Conduce tranquilo hasta ese punto de la autopista, situado entre el kilómetro doce y el trece, donde se incorporan dos nuevos carriles mediante pasos elevados que forman un entrelazado de hormigón. Hasta entonces circula relajado, automático, escuchando la radio, tamborileando con los dedos en el volante, pero al alcanzar el nudo de carreteras abandona esa relajación y gana cierta tensión, atiende a la carretera hacia delante, revisa los márgenes, echa un vistazo al retrovisor para comprobar si podría cambiar de carril en caso de ser necesario, y acelera ligeramente, atraviesa esos trescientos metros lo más rápidamente posible, adelanta si algún vehículo entorpece su marcha. Mientras pasa bajo los viaductos mira hacia la derecha, al lateral, a los desmontes y el paisaje seco, aunque desde la autopista no puede ver nada, el peralte de la curva y la elevación de la calzada impiden ver lo inmediato, y el guardarraíl tapa por completo lo que aún pudiera verse, como una preocupación estética de los constructores de la vía para ahorrar a los conductores la desagradable vista, y crear en los ciudadanos la ilusión de que eso no existe, ya no.

Normalmente la cuneta está despejada, como mucho dos o tres personas en la cercana parada del autobús interurbano, alguien que llega desde el otro lado, levanta mucho la pierna para salvar el quitamiedos y camina hacia la parada. Otras veces ha visto un vehículo detenido en el margen, con luces de emergencia y un conductor haciendo señales a los coches sin que nadie atienda su petición, pues Emilio supone que el resto de conductores actúa como él, aceleran, cambian de carril, todos saben, todos han leído las informaciones periodísticas, todos han escuchado las historias que circulan de boca en boca y que se convierten ya en leyenda, por eso todos evitan demorarse en ese punto, menos aún detenerse, y aceleran aún temiendo el incidente fatal, el atropello, el zombi que cruza la autopista cojeando y no puedes esquivarlo, cae sobre el parabrisas o queda bajo las ruedas, no sería la primera vez.

No es tan difícil que algo así suceda, su propia decisión de acelerar en ese tramo para cruzarlo cuanto antes le pone en mayor riesgo de un atropello así, por eso cuando ve a alguien caminar por el arcén o a punto de saltar el quitamiedos Emilio cambia de carril, ocupa el central, y una vez superado mira por el retrovisor para ver si algún desgraciado no ha tenido tanta suerte y se ha llevado por delante al moribundo. Qué hacer en ese caso, cómo actuar si un día cae un hombre sobre tu capó, lo ha pensado muchas veces, y le asusta elegir la huida, ese tipo de cosas pasan en caliente, el temor que lleva al conductor a no detenerse y continuar la marcha, más tarde irá a una comisaría a confesar, o ni siquiera eso, revisará la chapa al llegar a casa para comprobar si hay alguna marca, y confiará en que no haya investigación policial, a nadie importará ese cadáver, nadie lo reclamará, nadie perderá tiempo en una muerte que se habría producido pronto de cualquier manera. Ese tipo de cosas pasan en caliente, en efecto, pero él lo decide ya en frío, no detenerse, como si el atropello, el cuerpo sobre el asfalto que otros coches no logran esquivar y pisan, el asustado conductor detenido en el ensanche de la vía que forma la parada de autobús, fuesen a atraer a otros moribundos que ascenderían el terraplén y saltarían el quitamiedos buscando venganza por el compañero muerto.

No sólo hay que tener cuidado con quienes caminan por la autopista y que cruzan sin mirar, también hay que atender a los coches que, detenidos en el arcén sin señalización de emergencia, se incorporan de improviso, sin marcar la maniobra con el intermitente, y pueden ser embestidos por el tranquilo conductor que circula por su carril respetando las normas de velocidad, por eso busca el extremo interior de la calzada si ve un vehículo detenido, ha leído cómo funcionan esos transportes, los llaman cunda, un peculiar taxi, normalmente un coche robado en el que se meten todos los que caben, es habitual que incluso el conductor sea uno de ellos, por eso no hay que esperar que mire por el retrovisor al incorporarse o al abrir la puerta, vienen de otras zonas de la ciudad, paran en el arcén, bajan los cinco o seis que viajan dentro, saltan el guardarraíl y se dejan caer por la pendiente hasta las construcciones que desde la autopista no vemos, y una vez satisfechos vuelven, escalan el terraplén resbalando, clavando las uñas en los terrones hasta alcanzar el punto donde dejaron aparcado el coche.

