Durante los años de duración de la pandemia del coronavirus, los habitantes del planeta tuvimos el raro “privilegio” de ver y comprobar y necesitar la influencia de la ciencia en nuestras vidas en tiempo real y en un primer plano absoluto. Hasta entonces no estaba oculta, pero probablemente dábamos por amortizados grandes avances científicos y su traducción tecnológica sin demasiada consciencia de ello (ciencia y tecnología son también usar un ascensor, graduarse la vista, o enviar un mensaje de WhatsApp).
Existía, y por supuesto aún lo hace de manera aguda, la discusión recurrente sobre el fundamento antropogénico del cambio climático, aunque desde la ciencia se considera más batalla cultural que realmente científica. El cambio climático, no obstante, se manifiesta en episodios en principio puntuales, cuya violencia y destrucción van en aumento progresivo, pero cuya continuidad es menos presente y global que la que mostró la experiencia de la pandemia. No así sus consecuencias, cuya persistencia muestra la reciente y terrorífica DANA de Valencia. En cualquier caso, los doscientos años de avances científicos prodigiosos que lleva la historia reciente de la humanidad, y nuestra poca memoria para recordar errores, han otorgado un aura religiosa por parte de la sociedad a la ciencia, suponiéndole una infalibilidad que ni tiene ni debe tener, pues sería su final y perdería su eficacia al negar su naturaleza dubitativa verdadera. Pero, desgraciadamente, invocar a la ciencia como dogma es frecuente, para hablar de clima, de salud, de sexo/género, u otros temas.
La mala ciencia es el título de un libro escrito por el médico Ben Goldacre en 2008 dedicado al uso espurio de los términos y prácticas científicas. El libro lamenta el escaso conocimiento del método científico por parte de la sociedad y subraya que esta ignorancia tiene consecuencias concretas en decisiones que afectan a la vida de las personas. Goldacre estudia los grandes negocios relacionados con la salud, alrededor de la cual se publican aún hoy la mayoría de artículos científicos de alcance general. Habla y desacredita con ejemplos bibliográficos abundantes los resultados de los productos que la homeopatía y el nutricionismo hacen llegar al público. También denuncia la incultura científica pretenciosa e interesada de muchos medios de comunicación, cuyo lenguaje de comunicación no es el de la ciencia. Pero, además, partiendo de la perversión del método científico que hacen estas pseudociencias para un lector lego pero abrumado por los medios, presenta también los intereses y errores de la práctica de la medicina y la farmacéutica oficiales, a las que Goldacre reprocha que demasiado a menudo se apartan también del rigor del método científico en favor de valores económicos. En algunos casos su juicio es feroz, lo que puede ser poco eficaz, puesto que linda con la arrogancia de la que las personas desconfiadas de la ciencia acusan a la misma.
La ciencia parece jugar en una absurda inferioridad de condiciones en este debate. Frente a estas acusaciones de arrogancia o absolutismo científico, la ciencia y su método por defecto son humildes, porque se basan en la duda sobre la ciencia anterior establecida y en la realización de nuevos experimentos que permitan provocar la realidad y comprobar sus respuestas para establecer conclusiones. Frente al elitismo del que se acusa a los científicos, estos saben -o deberían- que todas sus hipótesis sólo serán aceptables mientras no aparezca quien explique mejor sus resultados, y saben -o deberían- que eso le ha pasado a Newton o a Einstein, por lo que no deben hacerse muchas ilusiones, aunque su orgullo humano les venza. Por su lado, parece haber correlación entre el desarrollo económico y el científico, y también entre los sistemas científicos avanzados y las democracias consolidadas, aunque, a juicio del exdirector de la Cátedra de Cultura Científica de la Universidad del País Vasco, Juan Ignacio Pérez Iglesias, el reciente desarrollo científico de China introduce aquí una duda. Este autor, en su Los males de la ciencia (coescrito con Joaquín Sevilla) destaca otras deficiencias del modelo de desarrollo actual de las disciplinas científicas, como las desigualdades de género y raciales para acceder a los puestos superiores. Pero, por otro lado, tal y como el filósofo Daniel Innerarity ha defendido en varios medios, se ha producido un empoderamiento del ciudadano frente a la ciencia, gracias a una mayor educación y el enorme acceso actual a la información en red. Su planteamiento es que no puede hacerse ya ciencia sin la ciudadanía.
