La nueva entrega poética de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es Hotel Europa, publicada por La isla de Siltolá. No puedo aquí recoger su trayectoria de poeta, estudioso, traductor y crítico con que viene recorriendo lo que llevamos de siglo y que lo ha situado en un lugar de referencia; hay fuentes de información para ello. Me propongo extender un comentario a lo que este libro creo que propone con una belleza y un rigor que no deben pasar desapercibidos.

            Se me ocurre que, si parafraseamos a Antonio Machado cuando definió la poesía como “palabra esencial en el tiempo”, acaso hoy tendríamos que preguntarnos si esa esencialidad puede omitir la condición histórica en que nos hallamos y de la que nos sabemos tanto herederos como actores. La esencia puede encontrarse en el conocimiento, o proceder del examen de la experiencia íntima; pero no puede orillarse de ella nuestro estar constituidos por ese conjunto de fuerzas que denominamos devenir. En este sentido, la obra de Gómez Toré se une a otras voces que hoy debaten la propia identidad y para las que el reenvío a lo antropológico o a lo individual no satisface todavía ese deseo.

            Una voz en este libro proclama: “¿Por qué preguntas por Europa? ¿Sabes tú algo de ella?... Prefieres quedarte ahí callado, insistiendo en una pregunta que ya nadie se hace”. Ya en la formulación de ese interrogante el poeta se sitúa en un límite: Junto al silencio impuesto por el poder de lo consabido; en la necesidad de exigir que se cuestione esa identidad; en la dificultad de que la palabra poética ha perdido toda relevancia social, toda posibilidad de abrir caminos y, sin embargo rehúsa su rendición. El libro entero es un esfuerzo por situarnos inquisitivamente ante nosotros mismos desde una identidad que viene dada por el poder y su hacer y una tradición que, no obstante, quiere resistirse (Machado, Benjamin, Whitman, Cernuda). Con este objetivo, Gómez Toré diseña una estrategia de aproximaciones. La primera y más extensa parte del libro, titulada “Historia universal”, nos invita a un viaje por las tierras exteriores a lo europeo-occidental, en donde el marchamo de la historia reciente que los países centrales dirigen deja huellas que son estragos: Matto Grosso, las víctimas de sus agresiones militares, Ciudad Juárez, Mozambique, Manila… Un procedimiento que trata de eludir, de raíz, la posición eurocéntrica y la propaganda que, previsiblemente, esperamos que Europa –o sus mandatarios– hará de sí. Hay que preguntar al Otro para saber de uno mismo, hay que mirar el rastro que uno deja, hay que permitir que hablen (y no podrán hacerlo, expulsados como están del lugar de la palabra y la comunidad de comunicación) a esos que hallaremos “Acampados / junto a la roja carretera de tierra, / al borde de la tierra / siempre de otros… Al borde de la historia”. Quienes son los testigos, con su “extraña paciencia”, de esta cruel verdad: “La historia / es una sucesión de hechos consumados, / de crímenes perfectos.”

            Este viaje a los invisibles revela lo visible. Su testimonio es la palabra que denuncia el crimen de lo que viene ocurriendo. Parecería, por tanto, que alcanzar ese lugar arrasado por la historia tendría el poder de la iluminación. Y así es; algunos poemas de gran belleza parecen nacidos de epifanías que responden a gestos y actitudes del cuerpo de los olvidados, no de un discurso, surgen de un lugar de pureza que aún persiste. “La anciana, casi alegre, con las manos mordidas por la lepra, marca el ritmo de una canción de bienvenida”. “… sostiene la mujer / un cesto de frutas. / Su cuerpo es la columna / de un fragmento de cielo”. “A fuego lento se cuecen las historias, se cuece el alimento compartido, la humedad rota, el sueño de la tierra. // Nos alejamos demasiado deprisa sin saber qué madera enciende aún la noche”. Y esas presencias, todas de mujeres africanas, sobresaltan los prejuicios y los juicios propios para hacernos objeto de una cuestión decisiva: “Quién ha dicho que tienen la mirada perdida… Vestidas para una fiesta que nadie ha convocado todavía… Cómo saber, en qué lugar decir, si hemos llegado pronto o demasiado tarde al agua de la celebración”.