Otros, por lo que dicen, viajan en autobús, no porque sean partidarios del transporte público, sino porque perdieron su coche, tal vez quedaron inconscientes durante un rato por efecto de la sustancia consumida y cuando despertaron, tumbados entre escombros y plásticos, se arrastraron por el terraplén para comprobar que sus acompañantes ya se habían marchado, no les quedó más remedio que cruzar la barrera y caminar por el arcén hasta la parada de autobús que ensancha ligeramente la calzada bajo el viaducto, y allí esperar a que un transporte se detenga, si bien hay conductores que pasan de largo esa parada, lo que provoca que el desairado viajero salga al paso del autobús para obligarlo a detenerse, causando volantazos y frenazos entre quienes circulan, y en algún caso un lamentable atropello.

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Por todo ello Emilio no puede creer que un pinchazo sea casual, no allí, precisamente en ese punto, no puede ser fortuito que una rueda que no ha reventado en años lo haga exactamente en el sitio menos apropiado para ello, en esos trescientos metros malditos, justo cuando se aproximaba al nudo de carreteras y empezaba a incorporar tensión a su conducción, miradas al retrovisor y a los márgenes, el pie llevando a fondo el acelerador, y en ese momento, justo entonces, escucha el estallido, una detonación seca que puede ser causada por otra circunstancia, que espera sea causada por otra circunstancia, al pisar un trozo de chapa dejado en el asfalto, una piedra que otro vehículo hace saltar y que impacta contra la carrocería, pero es un pinchazo, resulta evidente en la manera en que el coche se vuelve inestable, avanza cojeando, el ruido de la llanta golpeando en cada vuelta del eje indica que ha sido un reventón grande, disminuye la marcha para no perder el control y aunque inicialmente aspira a atravesar esos trescientos metros aunque sea arrastrando la rueda desnuda, el coche se vuelve más indomable y, ante el riesgo de un accidente mayor, acaba deteniéndose en el arcén, a unos cien metros de la parada de autobús.

No puede ser casual, piensa, y por tanto teme algo intencionado, una trampa en la que hoy le tocó caer a él, unos clavos dejados en el asfalto para provocar el pinchazo, una emboscada de quienes en pocos segundos caerán sobre su coche y le sacarán violentamente del interior para, en el mejor de los casos, dejarlo tirado y algo magullado en la cuneta para escapar con su vehículo. Entre las muchas historias, ciertas o apócrifas, que circulan sobre ese lugar, no recuerda haber oído nunca nada acerca de este tipo de emboscadas. Sabe de atropellos, piedras lanzadas desde el viaducto sobre el parabrisa de los coches, averías fingidas para que un incauto atienda la petición de auxilio y se detenga, autoestopistas de aspecto confiable; pero no conoce ningún caso de clavos para provocar un pinchazo, lo que no le tranquiliza, siempre hay una primera vez para todo.

Qué hacer. Permanece aún dentro del vehículo, agarrado al volante, ya detenido en el arcén. Mira por el retrovisor, a quienes se aproximan por la autopista y le adelantan, se ve él mismo con los ojos de quienes conducen esos otros coches y que le mirarán como él ha mirado otras veces a vehículos detenidos en el arcén, que siempre le resultaron sospechosos, nunca pensó en un pinchazo o una avería más que como una trampa, por eso ni siquiera intenta bajar del coche y hacer gestos para que algún conductor se detenga y le ayude, sabe que nadie se detendrá, todos están al tanto de lo que sucede en ese punto kilométrico y no se arriesgarán por mucho que su aspecto inspire confianza, un hombre aseado, afeitado, con americana de buen corte y corbata.

