Durante los últimos 15 años de su vida, Rafael Azcona fue uno de los grandes lujos de la mía. Siete años después de su muerte, el eco de su voz aún me ronda, cada día. Tengo un montón de recuerdos con él de protagonista. Esta es la crónica de algunos de ellos.

 

1993. Viernes 12 de febrero. Sala de espera del aeropuerto de Barajas. Estoy con Fernando Trueba, Maribel Verdú, Jorge Sanz, Penélope Cruz, Gabino Diego, Andrés Vicente Gómez y Carmen Rico Godoy. Nos dirigimos a Berlín, al festival, donde se va a presentar “Belle Époque”. Un hombre con aspecto muy afable viene hacia mi corrillo, nos tiende la mano y se presenta: “Hola, soy Rafael Azcona”. Nos quedamos paralizados. Rafael era un mito para todos nosotros por varias razones: era un genio, era el escritor de algunas de nuestras películas más queridas, “Belle Époque” incluida, y era célebre su afán de huir de cualquier exposición pública. No le pegaba nada acudir a un festival de cine. Enseguida nos enteramos de la razón: quería visitar en Berlín los viejos estudios de la productora UFA y documentarse para una historia protagonizada por un grupo de españoles que, durante la Guerra Civil, acuden a rodar una película a la Alemania nazi. Estaba a punto de nacer “La niña de tus ojos”. José Luis García Sánchez y Fernando y David Trueba comían con él todas las semanas y ya nos habían advertido de que, pese a lo que se podría pensar, Rafael era el reverso de un ser hosco y huraño. Nos da una pista de su carácter cuando, en el aeropuerto, al ver a Jorge Sanz, le saluda así: “¡¡Hombre, Peciña¡¡”. Peciña es el nombre del personaje de Jorge en “La miel” (1979), la película, dirigida por Pedro Masó y escrita por Rafael, con la que debutó a los nueve años. Pasamos tres días en Berlín, con Rafael entre nosotros. Cada vez que me acuerdo de Berlín lo veo a la salida de un restaurante diciendo: “Pedid codillo, buenísimo”. Tenía 67 años.

 

En el avión de vuelta de Berlín, Penélope se sienta entre Rafael y yo. Azcona nos habla de la historia de “La niña de tus ojos”. Penélope le escucha con los ojos muy abiertos, sin sospechar, ni ella ni nadie, que cinco años y medio después sería la estrella de una película decisiva en su carrera.

 

En ese mismo vuelo, hablamos de Julio Alejandro, el escritor de Huesca, el guionista de “Nazarín”, “Viridiana” “Simón del desierto” o “Tristana”, nada más y nada menos. Rafael cree que Julio sigue en México, su país de acogida desde los primeros años 50. Pero yo le aclaro que Julio vive en Madrid y que es amigo mío. Rafael tiene un impulso de fan que me pareció insólito en alguien como él: “Quiero conocer a ese hombre”. Le prometo que en mi próximo viaje a Madrid organizaré un encuentro. Al volver a Zaragoza lo primero que hago es llamar a Julio y contarle quién le quiere conocer. Le doy una alegría inmensa. A los pocos días Álex de la Iglesia, con 27 años, viene a Zaragoza a presentar “Acción mutante”, su primer largometraje. Le comento la cita que estoy preparando con Julio y Rafael y él dice eso no se lo pierde ni loco. Ese es el origen de una de las mejores tardes de mi vida.

