Los vecinos de Scheinfurt no olvidarían fácilmente la mañana en que hallaron en el empedrado de la plaza principal de su pueblo el dibujo de un gran corazón, en cuyos extremos, entre el principio y el final de la flecha que lo atravesaba, podían leerse dos nombres: Martin y Henriette. No se trataba de un corazón cualquiera: uno de los tantos que Martin había pintado a lo largo de la semana anterior por fachadas y paredes, sino de un corazón de dimensiones tan colosales que prácticamente ocupaba toda la plaza. Su tamaño era tal que, se quisiera o no, a todo aquel que entraba en la plaza no le quedaba más remedio que meterse dentro de aquel corazón. Antes de borrarlo (algo que algunos sugirieron nada más verlo y que, finalmente, no resultaría una tarea fácil porque la pintura usada por el enamorado ya estaba seca), se decidió dejar el corazón tal y como estaba y convocar a las autoridades de Meersburg, de donde Sleevogt era oriundo; de este modo también ellos podrían verlo y determinar qué era lo más aconsejable en vistas a reprender a su autor, si es que no podían tomarse medidas penales.

            Encerrada en su propia casa, en donde el viejo Blei la había recluido, la joven Henriette se moría de ganas por salir a la calle y ver aquel corazón tan grande, en cuya parte superior podía leerse su nombre. Todos los vecinos de Scheinfurt sabrían en adelante qué era capaz de suscitar una chica como ella; nadie en toda la comarca, en fin, ignoraría ya su nombre, a cuya vera podía caminarse unos seis o siete pasos (tal era el tamaño de las letras con que Martín lo había escrito).

            La verdad es que la población de Scheinfurt estaba molesta con este asunto del corazón. Les inquietaba no sólo lo inédito del hecho (ni los más viejos podían recordar algo similar), sino las imprevistas consecuencias que podía tener, juicio éste en el que no erraban del todo. Durante varios días habían tenido que soportar cómo un joven trastornado, que ni tan siquiera pertenecía al lugar, escribía el nombre de Henriette en paredes y fachadas, tanto de las casas privadas como de los edificios públicos; ahora, al parecer, debían tolerar que el empedrado de la plaza se hubiese arruinado por culpa de aquella nueva e intolerable extravagancia.

             Junto a este grupo de opositores, sin embargo, surgió pronto otro no menos numeroso de defensores de Martin Sleevogt. Sin estar todavía plenamente convencidos de la bondad de aquel acto, a este grupo le divertía el revuelo que aquel gran corazón había logrado suscitar y, en consecuencia, hablaba claramente a favor del “enamorado Martin”, que fue como empezaron a referirse a él en sus conversaciones.

             Sin que ambos bandos se hubieran puesto de acuerdo, como si una mano misteriosa y superior les guiase anónimamente desde arriba, los pertenecientes a esta última facción se reunieron aquella misma mañana dentro del corazón pintado; era como si aquel corazón fuera su refugio, su signo de identidad. Los otros, los hostiles a la última gesta de Martin, se situaron fuera, apoyados contra las fachadas, desde donde murmuraban y buscaban nuevos partidarios. En realidad, la noche en que Martin pintó aquel corazón, mucho antes de que realizara otras de sus múltiples extravagancias, ya pudo verse claramente que aquel muchacho sería en toda la comarca de Deggen, e incluso en toda Prschavia, bandera y causa de división.

            La división a que aludo afectó particularmente a la institución del matrimonio o, de modo más genérico, a las relaciones sentimentales. En efecto, el corazón pintado de Martin no se canceló del corazón de los vecinos de Scheinfurt, y hasta de los de Meersburg, hasta mucho después de que las autoridades se decidieran finalmente a borrarlo del empedrado. Más aún: quizá fuera entonces, cuando ya sólo restaba como un recuerdo, cuando la influencia de aquel dibujo fue mayor. Me estoy refiriendo al hondo impacto que causó el modo en que Martin amó a Henriette entre los jóvenes enamorados de aquellas dos poblaciones. En efecto, no fueron pocas las muchachas que exigieron de sus novios, e incluso las casadas de sus esposos, acciones similares a las del joven Sleevogt o, al menos, no tan convencionales como aquéllas a las que, por lo general, conduce la efusión amorosa. Sí, lo confesaran o no, todas las chicas y mujeres querían ser amadas como Martin Sleevogt amaba a la pequeña de los Blei: arriesgando la fama y el honor, jugándose la cárcel, haciendo descaradamente pública la intensidad de su pasión.

            Para estar a la altura de aquellas nuevas circunstancias, algunos de los muchachos de Scheinfurt -así como algunos de los maridos, a los que ya quedaba algo lejos su juventud- procuraron imitar las más famosas locuras de amor de Martin, tales como escribir el nombre de la amada en todas partes o pintar corazones del mayor tamaño posible. Semanas e incluso meses después de estos acontecimientos todavía podían leerse en las paredes de Scheinfurt nombres como los de Irma, Else, Helene o Gabriele, por sólo citar aquellos que la municipalidad tardó más tiempo en cancelar. No obstante, por enamorado que estuviera de su pareja o por original que hubiera sido la extravagancia que realizara, ninguno de aquellos varones pudo igualar las locuras de amor de Sleevogt. Y ello ni en la intensidad y perseverancia con que el joven Martin las ponía en práctica y ni mucho menos en los fulgurantes efectos que obtenía. En este sentido, no cabe decir que el influjo de Sleevogt fuera bueno. Y es que ante el contraste que existía entre el método nuevo y salvaje con que Martin y Henriette se amaron y el tibio y convencional con que lo hacía el resto de los enamorados, fueron muchos los cónyuges y prometidos que terminaron por separarse y romper su relación. Se dijo que el enamorado Martin no pretendía esto; se dijo que aquello era, según él mismo había declarado, una consecuencia natural de la radicalidad de su amor.

