Mi primer contacto con los Meidosems tuvo lugar hace bastantes años, concretamente a mediados de diciembre de 1995, en el sur de la India. Me encontré con ellos en una librería de Pondicherry. Resultó curioso pagar en rupias por el libro, y me era grato pensar que, al atravesar aquella vez el territorio indio con una obra de Michaux bajo el brazo, añadía otra de las ya numerosas coincidencias biográficas por las que me sentía unida a aquel bárbaro de Occidente.

Los meidosems en seguida me fascinaron y, en el camino de vuelta a Benarés, emprendí una primera traducción de algunos fragmentos. Cuando decidí, recientemente, traducir la obra toda entera, volví a plantearme las preguntas a las que me pareció no haber dado respuesta satisfactoria en aquél momento. ¿Qué eran, realmente, aquellos extraños seres? Torpes a veces, imposibles, aborrecibles incluso, aunque casi siempre entrañables, también eran seres extremadamente dolientes. Filamentosos, perdidos, agitados, enloquecidos, vaciados, extremos, recordaban las figuras de Giacometti o el hombre-hilo de Ponge y si bien nunca me habían parecido el producto de una imaginación descontrolada, no acertaba, sin embargo a situarlos adecuadamente en el territorio de lo imaginario. ¿Eran realmente imaginarios los seres imaginarios de Henri Michaux? 

  A Michaux siempre le había gustado inventarse personajes y pueblos. Eran, según él mismo explicaría más tarde, especies de almohadillas interpuestas entre él y una realidad que le parecía insufrible en cualquier lugar del mundo. Inventar personajes era una manera de elaborar distancias. No hubo territorio al que viajara que no viese aparecer algún personaje. A Plume (1930), lo inventó en Turquía, a los habitantes de la Gran Carabaña (1936), en Portugal y otros lugares de Europa, a los habitantes del País de la Magia (1940), en Brasil. El caso de Ici Poddema (1945), escrito durante la segunda guerra mundial, fue un poco distinto, pues el ailleurs, el otro lugar, era la Europa ocupada. Michaux transformaba la realidad para poderla soportar, la exterior y también la otra, aquel “lejano interior” al que después viajaría y del que daría cuenta en sus trabajos con la droga. En todos estos casos, Michaux se había comportado como un etnólogo. Sus retratos eran “etnografías imaginarias”, como los denominó Jean-Pierre Martin en su biografía. Pero yo me resistía a considerar a los meidosems en un plano de igualdad con los demás seres imaginarios. Había algo que les hacía ser diferentes. Contrariamente a los que poblaban los libros anteriores, éstos no parecían tanto ser el resultado de anáforas o cualquier otro procedimiento transformativo de la realidad como la expresión de la realidad contemplada con otros ojos. Aquellos breves fragmentos me proponían la visión de un mundo que, siendo extraño, no dejaba de ser el nuestro. ¿Era ésta, ya, la descripción de algún “lejano interior”? No me cabía duda de que Retrato de los meidosems era un texto bisagra, una pieza a medio camino entre los viajes exteriores y los interiores. Pero, ¿a qué territorio se estaba refiriendo, y a qué pasaje? ¿Dónde, pues, en qué viaje habían nacido los meidosems? 

Pronto me di cuenta de que la pregunta era acertada, pero no los términos en los que la había formulado. No se trataba de dónde, sino de en qué circunstancias. Había habido viaje, sí, por supuesto, pero era el primer gran viaje para el cual Michaux no había tenido que moverse. Había traspasado fronteras, pero los territorios, oscuros, dolientes, eran interiores. 

La primera edición de los Meidosems, en efecto, data del año 1948. A principios de aquel año, la esposa de Michaux, Marie-Louise, ardió en llamas al encender un fuego en el apartamento de la rue Séguier, en Paris. Murió después de pasar un mes de dolores infernales. Michaux la acompañaba, de día, en el hospital. Por la noche caminaba de vuelta a casa, la cabeza llena de imágenes, y se ponía a pintar. Líneas, manchas, trayectorias de las que surgían cabezas, cuerpos dolientes, filamentosos, fluidos, enmarañados, confusos, retorcidos…  meidosems.    