 

1993. Viernes 12 de marzo. Quedo con Rafael y Álex en el bar del edificio de la Avenida de América en el que vive Julio con su hermano Fernando. Julio tiene 88 años. Subimos al piso. Nos abre Fernando. Rafael le tiende la mano a Julio pero éste abre los brazos mientras dice: “Ven aquí y dame un abrazo, hombre, que tenía muchas ganas de conocerte. No sabes cuánto me alegro de estar con alguien con el que me puedo pasar 20 horas seguidas sin fatigarme”. La tertulia dura tres horas pero se nos pasa volando. Rafael, al despedirse, le regala a Julio un ejemplar del guión de “Belle Époque” y esta dedicatoria: “Para Julio Alejandro, maestro de mi oficio, este humilde homenaje a la Segunda República Española”. Al día siguiente se celebran los Goya en los que “Belle Epoque” ganaría nueve premios –incluido el de guión- y “Acción mutante” tres. Al salir de casa de Julio, Álex y yo nos vamos a cenar con Rafael y evocamos la fantástica personalidad de Julio. Unos meses más tarde, vuelvo con Rafael a visitar a Julio, acompañados por José Luis –Pepe- García Sánchez. Y Pepe y Julio se hacen amigos para siempre.

 

1995. 22 de septiembre. Muere Julio Alejandro. Fernando, el hermano de Julio, me cuenta que la intención es enterrar sus cenizas, el 28 de octubre, al lado de un roble, en una finca cercana al Monasterio de Veruela. Se lo cuento a Rafael y decide venir a Veruela en el coche de David Trueba. Rafael no sabe conducir. Para David estar al lado de Rafael es un placer máximo. Siempre dice: “Soy mejor que ayer pero peor que Rafael Azcona”. El entierro de las cenizas de Julio es surrealista. Luego, en Zaragoza, en La bodega de Chema, con un grupo de amigos, celebramos una comida disparatada. Salimos del restaurante hacia las seis de la tarde. Entonces Mariano Gistaín y yo cruzamos a la acera de enfrente, nos bajamos los pantalones y nos ponemos a bailar y a cantar. Ante nuestra estupefacción, Rafael, 69 años, cruza la acera y nos acompaña: se baja los pantalones y se pone a bailar y a cantar con nosotros, en calzoncillos. Ese es otro de los instantes de oro de mi vida.

 

Por esa época, Rafael y Pepe García Sánchez disfrutan de otros arrebatos de fans con dos amigos míos muy queridos, Agustín Sánchez Vidal y Miguel Pardeza. Me cuentan sus ganas de conocerles y yo les digo que lo van a tener muy sencillo: la admiración mutua es una de las cosas que más allanan las amistades. En los dos casos, se siguió el mismo ritual: comida en el restaurante el Frontón de Madrid, larga sobremesa hasta el anochecer y afecto eterno entre ellos.

 

1997. Se estrena “Siempre hay un camino a la derecha”, la primera película de la productora creada por Rafael con García Sánchez y Juan Luis Galiardo. Rafael asume su condición de productor y eso determina un cambio de actitud, por pura complicidad con sus amigos y socios: ahora sí que tiene sentido que se implique en la promoción. Eso hace que Rafael vuelva a Zaragoza, con Pepe y Juan Luis, a presentar la película en los cines Renoir. Luego comemos en Casa Emilio, a partirnos de risa con Galiardo. José Luis Melero, Ana Marquesán, José María Gómez “Cuchi”, Daniel Gascón o José Antonio Labordeta son algunos de los amigos que nos acompañan. Un par de años después, el escritor, periodista y editor de Alfaguara Juan Cruz anima la edición de “Estrafalario”, un volumen que reúne tres relatos de Rafael de los años 50,  “El pisito”, “El cochecito” y “Los muertos no se tocan, nene”. Juan resulta decisivo para que Rafael dé la cara, ahora, como escritor. Eso es lo que, sobre todo, se siente Rafael: escritor, en estado puro.

 

1998. Ángel Sánchez Harguindey provoca unas conversaciones entre dos de los mejores conversadores del mundo, Rafael y Manuel Vicent, en las que los dos escritores hablan sobre la vida. Ellos tres, con Pepe García Sánchez, José Luis Cuerda, Jordi Socías, Manolo Gutiérrez Aragón, Juan Cruz o David Trueba, se reúnen a comer muy a menudo, para reír y disfrutar de la amistad. El resultado de la iniciativa de Harguindey es, sencillamente, maravilloso. El libro se titula “Memorias de sobremesa”. En él Rafael me estampa esta dedicatoria: “Para Luis que, además de saber leer este libro, es amigo mío”.

