Ya en el colegio, Armando Lombarte se dio cuenta de que era capaz de leer en la mente de los demás, y desde entonces esa suerte de don no hizo sino ir en aumento. Al principio no le había resultado tan fácil como lo fue después: conseguirlo le exigía una gran concentración, lo cual solía dejarlo exhausto y dolorido, como si hubiera hecho un esfuerzo impropio para sus años, pero con el transcurso del tiempo lo fue logrando con menos dificultad. Leía los pensamientos de sus profesores y de sus compañeros, conocía las preguntas que le iban a formular cuando se dirigían a él, y en su casa no hacía falta que su padre, su madre y su hermana (seis años mayor que él y a quien adoraba) abrieran la boca para saber qué iban a decirle. Ese descubrimiento le excitó porque le hacía sentirse diferente, mas llegó un momento (prolongado hasta su adolescencia) en que se hastió de su poder porque le distraía del placer de otros hallazgos y otras dedicaciones, y se esforzó por olvidarlo. Sin embargo, cuando estaba a punto de cumplir catorce años la conciencia de su don volvió a absorberlo, pues le era útil en su trato con las chicas; sabía lo que pensaba cada una de cuantas se relacionaban con él y, lo que era aún más importante, conocía cuándo mentían y cuándo decían la verdad, así como la opinión que les merecía (coincidían en pensar que era «un chico extraño»); leyendo como leía sus pensamientos, se percataba con regocijo de cuándo se hallaba ante una chica vanidosa, fútil (en la mayor parte de las ocasiones), o ante otra que pretendía adoptar una actitud personal frente a la vida y tenía ideas propias, no adocenadas. Las deslumbraba siempre que le preguntaban por algo, fuera lo que fuese, ignorantes de que leía en ellas las respuestas con la misma nitidez con que veía sus cabellos, sus orejas, sus ojos, su nariz y su boca. No se trataba de que entrara en algún lugar y supiera en el acto lo que estaban pensando las personas congregadas en él, sino de que en cuanto se situaba junto a una de ellas y la miraba, los pensamientos de ésta afluían a su mente como propios. Aunque más de una vez estuvo tentado de dar a conocer a los otros su don, efectuar demostraciones públicas de su poder, supo guardarse el secreto porque eso le hacía sentirse mejor, más poderoso, y se negaba a convertirse en un fenómeno de feria o en una atracción de salón que llevara al extremo la antigua doctrina del profesor Mesmer.

   Es lógico que su existencia no fuese como las de quienes lo rodeaban: vivía inmerso en una especie de juego continuo, más excitante a medida que iban transcurriendo los años, pero que también le parecía insuficiente cuando se percataba de sus límites: la mente humana no le bastaba, por ser demasiado previsible. Deseaba ir más lejos, aprovechar su don para conocer secretos que le estaban vedados, y, de esa manera, cultivando un estado de perpetua abstracción, se convirtió en un «chico extraño» (como lo habían definido las chicas), en un «joven viejo» (así lo llamaban ahora). Quería penetrar en el fondo de todas las cosas cuando las miraba, posar sus ojos sobre un libro y conocer su contenido de principio a fin, mirar las estrellas y ser testigo ocular de su fuego, observar la cara visible de la luna y divisar también la oculta, estar ante una catedral o un palacio renacentista y enterarse al momento de cómo fue construido y de los secretos que encerraba, admirar un cuadro o una escultura y saberlo todo sobre ellos, más allá de lo que pudieran ver en esas obras los críticos de arte (un deseo que fue en aumento durante un viaje a Florencia, Siena y Arezzo, y más al ver en esta última ciudad los frescos de Piero Della Francesca, el llamado ciclo de la Vera Cruz), mientras apretaba los puños y los dientes hasta hacerse daño con el fin de comprobar si era capaz de transgredir las fronteras del tiempo y penetrar en el pensamiento de sus constructores y sus pintores, como si los edificios, los cuadros y las esculturas que surgían ante él en las galerías y en la penumbra de los templos tuvieran una mente igual que los seres humanos. Al no lograrlo, trató de consolarse diciéndose que habría sido un don excesivo, mas eso introdujo en él mayores inquietudes con respecto a sus coetáneos y se dedicó con mayor intensidad a leer sus pensamientos y, yendo todavía más lejos, a experimentar si podía analizar sus sensaciones como si fueran propias, pero continuó sin hablarle a nadie sobre su poder.

   A una atractiva joven con la que salió durante dos semanas le dijo que no se preocupara tanto por no haber encontrado aún su identidad sexual, atraída como se sentía más por las mujeres, a lo que ella reaccionó con un perplejo «¿cómo lo sabes?», para luego sonrojarse y alejarse de él para siempre. A un amigo de infancia le recomendó que dejara de sustraer dinero de la caja de su padre, en cuya empresa trabajaba, si quería olvidarse de sus sentimientos de culpabilidad a la hora de gastar el fruto de sus robos. No volvió a verlo nunca más.

