Entre 1872 y 1912, Benito Pérez Galdós emprendió la titánica tarea de novelar los momentos más importantes de la historia de España. Cuarenta y seis novelas históricas fueron el resultado; cuarenta y seis bajorrelieves de aquellos instantes en que España se jugó su futuro a partir del siglo XIX; cuarenta y seis que comenzaban con la Guerra de la Independencia y terminaban con la Restauración de los Borbones. Galdós no disponía de una abundante documentación, sino de la memoria de quienes lo vivieron, los partes de guerra y los contados ensayos que se había publicado; sin embargo, su voluntad le empujó a novelar un siglo entero con sus guerras y batallas, reyes y políticos, ciudades y villorrios, héroes y cobardes.

    Trafalgar, Bailén, Zaragoza, El Empecinado, Los cien mil hijos de San Luis, Los Apostólicos, Zumalacárregui, La Campaña del Maestrazgo, Narváez, O´Donnell, Prim... fueron algunos de sus títulos. Gabriel de Araceli, Salvador Monsalud, Fernando Calpena, José García Fajardo y Tito Liviano, los personajes que hilan las cinco series, a saber, un muchacho, un soldado, un romántico, un señorito y el alter ego del autor, cinco puntos de vista para aunar la lucha con Francia en contra de los ingleses y de España contra la invasión de Napoleón; el Trienio Liberal y el reinado de Fernando VII; las Guerras Carlistas y la regencia de la reina madre María Cristina; el reinado de Isabel II y la Revolución de 1868; Amadeo I de Saboya, la Primera República Española y la Restauración de los Borbones, narrados en primera persona, tercera, clave de epístola o monólogo. El resultado, una serie que equipara a Galdós con Tolstoi y lo sitúa junto a Cervantes, Fernando de Rojas y Leopoldo Alas, en la primera división de la narrativa en lengua española.

   Fernando Martínez Laínez (Barcelona, 1941) es un escritor veterano. Doctor en Ciencias de la Información, corresponsal de la Agencia EFE en Cuba, Argentina y la Unión Soviética, Director de Programas de Radio Nacional, colaborador del diario ABC, puede ser considerado el padre de la novela negra en España con obras como Carne de trueque (1978), Destruyan a Anderson (1983) y Se va el caimán (1988), ha ganado dos veces el premio Rodolfo Walsh de la Semana de Novela negra de Gijón con Candelas. Crónica de un bandido (1991) y Sin piedad (1993). Es, pues, un escritor al que le preocupan los sucesos, los problemas humanos y las enfermedades de la sociedad. También, las ciudades y países en cambio, como lo demuestra en sus ensayos Viena, Praga, Budapest. El imperio enterrado (1999) o Tras los pasos de Drácula (2001), donde estudia el imperio austrohúngaro y la sociedad rumana en unos libros entre la investigación histórica y la reflexión sociológica. Fruto de esa evolución, que acaso sea responsabilidad, comenzó a fijar su atención en la historia. Primero, de forma ensayística; después, novelándola.

     Así dio a la imprenta títulos como Tercios de España (2006), en que estudia aquellos soldados que entre 1534 y finales del XVII conquistaron casi toda Europa y asombraron al mundo; Una pica en Flandes (2007), donde  recrea el camino que atravesaba Europa de sur a norte, en concreto  la Lombardía italiana hasta Namur y Bruselas, atravesando el Milanesado, Saboya, Piamonte, el Franco Condado, Alsacia, Lorena, Luxemburgo y el Principado de Lieja, por el que se abastecían de hombres, armas y provisiones los soldados españoles que combatían en Flandes, el Vietnam español como lo definió él mismo, y Banderas lejanas (2009), donde revisa la exploración y conquista de lo que luego serían los Estados Unidos, por los conquistadores españoles, desde México hasta la frontera canadiense y Alaska, además de El náufrago de la Gran Armada (2015), donde  salta de la investigación a la narración novelada, mediante la gesta de Francisco Cuéllar, un capitán de la Armada Invencible que naufragó en Irlanda y atravesó furtivamente el país, consciente de que si era descubierto pagaría con la vida. Esas son sus principales obras, acaso las más recordadas, pero hay que sumar otras como Los monstruos de la niebla (1994), Recordada sombra (2002), El clan de los reporteros (2002), Crímenes sin castigo (2002), Miguel Servet: Historia de un fugitivo (2003), Embajada a Samarcanda (2003), Escritores espías (2004), El tren más largo: de Moscú a Vladivostok en el Transiberiano (2004), El enigma Gioconda (2005), El rey del Maestrazgo (2005), El tapiz de Bayeux (2005), Como lobos hambrientos (2007), Los espías que estremecieron al siglo (2009), Los libros de plomo (2010), Vientos de gloria (2011), Escritores 007 (2012) o Aceros rotos (2013). Esas son sus obras hasta que en el 2017 comenzó a publicar “La senda de los Tercios”, una trilogía formada por Las Lanzas (2017), La batalla (2018) y un título pendiente de publicar.