 

2004. Octubre. Pozoblanco, Córdoba. Se celebran unas jornadas sobre cine y literatura, en las que intervienen Ignacio Martínez de Pisón, David Trueba, Ariadna Gil, Gonzalo Suárez, Ángeles Caso, Antonio Soler, Lorenzo Silva, Julio Llamazares, José Luis Borau o Rafael Azcona y Manuel Vicent. En esos días me hago la única foto que conservo con Rafael. Recuerdo a Rafael y Borau hablar de un guión que habían escrito juntos, “Las hermanas del Don”. La película no acababa de salir adelante.

 

2005. Rafael se encuentra en esa época en la que dice a casi todo que sí y acepta las tres propuestas que le hago: en junio, mantener una charla con Álex de la Iglesia en un ciclo de la Academia del Cine concebido por David Trueba y arropado por Genoveva Crespo e Ibercaja; durante la primera semana de julio cerrar un curso sobre cine español organizado por la Universidad Complutense en El Escorial y, a finales de octubre, formar parte del jurado del Festival de Cine Ópera Prima de Tudela. En Tudela, le rodeo de algunos de sus más íntimos - Ángel Sánchez Harguindey, David Trueba y Pepe García Sánchez- y de algunos de sus más profundos admiradores: Mara Torres, Santiago Segurola, Ignacio Martínez de Pisón y Bernardo Sánchez, su paisano y principal estudioso. Rafael le ha encontrado el gusto, o al menos lo lleva con mucha alegría, al ir a lugares donde antes era imposible encontrarle.

 

A la charla con Álex de la Iglesia en junio acude Pep Guardiola que, por esas fechas, está en Madrid mientras sigue un curso de entrenador. Rafael y Pep es otra de esas reuniones en la cumbre que tengo la ocasión de vivir en primera fila.

 

2006. 18 de marzo. Rafael acepta el homenaje que le rinde el Festival de Málaga, que edita un estupendo libro de Bernardo Sánchez. Rafael disfruta mucho en el festival, rodeado de amigos. Uno de los más especiales, porque apenas le ve pero al que admira mucho, es José Luis López Vázquez, el protagonista de “El pisito”, su primera película. Uno de sus grandes devotos, Agustín Díaz Yanes, sostiene que Rafael es uno de los grandes genios del siglo XX.

 

2006. Julio Alejandro vuelve a nuestra vida. El 16 de junio el Festival de Cine de Huesca organiza un coloquio-homenaje sobre Julio al que estoy invitado con Rafael, Juan Luis Buñuel, Víctor Erice, Asunción Balaguer o Pepe García Sánchez. Rafael, Pepe y yo volvemos a Zaragoza en el coche de Antón Castro. Comemos en Zaragoza, en la bodega de Casa Hermógenes. Durante la sobremesa, ocurre algo: no hay nadie en el restaurante y Rafael y yo nos tumbamos en los bancos de madera, uno a continuación del otro, y nos echamos la siesta, mientras nuestras cabezas se rozan. Hermógenes Carazo siempre evoca ese momento como una de las cosas más fabulosas y estrafalarias que han sucedido en su restaurante. Después de la siesta vamos a la Facultad de Empresariales. Rafael es el invitado de “La buena estrella”, el ciclo de coloquios organizado por la Universidad. En la charla hablamos de “Los europeos”, una novela de Rafael de finales de los 50 que se ha reeditado este año. Entre el público se encuentran Carlos Forcadell y Juan José Carreras. Poco después, en los primeros días de julio, presentamos “Los europeos” en Barcelona. A la presentación acuden Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez de Pisón. Comemos con Pep Guardiola, que nos lleva en su coche de un sitio a otro. Al salir del restaurante, en plena plaza Catalunya, nos encontramos, por pura casualidad, con José Luis Cuerda, otro de sus grandes amigos y admiradores, y el director del último guión de Rafael “Los girasoles ciegos”, protagonizada por Javier Cámara y Maribel Verdú.