No baja del coche, para qué, al menos dentro se siente todavía seguro, no merece la pena hacer gestos a los coches, nadie parará, y tampoco contempla siquiera intentar arreglar la avería, cambiar la rueda, nunca lo ha hecho, es torpe, no sabe ni dónde está la rueda de repuesto ni cree contar con las herramientas necesarias, y esa maniobra le retendría allí durante horas. Coge el teléfono y lo mira sin saber todavía a quién llamar. El primer impulso es el número de emergencia, claro, la policía, pero no tiene sentido, no es ninguna emergencia, nadie le amenaza, no todavía. Tampoco puede llamar a un compañero de trabajo, a esa hora están ya todos en casa, él fue hoy el último en salir de la oficina, suele ser puntual y hoy precisamente se retrasó, las fatalidades se suman, sus horas extra de trabajo y el pinchazo, se suman y le dejan ahí, en la cuneta de la autopista cuando empieza a ponerse el sol y en menos de una hora llegará la oscuridad.

Busca en la guantera la carpeta con los papeles del seguro, recuerda que hay una tarjeta de la compañía con un número para estos casos, le mandarán una grúa, un operario que le rescate y le cambie la rueda, aunque sabe que la ayuda puede demorarse un buen rato. Marca el número de la tarjeta, suena tono de llamada durante un minuto pero nadie atiende el teléfono. Cuelga y vuelve a marcar, y de nuevo da tono hasta que una voz grabada le indica que todos los operadores están ocupados, y le invita a volver a marcar pasados unos minutos. Aún lo intenta cuatro veces más, hasta que furioso arroja el teléfono en el asiento.

Levanta la vista y, a través del parabrisa delantero, lo ve. Un hombre, joven, vestido con chándal, desgreñado. En el momento en que lo ve está saltando el quitamiedos, unos cuarenta metros por delante de su coche. Pasa una pierna con dificultad, y al pasar la segunda pierna se engancha la zapatilla con la valla y da un traspiés, se incorpora con torpeza. Echa un vistazo alrededor y por fin empieza a caminar hacia la parada del autobús, pero tras unos pasos se detiene, como si recordase algo, y se gira hacia el coche de Emilio. Lo mira con atención, acaso espera reconocerlo, y así permanece unos segundos, dudando si continuar hacia la parada o desandar el camino y acercarse al coche. Cuando parece que se decide y da los primeros pasos hacia Emilio, algo llama su atención a lo lejos. Emilio ve por el retrovisor el autobús verde que se aproxima. El joven echa a correr hacia la parada, moviendo los brazos para llamar la atención del conductor, que esta vez sí se detiene, frena junto a la parada y abre las puertas para que el joven suba, y con el autobús se aleja una amenaza pero también una salida, pues Emilio piensa, demasiado tarde, que podía haber dejado el coche y correr hasta la parada para subirse él también, al menos le hubiese acercado a la ciudad, ya tendría tiempo de avisar a la grúa para que recogiese su coche.

Vuelve a marcar el número de la compañía aseguradora, con idéntico resultado. Por fin se baja del coche, con cuidado al abrir la puerta pues los vehículos atraviesan ese punto a gran velocidad. Da la vuelta revisando las ruedas hasta que localiza el pinchazo en la trasera derecha. El reventón ha sido grande, la llanta casi toca la calzada, falta un trozo de neumático y huele todavía a goma quemada. Se agacha junto a la rueda con gesto aprendido pero inútil, no sabe qué hacer con una rueda así, se incorpora y abre el maletero pero ahí no encuentra nada, se arrodilla y apoya las manos en el asfalto para mirar bajo el vehículo, donde descubre la rueda de repuesto, enganchada con unos tornillos que no sabe con qué podría soltar.