   Las lanzas recreaba las primeras décadas del siglo XVII, cuando los tercios parecían invencibles como los retrató genialmente Diego de Velázquez en el cuadro del mismo nombre, formalmente titulado la Rendición de Breda. Dos eran sus protagonistas: Ambrosio de Spinola y Alonso de Montenegro, dos personajes procedentes de ámbitos opuestos, el primero buscando la gloria, mientras que el segundo la supervivencia y acaso fortuna; dos, también las voces narrativas: la omnisciente y la de Alonso que contaba la historia en primera persona. El resultado, una novela coral en la que los tres estamentos, la nobleza, el pueblo y el clero, aparecían retratados con sus miedos, alegrías y ambiciones. La guerra, el dinero que la costea, la frustración, la fama, el heroísmo… eran los paralelos y meridianos que la contornaban, a la par que la incompetencia de los políticos, Inglaterra (pérfida con España), la disciplina, Rubens o Velázquez… hasta construir una novela magnífica.

    La batalla, como Las lanzas, participa de estrategias de escritura parecidas, con planos temporales diferentes, narradores distintos, espacios cambiantes, enfoques  disímiles, que permiten visiones opuestas de los acontecimientos, construyendo un poliedro narrativo completo y heterogéneo; un puzzle argumental que se va encajando en la mente del lector hasta formar un lienzo  minucioso de los acontecimientos y  personajes. Se trata, pues, de una novela coral, como Las lanzas; una novela estructurada como aquellas vidrieras que adornaban y daban luz a las catedrales, con teselas narrativas que se funden según avanza la trama y vamos conociendo los personajes y sus actos, hasta ofrecer una visión deslumbrante de la gesta y la historia.

    La novela recrea la batalla de Nördlingern, cuando los tercios españoles con el infante Fernando de Austria al frente derrotaron al ejército sueco y luterano, hasta entonces invencible, inclinando a nuestro favor la Guerra de los Treinta Años, algo que Francia no podía tolerar, por lo que declaró la guerra a España. El protagonista principal es un personaje que Martínez Láinez retrata de forma soberbia: el cardenal-infante don Fernando de Austria, un hermano del rey Felipe IV, que había sido destinado a la vida religiosa pero que no tenía ninguna vocación; un chaval nombrado arzobispo de Toledo a los diez años de edad, pues era la diócesis más rica de España, y cardenal a los once; un príncipe lleno de contradicciones pero con vocación de servicio a la monarquía y a España; un hombre inteligente y leal que tenía que lidiar con los luteranos pero también con las decisiones del Conde Duque de Olivares, valido del rey, ambicioso y fantasioso, aparte de no siempre sensato ni práctico. Las conspiraciones, el heroísmo, las rivalidades entre los nobles, el declive del gigantesco imperio, el despilfarro, la miserabilidad con los pobres… aparecen magníficamente narrados junto a la campaña militar que adquiere tintes épicos.