 

2006. Octubre. Rafael me concede una entrevista para “El reservado”, un programa que presento en Aragón TV, la televisión autonómica aragonesa. Rafael se muestra encantador. Pocos meses después acepta otra entrevista que le hacemos Beatriz Pécker y yo en Radio Nacional. Rafael es un entrevistado único.

 

2007. Febrero. David Trueba y yo hemos estrenado hace un par de meses “La silla de Fernando”, una película-conversación con Fernando Fernán-Gómez que Rafael había visto en el primer pase que hicimos para amigos, en junio de 2006. Como no podía ser de otra manera, David y yo pensamos que Rafael también es perfecto para proponerle una película en la que él nos cuente su modo de ver la vida. Pero Rafael nos invita a comer para decirnos, con todo el cariño del mundo, que no se siente a la altura de lo que queremos hacer. No le insistimos, como es natural.

 

Rafael Azcona, Luis García Berlanga y Fernando Fernán-Gómez figuran en mi altar personal como lo mejor del cine español. Entre sí fueron muy amigos y yo fui muy amigo de los tres. Sin embargo, conocí a Rafael en una época en la que apenas se veían. Nunca estuve con dos de ellos a la vez.

 

2007. Junio. Rafael tiene su propia manera de mostrar sus afectos. En un email me escribe: “Eres un hijo de puta y la vergüenza de Aragón. Tantos años de amistad y nunca me habías hablado de la trenza de Almudévar”. Rafael acaba de descubrir en El Corte Inglés de Madrid ese exquisito dulce aragonés y se acuerda de mí. Poco después de recibir ese email, en los primeros días de julio, David Trueba está en Zaragoza, mi ciudad. Hemos de ir al Escorial, a un curso de la Complutense, para hablar de “La silla de Fernando”. La idea es viajar hasta Madrid en AVE. Antes de ir la estación, pasamos por una pastelería. Le cuento a David lo de Rafael y la trenza de Almudévar y compramos un par de ellas, con la idea de llevárselas a nuestro amigo. Mientras bajamos con las trenzas en la mano por las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Zaragoza pienso que, tal vez, tendríamos que haber llamado a Rafael y asegurarnos de que está en Madrid. Entonces, David, señala el andén y dice: “Mira quién está ahí, Rafael Azcona, con Susi”. Me quedo mudo. Llegamos hacia ellos y Rafael, con una enorme naturalidad, nos saluda: “Hombre, ahora mismo le decía a Susi, ¡pues mira que si nos encontramos por aquí a Luis Alegre!”. Rafael nos explica por qué se encuentran en la estación de Zaragoza: acaban de traerles en coche desde la Rioja y están esperando el AVE hacia Madrid. Hablamos muy brevemente porque enseguida nos hemos de separar: el tren llega y tenemos que subir y buscar nuestros asientos. Al llegar a nuestra localidad, David y yo nos encontramos, en los asientos de al lado, a Rafael y Susi. Nos miramos, perplejos, y nos echamos a reír. David dice: “Este tipo de cosas son las que demuestran que Dios no existe”. Nos pasamos el viaje charlando con Rafael. Esa es la última vez que le veo. Pocas semanas después me entero de que le han detectado un cáncer de pulmón.

