar decisiones estúpidas. Ahora Siri es mi primera lectora.

— ¿Cree en la inspiración?

— No, creo en el inconsciente. Eso es lo que me sirve de guía. Pero para hallar algo dentro de uno, en el inconsciente, hay que tener determinado estado de ánimo: muy abierto y sin prejuicios. Entonces dejamos que las cosas broten. Cuando escribimos, hay que dejar que las cosas ocurran y no censurarse nunca: no hay que censurarse, no tenemos derecho a censurarnos. Además hay que saber parar. Quiero decir que, cuando estoy escribiendo un libro y he terminado la jornada de escritura, hago todo lo posible para no volver a pensar en él el resto del día. Si trabajas mucho, empiezas a quedarte seco.  Así que me voy a casa —nunca trabajo en casa, sino en un estudio, a pocos minutos andando—, salgo, cierro la puerta y intento olvidarme de todo lo que he escrito. Vuelvo a la vida de verdad.  ¿Qué vamos a preparar Siri y yo para cenar? ¿Vamos a ver una película, o vamos a salir, o vamos a ir a ver a unos amigos, o a ir un rato de compras, o cualquier otra cosa? Muchas veces me voy del estudio, del sitio en que me paso el día escribiendo, con un problema que no he conseguido resolver. Me vuelvo a casa, vivo, me voy a dormir, me despierto por la mañana, voy a pie el estudio, y cuando llego, ya sé cómo resolver el problema de la víspera. Ha ocurrido durante el sueño. Vale más dejar que vengan las cosas y no forzarlas. En eso es en lo que creo para escribir. Cuando estoy escribiendo un libro, no puedo decirle en qué estado físico me encuentro: es como si el cuerpo entero fuera una llaga sin cicatrizar... Está uno tan abierto a todo cuanto sucede por la calle, en el cielo, en todo cuanto tienes alrededor que metes todo eso en el libro que está en marcha. Un libro es también algo así como una improvisación. Muy curioso, ¿verdad?

— ¿Qué ha cambiado con el tiempo y la experiencia?

— Sólo ha cambiado una cosa. Cuando estás escribiendo un libro te quedas bloqueado de vez en cuando. No sabes cuál va a ser la siguiente frase. No encaja bien. No sabes qué idea va a llegar. No sabes dónde vas… A veces, estoy perdido. Entonces, lo dejo. Un día. Una semana. Un mes si es necesario. Para hacerme a la idea de en qué va a consistir la siguiente etapa. ¡Y funciona! Sirve para que desaparezca todo el bloqueo. Eso es algo nuevo. Antes, cuando era un escritor joven y llegaba a un momento de ésos, me decía: «¡Estoy acabado! No va a salir bien… Nunca conseguiré acabar este libro…». Y me quedaba bloqueado. Ahora, ya entrado en años, me digo: si este libro debe escribirse, si debe escribirse de verdad, entonces encontraré la forma de resolver el problema. Y, a la espera de que eso suceda, me paro...  

— ¿Así que usted no tiene manuscritos abandonados?

— Pues… sí. Sí tengo proyectos abandonados. En dos o tres ocasiones he empezado novelas y no estaba muy satisfecho que digamos de lo que llevaba escrito. Alrededor de cien páginas a veces. Pero sabía que desde el principio había ido mal encarrilado y que no había esperanza alguna de sacar aquello adelante.

— ¿Hubo algunas novelas más difíciles de escribir y que dejaron huellas o cicatrices más penosas que otras?

— Ésa es una buena pregunta. Cuando era joven, es decir entre los 19 y los 22 años, intenté escribir dos o tres novelas y no tenía capacidad, por entonces, de escribir esas cosas tan ambiciosas que quería hacer. Creo que tengo alrededor de mil páginas de prosa de novelas sin acabar. Y esas novelas inconclusas son el origen de otras novelas que escribí quince años después: El palacio de la luna[5], El país de las últimas cosas[6] y Ciudad de cristal[7]. Esos tres libros los concebí de joven y no era capaz de escribirlos. Pero creo que ese tiempo de frustración no fue tiempo perdido. Era un aprendizaje que llevé a cabo en silencio y nadie vio cómo lo hacía.

