Entró en el río sin descalzarse las albarcas de goma. Cruzó a la otra orilla, salvando sin esfuerzo la escasa resistencia de la corriente mermada por el estiaje. Rebuscó entre los juncos que ocultaban el cauce. Descargó la azada apoyada en su hombro y comenzó a morder la tierra a sus pies, ampliando las márgenes del río y aplastando con furia metódica el barro que extraía, sin que una protesta escapase de su boca, sin que sus gestos reflejasen odio, amargura o satisfacción. Onofre no malgastaba las palabras. El rostro sin expresión, aniñado y lampiño, mantenía a buen recaudo sus sentimientos.

Unos cuantos pelos claros repartidos sin orden entre la barbilla y los carrillos daban testimonio confuso de su edad. La ausencia de arrugas en la comisura de los labios y en el entrecejo delataban un pobre historial de sonrisas o de esfuerzo intelectual. Bien mirado, las emociones de Onofre las ponía de manifiesto la gota clara suspendida de su nariz, una moquita brillante que asomaba a finales de octubre y se mantenía creciendo y menguando sin apenas renovarse, según la excitación de su propietario, hasta bien entrado el mes de julio. En pleno verano, al ocultarse la gota, resultaba difícil descifrar sus pensamientos fijándose en las pupilas inmóviles, rara vez ocultas tras los párpados perezosos que apenas pestañeaban.

Probablemente fue esa falta de expresión la que animó a don Blas Ridruejo a hablarle con total confianza de cualquier tema, convencido de que no llegaba a entenderle o sería incapaz de recordar ninguna de sus reflexiones. Pero, aunque nunca replicó a sus palabras, Onofre tenía grabada en la memoria cada una de las frases del amo, desde el día en que le mandó llamar.

- Así que tú eres Onofre –dijo recorriendo con la mirada su cuerpo menudo.

Onofre soy.

- ¿Eres tan bueno como dicen?

En esta casa nació don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, los vecinos de El Cuervo en reconocimiento a su labor. En la fachada de mi casa no hay placa. No seré tan bueno como dicen.

- Vamos a ver cómo las gastas -señaló los aperos de pesca en un rincón del bar, junto a la barra.

Toma las cañas y las nasas. Ve a la puerta de entrada y corre la cortina. Los canutillos de plástico hacen música al chocar. Dos Blas apura la copa. Entra una moscarda por la puerta. Atilano no protesta porque la cortina se abre para don Blas. Lo que pasa es que los moscones aprovechan. Cierra. Tú, por si acaso, cierra.

- Hablas poco.

Una moscarda se coló en el local y tomó la palabra con un zumbido pesado y burlón. Onofre soltó la cortina y sorbió la gota clara que deslizaba por su nariz.

- Mejor así. No me gusta la gente charlatana. Anda, vamos.

Onofre se adelantó y emprendió el camino de los Estrechos en dirección a Veguillas, de donde venía todas las mañanas a El Cuervo y por donde regresaba a su casa al anochecer. El amo le seguía, hablando de truchas, barbos y madrillas sin recibir respuesta. Tenían a la vista el puente natural cuando se detuvo y señaló un terraplén que bajaba hasta el río.

- ¿Por aquí?

Por ahí será más corto, pero se te va el pie y te caes rodando hasta la poza y  qué. Que al llegar a casa, calado y con el pantalón roto, Carmen va y me da una torta. Encima. Si se cae don Blas, va Carmen y le prepara un caldo, para el susto, y luego hace fuego para secarle la ropa y luego le zurce el pantalón, que ni se nota el roto ni nada. Pero a mi me dio una torta. Así que ahora bajo por aquí. Mejor por aquí.

- ¿Sabes por qué hablas tan poco? –cambió de argumento- Por  influencia de tu nombre. Por San Onofre. ¿Sabes quién era San Onofre? Un eremita.

Eremita. Permita. Ermita. Hermanita. Termita. Dinamita. Tita. Titas, titas, titas..