            Hay aquí el eco de Hölderlin, tan querido al universo poético de José Luis Gómez Toré: Dios ha abandonado a los hombres, los poetas son los centinelas de un mundo por llegar. Solo que ahora esa esperanza se ha vuelto impensable. Un verso terrible de nuestro autor lo proclama: “La expiación, si llega, / vendrá desde lo alto, / no dirá/       este es mi cuerpo”. La historia, por tanto, no será redimida por un Dios que se puede identificar con ella. La historia, más bien, está atravesada por divinidades creadas a la medida humana que no son sino hipóstasis de su ferocidad. “El destino se cumple y es mejor no quedarse en el medio de la calle cuando cruza, hermoso como un dios, sangriento como un dios, el carro de combate escribiendo la historia”; “Mientras tanto / nuestros dioses exigen / pruebas de amor, / devoran con igual voracidad / plegarias y blasfemias”.

            La segunda parte del libro la constituye un fragmento de género dramático, “El teatro anatómico del doctor Cirlot”, subtitulado “Interludio grotesco”. Un médico forense examina un cadáver, una mujer que se oculta recita la elegía de la huida o perdida o raptada o humillada Europa, cuya esencia se encuentra precisamente en el rapto, esto es, en la ausencia. La aproximación poética a esa identidad, que proviene de las gentes excluidas de tierras no tan lejanas, se topa ahora con el lamento y la pregunta por su desaparición formulada en sendos monólogos que no llegan a interferirse y para los que no cabe tampoco la mediación de un comentario. El poeta –el lector– llega tarde a la escena. Asiste a los ecos de esa falta. ¿”Qué es Europa”? Se convierte en ¿”Qué ha sido de Europa”? Y, más aún, constatada ya su desaparición, cuestiona si todavía hay alguien a quien le importe, si esa imagen de autopromoción significa algo, puesto que sus “valores”, esa singularidad de que alardean: la patria de los derechos humanos, de las libertades, la prosperidad, la propiedad privada, los parlamentos y la prensa libre, han sido barridos por el interés económico, las conveniencias políticas, el mero ejercicio del poder, la hipocresía, el sarcasmo. Entramos así en la tercera y última sección de Hotel Europa, con título homónimo, que se abre con el poema: “Después de la historia” y que empieza una vez que ha dejado atrás ese cadáver y su autopsia sin efectos.

Son un puñado escaso de poemas en los que José Luis Gómez Toré pareciera ponernos ante los ojos el testimonio que nuestro pequeño continente pudiera aún dar de sí mismo. Su inventario de términos recoge las infamias más recientes: Treblinka, Cuelgamuros; retoma mitos que hablaron de venganza: los hermanos Electra y Orestes, más cercanos que nunca a Hamlet; y, sobre todo, la voz truncada de los poetas, a los que se acude como para una consulta urgente, y que ya han respondido con su fracaso: la muerte de tristeza, el suicidio, el exilio, la soledad. La pregunta que traíamos se hunde en la tierra, desaparece envuelta en el polvo, absurda entre las ruinas verticales de los edificios y los comercios. “Para otros las fronteras. / El desierto se extiende”. “Desde aquí escucho los valses del Imperio con un aire de jazz mientras insisten lejos los obuses con su secreta música”. El libro nos conduce por un viaje, a cuyo término, no hallaremos el espíritu de Europa, su identidad buscada; esta tierra no ha comparecido, es acaso sólo un lugar de paso, una residencia, un marco de ruinas que nos deja en la desolación y el vacío.

