Pegada contra un muro

observo el bullicio de los parques,

los niños de padres sonrientes,

los balancines como catapultas.

Yo resisto en presentes imperfectos

porque adoro jugar en los desvanes:

maletas, longanizas, ropa vieja,

cartas sin enviar, fotografías,

hilachas de otoño, jaulas de pájaros.

Recomponer los trozos de nostalgias

que ni siquiera me pertenecieron.

Me gusta calentarme con la lumbre

de ese sol solitario y mortecino.

Un sol perfecto para ahondar en madrigueras

y negar el vaivén de los columpios

o asomar el hocico hacia la noche

y ver una lluvia de asteroides.

Espejos nocturnos, como luciérnagas

a la deriva que nadie más ve

porque nadie más mira.

Una bicicleta pende del techo

e invoca un dolor antiguo,

un sonido a pozo,

un sabor a cuchillo y a cerezas.

Los antiguos amores ya están calvos.

Algunos hay, incluso, que están muertos.

En ti, rosa marchita y viento helado.

Vivir agota más en resistencia.

Dejar que el mar te arrastre.

Desobedecer sin discrepar,

-seguir de frente-,

arranca la piel, te desolla el ansia

como a un cordero de meses

atado boca abajo en un nogal

cuya sangre chorrea y se desliza

calle abajo densa como el mercurio.

Nadie recordará el daño.

Vendrá la lluvia y se llevará el rastro.

Solo tú percibirás

el escozor del músculo desnudo

del que desobedece

pero ya no intenta

convencer a otros.

Duele el cansancio como un valle

horadado por un glaciar azul.

Solo hay líquenes ásperos y oscuros.

Y madrigueras.

Y ocultarse.

Y mirar

la noche y el sol de otoño

y lo imperfecto

y pegarse contra un muro

y odiar los parques.