El guía volvió la cabeza sin parar de andar. La grava se deslizaba impaciente por delante de sus pies. Don Blas creyó intuir un gesto de curiosidad en el rostro inexpresivo.

- ¿Que qué es un eremita...? Un ermitaño. Alguien que vive lejos del mundo dedicado a la oración. Por eso San Onofre hablaba poco. Para no robarle tiempo a la oración.

Onofre se detuvo a la orilla del río, entregó una caña a don Blas, sacó de la nasa el bote con los cebos y comenzó a montar su anzuelo. Don Blas le imitó sin dejar de hablar:

- ¿Quieres saber más cosas de tu Santo? Era egipcio, o abisinio y a pesar de ser de ascendencia noble vivió tan pobre que su larga cabellera y una poblada barba le servían de vestido. Pafnucio, que fue discípulo suyo, escribió su vida y milagros.

Onofre le miraba de hito en hito y ese gesto animaba al amo a seguir hablando. El ruidoso aleteo de las libélulas o el asedio de algún tábano interrumpían su monólogo por un instante y luego tardaba en retomar el hilo de la historia, como si hubiese pasado mucho tiempo o como si el tema de su conversación hubiera dejado de interesarle.

- ¡Ya eres mía! –exclamó al sentir como se tensaba el sedal. Y cuando tuvo la trucha agitándose entre sus manos añadió algo más- El que abre lo bueno. Eso es lo que significa tu nombre en griego.

El que abre lo bueno. La puerta de casa, la cortina del bar, el camino del puente, el agua del río, el morral con el almuerzo, los reteles con cangrejos, la boca de las truchas. Abro lo bueno.

Cómo iba a olvidar Onofre aquel cumplido. Desde entonces siempre prestó atención a cualquier palabra que salía de la boca de don Blas, con el mismo interés que él seguía los gestos de su guía en las tranquilas jornadas de pesca que se sucedieron a partir de aquella tarde, verano tras verano, hasta que Santiago, el hijo del amo, se sumó al grupo.

Santiago todavía no había cumplido los veinte, pero contaba las anécdotas de su rutina en Madrid con orgullo de aventurero, igual que haría a su regreso a la capital al hablar del verano en El Cuervo.

- Eres el primer Onofre que conozco.

El sedal está hecho un lío. El sedal se enreda en el carrete. A mí al principio también se me enredaba, pero ya no. Ahora lo hago bien. Las cosas se hacen despacio y bien. No así, al buen tuntún. Ya lo dice Carmen que vísteme despacio que tengo prisa. Por aquí. El nudo se ha hecho aquí.

- ¡Te jodieron bien con el nombre! ¿Ya sabes la leyenda de Onofre?

Menudo lío. Y después del nudo va y se enreda por aquí. Así no se guardan las cosas, al buen tuntún.

- No distraigas al chaval –intervino el padre-. Échale una mano con el sedal.

Al buen tuntún, don Blas. Así hace Santiago las cosas, al buen tuntún.

- Onofre fue una viuda que estaba fetén y jóvenes la asediaban con intenciones deshonestas, tú ya me entiendes. ¿O no me entiendes? Sí, perillán, que sí que me entiendes... Y ella, todas las noches reza que te reza, rogando a Dios que obrase un milagro para apartarla de la tentación, así que va Dios y atendiendo a sus plegarias le pone barba y bigote y se acabaron los pretendientes. ¿Qué te parece? Tiene guasa Dios.

Onofre se pinchó al colocar el anzuelo, pero ni una mueca delató el dolor. Recogió el sedal en el carrete y le alargó la caña.

- Entérate. Onofre es nombre de mujer, el de la primera mujer barbuda de la historia. Ya ves tú, ella con barba y tú, siendo hombre, sin un pelo en la cara. ¿Tiene o no tiene guasa la paradoja? Pero qué vas a saber tú lo que es una paradoja.

Paradoja. Para coja, para roja, para moja. Al buen tuntún. Dices las palabras al buen tuntún. Enredando las frases como el sedal. Al buen tuntún.