            Al ser conducido a la sala capitular del ayuntamiento, donde se le iba a pedir cuentas de su corazón pintado, Martin Sleevogt, que en ningún momento ofreció resistencia a la autoridad, manifestó que le habría gustado pintar aquel corazón de un tamaño todavía mayor. Afirmó también -y varios de sus más acérrimos detractores estaban presentes en ese instante-, que la razón por la que lo había pintado de esas dimensiones y no de otras, era porque ésas, y no otras, eran las que le permitía la plaza de ese pueblo. En el fondo de su corazón, en fin, Martin sabía que Henriette reconocía y valoraba la grandilocuencia y temeridad de su gesto. Como era de esperar, sus declaraciones encendieron al populacho, que no pudo interpretar todo aquello sino como una instigación.

            Al ser encerrado en la sala capitular, a la espera de que llegara el alcalde y determinara qué hacer con aquel provocador, se oyó como Martin gritaba desde dentro, casi con angustia:

- ¡Amo a Henriette Blei!

            Y luego, algo más bajo, pero con voz todavía desgarradora:

- ¡La amo con todas mis fuerzas, con toda mi mente, con todo mi corazón!

            Después no se oyó más. Parecía que el joven enamorado había calmado sus ímpetus.

            No fue así. En la plaza, bajo la ventana de la sala capitular en que Martin había sido encerrado, se formaron pronto numerosos grupúsculos para ver y oír al enamorado, quien se había asomado a esa ventana para proclamar desde allí y a voz en grito:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            El extravagante Sleevogt gritó aquello muchas veces, en intervalos de tiempo cada vez mayores, seguramente a causa del inevitable desgaste de la voz. Entre grito y grito y durante algunos instantes, Martin se retiraba al interior de su celda, dejando a los curiosos esperando con la cabeza en alto. Siempre parecía que aquella nueva extravagancia había terminado, pero no. El gentío no quedaba defraudado. Martin salía a cada rato a su ventana, para una vez más pregonar desde ahí, con el chorro de su voz juvenil:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            Profería aquellas palabras como quien pide socorro a causa de un incendio, como el niño desolado que reclama desde su cuna la presencia de su madre, como el moribundo que solicita un último deseo en el lecho de su dolor. Desde abajo, nadie le respondía; todos se limitaban a mirar en silencio a Sleevogt, en las alturas.

            También Melchior Tucher, el reputadísimo alcalde de Scheinfurt oyó varios de aquellos “¡Amo a Henriette Blei!” desde la plaza del pueblo; y seguramente tuvo que oír algunos más una vez dentro de la sala capitular, durante la larga entrevista privada que mantuvo con el enamorado Martin y de cuyo desarrollo y tenor no se logró tener noticia. Contra lo esperado, el alcalde Tucher determinó dejar al muchacho en libertad a condición de que él o su familia se responsabilizaran de los gastos de la limpieza para la supresión de aquel corazón, que tanto había agitado a sus convecinos.

            El día en que se borró aquel corazón en la plaza de Scheinfurt fue muy triste para muchos, sobre todo para los pertenecientes a una numerosa comisión que había llegado a sugerir al consejo municipal que -ya que no los nombres de Martin y Henriette- al menos el corazón quedase en la plaza como recuerdo de aquel suceso. Todos ellos, afectos e incondicionales a Sleevogt, se entristecieron mucho al comprobar cómo una cuadrilla de empleados municipales, equipada con escobas y mangueras, fue borrando sistemáticamente el nombre de Martin y el de Henriette, primero el de él y luego el de ella; después el corazón y, por fin, la gran flecha que lo atravesaba y partía en dos. Según lo relataron ellos mismos, “Martin” pasó enseguida a ser “artin”, y luego “tin” y, al final, “n”, sólo eso. Por su parte, “Henriette” fue pronto “riette”, y luego “ette”, y enseguida “e”, hasta que también esa “e” terminó por desaparecer. El corazón -dijeron- empezó a borrarse por la parte inferior, siguiendo el dibujo hasta el extremo superior, para más tarde bajar de nuevo. Lo último que se borró -según refirieron- fue la flecha: suprimidas las puntas, pronto quedó convertida en una simple raya; y esa raya, pronto también, en el triste recuerdo de una raya. Pocos imaginaban entonces, sin embargo, que la historia de Martin Sleevogt, el extravagante, no había hecho más que comenzar.

 

 

(“Pintar un corazón” es el segundo capítulo de una novela inédita de Pablo d´ORS, titulada Extravagancias de Martin Sleevogt).