— ¿Qué lugar ocupa el cine en su vida?

— Siempre sentí adoración por el cine. Cuando tenía 20 años y vine a Francia a estudiar creía que quería ser director de cine. Ya escribía poemas, estaba intentando escribir novelas y, de pronto, me entraron ganas de hacer cine, Quería matricularme en el Idhec, pero rellenar los impresos era tan complicado que desistí enseguida… Por entonces era muy tímido. Me costaba muchísimo hablar delante de otros. Si había más de dos personas en un recinto me quedaba mudo. Así que me dije que el cine no era lo mío. ¿Cómo habría podido dirigir en un plató? Pero el interés que sentía por el cine no fue a menos. Cuando empecé a publicar novelas fue cuando empezaron a acercárseme los cineastas para pedirme que colaborase en este o aquel guión. Conocí a Wayne Wang en 1991 e hicimos Smoke en 1994. Entonces descubrí que hacer una película era un placer inmenso. Pero también un trabajo inmenso. Y en equipo. A un escritor, que es esencialmente solitario, le resulta muy difícil. También es una alegría tremenda.

— ¿Qué soporte le permite expresar mejor lo que lleva dentro?

— La escritura, por supuesto. Soy un escritor a quien le gustan todas las formas de contar una historia, y el cine es una de esas forma. Las mejores películas son tan buenas y tan importantes como los grandes libros.

— ¿A qué llama las mejores películas?

A Cuentos de Tokyo de Ozu o a La gran ilusión de Renoir, películas que rebosan humanismo, que tienen cierto parecido con los grandes novelistas de finales del siglo XIX o de principios del siglo XX.  Podemos comparar a Satyajit Ray, en la trilogía de Apu, con Tolstoi. El mundo de Apu es posiblemente mi película preferida.  Hay que verla tres, cuatro o cinco veces antes de entender del todo qué ha hecho el cineasta. Pero si se la ve como hay que verla puede aportar toda la complejidad y toda la satisfacción de una gran novela. La mayoría de las películas son de entretenimiento, pero también lo son la mayoría de los libros… En los niveles más altos, hay que reconocer que el cine y la literatura son casi lo mismo...

— Smoke fue ya una obra con connotaciones autobiográficas, ¿verdad?

— Aparecía un escritor que se llamaba Paul Benjamin, el pseudónimo con que publiqué mi primer libro, una novela policiaca que escribí para ganar dinero a finales de la década de 1970. Pero Benjamin es también uno de mis nombres. Me llamo Paul Benjamin Auster. La película fue un encargo: el New York Times me pidió un cuento para las Navidades y Wayne Wang propuso hacer una película con él.

— ¿Cuál es para usted el papel del escritor?

— En cualquier caso, no es andar teorizando. Nunca. Un novelista no es un filósofo. Aunque eso no le impide la reflexión, claro. He leído mucha filosofía, pero no quiero escribir libros de filosofía. Sólo quiero intentar mostrar, hacer notar en qué consiste el hecho de estar vivo. Ésa es mi misión de escritor. Y nada más. La vida es maravillosa y espantosa a la vez y la tarea que me corresponde es capturar esos momentos.

— ¿La biografía de un escritor nos proporciona aclaraciones sobre su obra?

— No hay reglas en ese asunto. Todo depende del escritor. Y todo depende de la forma en que se enfoque esa biografía.

¿Y en su caso, ya que se encarga usted, en libros tan diferentes como La invención de la soledad, A salto de mata o Diario de invierno, de contar episodios de su vida?