- No hagas caso, Onofre –dijo don Blas lanzando el anzuelo al agua-. Eso es una leyenda. La verdadera historia es la que escribió Pafnucio.

- ¿Pafnucio? ¡Otro que tal! –rió Santiago imitando el movimiento de su padre.

Padre e hijo hablaban sin parar. No sabían disfrutar del silencio. Buscaban la compañía de sus propias voces por encima del rumor del agua, el piar de las lavanderas correteando por la orilla o el agudo reclamo de las chicharras ocultas en el pinar.

Onofre aprendió pronto a hacer oídos sordos a las palabras de Santiago. Prefería escuchar la voz segura y paternal de don Blas cuando hablaba de la gente del pueblo, la resignación con la que recordaba a su esposa, que en paz descanse, o el tono cortante y resentido que acompañaba sus comentarios políticos.

- Esto va de mal en peor y no tiene solución, estando como está el Generalísimo, atado de pies y manos. Perdido entre curas y empresarios, que te lo digo yo.

Lo habrán atado ahora. Una vez lo vi en el bar. Salía en la tele, asomado a un balcón y hacía con la mano así y así. Hablaba y movía las manos así. No estaba atado. De pies no digo, pero de manos no. Por lo menos ese rato. Don Blas sabrá, que dicen que lo ha visto en persona. Hasta el coche que lleva se lo puso Franco y también el chofer. De Franco todo.

Pocas veces hablaba de política, pero desde el día en que se presentó en el pueblo sin chofer ni coche oficial, Franco y sus ministros fueron tema recurrente en las conversaciones de don Blas Ridruejo. No en la sobremesa ni en la tertulia del bar, pero a solas con Onofre no había por qué disimular:

- Ya lo han conseguido. ¿Te lo dije o no te lo dije? Si entran los del Opus en el Pardo se queda la revolución pendiente. Pues ahí los tienes.

A partir de entonces era frecuente que don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, se quejase de España, así, en general y sin excepciones:

- Lo mismo me da tú que yo que el mismísimo Franco. España no pinta nada en el mundo. ¡Qué digo en el mundo! ¡España no pinta nada en España! Como te lo digo, Onofre, entre rojos y americanos, nada pintamos.

Una, grande y libre. Franco. El Real Madrid. Lola Flores, Sara Montiel, Joselito, Antonio Bienvenida, Bahamontes, Ocaña, Urtain, Massiel, el lalalá. España sí que pinta, don Blas. Pinta y mucho. Más que los rojos y los americanos pinta.

- Esto se acaba, Onofre. Tanto luchar para nada. Esto se acaba.

El que siempre aseguró que su sueño era jubilarse pronto para pasar los días pescando en el Ebrón, cuando ya no le reclamaban asuntos urgentes en Madrid, perdió el interés por la pesca. Por todo perdió el interés. Por la política y las truchas, por los cangrejos y el almuerzo, por la copa y la tertulia del bar. Cada día más delgado, más oscuro, más callado.

Y mucho que pinta España. Pinta y mucho. Yo no pinto, ni la Carmen pinta. Ni su hijo Santiago puede que pinte. Pero usted sí pinta, sí. Aunque esté así, cada día más delgado, más oscuro, más callado.

- Anda, Onofre, pasmaó. Saca esos reteles que le voy a llevar unos cangrejos a tu hermana para el almuerzo.

Mire qué gordos, don Blas. ¿No le hace gozo verlos? No han de dar la medida... de sobras la dan. Los meto en una bolsa y que se los lleve Santiago y que los haga la Carmen y se los almuerzan usted y Santiago.

Perdió el interés por los cangrejos y el almuerzo. Por las idas y venidas de Santiago, que tanto le irritaban, perdió el interés:

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he dejado la gorra y se me va a sentar el sol.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que prepare algo de almuerzo Carmen, que tengo un hambre que no me tengo.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he cortado con la navaja y no llevamos alcohol ni nada.

- Estás a todo menos a la pesca.

