Antonov, el último poemario de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967) nos habla de un balance vital, de quien se detiene y mira tanto al pasado como al futuro, sabiendo ya que muchos sueños se quedarán en nada (“Todos los deseos no van a cumplirse/ Con uno satisfecho bastaría”). Quizás por eso mismo, el sujeto lírico constata que es el presente el lugar al que pertenece, su precario pero irrenunciable hogar. La experiencia no ha traído demasiadas certezas, pero sí la suficiente sabiduría como para comprender (como se sugiere en el poema “Hipótesis del eje”) en qué precarios equilibrios se sustenta nuestro vivir. Estamos ante una poesía llena de referencias biográficas, incluso de anécdotas, y, sin embargo, no se trata exactamente de una poesía confesional: lo importante no son tanto los hechos concretos, como el rumor de fondo de lo que apenas aflora a la superficie y que convierte toda realidad en misterio. Como el sonido en plena noche de ese Antonov, que da título al libro (y que se refiere a un hecho auténtico, un avión de carga ruso que atraviesa diariamente el cielo de la ciudad). Ese visitante nocturno se nos presenta como una presencia que está ahí, pero que no se puede ver y que, de pronto, recoge el saldo invisible de una vida: “Todas las noches a las doce/ el viejo Antonov cruza el cielo hacia la costa./ Es el primer día de frío./ Casi todo lo que me pasó hoy/ pareció intrascendente […]/ Pienso entonces en todos los años/ que puedo salvar de la quema./ Y este frío, por fin, pegado a la piel, evaporando todo el calor/ que aún nos queda dentro”.

 

 La importancia del yo en este libro es evidente, como sugiere también el propio título, que puede leerse asimismo como una referencia en clave al propio nombre del poeta, Antonio, cuyo rostro tal vez es (o no, qué importa) ese que se nos muestra borroso en la portada del libro (¿qué rostro no es borroso al mirarse en el pasado?). Pero conviene no engañarse: estamos ante un yo que no se considera el centro de realidad alguna, sino acaso de su propia existencia (como cualquiera de nosotros). El yo señala así solo un punto de coordenadas, al que no es posible renunciar si no queremos equivocar la ruta. Así, en “Seré”, el poeta evoca nombres prestigiosos (Whitman, Cernuda, Vallejo, Sexton, Machado…) para acabar constatando “Sére mucho menos que todos ellos./ Pero seré yo,/ y a eso me aferro”. Se trata, con todo, de un sujeto que no se concibe a sí mismo sino en relación a las frágiles redes que teje hacia los otros, o que los otros tejen hacia él. La paternidad, la vida en pareja…afloran así, como puntos de apoyo en medio de la diaria desorientación que supone vivir. Una presencia constante es también la de la naturaleza, no desde una concepción romántica de un Edén perdido, sino como pura alteridad frente a la mirada del ser humano, que constata a través de esos seres (animales, plantas…) la realidad irrenunciable de un mundo que está más allá del yo. Árboles, pájaros sitúan al sujeto lírico ante un mundo mudo, sin lenguaje, al que se intenta responder, no siempre con éxito, desde la palabra humana. De ahí el acertado despojamiento de un poema como “Sobre la piedra”, que tiene algo de haiku, no desde luego en su forma métrica, sino en ese deseo, en unos pocos versos, de apresar el instante, en este caso de la perplejidad que le causa al poeta un estornino muerto. “El pájaro, su cadáver ante mí:/ una señal sin respuesta/. He hecho una foto”,  escribe, como si solo la fotografía pudiera dar fe de la mudez no solo del mundo animal, sino de la muerte, otro enigma cotidiano, otro rumor de fondo que nos acompaña, como acompañan los muertos familiares en “Reunión”. El lenguaje no basta, y, sin embargo, son las palabras las que van tejiendo un diálogo del yo con los otros, con el mundo, consigo mismo. El cubano Eliseo Diego decía que la poesía debía ser como una conversación en la penumbra, y eso es Antonov, una conversación en voz baja, de alguien ante el espejo, pero un espejo en que se nos invita a reflejarnos.

 

 

Antonio Luis Ginés, Antonov, Madrid, Bartleby, 2020