 

2008. Enero. Rafael apenas puede ya hablar y se comunica por sms con los amigos. Un día me escribe uno en el que, a su manera, me pide un pequeño favor, él que odia pedir favores: “Querido Luis: el día 5 de febrero al mediodía se entregan las Medallas del Trabajo. Yo no podré recoger la mía. Lo que sigue no es una petición sino una pregunta: ¿Tú crees que Maribel Verdú, en el caso de que pudiera, y con la justificación de protagonizar la última película que he escrito, aceptaría la propuesta de recogerla ella?. Un abrazo. Rafael.” Rafael no simplifica ninguna palabra cuando escribe un sms. Consulto con Maribel y le respondo que para ella es un honor y una alegría. Azcona me escribe esto: “Sin acabar de reponerme de la conmoción -que Maribel haya reaccionado tan generosa e incondicionalmente me ha acongojado- ahí va mi gratitud, primero hacia ti y luego hacia nuestra adorable amiga. Gracias, gracias a los dos. Os abraza vuestro, Rafael”. Tampoco he borrado el sms de Maribel cuando le reenvié los sms de Rafael: “No tengo palabras. Es el más grande y el más generoso. Y nunca me he sentido tan orgullosa de hacer algo por alguien”.Y el siguiente de Rafael: “Ayer, con la excitación, se me pasó pedirte el teléfono y dirección de Maribel, que supongo que pedirán los del protocolo. A Maribel le dirán que la costumbre es hablar un minuto: creo que sobran los eufemismos y los ditirambos, si dice que estoy en tratamiento de un tumor pulmonar y que me manda un beso, yo encantado”. Rafael siente auténtica debilidad por Maribel. Siempre dice que Maribel lleva varias “Rafaelas Aparicio” dentro.

 

2008. 22 de enero. Álex de la Iglesia vuelve a Zaragoza a una charla sobre “Los crímenes de Oxford”. Han pasado 15 años desde que vino a estrenar “Acción mutante” y hablamos de Rafael. Cuando estamos en Radio Zaragoza, a punto de entrar en el programa de Miguel Mena, me llama Rafael. Quiere ultimar algún detalle relacionado con Maribel. Álex, al saber que es Rafael, me coge el móvil y le dice: “Te quiero mucho, Rafael”. Y Rafael, con la voz agotada y débil, le responde: “Yo también, Álex”.

 

2008. Marzo. Escribo a Rafael muchos sms. Él responde enseguida. Sus mensajes siempre llevan un toque de humor, a menudo negro. El domingo 23 de marzo estoy en Nantes, en el festival de cine español. Desde allí le envío otro sms. Pero ese no me lo responde. El martes 25 de marzo me entero de que Rafael no ha podido leer mi último mensaje. Hacia las cuatro de la tarde la periodista Elsa Fernández-Santos me comunica que Rafael ha muerto hace un par de días. Realmente, el que estuviera muerto era la única razón para que Rafael no respondiera el mensaje de un amigo. Al colgar con Elsa me llama Maribel Verdú, rota de dolor, y los dos lloramos sin pudor, aprovechando que Rafael ya no nos puede ver.

 

“Como decía Rafael Azcona”

 

Como muchos de sus amigos, evoco y cito a Rafael a las primeras de cambio. La expresión “Como decía Rafael Azcona” es una de mis favoritas, una de las que más repito.

 

Una anécdota que refiero a menudo es esa que él contaba de su infancia para explicar el sentido de culpa que provoca el placer, sobre todo a su generación y a la de sus padres. Cuando, excepcionalmente, a su padre sastre le iban bien las cosas y entraba en casa muy contento y se creaba en un clima de cierta euforia, su madre, en el momento más álgido, dejaba caer esto: “Ya lo pagaremos, ya”.

 

Para él fue clave su contacto con Italia y la cultura italiana, en la que le sumergió Marco Ferreri. “Mientras en España nos educan para morir bien, en Italia es lo contrario: se prepara a la gente para vivir bien”. Ese fue un descubrimiento esencial, que marcó su manera de entender la vida.

 

Decía que el sacramento de la confesión, como idea, es una obra maestra: cometes el acto más atroz, vas a un confesionario, te autoinculpas y sanseacabó.