Llevaba razón don Blas. Santiago decía que la pesca era un pasatiempo de viejos. Monótono, inactivo y sin riesgo. No era entretenimiento para sus veinte años:

- Esta noche te vienes conmigo, Onofre. Mañana me tengo que llevar una docena de truchas a Madrid.

Está prohibido. Por la noche no se pesca, que está prohibido.

- No me mires con esa cara de pasmaó. A las once me esperas a la entrada de los Estrechos y te vienes conmigo.

Que no, que  no. Que luego Tomás, el forestal, me mira y me lo nota. Que viene a ver a la Carmen y se me queda mirando y yo no sé disimular.

- ¡Tú, escojonao! ¿Dónde te metiste anoche? Yo aquí esperándote y tú sin aparecer.

Anoche vino Tomás a ver a Carmen. Mira si podía haber ido, pero no se pesca por la noche. No se juega con ventaja. Onofre abre lo bueno. Onofre no es tramposo.

- Ya puedes conseguirme esa docena de truchas que yo voy a contarle a la Carmen el inútil que tiene por hermano.

Una, despacio. Dos, no hay prisa. Tres, cuatro. Paciencia, paciencia. Cinco, seis. Cambiar el cebo. Siete, siete, siete, siete.  Alguna se resiste. Ahí está la gracia. Ocho, con calma. Nueve, nada de al buen tuntún. Diez, once, es la mejor hora. Al ponerse el sol doce truchas a Madrid.

- Como un rey quedé, Onofre. Que no se lo creían cuando se lo dije. En menos de una hora llené la nasa. Y me dicen  que no, que no. Y les digo, ¿qué os jugáis? Un día de estos se presentan todos desde Madrid y nos dejan el río sin truchas.

La gota de la nariz se asoma y se esconde. Los ojos no pestañean, los labios no se mueven, pero la gota sube y baja, baja y sube.

- Anda, ven conmigo,  que te he traído un regalo. Y suénate los mocos.

Le sigo por la carretera y de la carretera al camino y del camino al molino.

- Aquí mismo. Cuanto más cerca de casa mejor.

Santiago se sentó en el suelo y abrió la nevera. Dentro no había gaseosa, ni cerveza, ni fruta, ni pasteles. Sólo agua y unos trozos de hielo flotando entre un amasijo rojizo que se revolvía con vida propia.

- Me los ha dado un amigo navarro –dijo abriendo la bolsa y sacando un cangrejo-. Que se reproducen como chinches dice. Ya veremos...

Onofre lo miró con curiosidad. Tenía el caparazón rojo y chasqueaba la cola con movimientos nerviosos. Tendió la mano para cogerlo.

- Ojo con estos que tienen mala leche. Si pudiera me pellizcaba.

Santiago lanzó el cangrejo al centro de la poza, donde el agua llegaba con un vaivén pausado, arrastrando la espuma del salto de agua.

- De esto a mi padre ni una palabra – dijo vaciando la nevera en la orilla-, que son americanos. Lo que le faltaba por ver.

Rojos y americanos. Entre rojos y americanos, una mierda pintamos. Una cosa le tengo que decir, don Blas.

- Onofre, hijo. Hasta diciembre, si Dios quiere –se despidió, menudo y macilento, sentado en el asiento del copiloto. En un Seat ciento veinticuatro azul oscuro, sin matrícula oficial ni chofer uniformado.

- Aparta, pasmaó, que aún te voy a pillar -Santiago arrancó el coche, tocó la bocina, dio una vuelta a la plaza y se perdió calle abajo.

Octubre la fruta, noviembre la leña, diciembre el puerco. Carmen, guarda el presente, por si viene don Blas este viernes.

Enero. Tañen las campanas, lentas y sobrias, tocando a muerto.

Por nuestro hermano Blas y por todos los difuntos, roguemos al Señor.

El que abre lo bueno abre la puerta de la Iglesia. Sale la gente y hace corrillos. Tomás, el forestal, se detiene:

- ¿Qué le pasa a tu hermana que está tan rara?

Será por lo de don Blas, que ha hecho sentimiento.