Se pone en pie, se sacude los pantalones y, ahora sí, se aproxima despacio al guardarraíl, mira al otro lado de la barrera, aquello que nunca ve desde la carretera pero que siempre ha imaginado, ayudado por algunas fotografías de periódico y por toda la imaginería habitual de la miseria. Está en primer lugar el terraplén, que es más escarpado de lo que pensaba, aunque está recorrido por un desagüe, una canalización de hormigón que puede funcionar como escalera empinada. Abajo hay cuatro caravanas aparcadas, viejas, una de ellas sin ruedas, alzada con ladrillos. Tienen las puertas abiertas, y frente a ellas se acumulan restos de todo tipo, palés, cartones, plásticos, un vehículo desguazado, bloques de cemento arrancados. Tras las caravanas hay un terreno descampado, de unos cincuenta metros de ancho, y después comienza el poblado, formado por medio centenar de construcciones, algunas de aspecto inestable, de chapa o madera, otras que podrían considerarse casas, de ladrillo y uralita, de aspecto tosco, a medio acabar. Entre las casas hay algunos coches aparcados, y se ve un grupo de niños que juega y varias mujeres. A la puerta de una de las caravanas más próxima al terraplén hay cuatro hombres sentados en el suelo, haciendo círculo, uno de ellos casi tumbado. Un quinto hombre está de pie, sobre la escalera de entrada a la caravana. Es éste el que levanta una mano y señala hacia la autopista, hacia Emilio, y comenta algo que hace que los otros cuatro miren hacia allá y, tras verle, se pongan en pie. Los cinco quedan unos segundos quietos, mirando hacia Emilio y hablando entre ellos. Uno de ellos grita algo que Emilio no entiende, y ya no ve más, pues retrocede para ocultarse, demasiado tarde, lo sabe.

El primer impulso es echar a correr, pero lo descarta por inútil. Mira hacia la carretera esperando un autobús salvador, pero sólo hay coches que aceleran al ver su vehículo aparcado, evitando la posible trampa como él ha hecho tantas veces. Se mete dentro y activa el cierre centralizado. Coge el teléfono y vuelve a marcar, pero la misma grabación de voz le pide disculpas y le anima a intentarlo de nuevo pasados unos minutos. Piensa que ahora sí debería llamar a la policía, no pierde nada, en el peor de los casos no le harán caso, pero cabe la posibilidad de que le atiendan, si él informa del punto exacto de la autopista en que se encuentra tal vez los uniformados comprendan sin más aclaraciones y manden un coche en auxilio, pero ya no tiene tiempo de marcar, pues en ese momento ve, unos metros por delante, a cuatro jóvenes, los cuatro que estaban sentados en el suelo junto a la caravana, y que ahora saltan el quitamiedos y se acercan a su coche.

En los pocos segundos que tardan en alcanzarle, tiene tiempo de observarlos. Uno de ellos parece el más perjudicado, y camina arrastrando los pies y con la cabeza un poco ladeada, la mirada perdida. Los otros tres parecen en mejor estado, aunque hay algo nervioso en sus gestos. Visten ropa informal que no dice nada de ellos, vaqueros y camisetas, como cuatro amigos en cualquier calle de su barrio. Sólo el rostro demacrado, la barba descuidada y el pelo sucio informan de su condición. Instintivamente vuelve a comprobar si las puertas están cerradas, y ahora ya los cuatro rodean el vehículo, dos por cada lado. El que tiene peor aspecto se apoya en el capó, se deja caer sin cuidado, tal vez hunde ligeramente la chapa.

Qué haces, pregunta uno de ellos, junto a su ventana. No debe de tener más de veinte años, piensa Emilio, aunque su piel lastimada, los ojos humedecidos y la boca desdentada parecen de un anciano. Como no contesta a la pregunta, el muchacho la repite, acompañando ahora sus palabras de un toque de nudillos en el cristal de la ventana: qué haces. Emilio responde sin levantar mucho la voz: he pinchado. Qué, pregunta el otro, con un gesto de no escuchar, abriendo más la boca para mostrar las encías. Que he pinchado, repite Emilio, casi gritando ahora. Joder, cómo tienes la rueda, exclama uno, en la parte trasera, y hace que los otros dos acudan a ver el neumático reventado, mientras el cuarto sigue apoyado en el capó, con la cabeza echada hacia atrás, como a punto de dormirse. Emilio mira por el retrovisor a los tres, hasta que sólo ve a uno pues los otros dos se han agachado junto a la rueda.