   Hasta entonces, un atávico pudor le había impedido ejercer su poder con sus padres y su hermana, y por ello evitaba mirarlos de frente, ganándose los epítetos de huidizo, antipático e insociable. No habría soportado conocer sus pensamientos, penetrar así en los complejos laberintos de una intimidad que sólo a ellos pertenecía, ni saber qué opinión les merecía aparte de aquellos calificativos. Por esa razón procuraba pasar en casa el menor tiempo posible, mantenerse lejos de un espacio, unos colores y unos olores que le remitían a los días de su niñez, cuando aún estaba en condiciones de controlar el juego.

   Todo eso cambió cuando su hermana, Carlota, cayó enferma. No fue una enfermedad repentina, sino que se fue manifestando progresivamente hasta que se vio obligada a guardar cama. Su sonrosada piel se tornó del color de la ceniza y el fulgor de sus ojos se hacía opaco conforme avanzaban los días y el otoño iba al encuentro del invierno. Los médicos diagnosticaron leucemia y Armando  sintió que algo se desgarraba en su interior, hasta el extremo de que empezó a perder peso y sus ojos y su piel se fueron asemejando a los de Carlota. Sus padres, preocupados pese a que aseguraba no sentirse enfermo, le pidieron que fuera al médico, pero tanto la primera consulta como las otras que hicieron «con el fin de asegurarse» revelaron que no padecía ninguna enfermedad salvo una fatiga mental.

   Armando no solía pensar en la muerte salvo como en un hecho estético que salía a su paso ocasionalmente en los libros que leía, en ciertos cuadros que admiraba y en los escasos filmes que veía, pues no le agradaba sentarse en las oscuras salas de proyección. Sin embargo, desde que la enfermedad de Carlota impuso su sombra en la casa, la muerte ocupó un lugar destacado en su vida. A diferencia de sus padres y de su hermana, tampoco había sido una persona religiosa ni aun en su niñez, cuando era más influenciable y estaba más abierto a estímulos externos. Se consideraba ateo antes que agnóstico, y el hecho de que la idea de la muerte empezara a abrirse paso con frecuencia entre sus pensamientos hizo nacer en él una curiosidad morbosa por el final de la existencia humana. Estaba convencido de que no había nada más allá de la muerte, como no lo había antes del nacimiento, pero le obsesionaba saber qué se sentía en el tránsito de la luz a la oscuridad o, mejor todavía, hacia el vacío, porque la oscuridad ya habría sido algo. ¿Se daría cuenta el que iba a morir de cómo perdía sus conexiones sensoriales con el mundo? ¿Percibiría de alguna manera el vacío que lo esperaba cuando sus ojos se cerraran para siempre, antes de perder hasta el mínimo hilo de actividad mental? Si era así, ¿sufriría? ¿Qué sentiría una persona religiosa si la muerte le revelaba, antes de engullirlo del todo en la nada, que no existían paraíso ni infierno, luego de haber practicado la doctrina de la Iglesia a lo largo de toda su vida? No quería comprobarlo por sí mismo, lo cual le hizo eludir la tentación del suicidio, entre otras cosas porque la experiencia ya no le serviría para nada y lo que le interesaba era recordar sus sentimientos en ese trance.

   Cierta noche de insomnio, dando vueltas en la cama se le ocurrió una idea que en un primer momento le pareció monstruosa y después apasionante. Si era capaz de leer las mentes de los demás, ¿no podría conseguir también, de la misma forma, instalarse en ellas aunque fuera temporalmente y vivir las experiencias de los otros?, ¿no podría ocupar cuando quisiera la mente de su hermana? Se estaba cumpliendo el plazo de vida que los médicos le habían concedido a Carlota y, a juzgar por el aspecto de ésta, su final no debía de estar lejano. Pero lo que en modo alguno deseaba era salir vencedor en la prueba y experimentar él mismo los sufrimientos de la enferma, la cual se consumía a ojos vista instalando en la mente de Armando un insoportable dolor: sólo lo haría, pensó, si con eso ayudaba a aliviarlos; otra cosa sería intentarlo en el momento de la muerte.

   Decidió empezar haciendo la prueba con otras personas, aun sabiendo que disponía de muy poco tiempo. El primer día frecuentó lugares abarrotados, venciendo el rechazo que le inspiraba cada vez más estar rodeado de gente, para detectar a su alrededor unas mentes más propensas que otras a dejarse leer. Observaba a todos con insistencia, recibiendo a cambio miradas airadas, y en un bar musical eligió a una joven rubia que se encontraba sentada a una mesa en compañía de una pareja cuatro o cinco años mayor que ella. Como siempre, le resultó fácil penetrar en sus pensamientos: acababa de recibir la proposición de hacer un trío en la cama, y aunque estaba decidida a aceptar le gustaba mostrarse indecisa, a pesar de que su mirada desprendía un brillo lujurioso que cualquiera habría sabido entender si se hubiera molestado en mirarla. Apretó los dientes y concentró su mirada en la joven, tratando de ir más allá que en otras ocasiones con el propósito de averiguar si era capaz de instalarse en su mente y controlar el curso de sus pensamientos. La tentativa fracasó; leía lo que pensaba, pero cuando se proponía ir más allá la mente lo expulsaba como si se tratara de un invasor y hubiera puesto en marcha un mecanismo de autodefensa para expulsarlo. Le sucedió lo mismo al probar suerte con la pareja que se hallaba con la joven. El esfuerzo lo dejó agotado y tuvo que marcharse del local, molesto también porque la lectura de otras mentes, al azar, le reveló que tenían unos pensamientos similares al del trío. Se preguntó con inquietud si no se estaría convirtiendo en un moralista, algo que detestaba, pero se tranquilizó diciéndose que su molestia provenía de haber confirmado la existencia de un pensamiento casi único en ese lugar, no de su naturaleza ni del tema: le gustaba más la diferencia que la uniformidad incluso en los lugares donde la conducta y el pensamiento uniformes son una costumbre. Optó por intentarlo en otros sitios.