Con estos datos, mi lectura, como se comprenderá, fue muy distinta. Coincidí con Raymond Bellour en que aquel texto, aún siendo el último de sus “retratos” tribales era,  “un viaje sin viajero, un espacio transfigurado por el dolor”. El universo de referencia, evidentemente, era nuestro mundo, y en especial, un fragmento del mismo, el del hospital, ese “polígono alambrado del Presente sin salida” donde los seres aparecen despojados de apariencia, reducidos a fluidos, a conexiones nerviosas, a filamentos. Los Meidosems somos nosotros, contemplados debajo de la piel, reducidos a estados, a nudos, a elasticidad, con impulsos que son trayectorias y estados que son núcleos. Meidosems es un retrato, sí, el nuestro.- CHANTAL MAILLARD.

 

                                                                                 

 

(Fragmentos)

 

 

La extrema elasticidad de los meidosems: he aquí la fuente de su gozo. De sus desdichas, también.

Unas balas caídas de un carro, un alambre que se balancea, una esponja que embebe, ya casi empapada, la otra vacía y seca, un vaho sobre un espejo, una huella fosforescente, miren con atención, miren. Puede que sea un meidosem. Puede que todos sean meidosems… sobrecogidos, aguijoneados, henchidos, endurecidos por sentimientos varios…

 

*

  

En el hielo, las cuerdas de sus nervios están en el hielo.

Su excursión, allí, es breve, atormentada por punzadas, por filamentos de acero en el camino de vuelta hacia el frío de la Nada.

La cabeza revienta, los huesos se pudren. En cuanto a las carnes, ¿quién piensa aún en las carnes? ¿Quién se las espera?

No obstante, vive.

El reloj avanza, la hora se detiene. El núcleo del drama, ahí está.

Sin necesidad de ir a buscarlo, ahí está.  

El mármol suda, la tarde se oscurece.

No obstante, vive…

 

*

 

 Oh, no juega para reír. Juega para aguantar, para aguantarse.

Luna que se recuelga, que se descuelga.

Se juega una canica contra un buey y pierde un camello.

¿Error? Oh, no, en el círculo fatal nunca hay errores.

No hay risas. Sin lugar para la risa. Movilizada toda entera para sufrir, para aguantar.

La tina de lágrimas está llena hasta los topes.   

 

 

*

 

 Se han puesto guantes para el encuentro.

Dentro del guante, hay una mano, un hueso, una espada, un hermano, una hermana, una luz, depende de los meidosems, de los días, del azar.

Dentro de la boca hay una lengua, un apetito, palabras, una ternura, el agua en el pozo, el pozo en la Tierra. Depende de los meidosems, de los días, del azar. 

En la catedral de la boca de los meidosems también izan pabellones.

 

*

 

   Flujos de afectos, de infección, flujos de sufrimiento residual, caramelo amargo de antaño, estalagmitas formadas lentamente, con esos flujos camina, con ellos aprehende, miembros esponjosos nacidos del cráneo, atravesados por miles de pequeños flujos transversales que llegan hasta el suelo, extravasados, como de sangre que reventase las arteriolas, pero no es sangre, es la sangre de los recuerdos, del alma traspasada, la frágil cámara central, luchando en la estopa, es el agua enrojecida de la vena memoria fluyendo sin propósito, pero no sin causa en sus tripas pequeñas que hacen aguas por doquier; ínfima y múltiple descomposición.

Un meidosem estalla. Mil venillas de su fe estallan en él. Vuelve a caer, se derrama y se extravasa en nuevas penumbras, en nuevos estanques.

Qué difícil es caminar así…

 

*

 

    ¿A qué paisaje meidosem podría faltarle las escaleras? Por todas partes, hasta el horizonte, escaleras, escaleras… y por todas partes, cabezas de meidosems encaramados a ellas.

Satisfechas, molestas, ardientes, inquietas, ávidas, valientes, serias, descontentas.

Los meidosems de abajo que circulan entre las escaleras trabajan, mantienen una familia, pagan, pagan a acreedores de toda clase que llegan sin cesar. De ellos se dice que no padecen la llamada de la escalera.

 

 

 

(Fragmentos del libro Retrato de los meidosems, de Henri Michaux. Traducido y seleccionado por Chantal Maillard, será próximamente publicado por la editorial Pre-Textos)