— En mi caso, creo, efectivamente, que algunos episodios de mi biografía pueden aclarar algunos puntos de mis libros. Incluso aunque mis novelas no tomen nunca nada prestado de la realidad: son ficción, pura ficción. Algunos novelistas son cronistas de su vida. y su ficción no es sino una ficción muy leve. En esos casos, no cabe duda de que es importante estar al tanto de la historia de su vida y comparar, entender, investigando o merced a la biografía de una tercera persona. Yo tomo algunas cosas de mi vida, como es lógico, igual que todos los escritores, pero no de forma esencial.

— ¿Es aficionado a las biografía de escritores?

— Sí, me encanta leer esa clase de libros. Y observo que la primera parte del libro es siempre más interesante que la segunda. La infancia. La juventud. Antes de que el escritor o el poeta se conviertan en sí mismos. Eso es lo que más me interesa. Luego, cuando ese hombre o esa mujer ya son escritores, sólo se habla de publicaciones, de críticas, de viajes, de medallas: no tiene gran importancia. Pero enterarse de las cosas menudas de la juventud, eso… La biografía de Samuel Beckett que escribió James Knowlson, por ejemplo, me ayudó a valorar a Beckett, su forma de ser, su familia.

— ¿Quiénes son para usted los maestros de la autobiografía?

— El escritor en quien estaba pensando mientras escribía Diario de invierno, el que me acompaña, de toda la vida, cuando escribo acerca de mi vida es Montaigne. Montaigne inventó otra forma de pensar. Es la primera vez en que alguien, tomándose a sí mismo como asunto, brinda una forma atractiva y profunda de entender al hombre. ¡Y qué estilo! ¡Que energía en la prosa! Leo a Montaigne una y otra vez. Pero, ¡ojo!, que no es autobiográfico. No se le olvide que son Ensayos, una forma que inventó él, por lo demás. También me parece muy interesante Rousseau. En un registro diferente. Descubrí las Confesiones de Rousseau a los 22 años. Lo que más me impresionó es que sabemos que está mintiendo. Pero confiesa cosas tan feas que nos escandaliza: cómo abandonó a sus hijos, por ejemplo… La parte en que Rousseau, en un bosque, le tira una piedra a un árbol diciendo, como un niño, «si le doy es que mi vida entera va a ser maravillosa», esa parte es excepcional. ¿Sabe la historia? Rousseau tira la piedra y no le da al árbol. Se acerca, vuelve a tirar una piedra y falla otra vez. Da un paso más, tira otra vez la piedra y tampoco atina. Hasta que está pegado al árbol, lo tiene al alcance de la mano; y entonces tira la piedra y, claro, le da al árbol; y Rousseau exclama: «¡Ahora tendré una vida perfecta!» En mi novela La música del azar[8], uno de los personajes, Nash, lee Las confesiones.  

— Y en El libro de las ilusiones[9], a otro personaje, David Zimmer, lo obsesiona Chateaubriand... Tras Montaigne y Rousseau, es otra forma de contar la propia vida.

— ¡Ah, las Memorias de ultratumba! Chateaubriand es una maravilla. De entrada, escribe bien. Para mí fue un descubrimiento. Tardío. Leí por primera vez a Chateaubriand a los 45 años y fue una revelación. Y, además, cuenta algo así como una historia doble: mezcla el presente y el pasado de forma muy interesante. Pero, de todos ellos, el que más me llega hasta dentro sigue siendo Montaigne.  

— ¿Qué relación mantiene con la verdad?

— Absoluta. Rousseau, al contar su vida, miente. Yo no. Sino todo lo contrario. Hay que ceñirse cuanto sea posible a los recuerdos. Y decir claramente de qué nos hemos olvidado. Las cosas que ya no recordamos. 

— Es cuanto alguien escribe acerca de uno mismo y de los suyos aparece el tema de la traición. Hablaba usted antes de esa prima con la que riñó, después de que se publicase La invención de la soledad, porque hablaba de su padre, de los secretos familiares… ¿Hasta dónde le parece lícito llegar?