   En los días que siguieron frecuentó otros ambientes, desde teatros y bares hasta paseos y librerías, y se sirvió de personas de más edad que le pudieran garantizar mayor diversidad de pensamientos (si bien al leer en ellas tropezó con la repetición de los temas de los coches y el dinero), pero el resultado fue el mismo: entraba en las mentes sin lograr permanecer dentro, sólo como un visitante. Los sucesivos intentos acabaron por agotarle y volvió a adelgazar, lo cual introdujo de nuevo otro motivo de preocupación en su casa, y tuvo que asegurar a sus padres que se sentía bien y con fuerzas. Mas eso no era cierto: se notaba debilitado, como si cada tentativa de instalarse en la mente de otra persona le fuera arrancando la vitalidad igual que un vampiro bebe la sangre de su víctima hasta dejarla exangüe. Entretanto, Carlota languidecía; sus ojos azules se habían hundido en las cuencas, rodeadas a su vez de un halo violáceo, sus pómulos estaban cada vez más acentuados, y la pequeña cama donde yacía resultaba demasiado grande para su esquelético cuerpo. El final se aproximaba y Armando pasaba los días intentando llevar a cabo con éxito su propósito y preguntándose si la persona que moría sería consciente en el último momento de que al otro lado no le esperaba más que un vacío y un silencio eternos. Para entonces su don había dejado de parecerle atractivo, porque lo consideraba insuficiente ante la magnitud de las preguntas que se formulaba a sí mismo.

   Carlota murió a las ocho y veintisiete de la mañana cubierta de niebla de un frío viernes de diciembre. Un espeso silencio se apoderó de la casa, quebrado por los sollozos de los padres. Armando no lloraba, pero pasó el día al lado del cadáver, sin dejar de contemplar un rostro que apenas podía reconocer, corroído por la enfermedad, intentando entrar en una mente que, según el dictamen médico, ya había dejado de pensar para siempre. Sólo de tanto en tanto un suspiro nacido en su pecho iba a morir en su garganta, ahogándolo de pesadumbre. No quiso estar presente cuando el cuerpo fue introducido en el féretro, ni en el funeral que se celebró a las nueve de la mañana siguiente, neblinosa también, en una iglesia próxima a la casa rodeada de verjas negras acabadas en puntas herrumbrosas. Sus padres eran creyentes, él no. Por eso no se unió a los inconexos rezos cuando el ataúd fue introducido en el nicho, y no sintió sino vacío mientras pensaba qué habría notado y visto Carlota en el momento de morir.

   Como estaba demasiado cansado para concentrarse y no quería intentar nada delante de sus padres y sus amigos, quienes por lo demás ignoraban su poder y quería que siguieran así, pospuso para el día siguiente su propósito de tratar de comunicarse con la mente de su hermana. Libre de presencias ya, el nicho se ofreció entonces a sus ojos rodeado de flores multicolores que empezaban a dar señales de marchitarse, fugaces como todo lo vivo, y pudo dedicarse con cierta calma a la tarea de observar el agujero cerrado con tanta intensidad como si quisiera taladrarlo con la presión de sus ojos. Al principio no sintió más que unas leves náuseas provocadas por el olor de las flores en descomposición, pero al cabo de un rato empezó a divisar el féretro entre la negrura del nicho, una figura que le llegó acompañada de un creciente dolor de cabeza. ¿Será aún tiempo para saber?, se preguntó. Aunque tenía miedo y la cabeza le dolía cada vez más, no cesó en sus esfuerzos. A su alrededor, la tibia luz solar tamizada por la niebla pareció esfumarse, para envolverlo de tinieblas. Coincidiendo con el ruido que produjo su cuerpo al desmoronarse sobre la tierra, dejó de ver lo que estaba viendo y se notó apresado en aquel cerebro muerto, sin que las órdenes que daba a sus miembros para moverse fueran obedecidas. Pensaba, pero no podía mover los brazos y las piernas, y tampoco logró nada cuando intentó evadirse de la prisión del cuerpo muerto, que, comprendió, sería el suyo mientras el cerebro lo soportara. Sin abrir los ojos, porque no tenía ojos para abrir, se supo rodeado de oscuridad y se dio cuenta de que no podría salir nunca de allí, en una fusión total de muerta y de vivo, en tanto fuera del nicho cerrado algunas personas se aproximaban al joven caído para averiguar qué le había pasado.•