- ¿Y por qué no ha venido a misa?

Qué se yo. Ayer encontré un cangrejo muerto. En el molino. Escucha, Tomás, en el molino.

- Lo mismo me da ir a verla que no. Para el caso que me hace...

El primero lo vi en el molino. En pleno invierno. A Tomás, el forestal, se lo enseñé y ni caso. Por mi hermana me preguntaba. Que qué le pasaba a la Carmen. ¿Y a los cangrejos? ¿Qué les pasaba a los cangrejos? Y mira ahora. Por no hacer nada a su debido tiempo.

 - Camen. S’an mueto os candejos.

- ¿Que se han muerto los cangrejos? Y yo qué quieres que le haga –responde Carmen sin mirarle, sentada en la silla, viendo la tele, con las manos sobre el regazo.

Dejé el retel cebado con melsa. Saqué rojos, de los de la nevera de Santiago. Rojos y americanos. Pero de los nuestros no había ninguno. No pintamos nada.

- Os candejos tan muetos a la odilla.

- Se morirán por la sequía. Se quedan en la orilla y se mueren.

- De sequía no. S’an mueto po ota cosa.

- Por otra cosa será. Tú sabrás.

Desde que murió don Blas está seria Carmen. Desde que no ve a Santiago está seria. Después de entrar los rojos y americanos a la poza del molino se murió don Blas y no nevó en invierno y no ha vuelto Santiago, ni llovió en primavera, ni ha vuelto a sonreír la Carmen. ¡Peste de bichos!

- Mira lo que había en el río –deja Atilano el ejemplar sobre la barra del bar.

Tomás, el forestal, lo mira por arriba y por abajo:

- Cangrejo sí que es. Ahora, lo que le ha pasaó pa estar así a mí no me lo preguntes –se encoge de hombros.

- ¡Qué cosa más rara! –lo toca con el dedo José, el sastre.

Abre la cortina del bar. El que abre lo bueno. 

- Cierra la cortina, que entran moscas –dice Atilano.

- Onofre, tú que andas a todas horas por el río. Mira esto a ver si sabes.

Es rojo y americano.

- ¡Qué va a saber éste! – Tomás lo examina con cuidado.

- Ni sabe de donde viene este bicho ni qué otro bicho le picó su hermana –ríe sin ganas el sastre.

Tomás, el forestal, suelta el cangrejo y mira a José.

- ¿Le pasa algo a la Carmen?

- ¡Cómo no te la van a pegar los furtivos, si te la pega hasta tu novia!

- ¡Qué novia ni que…! A mí la Carmen ná de ná. ¿Te queda claro?

- Como el agua. Y mejor para ti.

- Ni mejor ni peor. A mí como a ti.

Es la peste. La Carmen está seria por la peste.

- Ni a ti ni a mí. Al que le haya hecho el bombo en todo caso–ríe sin ganas el sastre.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- ¡Coño, Tomás! Que he sido padre siete veces.

Fina, Mercedes, José, Roque, Pilar, Teresa… Uno. Me falta uno para los siete.

- Anda que no se nota. En la cara, en el carácter y en el bombo, que a partir del tercer mes yo ya les noto en bombo.

 Un bombo. Me falta uno para siete. La Carmen tiene un bombo. Pilar, Teresa… El sastre se ríe y hace un arco con la mano, delante de la tripa, como cuando se preñan las mujeres. Pilar, Teresa… Onofre rezaba a Dios para que no le hicieran un bombo. Y Dios le hizo crecer la barba. A Santiago le hacía gracia la ocurrencia de Dios. A Tomás no le hace gracia.

La moquita de Onofre sube y baja, baja y sube, con una respiración acelerada y sus ojos, siempre inexpresivos, miran a todos los lados. En un rincón, junto a la entrada, está la azada de Atilano, sucia de barro.

- ¡Deja eso ahí, Onofre! –grita el camarero.

José, el sastre, se esconde en los servicios.

Tomás mira sin ver.

Onofre corre la cortina y emprende el camino hacia Veguillas.