Pero ¿quién está hablando aquí?, nos preguntamos, ¿qué clase de voz ha dirigido nuestros pasos a lo largo de estas páginas? Y también: ¿por qué nos habla así, con un lenguaje poético?, ¿qué lo justifica? El lugar del poeta en este libro es enormemente complejo. Por un lado, es un cuerpo, un cuerpo que viaja en su calidad de europeo a donde no le han llamado. Allí se sorprende, aunque “es precario el asombro / y a menudo nos miente”; saluda a las gentes con las que se cruza: “miro desde un autobús viejo / como quien pasa a bordo de la historia / y contempla una orilla interminable”; se pliega como la mayoría a “consumir nuestra dosis cotidiana / de cafeína y culpa”, y, al final, se ausenta: “La cerveza bien fría lava nuestros pecados, la culpa del retorno”. El poeta ve, ha superado la ignorancia programada. Pero tal condición no es motivo de vanagloria; es apenas un hombre informado más, no el único, que llega a afirmar: “Lo confieso: odio esta transparencia”. De ninguna manera un héroe, no asume el lugar del periodista que denuncia con riesgo de su vida hechos y nombres precisos; es frágil, no va a ocupar un lugar señero en la manifestación, no dirige. Gómez Toré vuelve a la pregunta de Hölderlin sobre la misión del poeta en tiempos de penuria. En algunas de las primeras páginas, esa palabra es capaz aún de un efecto sanador (el recuerdo de Whitman como enfermero en la guerra civil), y puede convocarse como testigo de los hechos: “los soldados miran fijamente a la cámara. Al poema”. Sin embargo, esta esperanza se desvanece enseguida. El lenguaje ha sido tomado por los violentos: “Pedimos las palabras inermes / y nos dieron esta herencia nocturna”; “El lenguaje, un estado de excepción”; donde al asesino “Le escuchamos hablar la lengua de las víctimas” y los enemigos nos ponen los nombres. Esta corrupción del lenguaje (ecos de Celan, al que Gómez Toré ha dedicado trabajos) conlleva la construcción de un discurso que conduce a la impostura. “Son demasiados signos para este tiempo adicto a las catástrofes… Demasiada ironía. Como si nos sobraran las palabras. Como si no estuvieran ya rotos los espejos”. Se ha establecido esa mentira que rompe espejos y que, en consecuencia, impide toda reflexión, toda toma de conciencia que nos libere. Frente a ese lenguaje colonizado en el que se establecen las narraciones, se niegan los grandes relatos y los periódicos, se nos recuerda con insistencia, llegan siempre tarde para repetir consignas, envueltos en ese discurso poderoso, ¿cabe aún una alternativa?, ¿hay lugar para la palabra poética?

Gómez Toré ha meditado a fondo sobre ello y sabe que la palabra poética ha sido descabalgada hace tiempo. En el propio libro, se muestra el itinerario de esa retracción. Los poemas ven cuestionado su estatus de proclama y anuncio para mostrarnos que su tarea se hace cada vez más limitada y sombría. “Son pocas las certezas: no ordenar las imágenes, no borrar la sutura, mantener a distancia el porvenir”. Incluso es preciso destinarse al silencio para no caer en la trampa de las palabras dadas; incluso precaverse de una memoria que parece fabricada ad hoc. La insurrección de la poesía tendría entonces que consistir en la asunción de un lugar marginal desde el que ejercer un profetismo casi desesperado. “Poesía es el resto. / La democracia es lo que queda en los márgenes”, se nos dice. Sin embargo, tal opción no es contemplada aquí. Hasta del margen, la poesía ha sido expulsada. Por eso, el testimonio no alcanza a testimoniar. Se ha vuelto imposible: Tomando el ejemplo ético de Luis Cernuda le dice: “Nunca quisiste ser profeta”. Y, en otro poema: “O quizá, entre nubes de polvo, convocados por nadie, vocear al borde del mercado palabras caducadas, adjetivos vagamente procaces, ritos de primavera como restos de saldos”. Ya nadie va a escuchar, nadie va a entender. El poema se parece a una algarabía. Ahora, el hombre cívico, el hombre que sabe leer, el que habla impaciente y el que escribe se igualan en su impotencia. Ese Hotel ha excluido a los poetas. Sería como el último acto del derrumbe. Preguntamos por Europa, preguntamos por el lugar de la poesía, las dos preguntas vienen finalmente a coincidir. José Luis Gómez Toré ha buscado respuestas con la carga preciosa de lo más granado de la tradición poética europea, a la que en sus bellos poemas da continuidad; y también, creo, fortalecido por el alimento, la bebida y los encuentros que ha recibido de Mozambique y otras lejanías. Sin embargo, siente su fragilidad en este lugar bajo la amenaza del hundimiento. No se le puede pedir más rigor, más autenticidad a un libro de poemas que ha querido mirar lo esencial con una palabra que sea a la vez inteligencia y deseo, que retorna a una tradición poética siempre sofocada, y que no se ha ahorrado las preguntas más audaces. Por eso es terrible su lucidez al concluir su Hotel Europa, al dejarnos con estas palabras: “¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de nadie, el que hace las cuentas con el amor de otros. Desde aquí escucho el chocar violento de las copas, cómo parten los trenes cargados de consignas. Yo guardo su secreto. Me empeño en ser el último. Todavía no he aprendido a callarme. Lo haré pronto.”

 

 

 

 

José Luis Gómez Toré, Hotel Europa, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2017.