Llevas repuesto, pregunta el mismo de antes, que ha vuelto junto a la ventana. Emilio asiente en silencio. Te la cambiamos y nos llevas, propone el joven. Todavía con el teléfono en la mano, sin mirar a los ojos al muchacho, Emilio duda unos segundos mientras valora las opciones. Intenta entender la propuesta. Te la cambiamos y nos llevas. Pesa la desconfianza, no espera nada bueno de esos cuatro, y la posibilidad de una reparación, un viaje juntos y una despedida amistosa al llegar a la ciudad le parece improbable. Ve más verosímil que, una vez les facilite el acceso a la rueda de repuesto, la cambien en efecto, pero después se marchen con el vehículo dejándole a él allí en el mejor de los casos. Cabe una última opción, más aterradora, en la que no le abandonan en la carretera sino que se lo llevan con él, apretado en el asiento trasero entre dos de ellos, a su derecha el que ya no está sentado sino tumbado en el capó, y que probablemente apoyaría la cabeza en su hombro mientras viajaban hacia un destino incierto. Descarta la otra posibilidad aparente, quedarse encerrado en el coche y rechazar el ofrecimiento, pues cree que sería peor, que ellos conseguirán lo que buscan por las buenas o por las malas, mejor no resistirse, y siempre cabe la posibilidad de que mientras cambian la rueda aparezca la guardia civil, o el autobús y él pueda echar a correr para subirse a tiempo dejándolos allí con el coche, o incluso, aunque ahora le parezca improbable, la oferta sea realmente amistosa y se conformen con un paseo de doce kilómetros a cambio de llenarse las manos de grasa en la reparación.

No tardamos nada, insiste el muchacho, la cambiamos en un ratito y nos llevas, venga. Vale, concede Emilio, que en seguida se arrepiente cuando escucha la nueva petición del joven: tienes que abrir el maletero para que saquemos la rueda. Está enganchada por debajo, responde Emilio, que mantiene la esperanza de no tener que salir del coche, y ganar así tiempo. Ya, pero hay que soltarla desde dentro del maletero, tienes que abrirnos, insiste el otro. Vuelve a mirar el teléfono en su mano, ahora sería el peor momento para intentar una llamada, podría poner nerviosos a sus atacantes, pero no hay motivo para llamarlos atacantes, no han hecho nada amenazante, a no ser que consideremos su sola presencia, su existencia, como una amenaza en sí misma. Por fin, resignado, abre la puerta y baja del coche con las llaves en la mano.

Da unos pasos hacia la parte trasera, seguido por el que parece ser portavoz del grupo. Los otros dos están todavía agachados junto a la rueda, y ríen mientras dicen algo en voz baja. Emilio mira de nuevo hacia la carretera, donde no hay autobús ni coche patrulla. Observa los coches que pasan, los rostros de los conductores, y se ve de nuevo a sí mismo desde fuera, como lo vería si fuese él quien atraviesa en ese momento el tramo de autopista acelerando, un coche de gama alta, cuatro tipos manipulando el maletero, uno de ellos con americana y los otros con aspecto más desastrado, una escena extraña, quizás provoque que alguien llame a la autoridad, si dedicasen unos segundos, si redujesen la velocidad y se fijasen bien verían algo sospechoso.

Qué coche más guapo tienes, dice otro de los jóvenes, que ya se ha levantado y le habla de cerca, mientras pasa una mano en caricia por la carrocería y repite: qué guapo. Emilio abre el maletero y da unos pasos hacia atrás. Ve cómo los tres se vuelcan sobre el interior y manipulan el suelo hasta que uno de ellos se gira y muestra en su mano una herramienta cuyo nombre Emilio ignora, una especie de barra larga y curva de acero brillante que, en otras circunstancias, observaría como un arma contundente, se cubriría la cabeza o echaría a correr, pero ahora quiere ver como lo que es, sólo una herramienta para arreglar un pinchazo. Otro de los jóvenes maniobra en el interior del maletero, hasta que la rueda de repuesto cae al asfalto junto a hierros y tornillos. El tercero se agacha y la arrastra hacia el exterior con dificultad, por lo pesado de la pieza y la debilidad del muchacho, muy delgado. El del maletero muestra otra pieza, lo que Emilio sin mucha dificultad identifica con un gato hidráulico.