 

Decía que la Iglesia Católica había decidido que el disfrute del sexo era pecado mortal por puro instinto de supervivencia. Su negocio se basa en que la gente considere que este mundo es un horror y perciba el otro mundo, el que la Iglesia “vende”, como el paraíso. Eso aconseja condenar los placeres, para devaluar este mundo y revalorizar el otro. Rafael venía a decir que si el sexo no fuera pecado a nadie le acabaría de seducir el otro mundo.

 

Rafael trabajó de contable en un banco de Logroño. Él decía que dejó de ser contable porque los números le provocaban muchos dolores de cabeza.

 

Decía que él no se planteaba preguntas demasiado complicadas alrededor del sentido de la vida porque eso le mareaba. Recordaba que una noche de verano, en Ibiza, iba en bicicleta y miró al cielo mientras se hacía preguntas sobre el misterio del universo. Lo que le pasó es que perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

 

Decía que la gente, cuando se ponía sincera, solía deslizar muchas mentiras.

 

Fue uno de los muchos españoles que pasó hambre en la guerra y posguerra. Él decía que aún sufría “hambre psicológica”. Tal vez por eso el regalo que más le gustaba recibir era un paquete de comida. Decía: “He comido todo lo que he podido, por el placer de comer. Recuerdo que un día le dije a Marco Ferreri: Extremadura es muy grande, ¿por qué no vamos y nos la comemos?”. Su mayor placer cotidiano era el de desayunar un pan con anchoas frotado con tomate.

 

Decía: “Hasta que leo el periódico mis mañanas son extraordinarias”.

 

Era un devoto de las nuevas tecnologías. Se apuntó enseguida a todo, al móvil, a Internet, al correo electrónico. Sin embargo, él sospechaba que el uso del móvil era muy dañino para la salud y que ese dato lo ocultaban cuidadosamente los medios de comunicación, para no perder la publicidad de las compañías relacionadas con la telefonía. Juan Cruz y Rafael Azcona hablaban con el móvil todos los sábados por la mañana.

 

Le daba la vuelta a casi todo. El cliché dice: “Un crítico es un creador frustrado”. Rafael decía: “Un crítico es un crítico frustrado. Que, además, no tiene casa”.

 

Decía “Hay que fastidiarse con lo de “Pobre pero honrado”. ¿Cómo se le puede exigir a un pobre que sea honrado”.

 

Hablaba de “los escrúpulos de pobre”. Decía que a los pobres les molestaba mucho llevar rotas las prendas de vestir y siempre las llevaban zurcidas. Decía que a los pobres les gustaba pagar las pequeñas rondas porque les hacía sentir ricos. También decía que los ricos no pagaban nunca.

 

Decía que cada mañana leía el ABC para saber qué es lo que no tenía que opinar.

 

Decía que en el arte las comparaciones no tenían mucho sentido y, sobre todo, que era bastante estúpido sentenciar qué era lo mejor. Decía: “Mejor solo se puede decir cuando hay cronómetro”.

 

De joven le gustaron mucho los toros pero un día le dejaron de interesar. El fútbol le gustó siempre, aunque dejó de acudir al Bernabéu el día que descubrió a los Ultra Sur.

 

Decía que uno de los errores de los guionistas y directores españoles era que habían dejado de ir en autobús.

 

Decía que una de las cosas más peligrosas en esta vida era decir sí. Era algo que te podía llevar hasta el matrimonio.

 

Decía que nadie estaba preparado para el matrimonio y que nadie nos preparaba para él.

 

Decía que a él le costaba mucho decir “te quiero”. Le parecía algo demasiado serio. Incluso a su mujer, para pedirle la mano, le dijo: “Yo creo que ya estoy maduro para el matrimonio”.

 

También decía que la monogamia era un espanto pero que no se había inventado nada mejor ni menos doloroso. Y un día le oí esto: “Desde que me casé, no me ha pasado nada”.

 

Decía que, por la noche, en la cama, al apagar la luz, cuando repasaba su día, si reparaba en que había hecho algo de lo que se avergonzaba, se ponía muy colorado. Pero, como la luz estaba apagada, no le afectaba.