    La batalla es una novela donde el afán de verosimilitud lleva al autor a entregarnos una cronología completa de la vida del personaje principal, el cardenal-infante, además de un bien explicado cuadro de personajes al principio del libro, que remata con un mapa de países, estados y ciudades de la época; un glosario de términos y un plano del desarrollo de la contienda. Entre uno y otro, no pocos momentos de brillante narrativa que nos permiten hacernos una idea cabal de cómo fue y sus actores directos o lejanos: el rey Planetario Felipe IV (“tenía como rasgo fundamental de su carácter su sensualidad pasiva e inagotable, manifestada en su falta de voluntad: la abulia que le consumía. Su vida pública era una continua efeméride de devaneos amorosos con mujeres de cualquier categoría social”; el cardenal-infante don Fernando de Austria (“yo deseaba ser como ese gentío, que me vieran como deseaba ser, con el sudor y la fatiga en el rostro, gritando y riendo en las lidias de toros o en los corrales de comedias, con dama y dueñas haciendo de espectadoras. En lo único que mis hermanos y yo nos parecíamos mucho era en perseguir faldas”); el conde duque de Olivares (“gran burócrata, gran papelista, la mayor parte de los años de privanza los consumió en su bufete de Madrid, donde era capaz de velar noches enteras despachando”); la corte intrigante  (“don Gaspar vigilaba a don Fernando, y le puso de espía al marqués de Camarasa. Sabe de sobra que ambos hermanos, los infantes don Fernando y don Carlos, son utilizados como banderín para las intrigas de los nobles descontentos”); los nobles en constante rivalidad como el duque de Lerma, valido del rey Felipe III, padre del cardenal-infante y de Felipe IV (“los festejos públicos por el bautizo están programados para el mes de julio en la villa ducal de Lerma. Corridas de toros y juegos de cañas. Calor, cacerías y rejoneo a la jineta, mientras el duque de Feria, rumboso, corre con el  gasto. Un millón de escudos en quince días, dicen, con caballos andaluces que maravillan en el coso a la plebe. Y la sombra del privado siempre pendiente, vigilando al niño infante como el buitre al cabritillo herido”) y por debajo de todo, pero por encima,  aquellos tercios, duros como piedras pero valientes como tigres de la España antes de España (“En el campamento del tercio de españoles, los soldados se desperezan, escupen, carraspean, tosen o se ajustan la ropa en las tiendas.”) Junto a ellos, una pléyade de personajes bien perfilados y, a menudo, inolvidables como el marqués de Leganés, el conde Oñate, Francisco de Melo, Diego de Aedo, Axel Oxentierna, Gustaf Horn, Francisco de Escobar…

   Eso era España y sus enemigos antes de la decadencia, nos dice el autor, una nación donde la Hacienda Real gastaba cuatro millones y medio de ducados en festejos en una pequeña ciudad, mientras la peste y el hambre se extendían en algunas zonas; una monarquía con un rey que padecía “neurastenia erótica”, que le llevó a dar vida  a más de cuarenta hijos bastardos, cifra que subía año tras año; una nación donde los tercios pasaban meses sin cobrar la soldada y donde el oro de América parecía que podía pagarlo todo mientras Europa, puritana y trabajadora, se escandalizaba con tanto despilfarro; un estado con nostalgias de imperio que había gastado, más por prestigio que por necesidad, ciento ochenta millones de escudos en Flandes desde que se inició la contienda; una tierra resignada y valentísima, capaz de librar la batalla de Nördlingern, palpitante corazón de la novela, que termina con estas emocionantes palabras: “El 4 de noviembre de 1634, el cardenal-infante cumplió el plan estratégico que la corona hispana le había encomendado y entró victorioso en Brusela, capital de Flandes y corte de los estados de Borgoña.  Había tardado unos dos años y quince semanas desde que saliera de Madrid con destino incierto, y el triunfo que se le tributó fue apoteósico. Las calles se abarrotaron con miles de personas y un larguísimo cortejo de nobles, milicias y corporaciones. España, ese viejo león rodeado de hienas, se había sobrepuesto, una vez más, a sus heridas y había asestado con sus temibles tercios un zarpazo que conmovió a Europa.”

    La batalla es una oda al pueblo español más sencillo, que nutrió los tercios que dilataron España por los cuatro puntos cardinales; una novela magnífica y muy recomendable para todo aquel que guste de la lectura, pero también quiera conocer la historia de España novelada de la manera más entretenida; un libro que hace bueno el comienzo del vigésimo canto del Cantar del Cid, que escribió un oscuro juglar entre Medinaceli y Aragón cuatro siglos antes del XVII: “¡Dios que buen vassallo!, ¡si oviesse buen señor”, esto es, qué grandes soldados, qué gran nación, si hubiera tenido buenos gobernantes.

 

 

Fernando Martínez Laínez, La batalla, Barcelona, Ediciones B, 2018