Durante varios minutos los tres muchachos trabajan agachados en el lateral del coche. Mientras, Emilio camina por el arcén, tres pasos hacia un lado y tres hacia el otro. Observa al cuarto hombre, que sigue acostado sobre el capó, más dormido que desmayado. Siguen pasando coches a gran velocidad, y entre ellos pasa un autobús, que no se detiene al no haber nadie en la parada, y tampoco Emilio intenta alcanzarlo. Reconoce que está algo más tranquilo, los tres muchachos no han vuelto a dirigirle la palabra, hablan entre ellos y maldicen cuando un tornillo se resiste, de vez en cuando sueltan una risotada y uno empuja a otro, que cae de culo en el asfalto, bromas de amigotes. Mientras, se ha hecho casi de noche, los automóviles alumbran con sus faros al pasar, los reflectores del quitamiedos brillan, y en pocos minutos no habrá luz suficiente para terminar la reparación.

De golpe, uno de los tres se incorpora bruscamente y se acerca a Emilio, que en ese momento se giraba, y se sobresalta, reacciona echándose a un lado y tensando el cuerpo, como si fuese a comenzar una pelea, no puede disimular su expresión asustada y el otro la percibe y entiende. Qué te pasa, tienes miedo, le pregunta. No, no, responde Emilio intentando controlar los nervios, claro que no. Tienes miedo de nosotros, confirma el muchacho, que levanta la voz para que los otros dos le escuchen. Los compañeros detienen un instante su trabajo para mirar a Emilio, que quiere serenarse. De verdad que no, claro que no tengo miedo, sonríe. Estás cagado, insiste el muchacho, que se vuelve hacia sus amigos, uno de los cuales asiente y repite: está cagado el tío. Normal, dice el tercero, y los tres se ríen. Los dos agachados continúan apretando tornillos, y el que se acercó a Emilio lo observa unos segundos y por fin habla. Tienes un cigarro, pregunta. No fumo, se disculpa Emilio. Vaya, no fumas, dice el otro, y quedan los dos en silencio, mirándose, mientras los coches pasan a gran velocidad. A su espalda Emilio tiene el quitamiedos, lo roza con los dedos, sabe que detrás está el terraplén, no es una buena escapatoria, caería torpe rodando, y abajo, en las caravanas, en el poblado, sospecha mayores peligros. El otro sigue mirándolo, en silencio, con una expresión indefinida, la boca torcida, los ojos un poco arrugados, deslumbrado por los faros de los coches que pasan.

De pronto frunce la frente, entrecierra los ojos como mirando a lo lejos, después los abre más, y grita a sus colegas, sin mirarlos, vienen los picolos, vienen los picolos, los otros dos se incorporan y miran hacia donde también mira ya Emilio, la luz azul sobre el techo de uno de los coches que se acerca, más lento que el resto. Los tres se desplazan a la parte delantera, donde está el durmiente, al que levantan tirando de su camisa. El coche policial activa el intermitente para señalizar la maniobra, pisa el arcén mientras va frenando, y deslumbra con sus faros a Emilio, que gira la cabeza y comprueba que los otros ya no están. Se asoma al otro lado del guardarraíl y, en lo oscuro, distingue las cuatro figuras que descienden a trompicones. Abajo se ven algunas bombillas débiles entre las viviendas, y más allá se extiende ya la noche.

El coche avanza muy despacio hasta que se para a cinco metros de Emilio, iluminándolo con los faros. Vuelve a mirar abajo, pero ya no puede ver a los huidos. El sonido de las puertas al abrirse y cerrarse le hace atender a los dos guardias que se han bajado y caminan hacia él.

Qué hace ahí parado, no sabe que no se puede parar en el arcén, dice el que conducía. Perdonen, es que tuve un pinchazo. Y por qué no ha señalizado el vehículo, pregunta el otro, en tono duro. No me di cuenta, se disculpa Emilio. Tiene que poner los triángulos de señalización y las luces de emergencia, informa el primero. Y tampoco se ha puesto el chaleco reflectante para bajar del vehículo, añade el segundo. Muéstrenos los papeles del vehículo y su permiso de conducir, exige uno de los dos, Emilio no sabe cuál, pues ha vuelto la mirada al otro lado del quitamiedos, a las luces que ya sólo son puntos de brillo débil en la oscuridad del poblado.