 

Todas las noches leía antes de dormir. Pero cuando llegaba a casa un poco bebido y se ponía a leer, al día siguiente no se acordaba de nada y tenía que volver a leerlo.

 

Decía que a la lectura aplicaba el mismo criterio que a la comida. Igual que había comidas exquisitas que a él no le gustaban, también había libros y autores extraordinarios que a él no le atraían nada. Si empezaba a leerlos y no le gustaban, los dejaba y no se sentía culpable. Él decía que perdió muy pronto el sentido del pecado.

 

Decía que los cines de la posguerra se hubiesen llenado aunque en ellos no hubieran proyectado películas: en esos cines había muchas más comodidades y se estaba mucho más calentito que en las casas.

 

Decía que, en la posguerra, estaba muy mal visto que los novios se besaran en público. Y contaba lo que hacían algunos novios de Logroño: ir a la estación de tren y colocarse en el andén. Cuando el tren estaba a punto de salir, los novios fingían que se despedían y, entonces, se besaban.

 

Decía que la posguerra duró hasta Tejero.

 

Decía que cuando era niño y oía toser a un viejo siempre pensaba que lo hacía aposta para fastidiar.

 

Era un gran trabajador. Madrugaba mucho y se imponía un horario de oficina: escribía en su casa desde las ocho hasta las dos o las tres, según hubiera quedado o no a comer.

 

Decía, como Picasso, que el dinero servía, sobre todo, para no pensar en el dinero.

 

Decía que desconfiaba de los sentimientos porque eran muy fáciles de manipular. Sin embargo, confiaba enormemente en los sentidos, por los que le entraba el mundo.

 

Decía que no era buena idea revolcarse en el pasado y que la nostalgia despide un olor a nardos putrefactos. Quería mirar al futuro, prefería la esperanza a la nostalgia.

 

Decía que había llegado a los 80 años con un aspecto tan saludable porque no sabía conducir. Iba a casi todos los sitios caminando. También decía que le ayudaba mucho el tomarse las cosas con sosiego y el no competir.

 

A los 80 años decía que él no podía retirarse, que tenía que trabajar para mantenerse. Pero decía que a él le encantaría dejar de trabajar porque el trabajo le parecía una lata. Cuando algunos le comentaban que si dejara de trabajar se aburriría, él les replicaba: “Me iría a un parque y me sentaría en un banco a leer el periódico”. Los otros se lo discutían: “Ya, y al día siguiente y al otro haciendo lo mismo, no lo podrías soportar” Y les decía Rafael: “Sí, porque tengo imaginación. Al otro día me sentaría en otro banco”.

 

Siempre le recuerdo contento. Él solía decir que, cada mañana, al despertarse y comprobar que seguía vivo se llevaba una alegría tan grande que ya le duraba todo el día. El humor fue su gran venganza contra los horrores de la vida y el absurdo del mundo. Rafael se supo reír de la muerte como nadie se ha reído. Una de sus más refinadas obras maestras nos la regaló en sus últimos días. A José Luis García Sánchez todos los amigos le llamamos “Pepe”, menos Rafael, que siempre le llamaba José Luis. Entonces, en pleno acoso de la enfermedad, Rafael, con el hilillo de voz, le dijo: “ ¿Yo también te puedo llamar Pepe?. Es que con esto del cáncer de pulmón me queda poco fuelle y me resulta mucho más cómodo llamarte Pepe”. Rafael se despidió de la vida con un humor y una delicadeza insuperables. Durante su enfermedad, se negó a que los amigos le visitáramos, para ahorrarnos el espectáculo de su sufrimiento. Y le pidió Susi, su mujer, que no nos anunciara su muerte hasta dos días después, para evitar que, por su culpa, tuviéramos que participar en un circo que no tenía ninguna gracia. Rafael nunca te decía te quiero pero, hasta más allá del final, fue grande y cariñoso como sólo él sabía serlo.