El otro día se enteró Lalande de Maria Bem de que mi oficio es el de nadador, escribió Mino en su primera carta con destino a Montélimar. ¿Te acuerdas, Lucía? Lalande de Maria Bem, la casera. Pues esa. Me vio llegar por la noche, después de miles de metros de piscina, que puestos en línea recta van a llegar un día hasta tus pies. Le dije que estabas fuera una temporada y ella, para consolarme, me ofreció moscatel, o unos bombones, que espantan la tristeza, o aunque solo fuera un vaso de agua. Para qué quiero más agua, le dije, si estoy todo el día a remojo y ya me canso.

Al principio no lo entendió, tuve que explicarle que me dedicaba a nadar.

¿Y le pagan por eso?

Desde luego.

Pero si mi difunto nadaba gratis en una playa del Algarve y a nadie se le ocurrió ofrecerle dinero por algo que hacía para placer suyo. No será algo indecente, ¿verdad?

Ni mucho menos, señora Lalande, sino puro deporte de alta competición.

¿Y quién le paga?

Le dije:

Tengo una asignación del Ministerio, algo que me da la publicidad y luego el presidente de un club de piscinas pone el resto. No se preocupe, porque ya sabe que yo nunca fallo con el alquiler.

La señora Lalande de María Bem se metió rezongando en su casa. Tenía las piernas hinchadas porque barruntaba bajas presiones. Se ajustó las horquillas del pelo. Nadador profesional, iba diciendo, extraña forma de vida es esa.

Por lo demás, muchas noches, de tan cansado que estoy, me quedo a dormir en la Residencia. Donde los becarios. Me da pereza moverme. Y sobre todo es que la casa de Lalande de Maria Bem está muy solitaria sin ti y allí me veo como un alma en pena. Pero otras veces alterno y vengo, como hoy mismo, y así pierdo de vista al entrenador, y ya no oigo su voz, ni tengo que oler su aliento cuando me habla, que es un indeseable que solo piensa en que todo salga según las fichas y los diagramas. Nadie le aguanta. Y yo tampoco, yo menos. No te imaginas el asco que me da.

Ayer otra vez le dije que no entendía por qué habías tenido que irte y él se me puso a gritar: ¿Vas a seguir discutiendo cada día mis órdenes? Dímelo, porque quiero saberlo. Le dije: Las demás no, pero la de alejar a Lucía para que, según usted, no me distraiga tiene que ver con mi vida privada. Y él: y una renuncia temporal como esa tiene que ver con el campeonato de Europa y tu prosperidad. Nada menos.

Preguntaría a algunos amigos, pero no quiero ir mendigando noticias tuyas. Qué iban a pensar de un campeón de todo. No por ti, Lucía, sino por mí, por ser tan sumiso y haberle dejado al entrenador entrometerse. Entonces no tengo más remedio que esperar.

Y en cuanto puedo me desentiendo de él. Salto al agua y me concentro, y recuerdo tu cara y, mientras nado, me pongo a pensar en cómo eran tus manos. Solo me pasa cuando nado, porque en el agua es como si te tuviera delante, entonces imagino tus pechos. ¿Por qué crees, si no, que sigo nadando?

Pues porque en el agua pienso en tus pechos todo el tiempo.

Tus pechos de agua.

Abelardo Oliver se quitó entonces las gafas de media lente que usaba para leer. Se restregó los ojos. Y se dio cuenta de que tenía las piernas en tensión, como si no quisiera apoyar los pies en el suelo. Sabía que hacía muy mal leyendo aquella carta, que era un abuso, y que Mino, si se enteraba, habría de enfadarse con razón: Por qué no echó mi carta al correo, se quejaría, ese era el pacto, ya no había confianza, qué intimidad le quedaba, qué derecho, esto ha de pagarse caro. Y ahora se veía el propósito de aquel dame, Mino, la carta y yo le pongo el domicilio de Montélimar.

Abelardo Oliver suspiró como si apenas le quedaran fuerzas por la llegada de los años de repente sobrevenidos. Estaba sentado en su sillón junto a una ventana desde donde veía llover sobre las pistas de atletismo. Cada vez era menos la luz de la tarde. Plegó las cuartillas de la carta de Mino como si quisera no haberlas leído, las metió en el sobre y se empeñó en pegar de nuevo la solapa adhesiva para cerrarlo.

No podía, se levantaba todo el rato. La mojó con saliva y de nada sirvió. Pero en el fondo daba igual, pues aquella firma cruzada que había hecho Mino por encima de la solapa, a modo de precinto, nunca serviría para que su destinataria comprobara que el sobre no lo había abierto nadie. Estaba claro, eso sí, que Mino no se fiaba de él. Y aquel era un detalle que había que tener en cuenta.