— Ésa es una pregunta muy difícil. En Diario de invierno hay nombres que no menciono. No doy el nombre de la mayoría de las personas que aparecen en este libro. Ni siquiera menciono a esa prima, que hoy en día ya ha muerto. Recordé, en La invención de la soledad ese asesinato de 1919, cuando mi abuela mato a mi abuelo de un disparo de revólver. Era un secreto familiar. Nadie hablaba de él. Pero existía un archivo público de ese suceso. ¡Salió en todos los periódicos de la época! Mi familia no quería hablar de eso, desde luego, pero era algo que existía, sucedió igual que lo conté, no me inventé nada. ¿Es una traición? Escribí en 1979, cuando ya habían pasado sesenta años del hecho. Creía que, después de tantos años, ya tenía derecho a hablar de ello. Que era un período suficiente para     que no fuera ya un insulto para nadie.

— ¿Siente nostalgia?

— ¿De qué? ¿De la infancia? No, no mucho. Lo pasado ya está perdido. Pero cuantos más años cumplo más me acuerdo de mi juventud. Me fascinas las primeras veces. La primera vez que supe montar solo en bicicleta, la primera vez que supe atarme solo los cordones de los zapatos... Son las marcas de la independencia, de la fundación de uno mismo, de la construcción de uno mismo. Acabo de concluir mi siguiente libro, que se va a llamar Report from the Interior: es algo así como un compañero de este libro de ahora, la historia no de mi cuerpo sino de la formación de mis ideas, de la aventura anímica e intelectual que corrí siendo más joven.  Cuento en él que, en toda mi vida, a los seis años fue cuando más sentí más dichoso, porque a esa edad descubrí que podía vestirme solo, atarme los zapatos solo y que, por lo tanto, era independiente. Antes de aquello lo único que hacía era existir. Después, sabía que existía. ¡Y la diferencia es tremenda! 

— ¿Qué relación tiene con su propia muerte?

— ¡Pues que espero que ocurra lo más lejos posible del día de hoy! Es todo lo que sé…

— Y eso es lo que le deseo. ¿Qué le dice esa frase de Joseph Joubert que cita en Diario de invierno: «Hay que morir amable (si se puede)»?

— ¡Es una frase extraordinaria! Todo reside en ese «si se puede», claro.  Joubert es para mí una referencia permanente, lo vuelvo a leer continuamente. Es un escritor completamente desconocido, incluso en Francia, me parece. Traduje algo de él cuando era joven. Un escritor que nunca escribió un libro. Increíble, ¿no? Pero dice unas cosas tan lúcidas… Me gusta mucho también esto otro, que le traduzco de memoria: «Las personas que nunca se rinden se quieren más de lo que quieren a la verdad». ¿A que es profundo?

— ¿Usted cuántas veces se ha rendido?

— Muchas. Hay que cambiar de opinión. Es peligroso ser de pensamiento rígido. Pero también es peligroso ser demasiado flexible. Admiro a quienes tienen el valor de cambiar de opinión de vez en cuando acerca de las cosas y de las persona. Es una auténtica fuerza.

 

(Traducción de María Teresa Gallego Urrutia)

 

 

Esta entrevista fue publicada originalmente en el número de marzo de 2013 de la revista francesa Lire. Es un extracto de la versión integral que su autor, François Busnel realizó para su programa de radio “Le Grand Entretien”, de France Inter. Turia agradece a François Busnel su autorización a reproducirla en español.



[1]                La traducción de esta obra al castellano es de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2012.

[2]              Traducción al castellano de, María Eugenia Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 2011.

[3]              Traducción al castellano de Justo Navarro. Anagrama, Barcelona, 2007.

[4]              Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 1998.

[5]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1996.

[6]              Traducción al castellano de María Eugenia  Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 1999.

[7]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1997.

[8]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1997.

[9]              Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2003.