Pero, independientemente de esta realidad, relacionada también con la transparencia presupuestaria de una actividad generalmente financiada con fondos públicos, las personas de ciencia ya saben que ésta no tiene nunca un carácter divino ontológico definitivo. La pandemia fue un excelente ejemplo: la ciencia logró hitos dificilísimos, siendo el mayor el desarrollo y distribución de vacunas complejas en tiempo récord. Pero también dejó errores, como la previsión de inmunidad de rebaño (que no funcionó y tuvo consecuencias terribles en algunos países en la primera ola), o la insistencia en la persistencia de los fómites. No obstante, no son errores debidos a la aplicación del método científico, sino a la falta de definición de las condiciones de contorno de un virus desarrollado a una escala global y velocísima como el SARS-CoV-2. Sin conocimiento del método científico, con desprecio judicial por ejemplo hacia los epidemiólogos, es explicable que el discurso negacionista tuviera público, y que, enviciando las relaciones entre las ciencias llamadas naturales y las llamadas sociales, se hablara de absolutismo científico. ¿La ciencia absolutista, cual gobierno tiránico que oprime al pueblo, en contra de la evidencia histórica arriba mencionada sobre la relación entre ciencia y democracia? Pienso que no, que nada más alejado de ello que la ciencia, necesitada profundamente del relativismo que permite abandonar teorías implantadas por mejores postulados, aquellos que explican una mayor proporción de realidad.
Para muchos científicos la afirmación no es sino sardónica, considerando los problemas actuales de la práctica científica, como la exigencia de productividad publicadora o la precariedad profesional. Pero es también corta de miras… Pongamos un contraejemplo astronómico: en su libro Un Universo de la Nada, el físico teórico Lawrence M. Krauss comenta que, debido a la expansión del universo, estamos en el único momento de la existencia del mismo en que se puede recoger y registrar la información necesaria para “ver” (o percibir) el universo desde el momento del big bang y poder predecir precisamente su expansión. Si la vida y la especie humana hubieran surgido en la Tierra en otro momento de la existencia del universo, determinada información imprescindible para alcanzar estas conclusiones no nos habría llegado. Es decir, es un azar cósmico lo que permite que sepamos algo a priori tan trascendental como el momento del origen del universo, algo a lo que hemos dado una relevancia máxima en nuestra historia. No se trata ya de provocar la realidad con la experimentación, o de que dispongamos de mejor tecnología: en otro momento, las señales que permiten deducir la creación y duración del Universo no existirían. Sólo imaginarlo aplasta cualquier arrogancia humana sobre la capacidad de conocimiento absoluto.
Otra cuestión de todos modos supera al desconocimiento de factores puramente técnicos, y se comprobaron en la pandemia y recientemente en la DANA, y en ambos de manera dolorosa: las necesidades de gestión política. La pandemia obligó a una interacción diaria de la ciencia con la política, cuando la suya es en general una relación más distante. Las necesidades de seguridad del mundo, aún más exacerbadas, llevaron a imponer criterios que la ciencia no había podido demostrar de acuerdo a su método estructurado y comparativo. En la primera ola algunos fueron evidentes: se optó por confinamiento masivo en países de contagio severo y escasez de tests de detección del virus, mientras que allí donde el número de tests era mayor las políticas fueron menos restrictivas. En la etapa final de la pandemia, el mantenimiento de las políticas de Covid cero del gobierno chino, y su posterior brusca finalización a finales de 2022 ante las protestas continuadas, ejemplificó el ninguneo del poder a las evidencias científicas, incluso gozando del caso demostrado durante meses en otros países. Pero no es necesario irse a China para ejemplos flagrantes de desatención del criterio científico por decisiones políticas erróneas: el alejamiento del accidentado petrolero Prestige de la costa gallega a finales de 2002, en lugar de acercarlo a un puerto seguro y controlado, es un ejemplo histórico paradigmático. Al episodio de la DANA de Valencia también se le ven costuras similares: los avisos realizados desde días antes no fueron atendidos, y, aunque los hechos sucedieron con una velocidad vertiginosa, todo parece indicar que bajo la aparente desidia de las autoridades encargadas de realizar llamamientos de seguridad a la población se escondía una indiferencia profunda a las previsiones científicas, de continuo despreciadas en medios de comunicación y discursos políticos que consideran woke las acciones mitigadoras o adaptativas del cambio climático.
Es inevitable recordar al sociólogo Max Weber y su clásico El político y el científico, publicado en 1919, donde reconoce que ambas disciplinas son profundamente vocacionales pero que trabajan en ritmos diferentes. Para Weber es más fácil definir las virtudes necesarias para ejercer bien la política (pasión, responsabilidad, mesura, humildad), pero no menciona esta última entre los atributos que adornan la vocación científica. En la política se es persona de acción, que ha de ser con frecuencia inmediata. Esto no combina bien con la ciencia, que requiere estudio, pero la posesión del saber objetivo que proporciona la paciente ciencia es beneficiosa para que la necesitada política proponga e imponga la acción más razonable. Sin duda esta idea es aún preponderante, pero la radicalización política la tensiona.