Abelardo Oliver recostó la cabeza en el sillón.

Lamentaba lo que ese Mino ingrato le prometía a Lucía en la carta, que era que, si no volvía pronto, acabaría renunciando a la natación. ¿Y entonces yo qué hago? ¿Y todos mis esfuerzos? ¿Y los de los demás? ¿Cómo quedaría sin Mino la Selección Española?

El teléfono de donde viviera, ya que el móvil nunca lo cogía.

Una dirección de correo electrónico, también eso le pedía a Lucía en un párrafo desesperado.

Una forma, en fin, de contactar con ella al margen de ese fastidio de entrenador.

Ah, Mino tramposo, dijo Abelardo Oliver. Pensabas que no iba a enterarme, ¿eh? Me subestimas. Tendré que recordarte que solo valen cartas.

Maldice tu vida y llora todo lo que quieras, pero que sea después de los europeos. Y si cuando te enteres de que Lucía se ha ido para siempre dejas de ser nadador y te ahogas en la piscina porque ya no flotas será asunto tuyo, mío no. Cogeré mi dinero, dejaré mis habitaciones de la Residencia, volveré a mi casa y de nuevo criaré palomas mensajeras. Pero seré un hombre que tuvo suerte en la vida.

Abelardo Oliver dejó la carta encima de la mesa y se la quedó mirando como si fuera un sapo chafado por la rueda de un coche. Se levantó y fue a la cocina. Arrastraba los pies, porque imitaba a Mino cuando caminaba hacia los vestuarios de la piscina, ese cansancio suyo como de flor marchita. ¿Cómo serían los pechos de Lucía?

En fin, hora de cenar.

A Abelardo Oliver no le apetecía bajar al comedor de la Residencia, hablar con los otros entrenadores y luego partida de dominó o película o periódico. Batió unos huevos, calentó aceite en una sartén y se preparó una tortilla en la kitchenette auxiliar. Levantó el vaso al aire y celebró con una sonrisa la decepcionante opinión que Mino tenía de él, a ver qué malas intrigas son esas, ni qué tienes que decir a escondidas, si dentro de seis semanas, y unos pocos días más, te llevo conmigo a los Campeonatos de Europa de Helsinki, y a Lucía, por mucho que la prefieras, y es normal que así sea, no lo niego, aunque pronto fueras a casarte con ella, la conociste hace menos que a mí, qué tonterías vas contando, que si soy un indeseable. Que si nadie me aguanta. Que si te doy asco.

Mientras partía en trocitos la tortilla con el tenedor para que se enfriara antes, sonó un trueno y al momento se fue la luz. También las pistas de atletismo se habían quedado a oscuras y la mayor parte de las instalaciones deportivas. Esperó un par de minutos contemplando cómo el principio de la noche se metía en el cuarto de estar, antes de levantarse para ir a la caja de los interruptores.

La abrió y encendió una cerilla que cogió de la kitchenette. No era asunto de fusibles, sino una avería general del suministro eléctrico. Volvió al cuarto de estar.

Cogió la carta de Mino y se sentó en el sillón junto a la ventana. Ahora llovía más que antes y por el arrabal venían unas nubes oscuras que se confundían con la noche, cargadas de truenos veraniegos y agua en abundancia, tal vez granizo en estas fechas propicias.

Se puso de nuevo las gafas, tuvo que forzar la vista. Sigamos: Mino le había escrito a Lucía que la echaba en falta, que así no podía vivir y el resto de frases que se repiten los enamorados en las cartas desde el principio de los tiempos, se martirizan así mientras no están juntos y luego el encuentro es mejor y más dulce.

Total, Lucía, que esto de estar sin ti es como si llevara mucho tiempo dormido y no me pudiera despertar, ni estoy cuando me busco en el espejo, sino que lo que veo es tu cara ocupándolo todo, porque el espejo es como el agua de la piscina, solo soporto mi pena si imagino que a ti te pasa lo mismo, antes de dormir te miras al espejo y entonces estoy yo, ese es el único consuelo mío, el agua que nos une.

Abelardo Oliver leía, pero no llegaba a entender el significado de aquellas palabras porque, desde hacía ya unas líneas, el pensamiento le había llevado lejos. Qué importa si la verdad no impera, se decía, o qué decencia se pierde viviendo engañado. Por eso no, no podrán conmigo las malas noticias, y seguiré inventándome por tu propio beneficio, y desde luego también por el mío, sobre todo por el mío, que ella se ha ido a Montélimar para dejarte entrenar en paz, mentiré cuanto haga falta, porque nada va a privarme de la última ocasión que tengo de hacer algo que valga la pena. Y ganaremos en Helsinki. Luego haz tú lo que te dé la gana.